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Authors: Gary Jennings

Tags: #Histórico

Azteca (83 page)

Aunque los purempecha estaban constantemente en guardia y contra una intrusión militar de nosotros los mexica, no estaban en contra del comercio, así que intercambiaban sus riquezas con nosotros. Incluso enviaban mensajeros-veloces diariamente para llevar pescado fresco a las mesas de nuestros nobles, a cambio, se permitía a nuestros mercaderes viajar por todo Michihuacan sin ser molestados, como lo hicimos mis siete presuntos cargadores y yo. Si realmente hubiéramos pensado comerciar a lo largo del camino, habríamos podido conseguir muchas cosas de valor: perlas del corazón de las ostras; cerámica de rico cristal; utensilios y ornamentos hechos de cobre, plata, nácar y ámbar; objetos de brillante lacado que sólo se pueden encontrar en Michihuacan.

Esos objetos lacados le pueden tomar a un artesano, meses o años de trabajo, ya que varían en tamaño, desde una simple bandeja hasta un inmenso biombo.

Nosotros, los viajeros, podíamos adquirir cualquier producto local excepto el misterioso metal del que ya he hablado. A ningún extranjero le estaba permitido siquiera echar una mirada sobre él: incluso las armas hechas de ese material se mantenían guardadas, para ser distribuidas entre los guerreros sólo cuando las necesitaran. Ya que nuestros ejércitos mexica nunca habían podido ganar una simple batalla contra esas armas, ninguno de nuestros guerreros había podido recoger del campo de batalla ni siquiera un daga purempe tirada. Bien, no comerciamos, pero mis hombres y yo probamos algunas comidas nativas que eran nuevas para nosotros o que rara vez estaban disponibles, por ejemplo, el licor de miel de Tlachco. Las ásperas montañas que circundaban esa nación, literalmente
zumbaban
todo el día. Puedo imaginarme que lo que oía era la vibración producida por los hombres, que bajo el suelo excavaban en busca de plata, pero arriba, en el exterior definitivamente podía oír el zumbido de enjambres y nubes de abejas entre las incontables flores. Y, mientras los hombres excavaban para desenterrar la plata, sus mujeres e hijos trabajaban en la recolección y elaboración de la miel dorada que producían esas abejas. Algunas veces, sólo se tenían que estirar las manos para tomar ese dulce sólido y claro; otras, lo tenían que dejar secar al sol, hasta que estuviera lo suficientemente dulce y cristalino. Alguna de esa miel, la convertían, por medio de un método tan celosamente guardado en secreto como el del metal, en una bebida que ellos llamaban
chápari
. Ésta era mucho más potente en sus efectos que el viscoso
octli
que nosotros los mexica conocíamos tan bien.

Ya que el
chápari
, como el metal, nunca se había exportado fuera de Michihuacan, mis hombres y yo tomamos todo lo que pudimos mientras estuvimos allí. También nos dimos un festín con los pescados, las ancas de rana y las anguilas de los lagos y los ríos de Michihuacan, cada vez que pasábamos la noche en una hostería. De hecho, pronto nos llegamos a cansar de comer pescado, pero esas gentes tenían una manera peculiar de pensar en contra de la matanza de cualquier animal disponible para la caza. Un purempe no cazaría un venado porque cree que éste es una manifestación del sol, y esto es debido a su creencia de que las astas de los venados machos se asemejan a los rayos del sol. Ni siquiera las ardillas pueden ser atrapadas o cazadas con dardos, porque a los sacerdotes purémpecha, tan sucios y desgreñados como los nuestros, los llaman
tiuímencha
, y esta palabra quiere decir «ardillas negras». Así es que casi todas las comidas que tomamos en las hosterías eran a base de pescado o aves salvajes o domésticas.

Muy seguido, se nos daba a escoger
después
de que hubiéramos comido otro tipo de ofrecimientos. Creo que ya les he mencionado las actitudes que asumían los purémpecha acerca de las prácticas sexuales. Un forastero podía llamar a ésas un alivio perverso o ideas muy liberales y tolerantes, dependiendo de su propia actitud, pero de hecho se daba gusto a los más inconcebibles. Cada vez que terminábamos de comer, el posadero nos preguntaba a mí y luego a mis cargadores: «
¿Kaukukuárenti Kuézetzi iki Kuirarani?
¿Qué prefiere usted para putear, un hombre o una mujer?». Yo no respondía por mis hombres; les pagaba lo suficiente como para que ellos escogieran por sí mismos. Sin embargo, ahora que tenía a Zyanya esperándome en casa, no me sentía inclinado a probar cada uno de los ofrecimientos de cada nación nueva que visitaba, como lo había hecho en mis tiempos de soltero. Invariablemente replicaba al posadero: «Ninguno de los dos, gracias», y el posadero siempre persistía pestañando o enrojeciendo: «
¿Imákani kezukezúndini?
», que traducido literalmente significa:

«¿Entonces, usted come fruta verde?», que quiere decir lo que ustedes pueden suponer. Para un viajero que buscara placer, realmente era necesario que especificara con claridad qué clase de
maátitl
deseaba —un hombre o una mujer ya madura o una jovencita o un jovencito—. Porque en Michihuacan a veces es difícil para un extranjero distinguir entre un sexo y otro, pues los purémpecha observan otra práctica peculiar. Todos aquellos que pertenecen a una clase más alta de las de los esclavos, depilan de sus cuerpos todo cabello o vello removible. Se rasuran o restriegan, o de alguna otra forma se quitan todo cabello de sus cabezas, de sus cejas y hasta el más ligero trazo de vello debajo de sus brazos o en medio de sus piernas. Hombres, mujeres y niños no tienen absolutamente nada de cabello y vello a excepción de sus pestañas. Y en contraste con cualquiera de los actos deshonestos que pudieran hacer durante la noche, de día van modestamente vestidos por varias capas de mantos y blusas, y es por eso que es tan difícil de decir quiénes son las mujeres y quiénes los hombres. En un principio, supuse que la práctica de llevar el cuerpo liso y lustroso representaba para los purémpecha tanto una singular noción de la belleza como una afectación pasajera de la moda, aunque muy bien podría ser una razón de obsesión sanitaria. En mi estudio de su lenguaje, descubrí que el pore tiene por los menos ocho palabras diferentes para caspa y muchas más para despiojar.

Llegamos a la costa del mar, que era como un inmenso refugio azul protegido por dos brazos de tierra abrigadores, contra las tormentas marítimas y las fuertes marejadas. Allí estaban situados el puerto y la aldea de Patámkuaro, llamado así por sus habitantes y Acamepulco por nuestros visitantes mercaderes mexica; ambos nombres, en poré y en náhuatl, fueron dados por las grandes extensiones en donde crecían juncos y cañas. Acamepulco era un puerto pesquero por sus propios derechos, y también un centro de mercado para las gentes que vivían a lo largo de la costa, hacia el este y hacia el oeste, quienes llegaban en canoas para vender sus mercancías procedentes tanto del mar como de la tierra: pescados, tortugas, sal, algodón, cacao, vainilla y otros productos tropicales de esas Tierras Calientes.

Entonces, no tuve la intención de alquilar sino que quise comprar cuatro canoas amplias con sus remos, para que los ocho pudiéramos ir y venir remando, sin tener testigos observando. Sin embargo, eso era más fácil de intentar que de llevar a efecto. La canoa usual que se utilizaba en nuestros lagos, el
acáli
, se hacía fácilmente de la madera suave del pino que crecía allí. Pero la canoa de mar, o
chékakua
, estaba construida con la madera pesada, dura y formidable de un árbol tropical llamado caoba y hacer una canoa llevaba meses de trabajo. Casi la mayoría habían sido usadas en Acamepulco a través de generaciones por una misma familia y ninguna deseaba vender, ya que eso significaría una suspensión temporal de toda utilidad proporcionada por la caza y la pesca mientras se construía una nueva. Pero finalmente pude adquirir las cuatro que necesitaba, aunque me costó todo mi poder de persuasión, frustrantes días de negociación y una cantidad mayor en polvo de oro de la que tenía en mente gastar.

No fue tan fácil como había supuesto, el remar a lo largo de la costa hacia el sureste, con dos de nosotros en cada
chékakua
. Aunque todos teníamos una gran experiencia en canoas de lago y las aguas de éstos algunas veces eran movidas tempestuosamente por los vientos, no estábamos acostumbrados a los tumbos de esas aguas de olas fluctuantes aun con el tiempo calmado que gracias a los dioses tuvimos en todo nuestro viaje por mar. Varios de esos fuertes y viejos guerreros cuyos estómagos jamás se habían revuelto ante los horrores nauseabundos de la guerra, se encontraron muy mal en los dos primeros días de viaje; yo no quizás porque ya había estado antes en el mar.

Pronto aprendimos a no navegar muy cerca de la costa en donde el movimiento del agua era más violento e impredecible. Aunque todos nos sentíamos como si estuviéramos en un gran columpio sobre el Único Mundo, nos lo pasábamos bastante bien más allá de las primeras olas rompientes, solamente remando hasta que el sol se ponía, para pasar las noches agradablemente sobre la arena suave de la playa.

Esa playa, como ya la había visto antes, se iba oscureciendo gradualmente de un blanco brillante a un gris total y luego a un negro profundo de arenas volcánicas, y de repente, la playa se interrumpió por un alto promontorio que se internaba en el mar; la montaña que camina en el agua. Gracias a mi topacio, pude espiar con facilidad la montaña desde lejos, y estando ya cerca el ocaso, di instrucciones para desembarcar en la playa. Cuando estuvimos sentados alrededor del fuego de nuestro campamento, les repetí a mis hombres las acciones planeadas para nuestra misión en la mañana, y añadí: «Alguno de vosotros podría tener alguna reserva para levantar la mano en contra de un sacerdote, aunque éste lo fuera de un dios extranjero. No lo tengáis. Esos sacerdotes pueden parecer desarmados, simplemente molestos ante nuestra intrusión y desamparados ante nuestras armas; pero no lo están. A la primera oportunidad que les demos, nos matarán a cada uno de nosotros, luego nos ensartarán como a verracos y nos comerán a su placer. Mañana cuando todo esté listo, nosotros los mataremos sin piedad o correremos el riesgo de que nos maten. Recordad eso y recordad mis señales».

Así, cuando a la mañana siguiente nos volvimos hacer a la mar, no éramos ya un joven
pochtécatl
con su siete viejos cargadores, tramos un destacamento de siete temibles guerreros mexica guiados por uno no tan viejo, un
quáchic
«vieja águila». Habíamos deshecho nuestros fardos, poniéndonos nuestras insignias de guerra y nos habíamos armado. Yo llevaba el escudo insignia
quáchic
, el bastón de mando y el yelmo
quáchic
de Glotón de Sangre. Lo único distintivo que me faltaba de ese rango era un hueso atravesado en la nariz, Pero nunca me había perforado el puente de la nariz para poder utilizarlo. Los siete guerreros, como yo llevaban una dura armadura de blanco impoluto; se habían puesto sus plumas guerreras, sostenidas en lo alto de sus cabezas con una cinta de tal modo que formaran un abanico y se habían pintado de diferentes colores, fieros diseños en sus caras. Cada uno de nosotros llevábamos una
maquáhuitl
, una daga y una jabalina. Nuestra pequeña flota remó descaradamente hacia el promontorio de la montaña, sin tratar de ocultarse, sino con la intención deliberada de que los guardianes nos vieran llegar. Y así fue, ellos nos estaban esperando a un lado de la montaña, por lo menos doce de esos malvados sacerdotes zyú, con sus vestiduras de pieles harapientas y parcheadas. No dirigimos nuestras canoas hacia la playa para desembarcar con facilidad, sino que remamos directamente hacia ellos.

No sé si porque era una estación diferente del año o porque nos aproximamos por el lado oeste de la montaña, el océano estaba mucho menos agitado de lo que había estado en aquel entonces, cuando el difunto botero tzapotécatl y yo llegamos por el lado este. De todas formas, el mar estaba lo suficientemente enojado y agitado como para que unos marineros tan inexpertos como nosotros, nos hubiéramos estrellado contra las rocas, de no ser porque algunos sacerdotes vinieron a nuestro encuentro para ayudarnos a desembarcar sanos y salvos. Naturalmente que lo hicieron gruñendo y solamente porque conocían y temían las costumbres de nuestros guerreros mexica, con lo que ya había contado. Nosotros nos dimos maña para atracarlas allí y dejé a uno de los guerreros para vigilarlas. Entonces vadeé hacia las rocas haciendo un gesto para que me siguieran tanto mis hombres como los sacerdotes y todos empezamos ascender brincando de roca en roca a través de los tumbos y chorros de agua, a través de nubes de espuma de mar, hasta alcanzar el declive principal de la montaña. El sacerdote principal del Dios del Mar estaba parado allí, tenía sus brazos cruzados a través de sus pechos, intentando esconder sus muñones sin manos. Él no me reconoció inmediatamente bajo mi traje de batalla. Nos gritó algo en su dialecto huave. Cuando levanté mis cejas, en señal de que no comprendía lo que decía, él utilizó el lóochi diciendo con jactancia:

«¿A qué más vienen ustedes los mexica? Nosotros sólo somos los guardianes del color del dios y ustedes ya lo tienen».

«No lo tenemos todo», dije en el mismo lenguaje.

Él pareció temblar ligeramente ante la brusca seguridad con que hablé, sin embargo insistió: «
Nosotros
no tenemos más».

«No —me mostré de acuerdo con él—. Pero tiene uno que es mío. Un púrpura por el que pagué mucho oro. ¿Recuerda? En el día en que yo hice
esto
». Con la parte plana de mi
maquáhuitl
separé sus brazos, de tal manera que los muñones de sus muñecas fueron visibles. Entonces me reconoció y su rostro malvado se veía todavía más horrible por la rabia y el odio impotente. Los otros sacerdotes que estaban a ambos lados de él se desparramaron alrededor de mí y de mis guerreros en un amenazante círculo. Había dos para cada uno de nosotros, sostuvimos nuestra lanza en un círculo de puntas levantadas. Yo dije al sacerdote principal:

«Guíenos hacia la cueva del dios».

Su boca se movió por un momento, probablemente intentando otras mentiras, antes de decir: «Su ejército dejó vacía la cueva de Tiat Ndik».

Hice un movimiento hacia el guerrero que tenía a mi derecha. Éste clavó profundamente su jabalina en las entrañas del sacerdote que estaba parado a la izquierda del jefe. El hombre se dobló, cayó y rodó por el suelo, cogiéndose el abdomen y gritando continuamente.

Yo dije: «Esto es para demostrarles que estamos impacientes. Es para que vean que tenemos prisa». Hice otro gesto y el guerrero punzó de nuevo al hombre caído, esa vez atravesándolo en el corazón y él dejó de gritar. «Ahora —dije al sacerdote principal— iremos a la cueva».

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