Cuando Cortés llegó a Chololan ésta estaba habitada por cerca de ocho mil personas; cuando se fue, estaba vacía. Repito que Motecuzoma no me confió ninguno de sus planes, así es que no podría decir,
si
tenía tropas mexica caminando cautelosamente hacia aquella ciudad, y sí había dado instrucciones a la gente de levantarse en combate cuando la trampa se hubiera puesto, pero permítanme dudarlo. La masacre ocurrió el primer día de nuestro mes quince, llamado Panquétzaliztli, que quiere decir El Florecimiento de las Banderas Emplumadas, y se celebraba en todas partes con ceremonias en que la gente llevaba estandartes emplumados. Puede ser que la mujer Malintzin jamás hubiera asistido a alguna ceremonia de ese festival. Es posible que ella realmente creyera, o por error supusiera, que la gente concurría allí con banderas guerreras. O tal vez pudo haber inventado una «conjura», nacida de un resentimiento celoso por las atenciones que Cortés recibió de parte de las mujeres locales. Si es que ella malentendió o lo hizo sólo por pura malicia, el hecho fue lo que eficazmente impulsó a Cortés a convertir a Chololan en un desierto. Y si es que él se arrepintió, no lo estuvo por mucho tiempo, porque eso elevó su fortuna aún más de lo que lo había hecho su victoria sobre los texcalteca. He mencionado que he visitado Chololan y he visto que la gente es menos cariñosa. No tenía por qué importarme si la ciudad seguía existiendo y su repentina devastación no me causó angustia alguna, a excepción de saber que eso aumentaba la reputación de temible que cada día más iba adquiriendo Cortés. Porque a causa de las noticias de la masacre de Chololan, que se extendieron por medio de mensajeros-veloces por todo El Único Mundo, los gobernantes y jefes guerreros de las muchas otras comunidades comenzaron a considerar todos los sucesos hasta esa fecha más o menos con estas palabras:
«Primero los hombres blancos le quitaron los totonaca a Motecuzoma. Luego conquistaron Texcala, cosa que Motecuzoma ni ninguno de sus predecesores había podido hacer jamás. Luego terminaron con los aliados de Motecuzoma en Chololan, sin importarles en absoluto la ira de Motecuzoma o su carácter vengativo. Empieza a parecer que los hombres blancos son más poderosos todavía que los reconocidamente fuertes mexica. Sería más sabio por nuestra parte ponernos del lado de la fuerza superior… mientras lo podamos hacer voluntariamente».
Un noble poderoso hizo eso sin vacilar: El Príncipe Heredero Ixtlil-Xóchitl, legítimo heredero de los acolhua. Motecuzoma debió de arrepentirse amargamente de haberle usurpado el trono a ese príncipe, tres años antes, cuando se dio cuenta de que Flor Oscura no sólo había pasado esos años quejándose, en su retiro en la montaña, sino que había estado reuniendo guerreros preparándose para reclamar su trono en Texcoco. La llegada de Cortés debió parecerle a Flor Oscura como un regalo del cielo y una ayuda oportuna para su causa. Bajó de su escondite a la ciudad devastada de Chololan, donde Cortés estaba reagrupando su multitud para preparar su marcha continua hacia el oeste. En su encuentro, Flor Oscura seguramente le habló a Cortés del mal trato que había sufrido a manos de Motecuzoma y seguramente Cortés prometió ayudarle a repararlo. De todos modos, la siguiente mala noticia que recibimos en Tenochtitlan fue que Cortés había aumentado su fuerza con la unión del vengativo Príncipe Flor Oscura y sus varios miles de guerreros acolhua soberbiamente adiestrados.
Era obvio que la innecesaria y tal vez impulsiva masacre en Chololan había sido un buen golpe para Cortés, y todo se lo debía a su mujer Malintzin, fuera cual fuese la verdadera razón que tuvo para provocarlo. Ella había demostrado una entera dedicación a su causa, su ansiedad por ayudarlo a adquirir su destino, aunque lo hiciera pisoteando los cadáveres de hombres, mujeres y niños de su propia raza. De ahí en adelante, aunque Cortés dependía todavía de ella como intérprete, la valoró aún más como su consejera principal en estrategia, su oficial menor de mayor confianza y la más leal de sus aliados. Quizás hasta llegó a amar a esa mujer; nadie jamás lo supo. Malintzin había logrado sus dos ambiciones: se había convertido en algo indispensable para su señor y además iba a Tenochtitlan, su destino soñado, con el título y los requisitos de una dama.
Aunque puede ser que todos los sucesos que pasaron, y que les he contado, hubieran sucedido de todos modos aunque la huérfana Ce-Malinali jamás hubiera nacido de aquella esclava prostituta de los coatlícamac. Y es posible que tenga un motivo personal para despreciar esa devoción rastrera que le tenía a su amo, esa deslealtad vergonzosa hacia los de su raza. Es posible que le guardara un odio especial, simplemente porque no podía olvidar que tenía el mismo nombre de nacimiento de mi difunta hija, porque era de la misma edad que Nochipa hubiera tenido, de modo que sus actos despreciables parecían, a mi modo de ver, insultar a mi indefensa y sin culpa Ce-Malinali.
Pero dejando mis sentimientos personales a un lado, ya
había
encontrado a Malintzin dos veces antes de que se convirtiera en el arma más perversa de Cortés, y en ambas ocasiones pude haber evitado que llegara a serlo. Cuando nos conocimos por primera vez en el mercado de esclavos, la pude haber comprado, y ella habría estado contenta de pasar su vida en la gran ciudad de Tenochtitlan, como miembro de la casa de un campeón Águila de los mexica. Cuando nos vimos nuevamente en tierra totonaca, aún era esclava y propiedad de un oficial de poca importancia, un simple eslabón en la cadena de interpretar conversaciones. Su desaparición en aquel entonces sólo hubiera ocasionado un mínimo alboroto y con facilidad la hubiera hecho desaparecer. Así que dos veces pude haber cambiado el curso de su vida, y tal vez también el de la historia, pero no lo hice. Sin embargo su instigación en la matanza de Chololan me hizo ver la amenaza que ella representaba, pero sabía que tarde o temprano la volvería a encontrar en Tenochtitlan, hacia donde había deseado llegar durante toda su vida, y me juré a mí mismo que me las arreglaría para que su vida terminara ahí. Mientras tanto, inmediatamente después de recibir la noticia de la masacre de Chololan, Motecuzoma dio muestras de su indecisión, con una acción decidida, al enviar otra delegación de nobles, y esa embajada estaba dirigida por Tlácotzin, su Mujer Serpiente, El Alto Tesorero de los mexica, segundo en mando después de Motecuzoma. Tlácotzin y sus compañeros nobles iban al frente de una caravana de cargadores que llevaban otra vez oro y otras riquezas, éstas no eran con la intención de repoblar a esa desgraciada ciudad, sino para adular a Cortés. Creo que en ese único acto, Motecuzoma reveló el mayor grado de hipocresía del que era capaz. Ya sea que la gente de Chololan hubiese sido totalmente inocente, por lo que no merecían ser aniquilados, o ya sea que efectivamente
habían
planeado levantarse en contra de Cortés, sólo lo pudieron haber hecho obedeciendo las órdenes secretas de Motecuzoma. Sin embargo, el Venerado Orador, en el mensaje llevado a Cortés por Tlácotzin, culpó a sus aliados de Chololan de haber creado esa dudosa «conjura» por sí mismos; afirmó no haber tenido que ver con ella y los describió como «traidores a nosotros dos»; felicitaba a Cortés por la rapidez con que había aniquilado totalmente a esos rebeldes y esperaba que ese triste suceso no pondría en peligro la amistad anticipada entre los hombres blancos y la Triple Alianza.
Pienso que era muy adecuado que el mensaje de Motecuzoma fuera entregado por su Mujer Serpiente, ya que era una obra maestra, en cuanto a la forma en que se puede arrastrar una serpiente. Y el mensaje continuaba: «Sin embargo, si la perfidia de Chololan ha desalentado al Capitán General y su compañía, de aventurarse más lejos en estas tierras tan peligrosas y entre gente tan impredecible, comprenderemos su decisión de volverse y regresar a casa, aunque sinceramente sentiremos el haber perdido la oportunidad de conocer al valiente Capitán General Cortés, cara a cara. Por lo tanto, como ya no visitará nuestra ciudad capital, nosotros los mexica le pedimos que acepte estos regalos como un pequeño sustituto de nuestro abrazo amistoso y para que los comparta con su Rey Don Carlos al regresar a su país natal».
Más tarde supe que Cortés con dificultad pudo contener la risa cuando ese mensaje tan transparente le fue traducido por Malintzin, y que pensando en voz alta, dijo: «Cómo ansío conocer cara a cara a ese hombre de dos caras». Pero la contestación que le dio a Tlácotzin fue:
«Le agradezco a vuestro amo su preocupación y estos regalos de compensación que agradecidamente acepto en nombre de Su Majestad el Rey Don Carlos. Sin embargo —y aquí bostezó, según nos informó Tlácotzin—, las dificultades recientes aquí en Chololan no fueron ningún problema. —Y aquí se rió—. Según nosotros, los hombres de lucha españoles, esto no fue más que como un picotazo de pulga que tuvimos que rascar. Vuestro Señor no necesita preocuparse de que este acontecimiento haya disminuido nuestra determinación por continuar nuestras exploraciones. Seguiremos viajando hacia el oeste. Bueno, tal vez nos desviemos por aquí y por allá, para visitar otras ciudades y naciones, que tal vez quieran contribuir con más fuerzas a las que ya tenemos. Pero tarde o temprano, os aseguro, nuestro viaje nos llevará a Tenochtitlan. Podéis darle a vuestro soberano nuestra solemne promesa, de que nos conoceremos. —Se rió de nuevo—. Cara a cara».
Como era natural, Motecuzoma había previsto que los invasores podrían seguir resistiendo su persuasión, así que le había proporcionado a su Mujer Serpiente una hipocresía más.
«En ese caso —dijo Tlácotzin—, le agradaría a nuestro Venerado Orador que el Capitán General ya no demorara su llegada. —Eso quería decir que Motecuzoma
no
quería que Cortés anduviera vagando entre las gentes inconformes que le pagaban tributos y buscar alistar guerreros de esas naciones—. El Venerado Orador sugiere que de estas provincias incómodas y primitivas, sólo puede recibir la impresión de que nuestros pueblos son bárbaros e incivilizados. Él desea que usted vea el esplendor y magnificencia de su ciudad capital, para que pueda darse cuenta del verdadero valor y habilidad de nuestra gente. Lo invita a que venga ahora directamente a Tenochtitlan. Yo lo llevaré hasta allá, mi señor. Y como soy Tlácotzin, segundo en mando del soberano de los mexica, mi presencia, será una prueba en contra de los trucos o emboscadas de otras personas».
Cortés hizo un amplio gesto con su brazo, señalando todas las tropas formadas y esperando alrededor de Chololan. «No me preocupo demasiado sobre posibles trucos y emboscadas, amigo Tlácotzin —dijo sutilmente—. Pero acepto la invitación de vuestro señor de ir a la capital, y vuestro gentil ofrecimiento de conducirnos. Estamos listos para marchar cuando vosotros lo estéis».
Era cierto que Cortés tenía poco que temer ya fuera de un ataque abierto o emboscada, o que tuviera una verdadera necesidad de seguir alistando más guerreros. Nuestros espías estimaron que, cuando partió de Chololan, sus fuerzas combinadas eran de unos veinte mil y además había como ocho mil cargadores que llevaban el equipaje y provisiones del ejército. La compañía se estiraba a lo largo de dos largas-carreras de longitud, y requería una cuarta parte del día para marchar de un punto a otro. A propósito, para entonces, cada guerrero y cargador llevaba una insignia que lo proclamaba como un hombre en el ejército de Cortés. Como los españoles seguían quejándose de que «no podían distinguir a un maldito indio de otro», ya que en la confusión del combate no podían distinguir entre indio aliado y un enemigo, Cortés les había ordenado a sus tropas indígenas que adoptaran un estilo uniforme de penachos; una alta corona de hierba
mazada
. Cuando ese ejército de veintiocho mil hombres avanzó hacia Tenochtitlan, los espías dijeron que desde cierta distancia parecía como que un gran campo ondulante y lleno de pasto se moviera por medio de magia.
Motecuzoma posiblemente consideró decirle a su Mujer Serpiente que llevara a Cortés sin rumbo fijo alrededor de la tierra montañosa, hasta que los invasores estuvieran desesperadamente fatigados e irremediablemente perdidos, para que se les abandonara allí, pero, lógicamente, había muchos hombres entre los acolhua y texcalteca y demás tropas que los acompañaban que rápidamente hubieran adivinado ese truco. Sin embargo, Motecuzoma aparentemente sí instruyó a Tlácotzin para que no fuera un viaje sencillo, seguramente porque seguía esperanzado a que Cortés diera por terminada la expedición por desaliento. De cualquier modo, Tlácotzin los trajo al oeste y no por uno de los caminos más sencillos a través de los valles, sino que los llevó arriba y atravesando el paso alto entre los volcanes Ixtaccíuatl y Popocatépetl.
Como ya he dicho, en esas alturas hay nieve aun en los días más calientes del verano. Para cuando la compañía terminó de cruzar, el invierno ya comenzaba. Si había algo que
pudiera
desalentar a los hombres blancos, eso hubiera sido el frío entumecedor, los vientos feroces y grandes cerros de nieve por los que tenían que pasar. Hasta este día, no sé cómo es el clima de su España natal, pero Cortés y sus soldados habían pasado años en Cuba, isla en la cual tengo entendido que es tan tórrida y húmeda como cualquiera de nuestras Tierras Calientes, de la costa. Así que los hombres blancos, como sus aliados totonaca, no estaban preparados, ni vestidos como para aguantar el penetrante frío de la ruta congelada escogida por Tlácotzin. Más tarde informó con gran satisfacción, que los hombres blancos habían sufrido terriblemente.
Sí, sufrieron y se quejaron y cuatro hombres blancos murieron, así como dos de sus caballos y varios de sus perros y también unos cien de sus guerreros totonaca, pero el resto de la caravana perseveró. Es más, diez de los españoles, para presumir su vigor y habilidad, se desviaron brevemente de la ruta con la intención declarada de escalar hasta arriba del Popocatépetl y mirar hacia adentro de su cráter humeante. No llegaron tan alto, pero hasta entonces poca de nuestra propia gente lo había llegado a hacer, o habían tenido el interés de hacerlo. Los alpinistas se reunieron a su compañía, azules y tiesos de frío, y a algunos de ellos, más tarde, se les cayeron una cantidad de dedos ya sea de la mano o de los pies. Pero fueron muy admirados por sus compañeros por haber hecho el intento, y hasta el Mujer Serpiente, tuvo que reconocer de mala gana que los hombres blancos, a pesar de su locura, eran intrépidos, valerosos y enérgicos.