Aunque los cañones continuaron ese rugir durante algunos días, sólo lo hacían a intervalos y parecía un ataque de lo más irregular, comparado con lo que sabíamos que eran capaces de
hacer
esos cañones. Creo que Cortés tenía la esperanza de que admitiéramos que estábamos abandonados, indefensos e inevitablemente derrotados, y así nos rendiríamos sin luchar, como él lo esperaría de cualquier gente sensata, sobre todo en esas condiciones. No creo que él lo estuviera haciendo así porque sintiera algún remordimiento o misericordia en matarnos, más bien creo que quería conservar la ciudad intacta, para poder presentarle a su Rey Don Carlos la colonia de la Nueva España completa con todo, incluida su capital, una capital que era muy superior a cualquier ciudad de la Vieja España.
Sin embargo, Cortés era y es un hombre impaciente. No perdió muchos días en estar esperando que nosotros tomáramos la decisión sensata de rendirnos. Mandó a sus artesanos que construyeran unos puentes de madera portátiles y ligeros, con ellos cubrió las brechas entre los caminos-puentes y envió a numerosos hombres corriendo hacia la ciudad en un ataque repentino, desde los tres caminos-puentes al mismo tiempo. Sin embargo, nuestros guerreros todavía no estaban debilitados por el hambre y las tres columnas de españoles y sus aliados, se vieron detenidos como si hubieran corrido contra una pared sólida de piedra, que circundaba toda la isla. Muchos de ellos murieron y los que quedaron se batieron en retirada, aunque no tan rápido como habían llegado, pues llevaban muchos heridos. Cortés esperó algunos días más y luego volvió a tratar otra vez, de la misma manera, pero con peores resultados. En esa ocasión, cuando el enemigo penetró en la isla, nuestras canoas de guerra habían partido con anterioridad y una vez que hubo pasado la primera ola de atacantes, nuestros guerreros desembarcaron de las canoas sobre los caminos-puentes detrás de ellos, quitaron los puentes portátiles y así tuvimos una buena porción de las fuerzas de ataque dentro de la ciudad,
con nosotros
. Los españoles atrapados pelearon por sus vidas, pero sus aliados nativos, sabiendo mejor lo que les esperaba, pelearon hasta caer muertos, para no ser capturados. Esa noche toda la isla estaba encendida por las antorchas y los fuegos ceremoniales de los inciensos y de los altares, en particular la Gran Pirámide estaba brillantemente iluminada, así Cortes y todos los demás hombres podrían ver, si se acercaban lo suficiente y si se tomaban la molestia de observar, lo que les esperaba a los cuarenta o más de sus compañeros que habíamos capturado vivos.
Y por lo menos Cortés si presenció ese sacrificio en masa o cuando menos lo suficiente para que montara en cólera. Nos exterminaría a todos, aunque tuviera que pulverizar la ciudad que tanto deseaba preservar, así es que suspendió esos intentos de invasión y sometió a la ciudad a un intenso y rencoroso cañoneo. Las balas eran lanzadas tan rápido y regularmente como supongo que lo permitían los cañones sin llegar a derretirse por tan prolongado esfuerzo. Los proyectiles caían como plomo desde la tierra firme y silbaban a través del agua por los botes que la rodeaban. Nuestra ciudad empezó a derrumbarse y mucha de nuestra gente murió. Una sola bala de cañón podía arrancar un gran pedazo a un edificio, por muy macizo que fuera, tanto como la Gran Pirámide, y muchos quedaron como ésta, pues la que fue una vez una bella estructura lisa se veía entonces como una masa de pan mordida y roída por ratas gigantes. Una sola bala de cañón podía tirar toda una pared de una casa hecha de piedra y una de adobe simplemente quedaba hecha añicos.
Esa lluvia de fuego continuó por lo menos por dos meses, día tras día, deteniéndose sólo un poco durante la noche, pero aun así, los cañoneros nos mandaban dos o tres bolas retumbantes a intervalos impredecibles e irregulares, sólo para asegurarnos que nuestro sueño no sería tranquilo por no decir imposible y de que no tendríamos la oportunidad de dormir en paz. Después de un tiempo, los hombres blancos se quedaron sin sus proyectiles de hierro y tuvieron que usar piedras redondas, que juntaron. Aunque éstas eran mucho menos destructivas sobre los edificios de la ciudad, con el impacto muy seguido se partían en pedazos y sus fragmentos volaban y así eran mucho más destructoras para la piel humana. Sin embargo los que murieron de esa manera por lo menos lo hicieron de una forma rápida, pues los demás parecíamos condenados a una muerte más lenta, infeliz y agonizante. Como los alimentos que teníamos en reserva tenían que durarnos lo más posible, los oficiales encargados repartían el maíz seco en raciones pequeñísimas, lo suficiente nada más para sostener la vida. Por un tiempo, también pudimos alimentarnos de las aves y los perros de la isla y compartíamos los peces atrapados por los hombres que a escondidas salían de noche para echar sus redes bajo los caminos-puentes y entre las raíces y el fondo dé las
chinampa
. Pero llegó el día en que no quedó ni perros ni aves y los peces empezaron a alejarse de los alrededores de la isla. Entonces repartimos y nos comimos a todos los animales comestibles que estaban en el zoológico público, a excepción de los especímenes más raros y más bellos, pues sus guardianes no quisieron deshacerse de ellos. Esos animales se mantuvieron vivos, y en verdad en mejores condiciones de salud que sus guardianes, siendo alimentados con los cuerpos de nuestros esclavos que morían de hambre.
Con el tiempo, llegamos hasta atrapar las ratas, los ratones y las lagartijas. Nuestros niños, los pocos que habían sobrevivido a las pequeñas viruelas, se volvieron muy hábiles para cazar a todo pájaro que fuera lo suficientemente tonto como para acercarse a la isla. Más tarde, cortamos todas las flores de nuestras azoteas y deshojamos todos los arbustos y los árboles, y con esto preparamos ensaladas. Ya hacia el final, nosotros buscábamos todo insecto comestible en esos jardines, y le quitábamos la corteza a los árboles, y masticábamos nuestras cobijas de piel de conejo, nuestros vestidos de piel y las páginas de piel de venado de nuestros libros, buscando cualquier pedazo de carne que se hubiera escondido en ellos. Algunas personas trataban de engañar sus estómagos haciéndoles creer que habían comido y los llenaban con el cemento de cal que tomaban del escombro de los edificios destruidos. Los peces no huyeron de los alrededores de la isla por miedo a ser atrapados, se fueron porque nuestras aguas se habían contaminado. Aunque ya había llegado la temporada de lluvias, sólo llovía parte de las tardes, así es que poníamos cuantas ollas y cazuelas teníamos para recogerla y también colgábamos tiras de tela para que se empaparan y luego exprimirlas, pero a pesar de todos nuestros esfuerzos, pocas veces había algo más que un chorrito de agua fresca para cada boca seca. Así, aunque al principio nos repugnó, pronto nos acostumbramos a tomar el agua contaminada del lago. También, las aguas llegaron a contaminarse más, pues como ya no había manera de colectar y acarrear los desperdicios y los excrementos humanos, esas substancias fueron tiradas a los canales y de allí pasaron a las aguas del lago, y como sólo los cuerpos de los esclavos eran dados como alimento a los animales del zoológico, no teníamos manera de deshacernos de los otros cadáveres, excepto arrojándolos al mismo lago; Cuautémoc ordenó que fueran echados hacia el lado occidental de la isla, pues al lado este del lago había una extensión más amplia de agua y debido al viento del este que soplaba continuamente, esa agua se mantenía renovada y por eso esperábamos que estuviera menos contaminada. Sin embargo, llegó el momento inevitable en que los desperdicios y los cadáveres contaminaron todas las aguas alrededor de la isla. Como de todas maneras teníamos que tomar de esa agua cuando la sed nos apretaba, entonces mojábamos telas, las exprimíamos y luego hervíamos esa agua, pero aun así, retorcía nuestras entrañas con flujos y retortijones. Muchos de nuestros niños y ancianos murieron por tomar esa agua podrida. Una noche, cuando Cuautémoc ya no pudo ver sufrir más su pueblo, citó a toda la población de la ciudad para que se reuniera en El Corazón del Único Mundo, así que todos nos reunimos en la noche, cuando los cañones no estaban tronando y creo que todo el que podía estar de pie estaba allí. Nos paramos sobre el piso lleno de baches, de lo que antes había sido mármol liso de la plaza, que estaba rodeado por los escombros cortados y picudos de lo que había sido el ondulante Muro de la Serpiente, mientras el Venerado Orador nos hablaba desde lo que quedaba de las escaleras rotas de la Gran Pirámide.
«Si Tenochtitlan ha de sobrevivir un poco más, ya no debe de ser una ciudad, sino una fortaleza y una fortaleza debe estar comandada por aquellos que aún están en posibilidad de luchar. Estoy orgulloso de la lealtad y resistencia demostrada por todo mi pueblo, pero ha llegado el momento en que con gran pena debo pediros que pongáis fin a vuestra lealtad. Todavía queda una bodega sin abrir, pero sólo una…».
La multitud allí reunida ni gritó de alegría ni hizo un clamor en demanda. Sólo murmuraba, pero ese ruido parecía el sordo rumor provocado por un inmenso estómago hambriento.
«Cuando mande abrir esa bodega —continuó Cuautémoc—, el maíz se repartirá en partes iguales entre todos los que lo pidan. Ahora bien, eso puede proporcionar a cada persona en esta ciudad, quizás, una última comida muy escasa, o, será lo suficiente para alimentar un poco mejor a nuestros guerreros, para darles más fuerzas con que pelear hasta el final, cuando llegue ese final y como llegue. Pueblo mío, no os daré ninguna orden, sólo os pido que escojáis y toméis una decisión».
El pueblo no hizo ningún sonido.
Él terminó diciendo: «Esta noche he mandado colocar el puente sobre el camino-puente del norte. El enemigo espera con cautela al otro lado, preguntándose por qué habré hecho eso. Lo he hecho para que todos los que queráis partir, y podáis hacerlo, lo hagáis. No sé qué es lo que encontraréis en Tepeyaca, quizás comida o descanso o la Muerte Florida, pero os suplico a aquellos que ya no podáis luchar que aprovechéis esta oportunidad para dejar Tenochtitlan. Esto no será una deserción ni con ello debéis sentiros derrotados, no incurriréis en ninguna vergüenza al partir. Al contrario, de esta manera permitiréis que nuestra ciudad pueda defenderse un poco más. No diré más».
Ninguno se fue con prisa o de buena gana, todos lo hicieron con lágrimas en los ojos y con pena, pero reconocieron lo práctico de la súplica de Cuautémoc, y en una sola noche la ciudad quedó vacía. Toda su gente, la más joven y la más anciana, sus enfermos e inválidos, sus sacerdotes y los asistentes de los templos, todos se fueron, todos los que no podían por más tiempo ser útiles en el combate. Cargando sus bultos y llevando en ellos las pocas cosas de valor que pudieron llevar al partir, se dirigieron hacia el norte a través de las calles de los cuatro barrios de Tenochtitlan y empezaron a convergir hacia el área del mercado de Tlaltelolco, formando una columna al cruzar el camino-puente. No fueron recibidos con destellos de relámpagos y truenos al final del camino-puente, según supe después, los hombres blancos que estaban allá sólo los vieron llegar con indiferencia y en cuanto a los texcalteca que ocupaban esas posiciones, les pareció que esa gente que llegaba buscando refugio, tropezando y enfermos, eran demasiado débiles como para que valiera la pena sacrificarlos en una celebración de victoria, y la gente de Tepeyaca, aunque también ellos eran cautivos por las fuerzas de Cortés, los recibieron con comida, dándoles agua fresca y albergue. En Tenochtitlan sólo quedó Cuautémoc, otros señores de su corte, su Consejo de Voceros, sus esposas y familias, tanto del Venerado Orador como de sus otros nobles, varios físicos y cirujanos, todos los campeones y guerreros útiles y algún que otro viejo obstinado como yo, quienes habían tenido buena salud antes del sitio y que no habíamos quedado tan debilitados a consecuencia del mismo y que aún podíamos luchar si era necesario. También permanecieron las mujeres jóvenes cuya salud y fuerza todavía era aceptable y por lo tanto eran útiles, y una vieja que a pesar de mis súplicas rehusó dejar su lecho de enferma, que ya tenía tiempo de ocupar.
«Estorbo menos aquí acostada —dijo Beu—, a que se me lleve cargada en una silla de manos por otros que apenas pueden caminar. También, hace mucho tiempo que dejó de importarme cuánto como y con facilidad puedo pasar sin ello. Si me quedo puedo morir más rápido de lo que me mataría esta larga y tediosa enfermedad. Además, Zaa, tú también ignoraste una oportunidad para ponerle a salvo, anteriormente. Podría ser una tontería, dijiste, pero tú querías ver el final de todo. —Sonrió débilmente—. Ahora, después de todas las imprudencias que he tenido que soportar de tu parte, ¿me negarás el poder compartir contigo otra imprudencia más que muy bien pudiera ser la última?».
Acertadamente, Cortés llegó a la conclusión, al ver la evacuación repentina de Tenochtitlan y el aspecto cadavérico de los que dejaron la ciudad, de que los que todavía estaban adentro, se sentirían tan débiles como los que la habían abandonado. Por lo que al día siguiente ordenó otro ataque contra la ciudad, aunque no lo hizo de una manera tan impetuosa como antes. Comenzó el día enviándonos una lluvia de proyectiles, como nunca antes habíamos sufrido, pues pareció que puso a trabajar sus cañones hasta que estuvieran a punto de fundirse. Sin duda él tenía la esperanza de que todos nosotros nos refugiáramos bajo algún lugar, sin movernos de allí mucho después de que terminara esa lluvia devastadora, pero aun así, cuando sus cañones de la playa dejaron de trabajar, él mantuvo a sus botes de batalla dando vueltas alrededor de la isla, pero sobre todo por el lado norte, descargando esos cañones sobre esa parte de la ciudad, mientras sus soldados bregaban a lo largo del caminopuente del sur. Pero no nos encontraron acobardados bajo ningún refugio, es más, lo que hallaron las primeras filas de hombres blancos hizo que éstas se detuvieran haciendo que se amontonaran las de atrás, ya que habíamos puesto en cada lugar en donde esperábamos que llegaran los invasores a uno de nuestros hombres más gordos, bueno, por lo menos el más lleno en comparación con los demás, y los españoles lo encontraron simplemente paseándose por allí, eructando plácidamente mientras mordisqueaba una pierna de perro o de conejo o de algún otro tipo de carne. Si los soldados se hubieran acercado lo suficiente, se habrían dado cuenta de que la carne estaba en realidad ya totalmente enlamada, por haber sido guardada mucho tiempo, sólo con el fin de hacer ese gesto de ostentación.