¿Quiénes constituirán, entonces, la mayor parte de nuestra congregación y quiénes van a trabajar para contribuir en el sostenimiento de los siervos de Dios, en la Nueva España?
Que Nuestro Señor Dios preserve a Vuestra Más Renombrada Majestad, ejecutor de muchas obras buenas, y que vos gocéis de los frutos de esas obras en Su Santa Gloria.
(ecce signum)
ZUMÁRRAGA
¿Es que Su Ilustrísima viene hoy a acompañarnos para escuchar cómo fue mi vida de casado?
Pienso que usted encontrará esta narración sin muchos incidentes… y tengo la esperanza de que sea menos molesta para la sensibilidad de Su Ilustrísima que los tiempos tempestuosos de mi primera juventud. Aunque tengo que decirle con pesadumbre que la ceremonia efectiva de mi boda con Zyanya estuvo nublada por la tempestad y la tormenta; sin embargo, estoy muy contento de poder decir que la mayor parte de nuestra vida marital fue alegre y tranquila. No quiero decir que ésta haya sido siempre insípida; con Zyanya experimenté muchas otras aventuras y estímulos; en verdad, su sola presencia llenó de entusiasmo cada uno de mis días. También en los años que siguieron a nuestro matrimonio, los mexica alcanzaron el pináculo de su poder creciendo en vigor y en algunas ocasiones me vi envuelto en acontecimientos, que ahora me doy cuenta de que tenían una pequeña importancia. Pero al mismo tiempo, ellos fueron pitra. Zyanya y para mí —y sin duda también para la mayoría de la gente común como nosotros— sólo como una clase de figuras en movimiento de un mural pintado, en frente del cual vivíamos nuestras vidas privadas, nuestros pequeños triunfos y nuestra pequeña felicidad insignificante.
Oh, no quiere decir que
nosotros
miráramos cualquier pequeño aspecto de nuestro matrimonio como insignificante. Hace algún tiempo, pregunté a Zyanya cómo lo hacía para contraer trémulamente el pequeño círculo de músculos de su
tepili
, que hacía nuestro acto de amor tan excitante. Enrojeció de tímido placer y murmuró: «Es lo mismo que si me preguntaras cómo parpadeo. Lo hago así, simplemente. ¿No lo hacen todas las mujeres?».
«No conozco a todas las mujeres —dije—, y no deseo conocerlas ahora que tengo la mejor de todas». Me abstuve de mencionar que ninguna de las mujeres que
había
conocido, incluyendo a su propia madre, nunca había manifestado ese talento particular. Pero creo que Su Ilustrísima no está interesado en estos detalles hogareños. Pienso que lo mejor que puedo hacer para que usted vea y aprecie a Zyanya, es compararla con la planta iiue nosotros llamamos
metí
, aunque por supuesto, el
metí
no es tan bello como ella era y no ama, ni habla, ni ríe.
El
metí
, Su Ilustrísima, es la planta del tamaño de un hombre, verde o azul, que ustedes nos han enseñado a llamar maguey. Bienhechor, generoso y aun bello de mirar, el maguey es el vegetal más útil que crece en cualquier parte. Sus hojas largas y curvas se pueden cortar y colocarse de tal manera extendidas, que pueden formar el techo de una casa, protegiéndola contra la lluvia. O las hojas se pueden golpear hasta hacerlas pulpa y prensadas y secas convertirse en papel. O las fibras de sus hojas ser separadas y torcerse para dar forma a cualquier tipo de cordón, desde cuerda hasta hilo, y éste se puede tejer para hacer una tela ruda, pero útil. Las duras y aguzadas espinas que están en los bordes de las hojas, pueden servir como agujas, alfileres o clavos. Éstas sirven a nuestros sacerdotes como instrumento de tortura, mutilación y automortificación.
Sus raíces, que crecen casi al ras de la tierra, son blancas y suaves, y se pueden cocinar para hacer un dulce delicioso. O se pueden poner a secar, y sirven para alimentar un fuego sin que eche humo, y las cenizas blancas que quedan son usadas para todo, desde alisar papel de corteza hasta hacer jabón. Si se corta la hoja del maguey por el centro, se puede hacer un hoyo hasta su corazón para extraerse una savia clara. Ésta es una bebida sabrosa y nutritiva. Embarrada sobre la piel, previene arrugas, salpullidos y la deja sin defectos; nuestras mujeres lo usan mucho para eso. Nuestros hombres prefieren dejar fermentar el jugo del maguey hasta convertirse en el emborrachador
octli
, o pulque, como ustedes lo llaman. Nuestros niños lo prefieren cocido hasta convertirse en un jarabe, que llega a ser tan pesado y dulce como la miel.
Para acabar, el maguey ofrece cada una de las partes y partículas de su ser, para el bien de nosotros que lo hacemos crecer y lo cuidamos. Y Zyanya era como él, aunque incomparablemente mejor. Poseía el bien en cada una de sus partes, en su manera de ser, en cada una de sus acciones, y no sólo para mí. Aunque, por supuesto, yo gozaba lo mejor de ella, nunca conocí a una persona que no la amara, la estimara y la admirara. Zyanya no era solamente siempre, ella era todo.
Sin embargo, no debo de malgastar el tiempo de Su Ilustrísima en sentimentalismos. Déjeme recordar las cosas en el orden en que éstas sucedieron.
Después de haber escapado de los asesinos zyú y de haber sobrevivido en ese fiero temblor de tierra, nos tomó a Zyanya y a mí siete días para regresar a Tecuantépec por la ruta de tierra. Ya fuera que el temblor había aniquilado a los salvajes o que éstos pensaran que había acabado con nosotros, no lo sé, el caso fue que ninguno de ellos nos persiguió y de esa manera no tuvimos ningún obstáculo al cruzar las montañas, excepto por la sed y el hambre ocasionales. Hubiera podido cazar algún animal con mi
maquáhuitl
, pero hacía mucho tiempo que había perdido mi cristal para encender fuegos en manos de los ladrones del istmo y no llevaba nada que me sirviera para encender, y nunca llegamos a tener tanta hambre como para comer la carne cruda. Encontramos suficientes bayas, frutas silvestres y huevos de aves, lo que podíamos comer crudo y todo eso nos proporcionaba suficientes jugos como para sostenernos hasta encontrar alguno de los arroyos poco frecuentes en la montaña. Por la noche, apilábamos montones de hojas secas y dormíamos entrelazados en ellas, para darnos mutuo calor y otras satisfacciones.
Quizá los dos estábamos un poco más delgados cuando llegamos a Tecuantépec; aunque ciertamente andrajosos, descalzos y con los pies lastimados, pues nuestras sandalias se habían quedado entre las rocas de las montañas. Llegamos al patio de la hostería tan cansados y tan agradecidos, como cuando mis compañeros y yo llegamos por primera vez a ese lugar; Beu Ribé salió corriendo a darnos la bienvenida, su rostro expresaba una mezcla de preocupación, exasperación y gran alivio.
«¡Pensé que habíais desaparecido, como nuestro padre, y que nunca más regresaríais! —dijo ella, mitad riendo, mitad regañándonos, después de haber abrazado apretadamente, primero a Zyanya y después a mí—. En el momento en que os perdisteis de vista, pensé que era una aventura tonta y peligrosa…».
Su voz decayó, en tanto nos miraba a Zyanya y a mí y vi perder su sonrisa otra vez. Pasó su mano ligeramente a través de su rostro y repitió: «Tonta… peligrosa…». Sus ojos se agrandaron cuando vieron más de cerca a su hermana y su mirada fue de enojo al dirigirla a mí.
A pesar de haber vivido muchos años y de haber conocido muchas mujeres, todavía no puedo saber cómo una de ellas puede percibir intensamente y con seguridad cuando otra se ha acostado con un hombre por primera vez. Luna que Espera miró a su hermana con sorpresa y decepción y a mí con ira y resentimiento.
Dije rápidamente: «Nos vamos a casar».
Zyanya dijo: «Tenemos la esperanza de que tú lo apruebes, Beu. Tú eres, después de todo, la cabeza de familia».
«¡Entonces, debíais habérmelo dicho antes! —dijo la muchacha mayor, con voz sofocada—. Antes de que tú… —Parecía estar ofendida por eso. Entonces sus ojos no miraban enojados, sino llameantes—. Y no con
cualquier
extranjero, sino con un bruto mexícatl lujurioso que continuamente está en celo, sin ninguna discriminación. ¿Cómo pudiste hacer eso, Zyanya? Si no hubieras sido tan convenientemente disponible —su voz se hizo más fuerte y más desagradable— es probable que hubiese regresado con una hembra mugrosa de los zyú, haciéndole la corte para que su largo e insaciable…».
«¡Beu! —jadeó Zyanya—. Nunca te he escuchado hablar así. ¡Por favor! Yo sé que esto es muy repentino, pero te puedo asegurar que Zaa y yo nos amamos».
«¿Repentino? ¿Asegurarme? —dijo violentamente Luna que Espera y dejó caer su rabia sobre mí—. ¿Estás seguro? ¡Tú todavía no has probado a todas las mujeres de esta familia!».
«¡Beu!», volvió a rogar Zyanya.
Traté de conciliarlas, pero solamente me intimidé. «No pertenezco a la nobleza
pipiltin
. Sólo me puedo casar una vez en mi vida». Eso me ganó que Zyanya me mirara tan tiernamente como su hermana. Así es que añadí rápidamente: «Quiero a Zyanya por esposa. Me sentiría muy honrado, Beu, si te pudiera llamar hermana».
«¡Sí! —dijo ella casi regañándome—. Pero sólo el tiempo necesario para decirle a tu hermana adiós. Cuando te vayas te deberás llevar a tu… a tu
escogida
contigo. Gracias a ti, ella no tendrá aquí ni honra, ni respeto, ni nombre, ni hogar. Ningún sacerdote de los be'n zaa querrá casaros».
«Ya sabemos eso —dije—. Iremos a Tenochtitlan a casarnos. —Mi voz sonó firme—: Pero no será una ceremonia clandestina o vergonzosa. Nos casará uno de los sacerdotes más altos de la corte del Uey-Tlatoani de los mexica. Tu hermana ha escogido un forastero, sí, pero no un inútil vagabundo. Y ella se casará conmigo, con tu consentimiento o sin él».
Hubo un gran intervalo de tenso silencio. Las lágrimas resbalaban por los rostros igualmente apesadumbrados y casi idénticamente bellos de las muchachas y el sudor corría por el mío. Los tres estábamos como en los vértices de un triángulo atado por invisibles tiras de
oli
extendiéndose cada vez más y más, en una increíble tensión. Pero antes de que cualquiera de ellas se rompiera, Beu relajó la tensión. Su rostro perdió energía y sus hombros se hundieron y dijo:
«Lo siento. Por favor, perdóname, Zyanya, y tú también, hermano Zaa. Por supuesto que tenéis mi consentimiento, mis más que amantes deseos por vuestra felicidad. Y os suplico que olvidéis las otras palabras que dije. —Trató de reírse de sí misma, pero su risa se quebró—. Esto ha sido tan repentino, como tú dijiste. Tan inesperado. No todos los día pierdo… una hermana tan querida. Pero ahora entrad. Bañaos, comed y descansad».
Luna que Espera me odió desde ese día hasta ahora.
Zyanya y yo estuvimos más o menos diez días en la hostería, pero guardando una distancia discreta entre los dos. Como antes, ella compartió la habitación de su hermana y yo dispuse de una para mí, y tuvimos mucho cuidado de no hacer demostraciones públicas de afecto. Mientras nos reponíamos de nuestra infructuosa excursión, Beu parecía recobrarse del disgusto y de la melancolía que nuestro regreso le había causado. Ayudó a Zyanya a elegir entre sus cosas personales y sus posesiones mutuas, unas pocas cosas relativamente queridas e irreemplazables que ella llevaría consigo.
Como otra vez me encontré sin suficientes semillas de cacao, tomé prestado una pequeña cantidad del dinero de las muchachas, para gastos de viaje y una cantidad adicional, que mandé con mensajero-veloz a Nozibe, para ser entregada a la familia que hubiera podido dejar el desventurado botero. También informé del incidente al Bishosu de Tecuantépec, quien dijo que él a su vez iba a informar al señor Kosi Yuela, de esa última salvajada cometida por los despreciables huave zyú.
En la víspera de nuestra partida, Beu nos sorprendió con una fiesta, como ella la hubiera hecho si Zyanya se hubiera casado con un hombre de los be'n zaa. Tuvo la asistencia de todas las personas que estaban hospedadas y había algunos invitados entre la gente
del
pueblo. Había alquilado músicos y danzantes en espléndidos trajes, que bailaban el
genda Hzaa
, que es la tradicional danza «de espíritu de compañerismo» de la Gente Nube. Con una apariencia por lo menos de buenos sentimientos entre nosotros, Zyanya y yo nos despedimos de Beu a la mañana siguiente, con besos solemnes.
No fuimos inmediata o directamente a Tenochtitlan. Cada uno de nosotros cargando un bulto, nos encaminamos hacia el norte, a través de las tiírras llanas del istmo, el camino por el que había llegado a Tecuantépec. En esa jornada, ya que tenía que pensar en otra persona, fui especialmente precavido con los villanos que acechaban en los caminos. Llevaba mi
maquáhuitl
lista en la mano y miraba atentamente el terreno cuando éste tenía algún arbusto en donde se podría esconder alguien.
No habíamos caminado más de una larga-carrera, cuando Zyanya dijo simplemente, pero con una animación anticipada en el rostro: «Nada más piensa. Voy tan lejos de casa como nunca antes lo había estado».
Esas pocas palabras envanecieron mí corazón y me hicieron amarla mucho más. Se estaba aventurando confiadamente en lo que era para ella un vasto territorio desconocido, solamente porque yo la cuidaba. Yo me sentía orgulloso y agradecido porque su
tonali
y el mía nos hubieran unido. Toda la gente que formó parte de mi vida fue dejada atrás en los ayeres y en los años pasados, pero Zyanya fue de algún modo siempre el
ahora
, fresca y nueva, sin ser trivial en la intimidad.
«¡Nunca hubiera creído —dijo ella, extendiendo sus brazos ampliamente— que pudiera
haber
tanta tierra, nada más que tierra!».
Aun siendo el paisaje árido en las tierras del itsmo, podía exclamar eso y hacer que compartiera con ella su sonrisa y su entusiasmo. Así sería a través de todos nuestros ahoras y mañanas juntos. Tuve el privilegio de darle a conocer cosas que para mí eran prosaicas, pero que para ella eran nuevas y extrañas. Y ella, en su incansable regocijo, hacía que yo viera esas cosas, también, como s; fueran brillantemente novedosas y exóticas.
«Mira esa planta, Zaa. ¡Está viva! Y tiene miedo, pobre. ¿Ves?, cuando le toco una rama, ella enrosca sus hojas y sus flores apretadamente y saca sus espinas como si fueran blancos colmillos».
Ella hubiera podido ser una joven diosa, tardíamente nacida de Teteoínan, la madre de los dioses, y enviada nuevamente del cielo a la tierra para trabar conocimiento con ella. Pues encontraba misterio, maravillas y delicias en cada pequeño detalle de este mundo, aun incluyéndonos a mí y a ella misma. Estaba tan llena de vida y centelleante, como la chispa encerrada en una esmeralda. Continuamente me sorprendía con sus actitudes inesperadas hacia cosas que yo consideraba ordinarias.