Los guié a través de Cupilco y hacia la orilla del océano a lo largo de esa franja de tierra, hacia la ciudad capital de Xicalanca, para llegar al taller del maestro Tuxtem. Él miró sorprendido y no muy complacido, cuando mis cargadores se acercaron bamboleándose bajo el peso de lo que parecían ser unos troncos. «No soy tallador de madera», dijo él, inmediatamente. Pero yo le expliqué lo que creía que eran, cómo los había encontrado y cuán raros debían de ser. Él tocó el lugar que yo había raspado y su mano que primero se detuvo expectante, lo acarició después y en sus ojos surgió un brillo.
Despedí a los cansados cargadores dándoles las gracias y pagándoles un poco más. Entonces, le dije al artista Tuxtem qué quería que él hiciera con mi descubrimiento.
«Quiero algunas tallas para vender en Tenochtitlan. Usted puede cortar los colmillos ajustándolos a sus conveniencias. De las partes más largas, quizás pueda hacer figuritas talladas de dioses y diosas mexica. De las piezas más chicas, quizá pueda hacer tubos para
poquíetí
, peines, dagas ornamentales. Aun de los fragmentos más pequeñitos puede hacer pendientes y cosas parecidas. Pero lo dejo a su gusto, maestro Tuxtem, a su juicio artístico».
«De todos los materiales con que he trabajado en mi vida —dijo solemnemente—, éste es único. Me proporciona una oportunidad y un desafío que seguramente nunca volveré a tener. Antes de sacar la más pequeña muestra con que experimentar, pensaré larga y profundamente qué aperos y qué sustancias debo utilizar para darles el pulido final… —Hizo una pausa y luego dijo casi desafiante—. Es mejor que le diga lo siguiente: De mí y de mi trabajo simplemente demando lo mejor. Éste no será un trabajo de un día, joven señor Ojo Amarillo, ni de un mes».
«Claro que no —convine—. Si usted me hubiera dicho lo contrario, yo hubiera tomado los trofeos y me hubiera ido. De todas maneras, no tengo ni idea de cuándo volveré a pasar por Xicalanca, así es que tome usted todo el tiempo que requiera. Ahora, en cuanto a su paga…».
«Sin duda soy un tonto por decir esto, pero estimo que el mayor precio que se me pueda pagar es la promesa de que usted dará a conocer que las piezas fueron esculpidas por mí y dirá mi nombre».
«Tonto de la cabeza, maestro Tuxtem, si bien lo digo admirando la integridad de su corazón. Ya sea que usted ponga un precio o no, ésta es mi oferta. Usted tomará una vigésima parte, por peso, del trabajo terminado que usted hará para mí o del material en bruto, para hacerlo a su gusto».
«Una oferta magnífica. —Él inclinó la cabeza en señal de aquiescencia—. Ni aun siendo el más ambicioso de los hombres, me hubiera atrevido a pedir un pago tan extravagante».
«Y no tema —añadí—. Yo escogeré a los compradores tan cuidadosamente como usted escogerá sus aperos. Solamente serán personas capaces de comprender el valor de estas cosas. Y a cada una de ellas se les dirá: esta pieza fue hecha por el maestro Tuxtem de Xicalanca».
Si en la península de Uluümil Kutz el tiempo había sido seco, en Cupilco era la temporada de lluvias, una temporada muy molesta para viajar en esas Tierras Calientes, en donde casi todo era selva desparramándose. Así es que me dirigí de nuevo hacia las playas abiertas, caminando hacia el oeste, hasta que llegué al pueblo de Coatzacoalcos, al que ustedes ahora llaman Espíritu Santo, y en donde terminan las rutas comerciales del norte al sur, a través del angosto istmo de Tecuantépec. Pensé, que como ese istmo era una tierra llana, de pocos bosques y con un buen camino, podría hacer una jornada fácil aunque la lluvia me cogiera con frecuencia. Y, también, que al otro lado del istmo había una posada hospitalaria, en donde estaba mi adorable Gie Bele de la Gente Nube, y en donde podría tener un agradable descanso antes de continuar hacia Tenochtitlan.
Así es que de Cotzacoalcos me desvié hacia el sur. Algunas veces caminé en compañía de caravanas de
pochteca
o con mercaderes individuales y pasamos a muchos otros yendo en dirección contraria. Pero un día en que iba viajando solo por un camino solitario, cuando llegué a su cumbre, vi a cuatro hombres sentados debajo de un árbol al otro lado. Estaban andrajosos y parecían bestiales; lentamente y con expectación se levantaron cuando yo me aproximé. Recordé a los bandidos con los cuales nos habíamos encontrado antes, y puse mi mano sobre mi cuchillo de obsidiana que traía en la banda de mi taparrabo. No podía hacer otra cosa más que caminar y tener la esperanza de pasar con un simple intercambio de saludos. Sin embargo, aquellos cuatro hombres no pretendieron invitarme a compartir su comida, o pedir compartir mis raciones o siquiera hablar, solamente cayeron sobre mí.
Desperté. O desperté lo suficiente como para darme cuenta de que estaba desnudo sobre una esterilla, con una cobija abajo y otra encima de mi desnudez. Me encontraba en una choza aparentemente vacía, sin ningún otro mueble y a oscuras, excepto por la luz del día que se filtraba a través de las hendeduras de las paredes y del tejado de paja. Un hombre de mediana edad estaba arrodillado a mi lado y por sus primeras palabras comprendí que era un físico.
«El paciente vuelve en sí —dijo a alguien que estaba detrás de él—. Temí que nunca se recobrara de ese prolongado estupor».
«¿Entonces, vivirá?», preguntó una voz femenina.
«Bien, por lo menos puedo empezar a aplicarle el tratamiento, que no hubiera sido posible si se hubiera quedado insensible. Yo diría que él llegó apenas a tiempo con ustedes».
«Estaba tan mal, que casi lo echamos fuera. Sin embargo, a través de la sangre y la tierra, lo reconocimos como Zaa Nayázú».
Ese nombre no me sonó muy bien. Por un momento y de alguna manera, yo no podía ni recordar mi nombre, pero tenía la intuición de que era un poco menos melodioso de como lo pronunció, cantando, esa voz de mujer.
Mi cabeza me dolía atrozmente y sentía como si todo su contenido me lo hubieran sacado y en su lugar me hubieran puesto brasas al rojo vivo, y también me dolía todo el cuerpo. Mi memoria estaba en blanco y no recordaba muchas cosas más, además de mi nombre, pero estaba lo suficientemente consciente como para saber que no me había enfermado o algo por el estilo, sino que de alguna manera había sido golpeado o herido. Deseaba preguntar dónde estaba, cómo había llegado hasta allí y quién me estaba atendiendo, pero no pude hablar. El doctor le decía a la mujer que yo no alcanzaba a ver: «Quienes hayan sido los ladrones, intentaron darle un golpe de muerte. Si no hubiera sido por esa pesada banda que lo protegió, ahora lo estaría; su cuello se habría roto o su cabeza se habría partido como una calabaza. Sin embargo, el golpe fue un choque muy fuerte para su cerebro, eso es evidente por la gran hemorragia nasal. Y ahora que sus ojos están abiertos, observe, una pupila está más grande que la otra».
Una muchacha se inclinó por el hombro del doctor y me miró. A pesar de la triste condición en que estaba, pude darme cuenta de que su rostro era muy bello y que del pelo negro que lo enmarcaba partía desde su frente un mechón blanco, hacia atrás. Tuve la vaga impresión de haberla visto antes y para mi perplejidad, también parecía encontrar algo familiar con el simple hecho de mirar hacia el techo de paja.
«Si sus pupilas no son iguales —dijo la muchacha—, ¿es eso un mal síntoma?».
«Sí, en extremo —dijo el doctor—. Una indicación infalible de que algo anda mal dentro de su cabeza. Así es que, además de tratar de fortalecer y nutrir su cuerpo, de curar sus contusiones y magulladuras, debemos tener cuidado de que su cerebro esté libre de todo esfuerzo y excitación. Manténgalo caliente y sin luz. Dele caldo y sus medicinas cada vez que despierte, pero por ningún motivo lo deje sentarse y trate de que no hable».
De la manera más tonta, traté de decirle al físico que estaba totalmente incapacitado para hablar. Entonces, de repente, la choza se hizo más oscura y yo tuve la desagradable sensación de ir cayendo rápidamente en las tinieblas profundas.
Me dijeron más tarde que estuve así por muchos días y muchas noches, que mis períodos de consciencia eran solamente esporádicos y breves, y que, entre esos períodos, yacía en un estupor tan profundo que tenía muy preocupado al doctor. En mis momentos de consciencia, algunas veces solamente, recordaba cuando había estado el físico, pero siempre se encontraba allí la muchacha. Siempre estaba dejando caer sobre mis labios, con cuidado, un caldo sabroso y caliente o una amarga poción, o lavaba con una esponja aquellas partes de mi cuerpo qué podía sin cambiarme de posición, o me poma un ungüento que olía a flores. Su rostro era siempre el mismo, bello, preocupado, sonriendo con ánimo hacia mí; pero extrañamente, o por lo menos así le parecía a mi mente ofuscada, a veces tenía el mechón blanco y a veces no.
Debí de haber estado entre la vida y la muerte, y debí de haber escogido entre presentarme ante los dioses o dejar eso más tarde a mi
tonali
. Sin embargo, llegó el día en que desperté con mi mente un poco
más clara, miré
al techo y me pareció singularmente familiar, miré a la muchacha que estaba cerca de mí, miré su mechón blanco y me las arreglé para gruñir: «Tecuan-tépec».
«
Yaa
—dijo ella en náhuatl y luego siguió—:
Quema
», y sonrió. Era una sonrisa cansada, después de una vigilia de día y de noche atendiéndome. Traté de preguntar, pero ella me puso un dedo frío sobre mis labios.
«No hables. El doctor dijo que no debías hacerlo por un tiempo. —Ella hablaba el náhuatl de forma vacilante, aunque mejor de lo que yo recordaba haberlo oído hablar anteriormente en aquella choza—. Cuando estés bien, nos podrás contar todo lo que recuerdes de lo que te sucedió. Ahora, yo te contaré lo poco que sabemos».
Había estado limpiando un pavo en el patio de la posada, una tarde, cuando una persona llegó allí tambaleándose, no venía por donde pasan las rutas comerciales que van del este al oeste, sino que se acercaba por el norte, a través de los campos vacíos que están en la ribera del río. Hubiera huido adentro de la posada y atrancado la puerta, si el susto que se llevó la hubiera dejado moverse con más rapidez y por eso pudo reconocer algo familiar en el hombre desnudo, sucio y cubierto de sangre cuajada, que tenía enfrente. A pesar de haber estado casi al borde de la muerte, el instinto de conservación debió de obrar en mí, para poder recordar dónde estaba la posada. Mi cara abatida parecía una máscara y mi pecho estaba cubierto de sangre que todavía manaba de mi nariz. Tenía el resto de mi cuerpo lleno de rojos arañazos hechos por espinas, con marcas de contusiones por los golpes y las caídas. Las plantas de mis pies desnudos estaban abiertas, incrustadas de polvo y piedrecillas. Pero ella me reconoció como el benefactor de su madre y me ayudó. No me llevaron a la hostelería, porque no hubiera podido descansar apaciblemente. Para entonces era un lugar próspero y de continuo movimiento, muy favorecido por los
pochteca
mexica como yo que, según me dijo ella, le habían ayudado a mejorar su conocimiento del náhuatl.
«Por lo tanto, creímos que era mejor traerte aquí, a nuestra antigua casa, en donde podríamos atenderte sin ser molestado por las continuas idas y venidas de los huéspedes. Y después de todo, es tuya, recuerda que tú se la compraste a mi madre. —Ella hizo un movimiento para que yo no hablara y continuó—: Supimos que te atacaron unos bandidos, pues llegaste desnudo y sin ningún bulto».
De pronto me sentí alarmado al recordar algo. Con un esfuerzo ansioso levanté mi brazo dolorido y lo dejé caer sobre mi pecho, mientras mis dedos encontraban el topacio que todavía estaba colgando de su correa y di un gran suspiro de alivio. Aun aquellos ladrones tan rapaces, debieron de pensar que era el símbolo de algún dios, y supersticiosamente se abstuvieron de robarlo.
«Sí, sólo
traías
eso puesto —dijo la muchacha al ver mi movimiento—. Y esa cosa pesada, que no sé qué es». Sacó por debajo de mi esterilla el pesado bultito con sus cordones y la banda que servía para sujetarlo a la frente.
«Ábrelo», dije, y mi voz sonó ronca después de no haber hablado en tanto tiempo.
«No hables», me repitió, pero me obedeció y cuidadosamente fue desdoblando capa tras capa de tela. Al quedar al descubierto el polvo de oro, que por alguna causa se había endurecido por la transpiración, era tan brillante que casi iluminaba el interior oscuro de la cabaña, y ponía chispas doradas en sus ojos oscuros.
«Siempre supusimos que eras un joven rico —murmuró, luego pensó por un instante y dijo—: Pero, tú te preocupaste primero por el pendiente. Antes que el oro».
No sabía si podía hacerle entender mi explicación sin palabras, pero le hice un guiño y con otro esfuerzo alcancé el cristal y esa vez lo llevé a mi ojo y la miré a través de él, por todo el tiempo que pude sostenerlo allí. Y entonces me quedé sin habla aunque hubiera podido hablar, de lo bella que era. Mucho más bella de lo que pensaba o recordaba. Y entre otras cosas, no podía recordar su nombre.
El mechón claro cautivó mi ojo, pero no era necesario para cautivar el corazón. Sus largas pestañas eran como las alas del más pequeño chupamirto. Sus cejas tenían la curvatura de las alas de las gaviotas al levantar el vuelo. Sus labios se elevaban en sus junturas, también, como alas desplegadas, en las que parecía atesorar una sonrisa secreta. Cuando sonreía, como inconfundiblemente lo estaba haciendo en aquellos momentos, quizá por la expresión intrigada de mi rostro, aquellas alas se profundizaban hasta convertirse en unos hoyuelos encantadores y su rostro resplandecía más que mi oro. Si la choza hubiera estado llena de gente desgraciada, afligida por un duelo o por las almas sombrías de los sacerdotes, se hubieran sentido impelidos por su sonrisa, a sonreír a pesar de ellos mismos.
Me sentí muy feliz por haber vuelto a Tecuantépec y haber encontrado a aquella muchacha, aunque habría deseado llegar saludable y fuerte, con todo el éxito de un joven
pochtécatl
. En lugar de eso, yacía postrado en una cama, casi sin vida y flácido y no era un espectáculo muy agradable de ver, cubierto como estaba con las costras de numerosos arañazos y cortes. Me sentía muy débil todavía como para comer por mí mismo o tomar mis medicinas, excepto por su mano. Y si, además, no olía mal, era porque me tenía que someter a que ella me lavara todo el cuerpo.
«Eso no es conveniente —protesté—. Una doncella no debe lavar el cuerpo desnudo de un hombre».