Él tragó saliva y no dijo nada más; esa demostración había sido suficiente. Conmigo y mi jabalina a su espalda, y con mis guerreros apuntando a los restantes sacerdotes, nos guió todo el camino entre un montón de rocas y después por el hueco protector hasta la cueva. Sentí un gran alivio al encontrar que la gruta del dios no había sido devastada o enterrada por el temblor de tierra.
Cuando estuvimos enfrente del montón de piedras embadurnadas de púrpura que simulaban una estatua, señalando los recipientes de cuero y las redecillas de colorante que estaban amontonados por todas partes, dije al sacerdote principal: «Dígales a sus ayudantes que empiecen a llevar todo esto a nuestras canoas. —Él volvió a tragar saliva, pero no dijo nada—. Dígaselo —repetí—, o lo que le cortaré en seguida serán sus codos y luego sus hombros y así seguiré».
Él dijo apresuradamente algo en su lenguaje que no entendí, pero que fue lo bastante convincente. Sin palabras, pero dirigiéndome miradas asesinas, los desgreñados sacerdotes empezaron a levantar y a acarrear los recipientes y los fardos de hilaza de algodón. Mis hombres los acompañaban de ida a los botes y de vuelta a la cueva, durante los muchos viajes que les tomó el llevar todo ese tesoro de un lugar a otro. Mientras tanto, el sacerdote manco y yo estábamos a un lado de la estatua, inmovilizado por la punta de mi lanza puesta bajo su barbilla. Hubiera podido utilizar ese tiempo en obligarlo a que me devolviera el oro que me había robado aquella otra ocasión, pero no lo hice. Preferí dejarlo como pago por lo que estaba haciendo, así no me sentía un ladrón, sino más bien un comerciante que está concluyendo una transacción ligeramente retrasada, pero legítima.
No fue sino hasta que los últimos recipientes fueron llevados afuera de la cueva, que el sacerdote principal habló otra vez, con odio en su voz: «Usted ya antes ha profanado este lugar santo. Usted hizo que Tiat Ndik se enojara tanto que él mandó el
zyuüú
como castigo. Él volverá a hacer eso o algo peor. No le perdonará este insulto y esta pérdida. El Dios del Mar no dejará que usted se vaya libremente con su púrpura».
«Oh, quizás sí —dije tranquilamente—, si le dejo un sacrificio de otro color». Y al decir esto, empujé mi jabalina hacia dentro y la punta pasó a través de la quijada, la lengua y el Paladar hasta los sesos del hombre. Cayó totalmente sobre su espalda, un chorro de sangre manó de su boca y yo tuve que apoyar mi pie contra su barbilla para sacar el mango de mi lanza.
Oí un grito de inquietud y consternación atrás de mí. Mis guerreros acababan de llegar con los otros sacerdotes a la gruta y ellos habían visto caer a su jefe. Sin embargo, no necesité dar ninguna señal u orden a mis hombres; antes de que los sacerdotes pudieran recobrarse de esa estremecedora sorpresa, para pelear o huir, todos estaban muertos. Yo dije: «Prometí un sacrificio al montón de rocas que está aquí. Acomodad todos los cadáveres enfrente y a su alrededor».
Cuando eso fue hecho, la estatua del dios no se veía ya púrpura sino de un rojo brillante y la sangre manaba sobre el suelo de toda la cueva. Yo creo que Tiat Ndik debió de haber quedado muy satisfecho con esa ofrenda. No hubo ningún temblor de tierra mientras íbamos hacia nuestras canoas. Nada interfirió en contra de nuestro precioso cargamento o al echar al agua otra vez nuestros pesados botes. Ningún Dios del Mar agitó con violencia su elemento para evitar que nosotros pudiéramos remar libremente lejos, bien lejos de ese mar y de los alrededores de esas rocas cubiertas de agua hasta las partes más altas de su promontorio, fuera del territorio de Los Desconocidos. Sin ningún obstáculo remamos hacia el este directamente a la costa y nunca más volví a poner mis pies y mi mirada sobre la montaña que camina en el agua.
Sin embargo, todos nosotros seguimos llevando puestos nuestros trajes mexica de batalla en los siguientes días, mientras estuvimos todavía en aguas huave y tzapoteca, pasando Nozibe y otras aldeas costeras y hasta nos alejamos del istmo de Tecuantépec y llegamos al Xoconochco, la nación del algodón. Allí, desembarcamos por la noche en un lugar apartado y quemamos nuestros trajes y otras insignias, enterrándolo todo a excepción de unas cuantas armas. Luego volvimos a hacer nuestros fardos para poder transportar, entonces, los recipientes de cuero y las madejas de algodón con colorante.
Cuando nos hicimos a la mar al día siguiente, íbamos vestidos otra vez como un
pochtécatl
y sus cargadores. Desembarcamos en la tarde de ese mismo día, abiertamente, en el pueblo mame de Pijijía, y allí vendí nuestras canoas, aunque desgraciadamente a precio muy bajo ya que los pescadores de ese lugar, como los de todos los demás pueblos de la costa, tenían ya todos los botes que necesitaban. Como habíamos estado navegando por tanto tiempo, cuando mis hombres y yo tratamos de caminar lo hicimos balanceándonos ridículamente. Así es que pasamos dos días en Pijijía para acostumbrarnos otra vez a caminar en terreno sólido, lo que aproveché para tener unas conversaciones muy interesantes con los ancianos de los mame, antes de que volviéramos a tomar nuestros fardos y partir tierra adentro.
Usted me pregunta, Fray Toribio, por qué nos habíamos tomado tanto trabajo en hacer primero un viaje tan largo disfrazados como comerciantes, luego como guerreros y después otra vez como comerciantes.
Bien, .la gente de Acamepulco sabía que un comerciante había comprado para él y para sus cargadores, cuatro canoas y la gente de Pijijía sabía que un grupo similar había vendido unas canoas similares y puede ser que a los dos pueblos les haya parecido una circunstancia extraña. Sin embargo, esos pueblos estaban tan lejos uno del otro que hubiera sido imposible que intercambiaran impresiones y ambos estaban tan distantes de las capitales tzapoteca y mexica que temía muy poco que sus chismes llegaron a los oídos del Bishosu Kosi Yuela o del Uey-Tlatoani Auítzotl.
Era inevitable que los zyú descubrieran pronto el asesinato de sus sacerdotes y la desaparición del púrpura acumulado en la cueva del dios. Aunque nosotros habíamos silenciado a todos los testigos del saqueo, era casi seguro que hubiera habido otros zyú en la playa que nos hubieran visto aproximarnos a la montaña sagrada o alejarnos de ella. Ellos
levantarían
un clamor que tarde o temprano llegaría a oídos de Kosi Yuela y de Auítzotl y que enfurecería a los dos Venerados Oradores. Pero los zyú sólo podrían imputar el hurto a un grupo de guerreros mexica, vestidos con sus atavíos de guerra. Kosi Yuela podría sospechar que Auítzotl le había jugado sucio para asegurarse ese tesoro, pero Auítzotl podría honestamente decir que él no sabía nada acerca de unos mexica que fueron en busca de botín por esa área. Por eso había estado vagando, para que hubiera una confusión tal que los guerreros nunca se podrían relacionar con los comerciantes y que ninguno de los dos grupos se pudiera nunca relacionar conmigo.
Mi plan requirió que fuera desde Pijijía a través de la hilera de montañas hacia la nación chiapa. Como mis portadores estaban con cargas muy pesadas, no vi la necesidad de que escalaran esas montañas. Así es que nos pusimos de acuerdo en el día y el lugar en que nos volveríamos a encontrar, en los eriales del istmo de Tecuantépec, y eso les daría tiempo suficiente para viajar con calma. Les dije que evitaran las aldeas y los encuentros con otros viajeros, pues un grupo de cargados
tamémime
sin el mercader que los guiaba podría provocar comentarios e incluso su detención para una investigación. Así es que cuando estuvimos bastante lejos de Pijijía, mis siete hombres se dirigieron hacia el oeste, quedándose en las tierras bajas del Xoconochco, mientras yo me dirigía hacia el norte, adentrándome en las montañas.
Al fin salí de ellas, para entrar en la magra ciudad capital de Chiapán y fui inmediatamente al taller del maestro Xibalbá.
«¡Ah! —dijo encantado—. Pensé que regresaría, así es que he estado coleccionando todo el cuarzo posible y haciendo nuevos cristales para encender lumbre».
«Sí, se venden muy bien —le dije—. Pero esta vez insisto en pagarle el valor total de la mercancía y de su trabajo». También le dije que mi topacio que ayudaba mi vista había enriquecido mucho mi vida, por lo cual le estaba profundamente agradecido. Cuando terminé de arreglar mi fardo de cristales envueltos en algodón, quedé casi tan cargado como cada uno de mis portadores ausentes. Pero esa vez no me quise quedar y descansar en Chiapán, pues no me hubieran permitido quedarme en otro lado que no fuera la casa de los Macaboó, y allí habría tenido que rechazar los avances amorosos de las dos primas, lo cual habría sido muy descortés por parte de un invitado. Así es que le pagué al maestro Xibalbá con polvo de oro y me apresuré a encaminarme hacia el oeste. Varios días después, y tras haber buscado un poco entre los alrededores, encontré el lugar en donde me esperaban mis hombres, sentados alrededor de un fuego de campamento y rodeados de desechos de huesos de iguanas, armadillos y demás, lejos de toda área habitada. Allí nos quedamos sólo el tiempo suficiente como para que yo echara un sueño y para que uno de los viejos compañeros me cocinara la primera comida caliente que probé desde que los había dejado: un faisán
chachálatl
asado sobre el fuego.
Cuando llegamos a la ciudad de Tecuantépec a través del camino del éste, pudimos ver los estragos hechos por los mexica, a pesar de que la mayoría de las áreas quemadas ya habían sido reconstruidas. De hecho, la ciudad había mejorado en muchas partes. Se habían construido casas decentes y fuertes en el lugar en donde antes había un área escuálida, en donde sólo se habían visto cabañas de gente miserable, incluyendo aquella que dejó una huella imborrable en mi vida. Cuando cruzamos la ciudad hacia la orilla oeste, encontramos que, aparentemente, los guerreros amotinados no habían llegado tan lejos en su violencia. La hostería que me era familiar, todavía estaba allí. Dejé a mis hombres en el patio, mientras que yo entraba vociferando a todo pulmón:
«¡Hostelera! ¿Tiene cuartos para un
pochtécatl
cansado y para sus cargadores?».
Beu Ribé salió de alguna habitación interior; estaba tan saludable, tan juiciosa y tan bella como siempre, aunque su único saludo fue:
«En estos días, los mexica no son muy populares en los alrededores».
Yo le dije, tratando todavía de ser cordial: «Seguro, Luna que Espera, que tú harás una excepción con tu hermano, Nube Oscura. Tu hermana me mandó desde tan lejos, nada más para estar segura que estás bien. Estoy muy contento de ver que quedaste a salvo de todos esos problemas».
«A salvo —dijo con voz cortante—. Yo también estoy muy contenta de que tú lo estés, ya que tú fuiste quien hizo que esos guerreros mexica vinieran aquí. Todo el mundo sabe que ellos fueron enviados por tus desventuras con los zyú y de cómo fallaste en apoderarte del colorante púrpura».
Admití que todo eso era verdad. «Pero no me puedes culpar por…».
«¡Tengo bastante culpa que compartir contigo! —casi me escupió—. ¡Se me culpa, en primer lugar, de haberte dado siempre albergue en esta hostería! —Y luego, de repente, pareció desistir—. Aunque desde hace mucho tiempo he sido tratada con desprecio, ¿no es así? ¿Por qué me he de preocupar por la poca estimación que perdí? Sí, puedes tener una habitación y ya sabes dónde acomodar a tus cargadores. Los criados te atenderán».
Ella me dio la espalda y se fue. Pensé para mis adentros que había sido una bienvenida un tanto tumultuosa, aun viniendo de una hermana. Sin embargo, los sirvientes acomodaron a mis hombres, pusieron las mercancías en un lugar y prepararon una comida para mí. Cuando terminé de comer y estaba fumando un
poquíetl
, Beu entró en la habitación y habría pasado de largo si no la hubiera detenido cogiéndola de la muñeca.
«No creas que me engañe a mí mismo, Beu —le dije—. Yo sé que no te caigo bien y los recientes desenfrenos de los mexica han servido para que tú me quieras todavía menos…».
Ella me interrumpió y sus cejas se levantaron con altivez: «¿Caerme bien? ¿Quererte? Ésas son emociones. ¿Qué derecho tengo de sentir cualquier emoción por ti,
esposo
de mi hermana?».
«Está bien —dije con impaciencia—. Despréciame. Ignórame. ¿Pero es que no le vas a mandar a Zyanya unas palabras, cuando yo regrese?».
«Sí. Dile que me violó un guerrero mexícatl».
Aturdido, le solté la muñeca. Traté de pensar en algo que decir, pero ella se rió y continuó:
«Oh, no me digas que lo sientes mucho. Creo que todavía puedo decir que soy virgen, porque él era excepcionalmente inepto. En su deseo de avergonzarme, sólo confirmó la opinión tan baja que ya tenía de los arrogantes mexica».
Le dije tratando de que mi voz se oyera: «Dame su nombre. Si no ha sido ejecutado todavía, veré que lo hagan».
«¿Es que supones que él se presentó a sí mismo? —dijo riendo otra vez—. Creo que él no era un guerrero de rango común, aunque no conozco sus insignias militares y el cuarto estaba oscuro. Pero sí reconocí el traje que me hizo vestir para la ocasión. Me forzó a cubrir mi cara con hollín y a ponerme las vestiduras negras y tristes que usan las mujeres que atienden los templos».
«¿Qué?», dije estupefacto.
«No tuvimos mucha conversación, pero me pude dar cuenta de que mi simple virginidad no era suficiente para excitarlo. Comprobé que sólo podía tener erección, si pretendía que estaba violando algo santo e intocable».
«Nunca he oído hablar de tal…».
Ella dijo: «No trates de disculpar a tus paisanos. Y no necesitas tener lástima de mí. Ya te dije que ni siquiera podía ser un violador de mujeres. Su… creo que vosotros lo llamáis
tepuli
, su
tepuli
era nudoso, retorcido y doblado como un gancho. El acto de penetración…».
«Por favor, Beu —dije sintiéndome incómodo—. Lo que me estás contando no debe de ser muy placentero para ti».
«La experiencia tampoco lo fue —dijo tan fríamente como si estuviera hablando de otra persona—. Una mujer que tiene que sufrir el ser víctima de una violación, por lo menos debería ser bien violada. Su
tepuli
defectuoso sólo podía penetrar hasta su cabeza o bulbo o como sea que llaméis a
eso
. Y a pesar de todos, sus esfuerzos y gruñidos, ni siquiera lo pudo mantener allí. Cuando al fin emitió su jugo, éste simplemente goteó sobre mi pierna. No sé si hay diferentes grados de virginidad, pero
creo
que todavía me puedo llamar virgen. Pienso también, que ese hombre se sintió más humillado y avergonzado que yo. Ni siquiera me pudo mirar a los ojos mientras me desvestía otra vez, para que pudiera recoger esas horribles vestiduras de templo y llevárselas con él».