Caminé despacio y astutamente, como él esperaría del inepto luchador Perdido en Niebla; mis rodillas flexionadas, mis ojos como ranuras, como los de un topo. Por supuesto que no fui directamente hacia su árbol, sino que empecé a dar vueltas a uno que estaba a un lado, buscando entre una hilera de árboles a la misma distancia, después me volví a lo largo de otra hilera. Cada vez que yo me aproximaba a un árbol, buscaba lo más lejos posible dando golpes de ciego con mi lanza, alrededor del lado opuesto del tronco, antes de moverme más lejos. Sin embargo, había tomado nota mentalmente del lugar en donde se escondía y la posición de la rama en que yacía. Cuando, inevitablemente, me acerqué a ese lugar, empecé gradualmente a levantar mi lanza de su posición horizontal, hasta que la llevé completamente derecha enfrente de mí, apuntando hacia arriba, como Glotón de Sangre me había enseñado en la selva, para desanimar a los jaguares que yacían en las ramas esperando para dejarse caer, exactamente como Chimali lo estaba haciendo en esos momentos. Con mi arma en esa posición, me aseguré de que él no pudiera deslizarse enfrente de mí; él tenía que esperar hasta que la punta de mi lanza y yo pasáramos un poco más allá, debajo de él y luego golpearme en la parte de atrás de mi cabeza o en el cuello.
Me aproximé a su árbol como lo había hecho con los otros, agachado y despacio, andando a hurtadillas, continuamente volviendo mi rostro ceñudo y atisbando de lado a lado, manteniendo mi mirada cegatona al mismo nivel, sin mirar nunca hacia arriba. En el momento en que llegué bajo su rama, sostuve mi arma con las dos manos y al pasar la lancé hacia arriba y hacia atrás con todas mis fuerzas. Hubo un momento en que mi corazón dejó de latir, ya que la punta de mi lanza nunca lo tocó, se detuvo antes de haber tocado su carne, pues cayó con un
¡crac!
sobre la rama e hizo que con el golpe mis brazos se sintieran entorpecidos. Sin embargo, Chimali debió de estar balanceando su
maquáhuitl
en ese mismo momento, ya que simultáneamente perdió el equilibrio. Por el golpe que le di a la rama él salió disparado, cayendo exactamente detrás de mí, y sobre sus espaldas. El aire de sus pulmones se salió mientras su
maquáhuitl
saltaba de su mano. Me volteé con rapidez y lo golpeé en la cabeza con el mango de mi lanza, dejándolo inanimado.
Me incliné sobre él para darme cuenta de que no estaba muerto, pero de que sí estaría inconsciente por un tiempo. Así es que simplemente recogí su espada y volví hacia el risco, en donde recuperé mi espada y me volví a juntar con los dos jóvenes pajes de armas. Cózcatl dio un pequeño grito de alegría cuando me vio cargando el arma de mi oponente: «¡Sabía que lo matarías, Mixtli!».
«No, no lo hice —dije—. Lo dejé sin sentido, pero cuando despierte lo peor que puede sufrir será un dolor de cabeza. Si es que despierta. Una vez te prometí, hace mucho tiempo, que cuando llegara el momento de ejecutar a Chimali, tú decidirías en qué forma se haría».
Saqué mi daga de la banda de mi cintura y se la entregué. El paje nos miraba con fascinación horrorizada. Guié a Cózcatl hacia el bosque. «Tú lo encontrarás con facilidad. Ve y dale lo que se merece».
Cózcatl asintió con la cabeza y con la daga en la mano se alejó de mi vista, risco abajo. El paje y yo esperamos. Su rostro estaba descolorido y contorsionado y tragaba saliva en un esfuerzo por no sentirse enfermo. Cuando Cózcatl regresó, antes de que llegara lo suficiente cerca como para hablar, pudimos ver que su daga ya no estaba lustrosamente negra, sino brillantemente roja.
Sin embargo él denegó con su cabeza, al aproximarse y dijo: «Lo dejé vivir, Mixtli».
Yo exclamé: «¿Cómo? ¿Por qué?».
«Anoche escuché las palabras amenazantes del Venerado Orador —dijo disculpándose—. Estuve tentado a hacerlo, teniendo a Chimali indefenso delante de mí, pero no lo maté. Ya que él todavía vive, el Señor Orador no puede desahogar demasiado su ira contra ti. Sólo le quité esto a Chimali».
Él tenía su puño convulsivamente apretado, hasta que lo abrió para que yo pudiera ver dos glóbulos relucientes y viscosos y una cosa blanda rojiza cortada más o menos a la mitad de su extensión.
Le dije al miserable paje que hacía esfuerzos por no vomitar: «Ya oíste. Él vive. Sin embargo necesitará de tu ayuda para regresar a la ciudad. Ve y trata de detener su hemorragia y espera a que recobre el sentido».
«Así es que el hombre Chimali vive —dijo Auítzotl con frialdad—. Si es que usted puede llamarle a eso vida. Así es que usted cumplió con nuestra prohibición de no matarlo, por lo menos de no matarlo completamente. Así es que usted espera con alegría, que nosotros no nos sintamos ofendidos y no nos venguemos como lo prometimos. —Yo no dije nada prudentemente—. Nosotros le concedemos que usted obedeció nuestra palabra, pero no comprendió muy bien lo que nosotros dijimos en silencio. ¿Y qué de eso? ¿Qué uso mundano podemos darles a ese hombre en la condición presente?».
Para entonces ya me había resignado a ser, en todas las entrevistas con el Uey-Tlatoani, el foco de su mirada beligerante. Otros temblarían y se desanimarían bajo el influjo de esa horrible mirada, pero yo ya lo tomaba como una cosa usual.
Yo le dije: «Quizás, si el Venerado Orador quisiera escuchar mis razones por las que tuve que desafiar al artista de palacio, mi señor pudiera sentirse inclinado a ver con más benevolencia el trágico duelo que tuvo lugar».
Él sólo gruñó, y tomé eso como permiso para que hablara. Le conté mucho de la misma historia que le había contado a Zyanya, sólo que esta vez omití mencionar todo lo relacionado con Texcoco, ya que todo eso había estado íntimamente ligado con su difunta hija. Cuando concluí con la narración de cómo Chimali había matado a mi hijo recién nacido, y de ahí mis temores por mi recién adquirida esposa, Auítzotl gruñó otra vez, luego meditó sobre el asunto —o por lo menos fue lo que supuse ante su hosco silencio —y al fin dijo:
«Nosotros no empleamos al artista Chimali por su vil amoralidad o a pesar de ella, o por sus peculiares propensiones sexuales, su naturaleza vengativa o su tendencia a la traición. Nosotros sólo lo empleamos por sus pinturas, que él las hace mucho mejor que cualquier otro pintor en nuestros días y en épocas pasadas. Por supuesto que usted no mató al hombre, pero ciertamente que usted mató al artista. Ya que le han sacado las ojos de las cuencas, no podrá pintar más. Ya que su lengua fue cortada, él ni siquiera puede decir a ningún otro de nuestros artistas, el secreto de la composición de esos colores únicos que él inventó».
Yo me quedé callado, pensando solamente y con satisfacción, que tampoco podría el mudo y ciego Chimali revelar jamás al Venerado Orador, que yo había sido quien causó la desgracia pública y la ejecución de su hija mayor.
Él continuó, como si estuviera resumiendo el caso a favor y en contra de mí. «Nosotros todavía estamos encolerizados con usted, pero debemos aceptar como una mitigación las razones que nos ha dado por su conducta. Debemos aceptar que era un asunto de honor ineludible. Tenemos que aceptar que usted obedeció nuestra palabra, dejando que el hombre viviera, y nosotros sostendremos también nuestra palabra. Usted queda libre de todo castigo».
Yo dije sincera y agradecidamente: «Gracias, mi señor».
«Sin embargo, ya que nosotros hicimos nuestra amenaza en público y toda la población lo sabe en estos momentos,
alguien
debe expiar por la pérdida de nuestro artista de palacio».
Detuve el aliento, pensando en que seguramente sería Zyanya, pero sólo dijo con indiferencia:
«Bien, ya pensaremos en eso. La culpa caerá sobre alguna nulidad disponible, pero todos sabrán que nuestras amenazas no se las lleva el viento».
Dejé salir mi aliento retenido. Él tenía razón. Aunque sonaba inhumano, realmente no podía sentir pena o culpa a favor de esa víctima desconocida, quizás un esclavo rebelde, que moriría por el capricho de ese tirano orgulloso.
Auítzotl concluyó diciendo: «Su viejo enemigo será expulsado de palacio tan pronto como el
tícitl
haya terminado de vendar sus heridas. Chimali tendrá que vivir en un basurero como cualquier pordiosero callejero, en el futuro. Usted ha tenido su venganza, Mixtli. Cualquier hombre preferiría estar muerto a estar como usted dejó a ese hombre. Ahora salga de mi vista, antes de que me arrepienta. Vaya con su mujer, que probablemente debe de estar muy preocupada por su bienestar».
Sin duda que ella lo estaba, tanto por mí como por ella, pero Zyanya era una mujer de la Gente Nube, y no dejaría ver su preocupación a ningún sirviente de palacio que pasara. Cuando entré a nuestra recámara, ella estaba de rodillas rezando con su rostro tan grácilmente sereno como su postura, y su expresión no cambió hasta que le dije: «Está hecho. Él está acabado y yo estoy perdonado». Entonces lloró y rió y volvió a llorar y me abrazó apretadamente, sosteniéndome en sus brazos como si nunca más me quisiera dejar ir, otra vez.
Cuando le conté todo lo que había pasado, ella me dijo: «Debes de estar casi muerto de fatiga. Acuéstate otra vez y…».
«Me acostaré —dije—, pero no para dormir. Debo decirte algo. El escapar escasamente de un peligro, parece que tiene cierto efecto sobre mí».
«Ya lo sé —dijo ella sonriendo—. Puedo sentirlo. Pero, Zaa, se supone que debemos de estar rezando todavía».
Yo dije: «No hay una forma más sincera de rezar que amar».
«No tenemos cama».
«El suelo alfombrado es más suave que una gruta en la montaña. Y estoy ansioso de que cumplas la promesa que me hiciste».
«Ah, sí, recuerdo», dijo ella. Y despacio, sin resistencia y atormentadoramente, se desvistió para mí, quitándose todo lo que tenía puesto, excepto el collar de eslabones blancoperla, que el artesano Tuxtem le había colgado al cuello en Xicalanca.
¿Les he contado ya, mis señores, que Zyanya era como un vaso simétrico de cobre quemado, brillando como miel puesta al sol? La belleza de su rostro la había conocido desde hacía algún tiempo, pero la de su cuerpo, la había conocido al tacto. En esos momentos en que lo estaba viendo, tuvo razón en su promesa, ya que pareció como si hubiera sido nuestro primer contacto. Literalmente sentí dolor al poseerla.
Cuando se paró desnuda frente a mí, todas sus partes femeninas parecían presionar hacia adentro y hacia afuera, en un ofrecimiento ardiente de sí mismas. Sus pechos se mantenían altos y firmes, en sus esferas de pálido cobre, sus aureolas coloreadas de cacao sobresalían como pequeños globos y sus pezones se extendían, pidiendo ser besados. Su
tepili
se levantaba también alta y hacia afuera; aun cuando estuviera parada con las piernas unidas modestamente, sus suaves labios se abrían ligeramente en la parte alta, en donde se juntaban, para permitir una mirada a la perla rosa de su
xacapili
, que en aquel momento estaba húmeda, como una perla acabada de salir del mar…
Es suficiente.
Aunque Su Ilustrísima no está presente en estos momentos, para callarme con su habitual repulsión, no les voy a contar lo que pasó entonces. He sido francamente explícito acerca de mis relaciones con otras mujeres, pero Zyanya fue mi amada esposa y creo que seré el avaro más miserable con su recuerdo. De todo lo que he poseído en mi vida, sólo me quedan mis recuerdos. En verdad, pienso que los recuerdos son el único tesoro verdadero que cualquier ser humano tiene la esperanza de poseer para siempre. Y ése fue su nombre. Siempre.
Pero estoy divagando. La delicia de hacer el amor no fue el último suceso notable de ese día todavía más notable. Zyanya y yo estábamos abrazados, nuestra respiración para entonces era suave y yo me empezaba a dormir, cuando oímos unos golpecitos en la puerta, como los que había hecho Cózcatl un poco antes. Entre la niebla del sueño, tuve la esperanza de no ser citado a pelear en otro duelo; con un esfuerzo me puse de pie, me eché el manto encima y fui a investigar. Era uno de los sirvientes de palacio.
«Perdone que interrumpa sus devociones, señor escribano, pero un mensajero-veloz trae un requerimiento urgente de su joven amigo Cózcatl. Le pide que vaya lo más rápido posible a la casa de su viejo amigo Extli-Quani. Parece que el hombre se está muriendo».
«Tonterías —dije con incredulidad—. Se deben de haber equivocado en el mensaje».
«Ésa sería una esperanza, mi señor —dijo él con obstinación—, pero me temo que no sea así».
«Tonterías», me dije a mí mismo, otra vez, pero empecé a vestirme apresuradamente mientras le explicaba el recado a mi mujer. «Tonterías —me seguía diciendo—, Glotón de Sangre no puede estar muriendo». La muerte no podría clavar sus dientes en el pellejo curtido y robusto del viejo guerrero. La muerte no podría chupar, hasta secar, sus jugos todavía vitales. Podría ser que él fuera viejo, pero un hombre como él, todavía lleno de apetitos vitales no era lo suficientemente viejo como para morir. De todas maneras fui lo más rápido que pude y ya el sirviente me esperaba en un
acali
en el embarcadero de la corte, para llegar lo antes posible al cuartel Moyotlan de la ciudad.
Cózcatl me estaba esperando en la puerta de la casa, que todavía no estaba acabada de construir, retorciéndose las manos con ansiedad. «El sacerdote de La Que Come Suciedad está en estos momentos con él, Mixtli —dijo sollozando asustado—. Tengo la esperanza de que conserve suficientes alientos como para decirte adiós».
«¿Entonces, sí
está
muriendo? —gemí—. ¿Pero de qué? Estaba en lo mejor de su vida en el banquete de la noche pasada. Comió como una bandada entera de buitres, y se la pasó poniendo su mano sobre las faldas de todas las muchachas que servían. ¿Qué pudo golpearlo tan de repente?».
«Supongo que los guerreros de Auítzotl siempre golpean de repente».
«¿Qué?».
«Mixtli, yo creí que los cuatro guardias de palacio habían venido por raí, por lo que le hice a Chimali, pero ellos me hicieron a un lado con violencia y cayeron sobre Glotón de Sangre. Él tenía a mano su
maquáhuitl
, como siempre lo hace, así es que no sucumbió sin pelear y tres de los cuatro hombres estaban sangrando copiosamente cuando partieron. Sin embargo una de las lanzas alcanzó al viejo y lo hirió profundamente».
Ese hecho hizo que mi cuerpo entero temblara de horror y de pena. Auítzotl había prometido ejecutar a una nulidad disponible en mi lugar; debió de haberlo escogido mientras decía eso; había descrito, una vez, a Glotón de Sangre como una nulidad, por ser demasiado viejo y no servir para otra cosa que no fuera ayudante o maestro, o como para hacer el papel de «nana» en mis expediciones mercantiles. Y había dicho que
todos
debían de saber que sus amenazas no se las llevaba el viento. Bien, entre esos todos estaba incluido yo. Me había felicitado a mí mismo por haber sido liberado del castigo, lo había celebrado alegremente con Zyanya y en ese mismo momento
eso
se estaba llevando a efecto. No se había hecho eso sólo para horrorizarme y agraviarme, eso se había hecho también para que desechara toda noción que pudiera concebir de ser indispensable y para prevenirme de que nunca más volviera a menospreciar los deseos del implacable y déspota Auítzotl.