Considerando las terribles pérdidas que los texcalteca habían sufrido, es una honra para Texcala que, a pesar de eso, la nación en sí no se rindió ante Cortés, pues los texcalteca eran un pueblo valiente, orgulloso y desafiante. Pero desgraciadamente tenían una fe enorme en la infalibilidad de sus adivinos y profetas. Así es que a esos hombres sabios fue a los que el jefe guerrero Xicotenca reunió urgentemente, la tarde del mismo día en que fue derrotado, y les preguntó:
«¿Es verdad que esos extranjeros son dioses, según se rumorea? ¿Son realmente invencibles? ¿No hay alguna manera de vencer sus armas que escupen fuego? ¿Debo seguir perdiendo más hombres buenos por pelear más tiempo?».
Después de deliberar por los medios mágicos que ellos utilizaran, los profetas dijeron esto:
«No, no son dioses. Son hombres. Pero la evidencia de esa llama que despiden sus armas nos indica que de alguna manera han aprendido a emplear el poder caliente del sol. Y mientras el sol brilla, ellos tendrán la ventaja de sus armas escupefuegos, pero al bajar el sol, también bajará su poder solar. Al anochecer, sólo serán hombres ordinarios, que únicamente podrán emplear armas ordinarias. Serán tan vulnerables como todos los nombres, y estarán muy cansados de los esfuerzos de hoy. Si quieren vencerlos será necesario que los ataquen de noche. Esta noche. Esta misma noche. O cuando el sol se levante, ellos también se levantarán y arrasarán con su ejército, como quien corta hierba».
«¿Atacar de noche? —murmuró Xicotenca—. Va en contra de todas las costumbres. Viola todas las tradiciones de un combate justo. A excepción de estado de sitio, jamás se ha peleado de noche».
Los sabios movieron sus cabezas. «Exactamente. Los extraños blancos no estarán preparados y no estarán esperando tal asalto. Se debe hacer lo inesperado».
Los adivinos texcalteca estaban en un error tan grande como con frecuencia sucede con los adivinos de todas partes. Evidentemente, todos los ejércitos de los blancos, sí pelean de noche con frecuencia entre ellos mismos, y tienen la costumbre de tomar precauciones contra tal sorpresa. Cortés había puesto centinelas alrededor de su campamento; esos hombres permanecían despiertos y alertas, mientras sus compañeros dormían con sus armaduras y trajes de batalla, y listos con sus armas cargadas a un lado de sus manos. Aun en la oscuridad, los centinelas de Cortés percibieron con facilidad el primer avance de los exploradores texcalteca, mientras se arrastraban de estómago a través del campo abierto. Los centinelas no dieron ningún grito de alarma, sino que regresaron silenciosamente al campamento y despertaron a Cortés y al resto de su ejército. Ningún soldado se paró de perfil contra el cielo; ningún hombre se levantó más alto de lo que es una posición sentada o hincada; ningún hombre hizo ruido. Así que los exploradores de Xicotenca regresaron y le informaron que todo el campamento parecía estar dormido, sin defensas y vulnerable. Lo que quedaba del ejército de los texcalteca se movió en masa, a gatas, hasta encontrarse dentro del perímetro del campamento enemigo. Luego se levantaron para atacar al dormido adversario, pero no tuvieron oportunidad de dar ni siquiera un grito de guerra. En cuanto se enderezaron, y por lo tanto presentaron un blanco fácil, la noche estalló en relámpagos, truenos y silbidos de proyectiles… y el ejército de Xicotenca fue arrasado como quien corta hierba.
A la mañana siguiente, con lágrimas en sus ojos ciegos, Xicotenca el Viejo mandó una embajada de sus nobles más altos, portando un cuadro de banderas de tela dorada como señal de tregua, para negociar con Cortés las disposiciones de la rendición de los texcalteca ante él. Grande fue la sorpresa de los enviados al ver que Cortés no portaba el aire de un conquistador, los recibió con mucho calor y aparente afecto. Por medio de su Malintzin, alabó el valor de los guerreros texcalteca. Sentía que por haber confundido sus intenciones se habían visto en la necesidad de defenderse. Porque, según dijo, él no quería que Texcala se rindiera, así es que no aceptaría su rendición. Había ido a esa nación sólo con la esperanza de cultivar una amistad y de ayudarla.
«Yo sé —dijo él, sin duda bien informado por Malintzin— que durante mucho tiempo habéis tenido que tolerar la tiranía de los mexica de Motecuzoma. He liberado a los totonaca y algunas otras tribus de ese yugo, y ahora haré lo mismo por vosotros. Sólo os pido que vuestra gente se una a mí en esta santa y venerable cruzada, que me proporcionéis cuantos guerreros sea posible para aumentar mi ejército».
Los nobles, extrañados, dijeron: «Pero si nosotros habíamos oído que tú les exigías a todos los pueblos que se doblegaran sumisamente ante tu gobernante extranjero y tu religión, y que se acabara con todos nuestros dioses, ya fueran antiguos o nuevos».
Cortés hizo un gesto casual como haciendo a un lado todo eso. La resistencia de los texcalteca cuando menos le había enseñado a tratarlos con cierta astucia.
«Yo pido alianza, no sumisión —dijo—. Cuando estas tierras ya hayan quedado fuera de la influencia maligna de los mexica, con gusto les extenderemos las bendiciones de la Cristiandad y las ventajas de un acuerdo con nuestro Rey Don Carlos. Y luego vosotros podréis ver si queréis aceptar esos beneficios. Pero veamos los asuntos más urgentes. Preguntadle a vuestro estimado gobernante si nos concederá el honor de estrechar su mano en signo de amistad y hacer con nosotros una causa común».
El viejo Xicotenca apenas había recibido el mensaje de sus nobles, cuando nosotros en Tenochtitlan lo habíamos escuchado por parte de nuestros espías. En el palacio, todos nos dimos cuenta, pues era obvio, que Motecuzoma se sentía asombrado, abrumado y estaba enfurecido por el resultado de todas sus predicciones; casi al borde del pánico al ver lo que irremediablemente había traído consigo ese error suyo. Era bastante malo que los texcalteca
no
hubieran detenido a los invasores blancos, ni siquiera habían sido un estorbo en su camino. Era bastante malo que Texcala no hubiera caído para que luego nosotros la venciéramos. Y lo peor de todo era que los hombres blancos de ningún modo estaban desalentados o debilitados; seguían viniendo, seguían lanzando amenazas en contra nuestra. Y para colmo, los hombres blancos ahora vendrían reforzados por la fuerza y el odio de nuestros más viejos, más feroces y más encarnizados enemigos.
Motecuzoma se recobró, tomando una decisión que cuando menos tenía más fuerza que «esperar». Mandó llamar su mensajero-veloz más inteligente y le dictó un mensaje y lo envió corriendo inmediatamente para que se lo repitiera a Cortés. Por supuesto que el mensaje era largo y lleno de un lenguaje florido, pero en esencia decía:
«Estimado Capitán General Cortés, no ponga su confianza en esos texcalteca desleales, quienes le contarán cualquier mentira para ganarse su confianza y falsamente lo traicionarán. Como podrá descubrir fácilmente, la nación de Texcala es una isla completamente rodeada y bordeada por aquellas naciones vecinas de las cuales se ha hecho enemiga. Si usted protege a los texcalteca será, como ellos, despreciado, rehuido y rechazado por todas las demás naciones. Atienda nuestro consejo, abandone a los insignificantes texcalteca y únase a la poderosa Triple Alianza de los mexica, los acolhua y los tecpaneca. Nosotros lo invitamos a que visite nuestra ciudad aliada de Chololan, una marcha sencilla hacia el sur de donde está. Allí se le recibirá con una gran ceremonia de bienvenida digna de tan distinguido visitante. Cuando haya descansado será escoltado a Tenochtitlan, tal y como lo ha deseado, donde yo, el Uey-Tlatoani Motecuzoma Xocoyotzin, lo espero ansiosamente para estrecharlo como amigo y con honor».
Puede ser que Motecuzoma quería decir precisamente eso, que estaba dispuesto a capitular al grado de conceder una audiencia a los hombres blancos, mientras pensaba qué hacer luego. No lo sé. En aquel entonces no me confió sus planes, ni tampoco a algún miembro de su Consejo de Voceros. Pero lo que sí sé es que si yo hubiera sido Cortés, me habría reído de tal invitación, especialmente con la astuta Malintzin a su lado interpretándolo, de manera más clara y sucinta.
«Detestado enemigo: Haz el favor de despedir a tus nuevos aliados, desecha las fuerzas adicionales que has adquirido y hazle el favor a Motecuzoma de caminar estúpidamente a una trampa, de la cual jamás saldrás».
Pero, para mi gran sorpresa, pues entonces todavía no sabía lo audaz que era ese hombre Cortés, envió de regreso al mensajero aceptando esa invitación y efectivamente
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hacia el sur para hacer una visita de cortesía a Chololan, en donde fue acogido como un huésped agradable y notable. Fue recibido en las afueras de la ciudad por los dos gobernantes unidos, el Señor de lo que Está Arriba y el Señor de lo que Está Abajo, así como por la mayoría de la población civil y sin hombres armados. Esos señores Tlaquíach y Tlalchíac no habían reunido a ninguno de sus guerreros y no se veía ninguna arma; todo parecía como Motecuzoma lo había prometido, apacible y hospitalario.
Como era natural, Cortés no había cumplido todas las sugerencias de Motecuzoma; no había despedido a sus aliados antes de marchar hacia Chololan, y mientras llegaba el mensajero de Motecuzoma, el anciano Xicotenca de la vencida Texcala había aceptado el ofrecimiento de Cortés de hacer una causa común y le había puesto bajo su mando a diez mil guerreros texcalteca, sin mencionar muchas cosas: una cantidad de mujeres texcalteca más bellas y nobles para ser repartidas entre los oficiales de Cortés y hasta una gran cantidad de sirvientas para ocupar el puesto de criadas personales de la Señora Uno-Hierba, o Malintzin, o Doña Marina. Así que Cortés llegó a Chololan al frente de aquel ejército texcalteca, además de sus tres mil hombres sacados del pueblo totonaca y otras tribus, y por supuesto, de sus cientos de soldados blancos, sus caballos y perros, su Malintzin y las otras mujeres que viajaban en su compañía.
Después de saludar a Cortés debidamente, los dos señores de Chololan vieron con miedo a aquella multitud y suavemente le dijeron por medio de Malintzin: «Por orden del Venerado Orador Motecuzoma, nuestra ciudad está desarmada y sin defensa. Podemos acomodarlo a usted, Señor, y a sus tropas y sirvientes personales, cómodamente, pero, sencillamente no hay lugar para sus incontables aliados. También nos disculpará por mencionarlo, pero los texcalteca son nuestros enemigos irreconciliables, y nos sentiríamos muy inquietos si se les permitiera entrar a nuestra ciudad…».
Así que Cortés, servicialmente, dio órdenes de que su fuerza mayor de guerreros nativos permaneciera fuera de la ciudad, pero acampando en un círculo que la rodeara completamente. Cortés seguramente se sintió lo suficientemente protegido, con todos aquellos miles de guerreros tan cerca y a su disposición si necesitara ayuda. Y sólo él y los demás hombres blancos entraron a Chololan, caminando tan orgullosamente como si en verdad fueran nobles, o montando sus caballos con elegante majestuosidad, mientras la población reunida allí gritaba y lanzaba flores a su paso.
Como se le había prometido, a los hombres blancos se les dio lujosos alojamientos; cada soldado menor era tratado tan obsequiosamente como si fuera un campeón o noble y se les proporcionaron sirvientes, asistentes y mujeres para sus camas esa noche. Chololan ya había sido avisada acerca de los hábitos personales de los hombres, así es que nadie, ni las mujeres cuyas órdenes eran copular con ellos, jamás comentaron sobre el terrible olor que despedían o de la manera tan voraz que tenían de comer, o el que jamás se quitaban sus vestimentas y botas por apestosas, o cómo rehusaban bañarse, o de su descuido por lavarse aunque fuera sólo sus manos, después de hacer sus funciones excretoras y sentarse a comer. Los hombres blancos vivieron la clase de existencia, durante catorce días, que los guerreros heroicos podrían esperar como premio en el mundo del más allá. Se les festejó, se les obsequió
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, y se les dejó emborrachar y portarse tan desordenadamente como querían, y gozaron a lo máximo de las mujeres que se les había asignado, se les entretuvo con música, baile y canto. Y al cabo de esos catorce días, los hombres blancos se levantaron e hicieron una matanza de cada hombre, mujer y niño en Chololan.
Recibimos esa noticia en Tenochtitlan, tal vez antes de que el humo de los arcabuces hubieran despejado la ciudad, por medio de nuestros espías, quienes se infiltraban y se escurrían en las propias filas de Cortés. Según ellos, la matanza se hizo por instigación de la mujer Malintzin. Llegó una noche al cuarto de su amo en el palacio de Chololan, donde se encontraba tomando
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y divirtiéndose con varias mujeres. Les gritó a las mujeres que se fueran y luego lo advirtió de una conjura que se estaba fraguando. Ella se había enterado, dijo, al mezclarse y conversar con las mujeres locales del mercado, quienes inocentemente la tomaron por una cautiva de guerra ansiosa por libertarse de sus captores blancos. Todo el propósito del entretenimiento tan profuso hacia los visitantes, dijo Malintzin, era para que éstos se confiaran y se debilitaran mientras Motecuzoma enviaba secretamente una fuerza de veinte mil guerreros mexica a rodear Chololan. Dada cierta señal, dijo ella, las fuerzas mexica caerían sobre las tropas nativas que acampaban en las afueras, mientras que los hombres dentro de la ciudad se armarían y atacarían a los hombres blancos que no estarían preparados para hacerles frente. Y ella dijo que mientras regresaba del mercado había visto a gente de la ciudad agrupándose bajo los estandartes en la plaza central.
Cortés salió corriendo del palacio, con sus oficiales menores quienes también se habían alojado allí, y sus gritos de «¡Santiago!» trajeron a los miembros de sus tropas corriendo, de otros alojamientos de la ciudad, tirando a un lado a sus mujeres, sus vasos y levantando sus armas. Como lo había advertido Malintzin, encontraron la plaza llena de gente, mucha de ella portando estandartes de pluma, todos llevando vestimentas ceremoniales que posiblemente tenían aspecto guerrero. A esa gente reunida no se le dio tiempo ni siquiera de levantar un grito de guerra o de lanzar un reto a combate, o de explicar de algún modo su presencia en ese lugar, porque los hombres blancos inmediatamente descargaron sus armas, y tan densa era la multitud, que la primera serie de balas, flechas y demás proyectiles arrasaron con ellos como si fueran hierba.
Cuando el humo se despejó un poco, tal vez los hombres blancos vieron que la plaza contenía mujeres y niños así como hombres, y tal vez hasta se preguntaron si sus actos precipitados habían sido justificados. Pero el ruido de aquello trajo a sus aliados texcalteca y a los otros, corriendo de sus campamentos a la ciudad. Fueron ellos los que con más maldad que los hombres blancos llevaron la ciudad a la ruina y acabaron con su población sin misericordia o discriminación, matando hasta a los Tlaquíach y Tlalchíac. Algunos de los hombres de Chololan alcanzaron a correr por armas con las cuales pelear, pero eran tan pocos y estaban tan rodeados, que sólo podían hacerlo en retirada, moviéndose hacia arriba de los flancos de la pirámide-montaña de Chololan. Se debatieron valerosamente hasta llegar a la cima de ésta y al final se encontraban acorralados dentro del gran templo de Quetzalcóatl. Así que sus atacantes simplemente colocaron leña alrededor de éste y lo encendieron, quemándolos vivos. Eso fue hace cerca de doce años, reverendos frailes, cuando el templo fue quemado, derrumbado y su escombro regado. No quedaron más que árboles y arbustos, razón por la cual mucha de su gente, desde entonces, no ha podido creer que la montaña
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es una montaña sino una pirámide levantada, hace mucho, por los hombres. Claro que ahora sé que tiene algo más que verdor. La cima en donde fueron abatidos Quetzalcóatl y sus adoradores esa noche, últimamente ha sido coronada en una iglesia Cristiana.