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Authors: Gary Jennings

Tags: #Histórico

Azteca (79 page)

«Quiero recordar al Venerado Orador —dije rápidamente— que ni siquiera su padre Motecuzoma pudo mantener por mucho tiempo como vasallo de Tenochtitlan a ese pueblo que está tan lejos. Para poder hacer eso, se necesita una guarnición considerable y permanente en ese país. Y para sostener tal guarnición se requiere extender las líneas de suministro, siempre vulnerables de ser cortadas. Aunque fuera impuesto y mantenido un gobernante militar, éste nos costaría mucho más de lo que pudiéramos esperar de cualquier botín y tributo».

Auítzotl gruñó:

«Usted siempre parece tener un argumento en contra de los hombres que quieren guerrear».

«No siempre, mi señor. En este caso, yo le sugeriría que usted adhiera a los tzapoteca por aliados. Ofrézcales el honor de pelear al lado de sus tropas cuando usted caiga sobre los bárbaros huave. Después ponga usted a esa tribu costera bajo tributo, no directamente de usted, sino del Señor Kosi Yuela de Uaxyácac para que le entreguen a él todo ese colorante púrpura desde entonces y para siempre».

«¿Qué? ¿Combatir una guerra y renunciar a sus frutos?».

«Déjeme terminar, Venerado Orador. Después de su victoria, usted haga un trato por el cual Uaxyácac se compromete a vender el púrpura a nadie más que a nuestros mercaderes mexica. De esa forma las dos naciones tendrán beneficios, aunque por supuesto nuestros
pochteca
revenderán el colorante a un precio mucho más elevado. Así usted atará a los tzapoteca a nosotros con los vínculos de un comercio creciente… y
por
haber peleado al lado de los mexica por primera vez, en una mutua aventura militar».

Su mirada fija en mí empezó a ser especulativa. «Y si ellos pelean una vez como nuestros aliados, lo podrían hacer otra vez. Y otra vez. —Él me regaló con una mirada casi amistosa—. La idea es buena. Daremos la orden de marchar tan pronto como nuestro
tonalpoqui
haya escogido un día propicio para eso. Esté listo, Tequíua Mixtli, para tomar el mando de los guerreros que se le conferirán».

Yo protesté: «Mi señor, pero si voy a casarme».

Él rezongó: «
Xoquíui
—lo cual es una baja blasfemia—. Usted puede casarse en cualquier tiempo, pero un guerrero está siempre sujeto a ser llamado, especialmente uno que tiene un rango de mando. También, usted es otra vez la parte demandante en este asunto. Usted es nuestra excusa para invadir las fronteras Uaxyácac».

«Mi presencia física no es necesaria, Señor Orador. La excusa ya la he dejado bien preparada». Y le conté cómo había informado de las acciones perversas de Los Desconocidos al noble gobernante de Tecuantépec y a través de él al Señor Bishosu de aquellas tierras.

«Ninguno de los tzapoteca siente afecto por esa advenediza tribu huave, así es que su camino hacia ellos no será impedido. En verdad es muy probable que Kosi Yuela no necesite ningún halago en lo absoluto, para unirse a usted en esa incursión de castigo, mi señor. —Hice una pausa y luego dije con modestia—: Espero haber hecho lo correcto, en la presunción de suavizar un avance entre los asuntos de sus señores, sus ejércitos y sus naciones».

Por un corto espacio de tiempo, no hubo más sonido en la habitación que el tamborileo de los dedos de Auítzotl sobre la tapicería del respaldo de la banca, que sospecho que era de piel humana. Por fin dijo:

«Nos han dicho que su futura novia es incomparablemente bella. Muy bien. Ningún hombre que haya hecho ejemplares servicios por su nación debe pedírsele que anteponga los placeres de la guerra a los placeres de la belleza. Usted se casará aquí, en el salón de baile de la corte, que nosotros hemos mandado decorar recientemente. Un sacerdote de palacio oficiará… nuestro sacerdote de la diosa del amor Xochiquétzal, creo, no el dios de la guerra Huitzilopochtli… y todos nuestros criados darán el servicio. Invite a todos sus compañeros pochteca, sus amigos, cualquier persona que usted quiera. Mientras tanto, usted y su mujer vayan alrededor de la ciudad y escojan algún lugar que les guste Para fijar su residencia, un lugar que todavía no esté ocupado o que su propietario quiera vender y ése será el regalo eje bodas de Auítzotl».

A su debido tiempo, en la tarde del día de mi boda, me aproximé nervioso a la entrada del salón de baile, que estaba atestado de gente y ruidoso, y me detuve lo suficiente para inspeccionar a la multitud a través de mi cristal; después, lejos de toda vanidad, lo guardé dentro de mi rico y nuevo manto, antes de poner un pie en la habitación. Había visto la nueva decoración del vasto vestíbulo, pinturas murales que podía reconocer aun sin firma… y que en esa multitud de nobles, cortesanos y plebeyos privilegiados, había un hombre alto que, aunque me daba la espalda en esos momentos, podía reconocer como el artista Yei-Ehécatl PocuíaChimali. Me abrí paso entre la gente; algunos estaban parados, platicando locuazmente y bebiendo en copas doradas; otros, la mayoría mujeres nobles de la corte, ya estaban arrodilladas o sentadas alrededor de incontables manteles bordados con hilos de oro, que se habían extendido sobre el piso alfombrado. La mayoría de la gente se movía para darme una palmada en la espalda o para estrechar mi mano, sonriendo y murmurando palabras de felicitación. Sin embargo, como lo requería la tradición, yo no decía o no hacían ningún gesto de reconocimiento. Fui a la parte de enfrente del salón, en donde se había extendido el más elegante mantel de todos sobre un elevado tablado y en donde un número de hombres me esperaban, entre ellos el Uey-Tlatoani Auítzotl y el sacerdote de Xochiquétzal. Después de que me saludaron, los artistas de la Casa de Canto empezaron a tocar una música. En la primera parte de la ceremonia, en la que sería introducido a la edad viril, había pedido a los tres viejos
pochteca
que me hicieran ese honor, y en aquellos momentos estaban sentados en el tablado. Ya que sobre el mantel se habían puesto platones llenos de
támaltin
calientes y potentes
octli
y como estaba prescrito que los padrinos se fueran después de ese primer ritual, los tres viejos se habían despachado a sí mismos, a tal extremo que era completamente notorio que se encontraban ahítos, borrachos y medio dormidos. Cuando se hizo silencio en todo el salón y sólo la música se podía oír, Auítzotl, el sacerdote y yo nos paramos juntos. Quizá supongan ustedes que un sacerdote de una diosa llamada Xochiquétzal, por lo menos, podría ser limpio en sus hábitos, pero aquél estaba tan profesionalmente mugroso, desgreñado y hediondo como cualquier otro. Y como cualquier otro, se aprovechó de la ocasión para hacer su discurso tediosamente largo, más lleno de advertencias horrorosas acerca de las trampas del matrimonio, que la mención de cualquiera de sus placeres. Finalmente terminó y Auítzotl habló dirigiéndose a los tres viejos sentados a sus pies, quienes sonreían borrachos y sentimentales, unas cuantas palabras directas:

«Señores
pochteca
, su compañero mercader desea tomar esposa. Miren este
xeloloni
que les doy. Éste es el signo de que Chicome Xóchitl Tliléctic-Mixtli desea terminar por sí mismo, con los días de su irresponsable soltería. Tómenlo y déjenlo libre para ser un hombre en toda su virilidad».

El viejo que no tenía pelo aceptó el
xeloloni
, que era una pequeña hacha casera. Siendo yo un plebeyo común en su ceremonia e casamiento, el
xeloloni
hubiera sido un simple utensilio de mango de madera y cabeza de pedernal, pero aquél tenía un mango de plata sólida y un filo de fino jade. El viejo lo blandió en una mano, eructó sonoramente y dijo:

«Hemos oído, Venerador Orador, nosotros y todos los presentes hemos oído el deseo del joven Tliléctic-Mixtli: que de aquí en delante sobrellevará todos los deberes, las responsabilidades y privilegios de la virilidad. Como usted y él lo desean, que así sea».

Borracho como estaba, hizo un dramático movimiento con el
teloloni y
estuvo a punto de cortar el pie que le quedaba a su colega cojo. Después, los tres hombres se levantaron y se fueron, levándose el hacha simbólica, el hombre cojo iba saltando sobre su pie entre los otros dos y todos ellos se bamboleaban al ir saliendo de la habitación. No hacía mucho que se habían ido, cuando oímos el clamor de la llegada de Zyanya al palacio, la multitud de plebeyos de la ciudad, que se apiñaban fuera del edificio, le gritaban: «¡Muchacha feliz! ¡Muchacha afortunada!».

Todos los arreglos habían sido hechos a su debido tiempo, porque ella había llegado exactamente cuando el sol se ocultaba, como era lo apropiado. El salón de baile, que se había ido quedando gradualmente oscuro durante la ceremonia preliminar, entonces empezó a iluminarse de luces doradas, conforme los sirvientes fueron prendiendo, alrededor, las antorchas de madera de pino en los ángulos que a intervalos se encontraban en las paredes pintadas. Cuando el vestíbulo estaba resplandeciente de luz, Zyanya cruzó la entrada, escoltada por dos damas de palacio. Estaba permitido a una mujer en su boda, sólo esa vez en su vida, embellecerse en extremo utilizando todas las artes en afeites de las
auyanimi
, cortesanas: coloreando su pelo, aclarando su piel, enrojeciendo sus labios. Pero Zyanya no necesitaba de tales artificios y no había utilizado ninguno. Llevaba una simple blusa y falda de un virginal amarillo pálido, y había seleccionado para esa ocasión los tradicionales festones de plumas a lo largo de sus brazos y pantorrillas, las largas plumas blanquinegras de un pájaro, obviamente para resaltar el blanco mechón en su largo y flotante pelo negro. Las dos mujeres la guiaron hasta el entablado, a través de la multitud que murmuraba de admiración, y ella y yo nos paramos uno enfrente del otro. Ella se veía tímida y yo solemne, como lo requería la ocasión. El sacerdote tomó de uno de sus asistentes dos objetos y nos dio uno a cada uno de nosotros; una cadena de oro de la que pendía una bola de oro perforada, en cuyo interior se quemaba un poco de
copali
, incienso. Yo levanté mi cadena y balanceé la bola alrededor de Zyanya, dejando una voluta olorosa de humo azul flotante alrededor de sus hombros. Después me incliné un poco y ella hizo lo mismo parada en las puntas de sus pies. El sacerdote nos recogió los dos incensarios y nos pidió que nos sentáramos lado a lado. En ese momento, deberían de haber salido de entre la multitud nuestros parientes y amigos trayéndonos regalos. Como ninguno de los dos teníamos, solamente se acercaron Glotón de Sangre, Cózcatl y la delegación de la Casa de los Pochteca. Todos ellos, cada uno en su turno, besaron la tierra delante de nosotros y dejaron enfrente sus diversos regalos; los de Zyanya eran vestiduras: blusas, faldas, chales y cosas por el estilo, todas ellas de la más fina calidad; para mí, también cierta cantidad de ropa, además de una cantidad estimable de armas: una
maquáhuitl
bien labrada, una daga, un haz de flechas.

Después, cuando los donantes se habían retirado, llegó el momento en que Auítzotl y una de las mujeres nobles que había escoltado a Zyanya, por turnos nos cantaran la rutina de consejos paternales y maternales acerca del matrimonio. En una voz monótona y sin emoción, Auítzotl me previno, entre otras cosas, de no seguir acostado después de haber escuchado el canto del Pájaro Tempranero, Papan, sino levantarme inmediatamente y ponerme a trabajar. La madrina de Zyanya le recitó un copioso catálogo de obligaciones maritales, y a mí me pareció que dijo absolutamente todo, incluyendo su receta favorita para hacer
támaltin
. Como si eso hubiera sido una señal, un sirviente llegó portando un platón vaporoso de maíz y rollos de carne fresca y lo puso delante de nosotros.

El sacerdote hizo un gesto y Zyanya y yo tomamos un pedacito de
tamali
caliente y nos lo dimos mutuamente, que, por si ustedes nunca lo han tratado, les diré que no es una acción fácil de hacer. Mi barbilla quedó bien engrasada y la nariz de Zyanya corrió la misma suerte, pero cada uno de nosotros, por fin, llegó a comer un poquito de las otras ofrendas. Mientras hacíamos esto, el sacerdote empezó con otra arenga larga y rutinaria, con la cual no los aburriré. Todo terminó cuando él se inclinó hacia nosotros, tomando una punta de mi manto y otra punta de la blusa de Zyanya, las amarró juntas.

Estábamos casados.

La suave música de pronto sonó fuerte y festiva y gritos de alegría se propagaron entre los invitados allí reunidos, y desde esos momentos toda esa rígida ceremonia podía relajarse dentro de la jovialidad. Los sirvientes se movían con rapidez por todo el salón, repartiendo entre los manteles, platones de
támaltin
y jarras de
octli
y
chocólatl
. Cada uno de los invitados esperaba, para entonces, poder engullir y emborracharse hasta que las antorchas fueran apagadas al amanecer o hasta que los hombres cayeran inconscientes y fueran llevados a casa por sus mujeres y sus esclavos. Zyanya y yo comeríamos, sí, pero delicadamente, y luego seríamos guiados discretamente —todo el mundo pretendería que éramos invisibles— a nuestra recámara de bodas, que estaba escaleras arriba en una parte del palacio, dispuesta por Auítzotl para nosotros. Sin embargo en esos momentos, yo rompí la tradición.

«Discúlpame un momento, querida», le susurré a Zyanya y me levanté para cruzar el salón, el Venerado Orador y el sacerdote me vieron con perplejidad y sus bocas se abrieron dejando ver pedazos de
tamali
a medio masticar.

Sin duda, en mi larga vida he sido odiado por muchas personas, ni siquiera sé por cuántas, pues nunca me he preocupado en contarlas o recordarlas. Pero en esos momentos tenía, en esa noche, en ese mismo salón, un enemigo mortal, un enemigo declarado e implacable y con sus manos ya manchadas de sangre. Chimali había mutilado y matado a varias personas que me eran queridas. Su próxima víctima sería, antes que yo, Zyanya. El haber asistido a nuestra boda era su modo de amenazar y su desafío a que hiciera algo por detenerlo.

Mientras caminaba en busca de Chimali, dando vueltas alrededor de los cuatro ángulos que componían los grupos de invitados sentados, éstos empezaron a dejar de parlotear hasta que se hizo un silencio expectante. Incluso los músicos bajaron el sonido de sus instrumentos para prestar atención. Al fin el silencio que imperaba en la habitación fue roto por un sonido colectivo, cuando con mi mano golpeé y mandé muy lejos, el vaso dorado que Chimali se llevaba a los labios, estrellándose musicalmente contra sus pinturas murales.

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