Por supuesto que no había casas de construcción maciza, sólo dos pequeñas chozas temporales, que estaban construidas con palos de madera seca y sin mucho cuidado. Según me dijeron, en cada choza se encontraba una mujer embarazada esperando su alumbramiento, razón por la que ese campamento era más permanente que otros. Por permanencia entendían que podrían permanecer allí durante varios días, en lugar de una noche solamente. El resto de la tribu no necesitaba de ningún albergue. Tanto hombres como mujeres y niños, hasta los más pequeños, dormían en el suelo, como yo lo había estado haciendo en los últimos tiempos, pero en lugar de acostarse sobre una cobija de suave piel de conejo, como la que yo tenía, sólo usaban pieles de venado, viejas y sucias. También la poca ropa que llevaban puesta era de diferentes pieles de animales: taparrabos para los hombres, blusas sin forma para las mujeres, hasta el largo de la rodilla y los niños no llevaban ningún tipo de vestiduras, aunque ya estuvieran casi completamente desarrollados. Sin embargo, la cosa más fea de ese campamento era su olor, que a pesar de que se encontraba en campo abierto era muy fuerte y penetrante y esa pestilencia era despedida por la misma Gente Perro, pues cada uno de ellos era mucho más sucio que cualquier perro. Se podía creer que uno no tendría por qué ensuciarse en el desierto, pues la arena era tan limpia como la nieve, pero esa gente estaba sucia de su propia mugre, de su propio excremento, de su propia negligencia. Dejaban que el sudor se secara en sus cuerpos y éste se incrustaba en las otras grasas y humores que el cuerpo normalmente despide, en capas casi invisibles. Cada arruga y curva de sus cuerpos era un patrón de mugre oscura: dedos, puños, cuellos, codos, las partes de atrás de las rodillas. Su pelo caía como en pedazos, no como hilos, y pulgas y piojos caminaban entre toda esa pestilencia. La ropa de cuero que cubría sus cuerpos estaba impregnada de olores adicionales de humo da leña, sangre seca y grasa rancia de animal. El olor que representaba todo ese conjunto era algo agobiante y aunque llegué a acostumbrarme a él, durante mucho tiempo me quedé con la opinión de que los chichimeca eran la gente más sucia que he conocido y además la que menos interés tenía por su limpieza personal. Todos tenían nombres muy sencillos, como Zoquitl, Nacatl y Chachapa, que quieren decir Cieno, Carne y Tormenta, nombres que con lástima veía que no tenían nada de común con sus dueños; tal vez ellos los escogían para poder soñar y olvidar. Carne era el nombre del viudo que me había invitado al campamento. Él y yo nos sentamos cerca de una fogata atendida por varios hombres solteros y apartada de las de los grupos familiares. Carne y sus compañeros ya sabían que yo era un mexícatl, pero yo tenía la inquieta inseguridad de cómo referirme a su raza. Así que mientras uno de los hombres utilizaba un cucharón hecho de una hoja de yuca para servirnos un caldo indistinguible, sobre un pedazo de hoja de maguey, dije:
«Carne, no sé si sabes que nosotros los mexica tenemos la costumbre de llamar chichimeca a toda la gente que habita en el desierto, pero sin duda os debéis llamar a vosotros mismos de otra manera».
Indicando el montón de fogatas dijo: «Los que estamos aquí somos la tribu tecuexe. Hay muchas tribus en el desierto, la pame, janambre, hualahuise y muchas otras más, pero efectivamente, todos somos chichimeca, ya que pertenecemos a la raza de piel roja». Pensé que más bien, tanto él como los demás miembros de su tribu, eran de un color gris-mugre. Carne, tomando otro bocado del caldo agregó: «Tú también eres un chichimécatl. No tienes nada que te diferencie de nosotros».
Me había dolido que los rarámuri me llamaran así, pero era aún más insultante que un salvaje del desierto reclamara parentesco con un mexícatl civilizado, aunque lo dijo de una manera tan casual que me di cuenta de que no lo había dicho con presunción. Era cierto que, debajo de su mugre, tanto Carne como los otros tecuexe eran de complexión bronceada parecida a la mía y a la de todos los que yo conocía. Las tribus y los individuos de nuestra raza pueden variar en tono de color, desde el más pálido de rojo bronceado hasta el pardo oscuro del cacao, pero por lo general, piel roja era la descripción más adecuada. Así que entendía cómo esa gente ignorante, sucia y nómada, obviamente creía que el nombre de chichimeca era derivado no del
chichine
, perro, sino de la palabra
chichíltic
, que quiere decir rojo. Para aquel que creyera eso, chichimeca no era un nombre despectivo, sino que sólo describía a cada ser humano que viviera en el desierto, en la selva, en cada ciudad civilizada de El Único Mundo.
Seguí alimentando a mi estómago agradecido y aunque el caldo estaba lleno de arena me supo muy sabroso, y meditaba sobre los lazos entre las diferentes gentes. Era obvio que los chichimeca en algún tiempo habían tenido un contacto positivo con la civilización. Carne había mencionado la confesión imprudente de su esposa con Tlazoltéotl en su lecho de enferma, por lo que me daba cuenta de que conocían a esa diosa. Más tarde supe que también adoraban a la mayoría de nuestros dioses, pero dentro de su aislamiento e ignorancia habían inventado un solo dios para ellos. Tenían la cómica creencia de que las estrellas son mariposas hechas de obsidiana y que la luz que brilla sobre ellas es sólo el reflejo de la luz de la luna sobre sus alas de piedra brillante. Así es que habían concebido una diosa: Itzpapálotl, Mariposa de Obsidiana, a quien consideraban la más grande entre todos los dioses. Bueno, debo reconocer que las estrellas son espectacularmente brillantes en el desierto, y que sí parecen aletear como las mariposas casi al alcance de la mano.
Aunque los chichimeca tengan algunas cosas en común con los pueblos más civilizados, y aunque interpretan el mismo nombre de chichimeca para implicar que toda la gente de piel roja está relacionada una con otra, eso no les impide el no tener compasión y de vivir a expensas de esos parientes lejanos o cercanos. Esa primera noche que cené con la tribu tecuexe, el caldo tenía pedazos de carne blanca y muy tierna, tan tierna que sus delicados huesos se deshacían y no podía reconocerla como de lagarto o conejo o alguna otra criatura que hubiera visto en el desierto, así es que le pregunté:
«Carne, ¿qué carne estamos comiendo?».
Él gruñó: «Bebé».
«¿Qué bebé?».
Él repitió: «Bebé —y se encogió de hombros—. Comida para los tiempos difíciles. —Como vio que yo seguía sin entender, me explicó—: Algunas veces nos salimos del desierto para atacar aldeas otomí, y nos llevamos, entre otras cosas, a sus bebés. O peleamos con otra tribu chichimeca aquí en el desierto abierto. Cuando se aleja la tribu vencida, abandona aquellos niños que por ser tan pequeños no pueden correr. Como esos cautivos no nos sirven para nada, los matamos, les sacamos las entrañas y los curamos al sol o los asamos sobre un fuego de
mizquitl
, para que puedan durar mucho tiempo sin echarse a perder. Pesan muy poco, así que cada una de nuestras mujeres puede cargar con facilidad tres o cuatro a la vez, colgados de un cordón amarrado a su cintura. Se llevan, se preparan y se sirven, cuando, como este día, Mariposa de Obsidiana no nos manda animales para nuestras flechas».
En sus caras, reverendos frailes, leo que esto lo ven como un crimen reprobable, aunque debo confesarles que aprendí a comer
cualquier
cosa comestible, con casi tanta satisfacción y con tan poco asco como cualquier chichimécatl, porque a lo largo de mi viaje por el desierto no conocí otra ley más grande que las del hambre y la sed. No obstante, no deseché del todo los modales y gustos diferentes del ser civilizado, ya que los chichimeca tenían otras costumbres alimenticias tales que ni la más grande privación me hubiera podido hacer participar. Acompañé a Carne y a sus compañeros durante el tiempo en que sus vagabundeos los llevaron hacia el norte, la ruta que yo llevaba. Luego, cuando los tecuexe decidieron desviarse hacia el este, Carne, amablemente me llevó al campamento de otra tribu, los tzacateca y me presentó a un amigo con el que había sostenido batallas, un hombre llamado Verdoso. Así que me fui con los tzacateca mientras éstos se dirigieron hacia el norte, hasta que también nuestros caminos se desviaron y Verdoso, a su vez, me presentó a otro amigo llamado Banquete, de la tribu hua. Así pasé de tribu en tribu, con la toboso, la iritila, la mapimí, en el transcurso de todas las estaciones comprendidas en un año entero y pude observar algunas de las costumbres más repugnantes de los chichimeca.
En la última parte del verano y a principios del otoño, los diversos cactos del desierto dan sus frutos. He mencionado el gran cacto
quinametl
, que se parece a un gran hombre verde, con muchos brazos levantados. Da la fruta llamada
pitaaya
, que es reconociblemente sabrosa y nutritiva, pero creo que se le aprecia tanto porque es muy difícil de obtener. Como no hay hombre que pueda escalar el
quinametl
por la gran cantidad de espinas que tiene, la fruta sólo se puede obtener con la ayuda de un palo o garrote, muy largo, o lanzándole piedras. De todos modos, la
pitaaya
es una de las golosinas predilectas de los habitantes del desierto, un lujo tal que se come
dos
veces.
Un chichimécatl, ya sea hombre o mujer, se comerá rápidamente esos frutos redondos, enteros y con toda su pulpa, jugo y semillas negras, y luego espera lo que esa gente llama por el
ynic orne pixquitl
, o «segunda cosecha». Esto es cuando los que comieron esa fruta la digieren y segregan el residuo, entre el cual se encuentran las semillas de
pitaaya
no digeridas. En cuanto alguien ha vaciado sus intestinos, examina su excremento y busca en él las semillas, y las recoge para comérselas otra vez con muchísimo gusto, masticándolas y saboreándolas, para sacarles todo el sabor y valor nutritivo que les queda. Si un hombre o una mujer, encuentra algún excremento en el desierto en esa estación, ya sea de algún animal o buitre o algún otro ser humano, correrá a examinarlo y a buscar entre esa suciedad, con la esperanza de encontrar alguna semilla de
pitaaya
para apropiarse de ella y comérsela. Esa gente tiene otra costumbre que encontré todavía más repugnante, pero para poder explicársela debo decir algo antes. Cuando llevaba en el desierto cerca de un año y llegó la primavera, yo me encontraba en ese tiempo entre las gentes de la tribu iritila, entonces vi que Tláloc sí escupe algo de su lluvia en el desierto, pues por espacio de un mes, de veinte días, llueve. Hay tanta lluvia durante algunos de esos días, que los charquitos ya secos se convierten en torrentes de agua, pero la gracia de Tláloc no dura más que un mes al año, y la tierra rápidamente absorbe el agua. Por lo tanto, el desierto florece brevemente durante esos veinte días, con flores en los cactos y en los arbustos secos. También, es cuando la tierra permanece lo suficientemente húmeda como para que el desierto dé una planta que no se ve en ninguna otra época del año: el hongo llamado
chichinanacatl
; es un honguito rojo de tallo delgado con granitos blancos encima.
Las mujeres iritila recogían con rapidez esos hongos, pero jamás los cocinaban con los otros alimentos que preparaban y se me hizo muy raro no verlos. Durante esa misma primavera húmeda, el jefe de los iritila dejó de orinarse en el suelo como los demás hombres. Durante ese lapso de tiempo, una de sus esposas siempre llevaba a todos lados una vasija especial de barro. Cuando el jefe sentía necesidad de vaciar sus riñones, ella colocaba la vasija y él orinaba allí. También, durante esa temporada hubo otro detalle raro: todos los días algunos hombres iritila estaban tan ebrios que no podían ir de cacería o a robar, y yo no podía imaginarme qué brebaje habían encontrado y dónde, para poder estar así. Pasó un poco de tiempo antes de que pudiera descubrir la conexión entre esos dos raros detalles. En realidad no había ningún misterio. Los hongos se guardaban para que solamente el jefe de la tribu los comiera; y quien lo hace tiene una combinación de borrachera y de deliciosas alucinaciones, como el efecto que da el
peyotl
. Ese efecto del
chichinanacatl
sólo disminuye un poco al ser comido y digerido, cualquiera que sea la magia que posee, atraviesa el cuerpo humano directamente hasta llegar a su vejiga. Mientras el jefe se encontraba en un estado de constante alucinación, con frecuencia orinaba en su recipiente y su orina era casi tan potente y embriagadora como los mismos hongos.
El primer recipiente lleno de orina se le daba a los sabios y a los brujos de la tribu. Cada uno se alborozaba por beber de allí y poco después se tambaleaban o se tiraban al suelo con una expresión de absoluta dicha. El siguiente recipiente lleno se repartía entre los amigos más cercanos del jefe; el siguiente era para los guerreros más grandes de la tribu y así sucesivamente. Antes de que transcurrieran muchos días, el recipiente estaba circulando entre los ancianos y hombres de menor importancia y finalmente hasta entre las mujeres. Al fin, casi todos los iritila disfrutaban un momento de dicha, antes de volver a esa existencia tan monótona que tenían que sufrir durante el resto del año. Hasta a mí me pasaron el recipiente, como un gesto hospitalario con un forastero, pero con mucho respeto rehusé de tal delicia y nadie se sintió insultado o enojado de que no bebiera mi porción de esa preciosa tírina. A pesar de las muchas privaciones
que
tenían los chichimeca, debo decir que esa gente del desierto no es del todo depravada y detestable. En primer lugar, poco a poco me di cuenta de que si estaban sucios, llenos de parásitos y apestosos, no era porque
quisieran
estar así. Durante los diecisiete meses del año, cada gota de agua que se pudiera sacar del desierto, si no se bebía luego por bocas ávidas y sedientas, la que sobraba se debía almacenar para el día en que no hubiera ni siquiera un cacto semihúmedo y había muchos días como ésos. La temprana temporada de primavera, escasa y fugaz, es el único tiempo en que el desierto proporciona agua suficiente como para darse el lujo de tomar un baño. Siguiendo mi ejemplo, cada miembro de la tribu iritila aprovechó esa oportunidad para bañarse tan frecuentemente como les fue posible. Y ya sin la mugre habitual que les cubre, los chichimeca se parecen a cualquier gente civilizada.
Recuerdo que vi algo muy hermoso. Era casi el anochecer y vagaba a cierta distancia del campamento iritila, cuando encontré a una mujer joven tomando lo que obviamente era su primer baño en un año. Se encontraba parada en medio de un pequeño estanque de agua formado por la lluvia en la cavidad de una roca, y estaba sola, sin duda queriendo disfrutar del agua pura, antes de que los demás también la encontraran y quisieran compartirla y ensuciarla. No hice ningún ruido, pero la observé con mi vidrio, mientras se enjabonaba con la raíz de un planta de
amoli
y se enjugaba repetidas veces, despacio, como saboreando el novedoso placer de ese acto. Detrás de la muchacha, Tláloc estaba preparando una tormenta hacia el este, construyendo un muro de nubes tan oscuras como una pizarra. Al principio, la muchacha casi se perdía entre ese muro, de tan oscura que estaba por tanta mugre, pero mientras se enjabonaba y enjuagaba capa tras capa, su color natural aparecía más y más claro. Tonatíu se ponía en el oeste, y sus rayos acentuaban el dorado bronceado de su cuerpo. En ese vasto paisaje, que se extendía llano y vacío hasta donde se encontraba la pared de nubes oscuras, en el horizonte, la mujer era lo único brillante. Las curvas de su cuerpo desnudo estaban delineadas por gotas brillantes de humedad, su pelo limpio relucía y el agua que se salpicaba, se rompía en gotas que centelleaban como joyas. Sobre el fondo de ese cielo tormentoso, ella se distinguía entre los últimos rayos del ocaso, tan bella como un pequeño pedazo de ámbar sobre una tabla oscura.