Bueno, no podría decir que eso me agradó, pero Nezahualpili hubiera podido fácilmente dejar que los jueces se ocuparan de mí, como se ocuparon de los otros. El Mujer Serpiente se enfrascó otra vez en el papel y pronunció: «Las siguientes personas han sido encontradas culpables de varios crímenes, entre éstos: acciones nefandas, perfidias y otras detestables a la vista de los dioses». Y leyó la lista de los nombres: el Señor Alegría, la Señora Muñeca de Jade, los escultores Píxquitl y Tlatli, mi esclavo Cózcatl, los dos guardias que hacían alternativamente el servicio de noche en la puerta este del palacio, Pitza la criada de Muñeca de Jade y otras mujeres a su servicio, todos los cocineros y trabajadores de su cocina. El juez concluyó su monótona locución: «En vista de que estas personas han sido encontradas culpables, nosotros no hacemos ninguna recomendación, ni en severidad ni en suavidad y sus sentencias deberán ser dictadas por el Uey-Tlatoani».
Nezahualpili se levantó lentamente. De pie, por un momento, pensó profundamente, luego dijo: «Como mis señores recomiendan, el escribano Nube Oscura será exiliado para siempre de Texcoco y de todas las provincias de los acolhua. Al esclavo convicto, Cózcatl, le doy mi perdón en consideración a su tierna edad, pero él también será desterrado de estas tierras. Los nobles Pactzin y Chalchiunénetzin serán ejecutados en privado y dejaré que la forma de su ejecución sea determinada por las nobles señoras de la Corte de Texcoco. Todos los demás que han sido encontrados culpables por los señores jueces, son sentenciados a ser ejecutados públicamente por medio del
icpacxóchitl
, sin el auxilio previo de Tlazoltéotl. Ya muertos, sus cuerpos serán juntados con los residuos de sus víctimas y quemados en una pira común».
Me alegré de que el pequeño Cózcatl fuera perdonado, pero sentí compasión por los otros esclavos y plebeyos. El
icpacxóchitl
era el lazo-guirnalda de la horca, que ya era bastante malo, pero Nezahualpili les había negado también el consuelo de la confesión con el sacerdote de Tlazoltéotl. Eso significaba que sus pecados no serían engullidos por la diosa La Que Come Suciedad y, puesto que ellos serían incinerados junto con sus víctimas, cargarían con sus culpas todo el camino hacia el otro mundo al que fueran y continuamente seguirían sufriendo un intolerable remordimiento por toda la eternidad.
Cózcatl y yo fuimos escoltados de regreso a nuestras habitaciones y allí uno de los guardias gruñó: «¿Qué es esto?».
Afuera de la puerta de mi apartamento, a la altura de mi cabeza, había una señal, la marca impresa de una mano ensangrentada, silencioso recordatorio de que yo no había sido el único inculpado que había salido con vida ese día, y entonces me empecé a preocupar de si Chimali intentaría vengar su propia pérdida.
«Alguna broma de mal gusto —dije, encogiéndome de hombros—. Mi esclavo la limpiará».
Cózcatl tomó una esponja y una jarra de agua y salió al corredor, mientras yo esperaba escuchando detrás de la puerta. No pasó mucho tiempo antes de que oyera llegar a Muñeca de Jade, también custodiada. No podía distinguir el sonido de sus pequeños pies entre las pesadas pisadas de su escolta, pero cuando Cózcatl volvió a entrar con su jarra de agua teñida de sangre, dijo:
«La señora viene llorando, mi amo. Y con sus guardias viene un sacerdote de Tlazoltéotl».
Yo murmuré: «Si ella ya confesó sus pecados para ser engullidos, significa que ya no le queda mucho tiempo». Y en verdad que le quedaba ya muy poco tiempo, pues poco después volví a oír cómo se abría su puerta cuando ella fue llevada a la última cita de su vida.
«Amo —dijo Cózcatl tímidamente—. Usted y yo estamos desterrados, ¿verdad?».
«Sí», suspiré.
«Como estamos desterrados… —Y él retorcía sus manitas ásperas por el trabajo—, ¿me llevará con usted? ¿Como su esclavo y sirviente?».
«Sí —le dije después de pensar unos momentos—. Tú me has servido con lealtad y no te abandonaré, pero en verdad, Cózcatl, no tengo ni idea de adónde iremos».
El muchacho y yo estuvimos confinados, no fuimos testigos de ninguna de las ejecuciones, aunque después supe los detalles de los castigos infligidos al Señor Alegría y a la Señora Muñeca de Jade y estos detalles pueden interesar a Su Ilustrísima. El sacerdote de la diosa La Que Come Suciedad, ni siquiera dio a la muchacha la oportunidad de confesarse completamente con Tlazoltéotl. Pretendiendo bondad, le ofreció una bebida de
chocólatl
—«para calmar tus nervios, hija mía»— en el que él había mezclado una infusión de la planta
toloatzin
, que es una droga soporífera de gran poder. Muñeca de Jade estaba probablemente inconsciente antes de haber contado incluso las fechorías de sus diez años, así es que ella fue hacia su muerte cargada todavía de muchas de sus culpas. Fue llevada al laberinto del palacio del cual ya he hablado, totalmente desnuda. Entonces el viejo jardinero que era el único que conocía la salida secreta, la arrastró hasta el centro del laberinto, en donde yacía el cuerpo de Pactli.
Él Señor Alegría había sido enviado antes a los trabajadores convictos de la cocina, a quienes se les había ordenado que hicieran un último trabajo antes de ser ejecutados. Si ellos mataron a Pactli piadosamente, no lo sé; pero lo dudo, ya que tenían muy poca razón para sentir algo de bondad hacia él. Desollaron todo su cuerpo, a excepción de su cabeza y sus genitales y le quitaron los intestinos y toda la carne de su cuerpo. Cuando todo lo que quedó fue su esqueleto y no un esqueleto muy limpio, ya que todavía estaba festonado con pedazos de carne viva, usaron algo para sostener su tepule erecto, quizás insertaron un pedazo de caña. Ese cadáver espantoso fue llevado al laberinto mientras Muñeca de Jade todavía estaba con el sacerdote en sus habitaciones.
La muchacha despertó en plena noche, en medio del laberinto, encontrándose desnuda y con su
tepili
confortablemente empalado, como en sus tiempos felices, en el tumefacto órgano del hombre. Sus dilatadas pupilas se fueron habituando muy rápidamente a la luz pálida de la luna, así es que ella vio esa cosa horrorosa y lúgubre que estaba abrazando. Lo que pasó después sólo puede ser conjeturado. Seguramente Muñeca de Jade saltó de horror y gritando, huyó de ese último amante. Ella debió de haber corrido por todo el laberinto, una y otra vez, aunque los senderos tortuosos siempre la llevarían de vuelta a encontrarse con la cabeza, los huesos y el
tepule
erecto de lo que una vez fue el Señor Alegría. Y cada vez que ella regresara, lo debería de encontrar más lleno de hormigas, moscas y escarabajos. Al fin, él debió de estar tan lleno de pululantes gusanos que debió parecerle a Muñeca de Jade, que el cadáver se estaba contorsionando en un intento de levantarse y perseguirla. Cuántas veces corrió, cuántas veces se arrojó contra los muros de recias espinas, cuántas se encontró a sí misma tropezando con la carroña del Señor Alegría, nunca lo sabrá nadie.
Cuando el viejo jardinero la sacó afuera a la siguiente mañana, ya no era ninguna belleza. Su rostro y su cuerpo estaban desgarrados y ensangrentados por las espinas. Se había arrancado las uñas y se podían ver partes de su cráneo, pues se había arrancado mechones de pelo. La droga que le había agrandado los ojos, se había consumido y sus pupilas eran unos puntos invisibles en sus ojos fijos y saltones. Su boca permanecía abierta en un grito silencioso. Muñeca de Jade, que siempre se había sentido muy orgullosa y había sido muy vanidosa de su belleza, se hubiera sentido ultrajada y mortificada de lo horrible que se veía, pero en esos momentos a ella ya no le importaba. En algún momento de la noche, en alguna parte del laberinto, su aterrorizado y golpeante corazón había finalmente estallado. Cuando todo terminó, y Cózcatl y yo fuimos liberados de nuestro arresto, los guardias nos dijeron que no podíamos ir a clases, ni mezclarnos o conversar con ninguno de nuestros conocidos del palacio y yo no regresaría a mi trabajo en la sala del Consejo de Voceros. Sólo podíamos esperar tratando de pasar lo más desapercibidamente posible, hasta que el Venerado Orador decidiera cuándo y adónde mandarnos al exilio.
Así pasé algunos días sin hacer nada más que vagar a lo largo de la orilla del lago, pateando guijarros, sintiendo lástima de mí mismo y recordando con dolor las grandes ambiciones con las que me había entretenido cuando llegué a esa tierra. En uno de esos días, ensimismado en mis pensamientos, dejé que el crepúsculo me alcanzara muy lejos, a lo largo de la ribera, y me volví para regresar a toda prisa al palacio antes de que la oscuridad cayera. A la mitad del camino hacia la ciudad, llegué hasta donde se encontraba un hombre sentado en una roca, él no estaba allí cuando pasé antes. Se seguía viendo igual como en las otras dos ocasiones anteriores en que me lo había encontrado. Llevaba sus sandalias de viaje, la piel pálida y sus facciones con una capa de polvo alcalino de la orilla del lago. Después de intercambiar los saludos corteses de rigor, dije: «Otra vez llega usted al atardecer, mi señor. ¿Viene usted de muy lejos?».
«Sí —dijo él sobriamente—. De Tenochtitlan, en donde la guerra se está preparando».
Dije: «Lo dice usted como si la guerra fuera a ser en contra de Texcoco».
«No ha sido declarada exactamente en ese sentido, pero será así. El Uey-Tlatoani Auítzotl ha acabado al fin de construir la Gran Pirámide y tiene entre sus planes la ceremonia más impresionante y espectacular que jamás se haya visto antes, y para eso desea incontables prisioneros para un sacrificio en masa. Así es que ha declarado otra guerra en contra de Texcala».
Esto no me sonó muy fuera de lo usual. Dije: «Entonces los ejércitos de la Triple Alianza pelearán lado a lado una vez más. ¿Pero por qué dice usted que es una guerra contra Texcoco?».
El hombre polvoriento dijo tristemente: «Auítzotl clama que casi todas las fuerzas de los mexica y de los tecpaneca están todavía ocupadas en pelear al oeste, en Michihuacan, y no pueden ser enviadas hacia el este contra Texcala, pero es sólo una excusa que trata de ser convincente. Auítzotl se sintió muy afrentado con el juicio y la ejecución de su hija».
Yo le dije: «Él no puede negar que ella se lo merecía».
«Lo cual le hace sentirse más enojado y vengativo. Así es que él ha acordado que Tenochtitlan y Tlacopan envíen sólo un puñado de hombres en contra de los texcalteca y que Texcoco deba contribuir con la mayor parte del ejército. —Sacudió su cabeza—. De todos los guerreros que pelearán y morirán para asegurar los prisioneros para el sacrificio de la Gran Pirámide, quizás noventa y nueve de cada cien serán acolhua. Ésta es la forma en que Auítzotl vengará la muerte de Muñeca de Jade».
Yo le dije: «Cualquiera puede ver que es una injusticia que los acolhua lleven toda la carga del combate. De seguro que Nezahualpili podrá rehusarse».
«Sí, él podría hacerlo —dijo el viajero con voz fatigada—. Pero eso podría romper la Triple Alianza e incluso provocar al irascible Auítzotl a declarar
abiertamente
la guerra contra Texcoco. —Con una voz todavía más melancólica él continuó—: También Nezahualpili debe sentir que tiene que hacer alguna expiación por haber ejecutado a esa muchacha».
«¿Qué? —dije con indignación—. ¿Después de lo que ella le hizo?».
«A pesar de eso, pues quizás él debe de sentir alguna responsabilidad por haber sido negligente con ella. Pudiera ser que algunos otros también sientan responsabilidad. —Sus ojos me miraron y de repente me sentí incómodo—. Para esta guerra, Nezahualpili necesitará a cada hombre que puede conseguir. Sin duda él será bondadoso con los voluntarios y probablemente rescindirá cualquier deuda de honor que ellos deban».
Tragué saliva y dije: «Mi señor, hay algunos hombres que no pueden ser útiles en una guerra».
«Entonces pueden morir en ella —dijo fríamente—. Por gloria, por penitencia, en pago de una deuda, por una vida feliz en el mundo del más allá de los guerreros, por cualquier razón. Una vez te escuché hablar acerca de tu gratitud para con Nezahualpili y tu disposición de demostrársela».
Hubo un gran silencio entre los dos. Después, como si por casualidad hubiera cambiado de tema, el hombre polvoriento dijo como conversando: «Se rumorea que pronto dejarás Texcoco. Si pudieras escoger, ¿adónde irías?».
Pensé en eso por bastante tiempo y la oscuridad nos envolvía alrededor, el viento de la noche empezaba a gemir a través del lago y al fin dije: «A la guerra, mi señor. Iría a la guerra».
Era un espectáculo digno de verse, el gran ejército formándose en el terreno vacío al este de Texcoco. La llanura quebrándose en resplandores de lanzas de brillantes colores, y por todos lados el sol reluciendo sobre las espadas y las puntas de obsidiana. Debían de haber unos cuatro o cinco mil hombres juntos, pero como el viajero había dicho, los Venerados Oradores Auítzotl de los mexica y chimalpopoca y de los tecpaneca, habían mandado sólo unos cientos de hombres cada uno, y esos guerreros difícilmente hubieran podido ser los mejores, pues la mayoría de ellos eran veteranos de edad avanzada y reclutas novatos. Con Nezahualpili como jefe de batalla, todo era organización y eficiencia. Enormes banderas de plumas designaban a los contingentes principales entre los miles acolhua y los pocos cientos de tenochtitlan y tlacopan. Banderas de tela multicolores, marcaban las diferentes compañías de hombres bajo las órdenes de varios campeones. Las banderolas más pequeñas señalaban las unidades menores al mando de los oficiales
quáchictin
. También había allí otras banderas alrededor, bajo las cuales se agrupaban las fuerzas no combatientes: aquellos que eran responsables de transportar la comida, el agua, las corazas y las armas de reserva; los físicos, los cirujanos y los sacerdotes de diversos dioses; las bandas de tambores y trompetas que marchaban con el ejército; los destacamentos que limpiaban el campo de batalla, o sea los acuchilladores y amarradores.
Había sido desterrado de los dominios de Texcoco y amonestado en el aspecto de no tener nada que ver con sus asuntos. Aun así me dije que pelearía por Nezahualpili, y no obstante estaba avergonzado de la poca participación de los mexica en esa guerra, pues después de todo ellos eran mi gente. Así es que fui a ofrecer mis servicios voluntarios a su guía, el único mexícatl que comandaba el campo, un Campeón Flecha llamado Xococ. Xococ me miró de arriba abajo y me dijo cínicamente: «Bien, por muy poca experiencia que tengas, por lo menos pareces mejor constituido físicamente que cualquiera de los que mandan aquí excepto yo. Preséntate con el Quáchic Extli-Quani».