Como usted sabe. Su Ilustrísima, muchas banderas diferentes han tremolado en esta ciudad durante los años, desde su reconstrucción como la Ciudad de México. Se ha visto el estandarte personal de Cortés, en azul y blanco con una cruz roja, y la bandera color sangre y oro de España, y la que lleva la imagen de la Virgen María, con lo que supongo que son sus colores reales y una con un águila de dos cabezas, significando el imperio, y, otras cuyo significado me es desconocido. Aquel día en el mercado, vi cómo muchos artesanos ofrecían, obsequiosamente, la venta de esas banderas diferentes pero en miniatura, bien o mal hechas, pero ni aun las mejores reproducciones levantaban algún fervor entre los españoles que estaban comprando. Y observé que los vendedores no estaban ofreciendo alguna réplica parecida de nuestro orgulloso símbolo de la nación mexica. Quizás temían ser acusados de apoyar simpatías contrarias a la paz y el buen orden.
Bueno, yo no tenía esos temores. O mejor dicho, yo podría ser castigado por ofensas más graves, así es que no me preocupaban las triviales. Me fui a casa, a nuestra pequeña y miserable choza, hice un dibujo, me arrodillé junto al catre de Beu y lo sostuve cerca de sus ojos.
«Luna que Espera —le dije—, ¿puedes ver esto lo suficientemente claro, como para copiarlo? —Miró intensamente, mientras yo le señalaba los elementos—. Mira, es un águila, con sus alas equilibradas y está parada sobre un cacto
nopali
y en su pico sostiene el símbolo de la guerra, los listones intercalados…».
«Sí —dijo ella—. Sí, distingo los detalles con más facilidad ahora que me los has explicado; pero ¿qué quieres decir con copiarlo, Zaa?».
«Si compro los materiales, ¿podrías bordar una copia de esto, con hilos de colores, sobre un pequeño cuadro de tela? No es necesario que lo bordes tan primorosamente como solías hacerlo. Sólo café para el águila, verde para el
nopali
y tal vez rojo y amarillo para los listones».
«Creo que sí podré hacerlo. ¿Pero para qué?».
«Si haces suficientes copias podría venderlas en el mercado, a los hombres y mujeres blancos. Parece que les gustan las curiosidades y pagarían con monedas».
Ella dijo: «Haré uno y mientras tú me observas, para que me puedas corregir donde me vaya mal. Cuando lo haya hecho bien y pueda sentirlo con las puntas de mis dedos, podría usarlo como patrón para hacer muchos más».
Y así lo hizo y muy bien además. Yo solicité un lugar en el mercado, se me dio un pequeño espacio en donde extendí mi manta y sobre ella acomodé las réplicas del antiguo emblema de los mexica. Ninguna autoridad vino a molestarme y a decirme que quitara mis cosas, en lugar de eso, mucha gente vino a comprar. La mayoría eran españoles, pero hasta algunos de mi raza me ofrecieron tal o cual cosa a cambio, porque habían pensado que nunca volverían a ver otra vez eso, que era lo único que quedaba de lo que éramos y de lo que fuimos.
Desde el principio muchos españoles se quejaron del diseño: «Esa serpiente que se está comiendo el águila, no se ve muy real». Traté de explicarles que no se trataba de una serpiente, ni que el águila se lo estuviera comiendo. Pero no parecían entender lo que era, o sea palabras-pintadas y que los listones intercalados significaban fuego y humo, y por lo tanto también significaban guerra. Y guerra, les explicaba, constituía una gran parte de la historia mexica, lugar que jamás habían ocupado los reptiles. Pero sólo me decían: «Quedaría mejor con una serpiente».
Si eso era lo que querían eso sería lo que tendrían. Hice un dibujo corregido y ayudé a Luna que Espera a hacer un bordado nuevo de ese dibujo, que después utilizó como molde. Cuando los otros vendedores del mercado, inevitablemente, copiaron ese emblema, lo copiaron con todo y serpiente, pero ninguna de las imitaciones estaba tan bien hecha como las de Beu, así es que mi negocio no sufrió mucho por ello. Al contrario, me divertía ver la calidad de las copias, comprobar que había iniciado una industria completamente nueva y saber que
ésa
era mi última contribución al Único Mundo. Había sido muchas cosas durante mi vida, aun siendo el Señor Mixtli, un hombre de estatura, riqueza y respetado. Entonces me hubiera reído si alguien me hubiera dicho: «Terminarás tus días y tus caminos como un vendedor ambulante, vendiéndolas a extranjeros altivos, pequeñas telas con copias del emblema mexica y hasta una imitación de éste». Me hubiera reído, así es que reía mientras me sentaba en la plaza del mercado, día tras día, y aquellos que se detenían a comprar me consideraban un anciano simpático y alegre.
Pero tal como resultaron las cosas, no terminé ahí del todo, porque llegó el tiempo en que la vista de Beu se acabó completamente, también sus dedos se acabaron y ya no pudo bordar, así que tuve que cerrar mi pequeña aventura en el comercio. Desde entonces, hemos vivido de los ahorros de las monedas que ganamos, aunque Luna que Espera con frecuencia y enojo ha expresado su deseo de que la muerte la libere de su oscura prisión, de su inmovilidad y su miseria. Después de un tiempo de inactividad, de no hacer nada más que existir, yo estaba casi deseando lo mismo para mí, pero fue entonces cuando los frailes de Su Ilustrísima me encontraron y me trajeron aquí, y me pidieron que les hablara de los tiempos ya idos y eso ha sido una diversión suficiente como para sostener mi interés por la vida. Mi empleo aquí ha significado para Beu una prisión más triste y solitaria, pero la ha soportado con tal de que yo tenga alguien que me espere en casa, en las noches en que he llegado a esa choza que ahora es mi hogar. Cuando finalmente vuelva otra vez para quedarme allí, tal vez arregle las cosas de modo que no sea una estancia demasiado larga ni para ella ni para mí. Ya no tenemos más trabajo que hacer, ni ninguna excusa para permanecer en este mundo de los vivos. Y debería mencionar que en lo último en que contribuimos para El Único Mundo, ya no me divierte ahora. Vayan a la plaza de Tlaltelolco hoy y verán el emblema mexica a la venta, aun con todo y serpiente, pero lo que es peor, lo que no me divierte es que ahora también, ustedes escucharán a los narradores de cuentos profesionales, enroscando a esa serpiente entre nuestras leyendas más veneradas.
«Escuchen y sepan. Cuando nuestra gente llegó por primera vez a este lugar, en la región del lago, aún éramos los azteca y nuestro dios Huitzilopochtli le indicó a nuestros sacerdotes buscar un lugar en donde se encontrara un
nopali
y sobre él un águila posada
devorando a una serpiente
…».
Bien, Su Ilustrísima, creo que con lo contado es suficiente. Yo no puedo cambiar sus pequeñas falsedades patéticas, ni tampoco la realidad todavía más patética. Pero la historia que les he contado es la historia que he vivido, en la que he tomado parte y todo lo que he dicho es verdad. Beso la tierra, lo que quiere decir: lo juro.
Ahora, pudiera ser que en el transcurso de mi narración haya dejado unos pequeños huecos aquí o allá, y que Su Ilustrísima quisiera llenarlos, o puede haber preguntas que a Su Ilustrísima le interesara hacer, o más detalles que a Su Ilustrísima le gustaría saber sobre uno u otro tema. Pero le suplico que pospongan eso por un tiempo y que me permita un descanso en este empleo. Ahora, le pido a Su Ilustrísima permiso para irme y dejar a los reverendos escribanos y este cuarto que una vez fue de la Casa de Canto. No es porque esté cansado de hablar o porque haya dicho todo lo que había que decir, o porque crea que estén cansados de escucharme hablar. Le pido permiso para irme, porque anoche cuando llegué a mi choza y me senté junto al catre de mi esposa, sucedió algo increíble. ¡Luna que Espera me dijo que me amaba! Ella me dijo que me quería, que siempre lo había hecho y que aún me amaba. Como Beu jamás ha dicho tal cosa en toda su vida, creo que tal vez se está acercando al fin de su larga agonía y que debo estar con ella cuando llegue. Por muy desunidos que hayamos estado, ahora sólo nos tenemos a nosotros…
Anoche, Beu me dijo que me amó desde el momento en que nos conocimos, hace mucho, en Tecuantépec, en los días de nuestra dorada juventud. Pero que me había perdido la primera vez y me perdió para siempre, me dijo, cuando decidí ir a buscar el colorante púrpura, cuando ella y su hermana Zyanya escogieron las pajillas para ver cuál de las dos me acompañaría. Fue entonces, me dijo, cuando me perdió, pero nunca dejó de quererme y nunca encontró a otro hombre que pudiera amar. Cuando anoche hizo esa sorprendente revelación, un mal pensamiento cruzó por mi mente. Pensé: «Si hubieras sido tú, Beu, quien hubiera ido conmigo, quien se hubiera casado conmigo después, entonces hubiera sido Zyanya quien ahora estaría conmigo». Pero ese pensamiento fue borrado por otro: «¿Hubiera deseado que Zyanya sufriera como has sufrido tú, Beu?». Y me compadecí de esos pobres restos que yacían allí, diciéndome que me amaba y me lo decía tan triste que traté que la situación fuera un poco más ligera, así es que le comenté que ella siempre había escogido una forma muy extraña de manifestarme su cariño y le conté cómo la había visto entretenida con el arte de la magia, haciendo una imagen mía de lodo como lo hacen las brujas cuando quieren hacerle daño a algún hombre. Beu dijo, y parecía más triste todavía, que la había hecho sin intención de dañarme, que había esperado durante mucho tiempo y en vano a que compartiéramos el mismo lecho; que había hecho esa imagen para dormir con ella y así encantarme para que llegara a amarla. Entonces me senté junto a su catre, silencioso, y reflexioné sobre muchas cosas pasadas y me di cuenta de lo poco observador y distraído que había sido, durante los años que Beu y yo llevábamos compartiendo; he sido más ciego y más inválido de lo que está Beu en este momento, en su total ceguera.
No es la mujer quien debe decir al hombre que lo ama y Beu siempre había respetado esa inhibición tradicional; jamás lo dijo y escondió sus sentimientos bajo una actitud impertinente, que yo obstinadamente había considerado burlona y con gazmoñería. Sólo unas pocas veces había hecho a un lado su restricción de gran señora; recuerdo una ocasión en que me dijo anhelante: «Siempre me he preguntado por qué se me habrá llamado Luna que Espera», y ni siquiera en esos momentos pude reconocer lo que pasaba por ella o me rehusé a ello, cuando todo lo que hubiera tenido que hacer era haberla tomado en mis brazos… Es cierto, yo amaba a Zyanya y hubiera seguido amándola y siempre lo seguiré haciendo, pero eso no hubiera disminuido aunque hubiera amado también a Beu. ¡
Ayya
, los años que he desperdiciado! De los que yo mismo me he privado, pues no puedo culpar a nadie más. Y lo que más lacera mi corazón es la forma tan desagradable en que también privé de esos años a Luna que Espera, quien había esperado durante tanto tiempo, hasta ahora que ya es demasiado tarde para salvar todavía un último momento de todos esos años perdidos. Si pudiera se los repondría de alguna forma, pero no puedo.
Anoche la hubiera tomado entre mis brazos, yacido junto a ella y hubiera hecho el acto del amor. Quizás yo lo hubiera podido hacer, pero lo que queda de Beu no puede ya hacerlo. Así que hice la única cosa posible, que fue hablar y lo hice honestamente diciendo: «Beu, mi querida esposa, yo también te amo». Ella no pudo contestar, porque se le salieron las lágrimas y ahogaron la poca voz que le quedaba, pero puso su mano sobre la mía. La apreté tiernamente y permanecí allí sentado sosteniéndosela y hubiera entrelazado mis dedos con los suyos, pero no pude ni siquiera hacer eso, pues ya no tiene dedos. Como ya habrán adivinado, mis señores, la causa de su larga agonía ha sido El Ser Comido Por Los Dioses y como ya les he descrito los efectos de esa enfermedad, preferiría no decirles lo que no se han comido los dioses de esa mujer, que en un tiempo fue tan bella como Zyanya. Sólo me senté a su lado y así permanecimos en silencio. No sé qué estaría pensando ella, pero yo recordaba los años que habíamos vivido juntos, sin estar juntos nunca y todo lo que había desperdiciado en esos años; nos habíamos desperdiciado el uno al otro y habíamos desperdiciado el amor, que es el desperdicio más imperdonable de todo. Amor y tiempo son las únicas dos cosas en el mundo que no se pueden comprar, sólo gastar. Anoche, Beu y yo por fin nos declaramos nuestro amor… pero tan tarde, demasiado tarde. Ya el tiempo pasó y ya no se puede recuperar. Por eso me senté y recordé todos esos años perdidos… y recordé también otros años, otros años más lejanos… recordé aquella noche cuando mi padre me cargó sobre sus hombros y cruzamos la isla de Xaltocan, bajo los «más viejos de los viejos árboles», los cipreses y cómo pasaba entre las sombras y luces veteadas de la luna. Entonces no lo podía saber, pero estaba pasando por lo que sería mi vida más tarde: luz y sombra, alternativamente, días brillantes y noches oscuras, buenos tiempos y tiempos malos. Y desde entonces he soportado mi carga de penas y angustias, tal vez más de lo que me toca, pero mi descuido imperdonable hacia Beu Ribé es la prueba suficiente de que yo también he causado sufrimientos y angustias a otros. Aun así, es inútil arrepentirse o quejarse del
tonali
de uno, pero si pusiera mi vida en una balanza resultaría que ésta ha sido más buena que mala. Los dioses me favorecieron con buena fortuna y con haber hecho cosas de valor. Si tuviera que lamentar cualquier aspecto de mi vida, sería el hecho de que los dioses me negaron la última buena fortuna: o sea el morir después de haber realizado esas obras de valor. Eso hubiera sido hace mucho tiempo, pero aún estoy vivo.
Por supuesto que si así lo deseo, podría creer que los dioses han tenido sus razones para ello. Por lo menos puedo recordar aquella noche distante, cuando soñé borracho y puedo creer que los dos dioses me dieron sus razones. Me dijeron que mi
tonati
no era el ser feliz o desdichado, rico o pobre, productivo u ocioso, con buen temperamento o malhumorado, inteligente o estúpido, alegre o desolado, aunque he sido todo eso en uno u otro tiempo. De acuerdo con los dioses, mi
tonáli
sólo era aceptar cada desafío y cada oportunidad que la vida me pusiera adelante para vivir mi vida tan plenamente como lo puede hacer un hombre. Y haciendo eso, he participado en muchos sucesos, grandes y pequeños, históricos y particulares. Pero los dioses dijeron, si es que eran dioses y si es que hablaron de verdad, que mi verdadera función en todos esos sucesos era sólo recordarlos y hablar de ellos a los que vinieran a buscarme, para que así esos sucesos no fueran nunca olvidados. Bien, ahora ya he hecho eso. Excepto por algunos detalles que Su Ilustrísima quiera que añada, no puedo pensar en alguna otra cosa que narrar. Como les previne desde el principio, sólo puedo contarles la historia de mi vida y toda ella es ahora pasado y si hay algún futuro no puedo verlo y pienso que no me gustaría tampoco. Recuerdo las palabras que oí muchas veces, durante mi viaje en busca del Aztlán, las palabras que Motecuzoma repitió una noche cuando estábamos en la cumbre de la pirámide de Teotihuacan a la luz de la luna, repitiéndolas como si fueran un epitafio: «Los azteca estuvieron aquí, nada traían cuando llegaron, nada dejaron cuando se fueron». Los azteca, los mexica, como quieran ustedes llamarnos, nos estamos yendo ahora, seremos dispersados y absorbidos, y pronto, muy pronto, desapareceremos y quedará muy poco por lo que seamos recordados. Todas las otras naciones también, invadidas por sus soldados que llevan nuevas leyes, por sus señores propietarios exigiendo esclavos para laborar, por sus misioneros llevando nuevos dioses, esas naciones también desaparecerán o cambiarán tanto que no se las podrá reconocer y caerán hasta quedar decrépitas. Cortés se encuentra en estos momentos llevando a sus colonizadores a lo largo de las tierras del océano del sur. Alvarado está peleando por conquistar las tribus de las selvas de Quautemalan. Montejo pelea para vencer a los maya, los más civilizados en Uluümil Kutz. Guzmán está luchando para vencer a los desafiantes purémpecha de Michihuacan. Cuando menos todos esos pueblos, al igual que nosotros los mexica, tendrán el consuelo de que pelearon hasta el último momento.