Tlácotzin también nos informó de las expresiones de asombro por cierto muy humanas de los hombres blancos y la sorpresa y la alegría que sintieron cuando al fin salieron por la parte occidental del paso, y que se pararon en el declive de la montaña, desde donde se dominaba la cuenca de ese inmenso lago, y la nieve que había estado cayendo levantó brevemente su cortina para darles una vista sin obstáculos. Abajo y más allá de donde se encontraban, estaban los cuerpos de agua multicolores que se comunicaban unos con otros yaciendo en su vasta cuenca, rodeados de un follaje lujurioso y de pequeños pueblos y caminos rectos que se cruzaban. Visto así, de una manera tan repentina, después de las alturas agobiantes que acababan de atravesar, el panorama de esa tierra debió de haberles parecido como un jardín; agradable y verde en todos los tonos de verde, verdes bosques densos, verdes hortalizas bien delineadas y diferentes verdes en la
chinampa
y lugares de cultivo. Debieron de haber visto, aunque sólo en miniatura, las numerosas ciudades y pueblos que se encontraban al borde de los diversos lagos, y las comunidades de las islas pequeñas que sobresalían del agua. Aún estaban a unas veintiún largas-carreras de Tenochtitlan, pero la ciudad blanca como plata debía de brillar como una estrella. Habían estado viajando durante meses, desde las playas costeras, sobre y alrededor de un sinfín de montañas a través de barrancas empedradas y ásperos valles, mientras pasaban y veían tan sólo pueblos y aldeas insignificantes, y finalmente acometiendo por ese paso helado entre los volcanes. Entonces, repentinamente, los viajeros miraron hacia abajo viendo una escena que —se lo decían entre sí— parecía un sueño… como una maravilla salida de los viejos libros de fábulas… Al bajar de los volcanes, por supuesto que los viajeros se encontraron en los dominios de la Triple Alianza a través de las tierras acolhua, donde fueron recibidos por el Uey-Tlatoani Cacámatzin, quien había llegado desde Texcoco con un acompañamiento impresionante de sus señores, nobles, cortesanos y guardias. Aunque Cacama, por instrucciones de su tío, hizo un discurso caluroso de bienvenida a los recién llegados, me atrevo a decir que debió de sentirse incómodo al ser visto por su medio hermano, el destronado Flor Oscura, quien en ese momento se encontraba ante él con una fuerza poderosa de guerreros acolhua que le eran leales. La confrontación entre esos dos pudo haber estallado en una batalla allí mismo, de no ser porque tanto Motecuzoma como Cortés habían prohibido estrictamente cualquier disgusto que pudiera echar a perder ese importante encuentro, así es que todo fue de lo más amistoso, y Cacama llevó a toda la caravana a Texcoco, para que se hospedaran allí y les dieron bebidas refrescantes y diversión antes de continuar hacia Tenochtitlan.
Sin embargo, no hay duda de que Cacama sintió vergüenza e ira cuando sus propios súbditos llenaron las calles de Texcoco para recibir el regreso de Flor Oscura con gritos de alegría. Eso ya era bastante insultante, pero no pasó mucho tiempo antes de que Cacama tuviera que soportar un insulto mayor, una deserción en masa. Durante ese día o en dos días más, en que los viajeros permanecieron allí, quizás unos dos mil hombres de Texcoco desenterraron las armas y armaduras acojinadas que desde hacía mucho no habían usado, y cuando los visitantes partieron, esos hombres fueron con ellos como voluntarios en la tropa de Flor Oscura. De ese día en adelante, la nación acolhua quedó desastrosamente dividida. La mitad de su población permaneció sumisa a Cacama quien
era
su Venerado Orador y reconocido como tal por sus compañeros soberanos de la Triple Alianza. La otra mitad, le entregó su lealtad a Flor Oscura, quien debía haber sido Venerado Orador, aunque muchos de ellos deploraban que él hubiera unido su suerte a la de los extranjeros blancos.
Desde Texcoco, Tlácotzin, el Mujer Serpiente, condujo a Cortés y a su multitud alrededor del margen sur del lago. Los hombres blancos se admiraron de aquel «gran mar interior»; y aún más del creciente esplendor evidente de Tenochtitlan que se veía desde varios puntos a un lado del camino, y que parecía crecer en tamaño y magnificencia al acercarse. Tlácotzin llevó a la compañía entera a su propio palacio que era bastante grande, situado en la ciudad alta de Ixtapalapan donde se alojaron mientras lustraban sus espadas, armaduras y cañones, mientras cuidaban sus caballos, mientras remendaban sus uniformes maltratados lo mejor que pudieron, para verse lo más impresionantes posible al hacer la última marcha a través del camino-puente hacia la capital.
En el transcurso de todo esto, Tlácotzin le informó a Cortés que la ciudad, por ser una isla demasiado poblada, no tenía lugar más que para alojar la parte más mínima de sus miles de aliados. El Mujer Serpiente también le aclaró a Cortés que no cometiera la imprudencia de llevar un visitante tan indeseable, como era Flor Oscura, a la ciudad, o una aglomeración de tropas, que aunque eran de nuestra raza representaban a naciones enemigas de nosotros. Habiendo visto la ciudad, por lo menos a cierta distancia, Cortés no tenía excusa para quejarse de las limitaciones del alojamiento y estaba lo suficientemente dispuesto a ser diplomático en su elección de los que le acompañarían ahí. Pero puso algunas condiciones. Tlácotzin debería acomodar a sus hombres para que se repartieran y fueran hospedados a orillas de la isla, en un arco que se extendiera desde el camino-puente del sur hasta el caminopuente del norte, con el objeto de cubrir toda salida de la ciudad-isla. Cortés entraría a Tenochtitlan al lado de la mayoría de sus españoles, sólo unos cuantos guerreros acolhua, texcalteca y totonaca, y se le tuvo que prometer que aquellos guerreros tendrían un paso libre dentro y fuera de la isla en cualquier momento y que podría utilizarlos como mensajeros para mantenerse en contacto con sus fuerzas centrales.
Tlácotzin estuvo de acuerdo con estas condiciones, sugirió que algunas de las tropas nativas podían permanecer donde estaban, en Ixtapalapan, a mano en el camino-puente del sur; otras podrían acampar en Tlácopan cerca del camino-puente del oeste, y otras en Tepeyaca cerca del camino-puente del norte. Así que Cortés seleccionó los guerreros que utilizaría como mensajeros y mandó a los miles que restaban marchando con los guías proporcionados por Tlácotzin, y ordenó a varios de sus oficiales blancos que se pusieran al mando de cada una de las fuerzas repartidas. Cuando los enlaces regresaron de cada uno de esos destacamentos, para informarle que estaban en posición y acampando para estar a mano cuando fuera necesario, Cortés le dijo a Tlácotzin, y el Mujer Serpiente le envió el mensaje a Motecuzoma, que los emisarios del Rey Don Carlos y el Señor Dios entrarían a Tenochtitlan al día siguiente.
Ese día fue el Dos-Casa en nuestro año de Uno-Caña, que significa lo mismo que su mes de noviembre, en el año que ustedes cuentan como mil quinientos diez y nueve. El caminopuente del sur había presenciado muchas procesiones en su tiempo, pero jamás una que hiciera un ruido tan desacostumbrado. Los españoles no llevaban instrumentos musicales, y no cantaban, tarareaban o hacían ninguna otra clase de música que acompañara sus pasos. Pero había un rechinar, un tintinear y un tronar de todas las armas que llevaban, de las armaduras de acero que usaban y de los arneses de sus caballos. Aunque la procesión andaba a un paso ceremoniosamente lento, las patas de los caballos caían pesadamente en el pavimento empedrado y las ruedas grandes de los cañones resonaban gravemente; de modo que toda la extensión del camino-puente vibraba; y la superficie del lago, como la cabeza de un tambor, amplificaba el ruido, y éste producía eco en todas las montañas distantes. Cortés estaba al frente, por supuesto, montado en la
Muía
, llevando en un palo alto la bandera sangre y oro de España, y Malintzin caminaba orgullosamente a su lado, llevando el banderín personal de su amo. Detrás de ellos iban el Mujer Serpiente y otros señores mexica que habían ido y vuelto de Chololan. Detrás de éstos iban los soldados españoles montados, sus lanzas en posición erecta, llevando pendones en sus puntas, y luego venía una selección de unos cincuenta guerreros de nuestra propia raza. Detrás de ellos iban los soldados españoles de a pie, con sus ballestas y arcabuces en posición de desfile, sus espadas envainadas y sus lanzas apoyadas sobre sus hombros. Siguiendo a esa compañía ordenada y profesional, marchaba empujándose una multitud de ciudadanos de Ixtapalapan y de otros pueblos de los alrededores, que miraban con curiosidad ese espectáculo sin precedente, nunca antes visto, de extranjeros de aspecto guerrero entrando sin resistencia a la ciudad de Tenochtitlan, hasta entonces impenetrable.
En medio del camino-puente en el fuerte Acachinanco, la procesión fue recibida por los primeros oficiales: el Venerado Orador Cacámatzin de Texcoco y muchos nobles acolhua que habían atravesado el lago en canoa, así como los nobles tecpaneca de Tlacopan, la tercera ciudad de la Triple Alianza. Esos señores magníficamente vestidos indicaban el camino tan humildes como esclavos barriendo el camino-puente con escobas y sembrándolo con pétalos de flores antes de que pasara el desfile, todo el camino hasta el lugar en que el camino-puente se unía a la isla. Mientras tanto, Motecuzoma había sido llevado desde su palacio en su silla de manos más elegante. Lo acompañaba una impresionante cantidad de campeones Águilas, Jaguares y Flechas y todos los señores y señoras de su corte, incluyendo al Señor Mixtli y mi Señora Beu.
Se había medido el tiempo para que nuestra procesión llegara a la orilla de la isla,, a la entrada de la ciudad, justamente en el momento en que lo hiciera la otra comitiva. Las dos caravanas se detuvieron, a una distancia de unos veinte pasos, y Cortés desmontó de su caballo, entregándole su bandera a Malintzin. En ese momento se bajó al suelo la silla de manos de Motecuzoma. Al salir de entre las cortinas bordadas, todos nos sorprendimos al ver su vestimenta. Por supuesto llevaba su manto más llamativo y largo, el que estaba hecho completamente de incandescentes plumas de colibrí, y una corona de abanico hecha con plumas de
tototl quetzal
, y muchos medallones y adornos de lo más suntuoso. Pero no llevaba sus sandalias doradas; estaba descalzo y ninguno de nosotros los mexica nos sentimos complacidos al ver nuestro Venerado Orador de El Único Mundo manifestar su humildad aunque fuera con esa pequeña prueba.
Motecuzoma y Cortés se adelantaron a encontrarse, caminando despacio por el espacio abierto que los separaba. Motecuzoma hizo la reverencia de besar la tierra y Cortés respondió con lo que ahora sé que es un saludo de mano militar de los españoles. Como era propio, Cortés presentó el primer regalo, inclinándose hacia adelante para colgar alrededor del cuello del Orador, un collar perfumado de lo que parecía ser una combinación de perlas y joyas brillantes, que más tarde comprobamos que era una cosa vulgar de mala calidad, de nácar y vidrio. Motecuzoma entonces colgó sobre el cuello de Cortés un collar doble, hecho con las conchas más raras y adornado con cientos de pendientes finamente trabajados en oro sólido, en forma de diferentes animales. Después el Venerado Orador pronunció un discurso florido y largo de bienvenida. Malintzin, quien portaba una bandera extranjera en cada mano, dio atrevidamente un paso hacia adelante al lado de su amo, para traducir las palabras de Motecuzoma, y luego las de Cortés, que eran menos.
Motecuzoma regresó a su silla de manos, Cortés montó nuevamente su caballo y la comitiva de nosotros los mexica guiaba por la ciudad a la procesión de los españoles. Los hombres de Cortés comenzaron a marchar con un poco de menos orden, empujándose y pisándose los talones mientras miraban a su alrededor, para ver a la gente bien vestida que llenaba las calles, a los elegantes edificios y los jardines colgantes de las azoteas. En El Corazón del Único Mundo los caballos mantenían dificultosamente la estabilidad en el pavimento de mármol de aquella plaza inmensa; Cortés y los demás jinetes tuvieron que desmontar y guiarlos. Pasamos por la Gran Pirámide y giramos hacia la derecha, al antiguo palacio del Axayácatl, donde un suntuoso banquete esperaba para estos cientos de visitantes y todos los cientos que los habíamos recibido. Por igual debían de haber cientos de manjares diferentes, servidos sobre miles de platos lacados en oro. Mientras ocupábamos nuestros lugares ante los manteles, Motecuzoma llevó a Cortés a la plataforma que se le tenía preparada, diciéndole:
«Éste era el palacio de mi padre, quien fue uno de mis predecesores como Uey-Tlatoani. Se ha limpiado escrupulosamente y ha sido amueblado y decorado para ser digno de huéspedes tan distinguidos. Contiene conjuntos de habitaciones para usted, para su señora —eso lo dijo con cierto disgusto— y para sus oficiales principales. Hay suficientes cuartos amplios para el resto de su compañía y un grupo completo de esclavos para servirle, cocinarle y atender sus necesidades. El palacio será su residencia durante el tiempo que usted permanezca en estas tierras».
Creo que cualquier otro hombre que no fuera Cortés, en una situación tan equívoca como ésa, hubiera rehusado tal ofrecimiento. Cortés sabía que era un huésped porque se había invitado a sí mismo y era considerado un agresor, que no era bien recibido. Al tomar residencia en el palacio, aun con unos trescientos soldados de confianza bajo el mismo techo que él, el Capitán General estaría en una posición aún más peligrosa que su estancia en el palacio de Chololan. Aquí estaría constantemente bajo la vigilancia y alcance de Motecuzoma, y su anfitrión, quien de tan mala gana le había extendido una mano amistosa, podría en cualquier momento cerrarla, agarrarlo y apretar. Los españoles serían cautivos —desatados, pero cautivos— y en la misma ciudad de Motecuzoma, la ciudad asentada sobre una isla, la isla rodeada por un lago, el lago rodeado por todas las ciudades y la gente de la Triple Alianza. Mientras Cortés permanecía en la ciudad, sus propios aliados no podrían estar a mano, y aun si los llamara, esos refuerzos con dificultad podrían llegar a su lado. Porque Cortés seguramente notó, que a su entrada por el camino-puente del sur, los diferentes pasos para las canoas, podían moverse con facilidad y evitar así que fueran cruzados. Y pudo haber adivinado que los demás caminos-puente de la ciudad estaban construidos de una manera semejante, tal como era en realidad.
El Capitán General pudo haber dicho con tacto a Motecuzoma que prefería residir en tierra firme, y de ahí visitar la ciudad cuando lo fueran requiriendo sus varias conferencias. Pero no hizo tal cosa. Le agradeció a Motecuzoma su ofrecimiento hospitalario, y lo aceptó, como si el palacio correspondiera realmente a su posición social y como si despreciara considerar la existencia de algún peligro al habitarlo. Aunque no siento cariño por Cortés, ni admiración por su ingenio y su falacia, debo reconocer que cuando se enfrentaba al peligro siempre actuaba sin vacilar, con una audacia que desafiaba lo que otros hombres llamamos sentido común. Tal vez sentí que él y yo teníamos un temperamento semejante, porque en el transcurso de mi vida yo también tomé muchos riesgos audaces que los hombres «sensatos» hubieran considerado como locuras.