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Authors: Gary Jennings

Tags: #Histórico

Azteca (144 page)

Cuando la demostración se acabó, yo tenía muchos más papeles de corteza dibujados para mostrárselos a Motecuzoma y muchas cosas más que decirle, sólo me faltaba el dibujo de la cara de Cortés que me había pedido que hiciera. Muchos años antes, en Texcoco, había jurado que nunca más haría retratos, pues parecía que algún desastre caía siempre sobre las personas que retrataba, pero no sentía ningún remordimiento, si eso les causaba algún problema a los hombres blancos. Así es que la siguiente tarde, cuando los señores mexica tuvieron la última entrevista con Cortés y sus oficiales y sus sacerdotes, éramos cinco los señores. Ninguno de los españoles parecieron darse cuenta de que había uno más y ni Aguilar ni Ce-Malinali me reconocieron bajo mi traje de señor, como tampoco lo hicieron cuando andaba vestido de cargador.

Nos sentamos todos juntos para cenar, pero no haré ningún comentario acerca de los modales que tenían los hombres blancos para comer. Nosotros habíamos puesto la comida, así es que era de la mejor calidad; los españoles habían contribuido con un brebaje que llamaban vino, que llevaban en unas bolsas largas de cuero. Uno era pálido y seco, y otro oscuro y dulce, pero yo bebí muy poco porque era tan embriagador como el
octli
. Mientras mis cuatro compañeros señores se hacían cargo de la conversación, yo me senté en silencio, tratando de captar de la manera más discreta las facciones de Cortés sobre el papel de corteza, utilizando una tiza. Viéndolo de cerca por primera vez, me pude dar cuenta de que el pelo de su barba era más ralo que el de sus compañeros, que no podía esconder adecuadamente una fea cicatriz en su labio inferior y que su barbilla era casi tan puntiaguda como las de los maya, y puse todos esos detalles en el retrato. Entonces, me di cuenta de que todos los hombres se habían callado y estaban silenciosos y cuando levanté los ojos me encontré con los ojos grises de Cortés puestos en mí.

Él me dijo: «¿Así es que estoy siendo retratado para la posteridad? Dejadme verlo». Por supuesto que él habló en español, pero su mano extendida significaba una orden fácil de comprender, así es que se lo alargué.

«Bueno, no puedo llamarlo muy halagador —dijo—, pero sí se reconoce. —Él lo mostró a Alvarado y a los otros españoles y cada uno de ellos cloqueó y asintió—. En cuanto al artista —dijo Cortés todavía mirándome—, observen
su
cara, compañeros. Si le quitaran todas esas plumas que lleva y le blanquearan la complexión, podría pasar por un hijodalgo y aun por un hombre de distinción. Si os hubieseis encontrado con él en la Corte de Castilla, un hombre de su estatura y con esas facciones tan fuertes, os hubieseis quitado vuestros sombreros, haciendo una gran reverencia. —Él me devolvió el dibujo y sus intérpretes tradujeron su siguiente pregunta—: ¿Por qué me estáis retratando?».

Uno de mis compañeros señores, pensando rápidamente, le contestó: «Ya que nuestro Venerado Orador Motecuzoma desgraciadamente no tendrá la oportunidad de conocerle, mi Señor Capitán, nos pidió que le lleváramos su retrato como recuerdo de su corta visita a estas tierras».

Cortés sonrió con sus labios, pero no con sus ojos opacos y dijo: «Sin embargo, yo
veré
a vuestro emperador. He determinado hacerlo. Todos nosotros admiramos tanto los tesoros que nos mandó de regalo que estamos ansiosos por ver las maravillas que debe de tener vuestra ciudad capital. No pensaría en irme antes de que mis hombres y yo nos regocijemos la vista en lo que según me han dicho es la ciudad más rica de todas estas tierras».

Cuando todo eso fue traducido, otro de mis compañeros, poniendo cara de duelo, le dijo:

«
Ayya
, el señor blanco sólo hará un viaje largo y peligroso para encontrarse con una desilusión. No deseamos confesárselo, pero el Venerado Orador despojó y echó a perder la ciudad, para poderles dar estos regalos. Él escuchó que los hombres blancos que nos visitaban parecían apreciar el oro, así es que él mandó todo el oro que poseía, como también todos sus demás adornos de valor. Ahora la ciudad ha quedado pobre y fría. No vale la pena que los visitantes se molesten en verla».

Ce-Malinali dijo, al traducir todo eso en xiu a Aguilar: «El Venerado Orador Motecuzoma les mandó esos simples regalos con la esperanza de que el Capitán Cortés estuviera satisfecho con ellos e inmediatamente se fuera de aquí. Pero de hecho sólo representa una pequeña parte de todos los tesoros inestimables que tiene en Tenochtitlan. Motecuzoma desea desanimar al Capitán, para que no vea la riqueza
real
que tiene en su ciudad capital».

Mientras Aguilar se lo traducía a Cortés en español, yo hablé por primera vez y con voz baja a Ce-Malinali en su lengua nativa de Coatlícamac, para que sólo ella lo pudiera comprender:

«Tu trabajo es decir lo que se habla, no inventar mentiras».

«¡Pero
él
mintió!», barbotó, apuntando a mi compañero. Entonces se sonrojó al darse cuenta de que había sido cogida en su traición, y que lo había confesado abiertamente. Yo le dije: «Yo sé los motivos por los que miente. Me interesaría mucho conocer los tuyos».

Ella me miró fijamente y sus ojos se abrieron mucho al reconocerme: «
¡Usted!
», dijo sin aliento, y espantada y desanimada a la vez.

Nuestro pequeño coloquio había pasado desapercibido para los demás y Aguilar todavía no me reconocía. Cuando Cortés volvió a hablar y Ce-Malinali tradujo, su voz era sólo ligeramente insegura.

«Le agradeceremos mucho a vuestro emperador si nos extendiera una formal invitación para visitar su magnífica ciudad. Pero decidle, mis señores embajadores, que nosotros no insistimos en ningún recibimiento oficial, ya que de todas maneras iremos, con invitación o sin ella.
Aseguradle
que iremos».

Mis cuatro compañeros empezaron otra vez a exponerle sus razones, pero Cortés los cortó diciendo:

«Para ahora, ya les hemos explicado con mucho cuidado la naturaleza de nuestra misión, como nuestro Rey Don Carlos nos ha mandado con instrucciones muy particulares de presentar nuestros respetos a vuestro gobernante y pedirle permiso para introducir la Santa Fe Cristiana en estas tierras. Y con mucho cuidado nosotros les hemos explicado la naturaleza de esa Fe, de Nuestro Señor Dios, de Jesucristo y de la Virgen María, quienes sólo desean que todos los pueblos vivan como hermanos. También nos hemos tomado el trabajo de demostrarles las armas insuperables que poseemos, y no puedo pensar en alguna otra cosa en la que hayamos sido negligentes de aclararles. Pero antes de que os hayáis ido, ¿deseáis saber alguna otra cosa de nosotros? ¿Alguna pregunta que queráis hacer?».

Mis cuatro compañeros lo miraron molestos e indignados, pero no dijeron nada. Así es que me aclaré la garganta y hablándole directamente a Cortés en su propia lengua, le dije:

«Sólo una pregunta, mi señor».

Los hombres blancos me miraron sorprendidos porque había hablado en español y CeMalinali se puso envarada, temiendo sin duda que fuera a denunciarla… o quizá temiendo que fuera a quitarle su trabajo de intérprete.

«Tengo curiosidad por saber… —empecé, pretendiendo humildad e incertidumbre—. ¿Podría decirme…?».

«¿Sí?», apuró Cortés.

Todavía pareciendo tímido y vacilante, le dije: «He escuchado que sus hombres, muchos de sus hombres, hablan de que nuestras mujeres, bien…, están incompletas en cierto aspecto…».

Hubo un ruido de metal y de cuero cuando todos los hombres blancos se inclinaron hacia mí, prestando toda su atención. «¿Sí? ¿Sí?».

Entonces les pregunté como si realmente deseara saberlo, les pregunté con cortesía y solemnidad, sin demostrar la menor burla o gazmoñería: «Sus mujeres… su Virgen María, ¿tienen pelo en sus partes privadas?».

Se oyeron otros chirridos y rechinos de sus armaduras; creo que también sus bocas y ojos abiertos rechinaron, conforme todos se hicieron para atrás, boquiabiertos —más o menos como ahora lo está haciendo Su Ilustrísima—, soltando exclamaciones agitadas de «¡locura!» y «¡blasfemia!» y «¡ultraje!».

Sólo uno de ellos, el grande y barbirrojo Alvarado, soltó la carcajada. Se volvió hacia los sacerdotes que estaban cenando con nosotros y poniendo sus dos manos en los hombros de dos de ellos, entre sus espasmos de risa, les preguntó: «Padre Bartolomé, Padre Merced, ¿os
han
preguntado eso antes? ¿Os enseñaron en el seminario cómo contestar adecuadamente a una pregunta como ésa? ¿Habéis pensado antes siquiera una vez en
eso
? ¿Eh?».

Los sacerdotes no hicieron ningún comentario, pero me miraron aviesamente y sonriendo me enseñaron sus dientes e hicieron la señal de la cruz para alejar al demonio. Cortés no había quitado sus ojos de mí. Observándome detenidamente con su mirada de halcón, me dijo: «Tú no eres un hijodalgo o un hombre distinguido, no, ni ninguna clase de caballero. Pero serás recordado, sí, yo te recordaré».

A la siguiente mañana, mientras nuestro grupo se estaba aprestando para partir, vino Ce-Malinali y con una señal imperiosa me indicó que deseaba tener una discusión privada conmigo. La hice esperar y cuando me reuní con ella, le dije:

«Debe de ser algo interesante. Habla, Uno-Hierba».

«Por favor, no me llame con mi nombre de esclava. Debe llamarme Malintzin o Doña Marina. —Me explicó—: He sido cristianizada con el nombre de Santa Margarita Marina. Por supuesto que eso no significa nada para usted, pero le sugiero que me demuestre el debido respeto, porque el Capitán Cortés me tiene en muy alta estima y él es muy rápido para castigar la insolencia».

Yo le dije con frialdad: «Entonces te sugiero que duermas muy estrechamente con tu Capitán Cortés, porque a una sola palabra mía cualquiera de estos totonaca que andan por aquí con mucho gusto metería una hoja de obsidiana entre tus costillas, al primer descuido que tengas. Ahora estás hablando insolentemente al Señor Mixtli, quien ha ganado el -tzin a su nombre. Esclava, puedes hacer tontos a los hombres blancos con tus pretensiones de nobleza. Puedes hacer que te deseen pintándote el pelo como una
maátitl
, pero para tu propia gente sólo serás una hija de perra con el pelo pintado de rojo que ha vendido más que su cuerpo al invasor Cortés».

Eso la hirió y dijo como defendiéndose: «No me acuesto con el Capitán Cortés, sólo le sirvo de intérprete. Cuando el Tabascoób nos regaló, las veinte mujeres fuimos repartidas entre los hombres blancos y a mí me tocó ese hombre. —Y apuntó a uno de los oficiales que había estado cenando con nosotros—. Su nombre es Alonso».

«¿Y estás disfrutando de él? —le pregunté con sequedad—. Si no recuerdo mal, cuando nos vimos la última vez te estabas expresando con odio de los hombres y de la manera en que ellos usaban a las mujeres».

«Puedo pretender
cualquier
cosa —dijo—. Todo lo que pueda servir para mis propósitos».

«¿Y cuáles son tus propósitos? Estoy seguro de que no es la primera vez que traduces mal. ¿Por qué aguijoneaste a Cortés para que vaya a Tenochtitlan?».

«Porque
yo
deseo ir allá. Ya le había dicho eso, hace años, cuando lo encontré por primera vez. Una vez que esté en Tenochtitlan, no me importará lo que les pase a los hombres blancos. Quizás hasta sea recompensada por haberlos llevado, en donde Motecuzoma podrá aplastarlos como chinches. Bueno, de todas maneras yo estaré en donde siempre he deseado estar y seré notoria y reconocida y no me tomará mucho tiempo llegar a ser una mujer noble, tanto de hecho como de nombre».

«Sí, y por otro lado —sugerí—, si por algún golpe de suerte los hombres blancos no llegan a ser aplastados, entonces recibirás una recompensa mejor».

Hizo un gesto de indiferencia. «Solamente quiero pedirle… quiero suplicarle, Señor Mixtli… que no haga nada para impedir mi oportunidad. Sólo deme el tiempo suficiente para demostrarle a Cortés cuán útil puedo ser, y así no pueda privarse de mi ayuda y consejo. Sólo déjeme llegar a Tenochtitlan. Eso puede significar muy poco para usted o para su Venerado Orador o para cualquier persona, pero significa mucho para mí».

Me encogí de hombros y le dije: «No me voy a salir de mi camino sólo para aplastar chinches. No voy a impedir tus ambiciones, esclava, siempre y cuando éstas no causen problemas a los intereses que yo sirvo».

Mientras Motecuzoma veía el retrato de Cortés y otros dibujos que había hecho, yo enumeraba las personas y las cosas que había contado:

«Incluyendo a él y a sus otros oficiales, eran quinientos ocho hombres para pelear. La mayoría de ellos llevaban espadas y lanzas, pero trece también portaban arcabuces, treinta y dos tenían ballestas y me atrevería a decir que todos los otros hombres eran capaces de usar esas armas especiales. Además había cien hombres más, que evidentemente eran los marineros de los diez barcos que habían quemado».

Motecuzoma pasó las hojas de papel de corteza encima de su hombro y los ancianos del Consejo de Voceros que estaban detrás de él, en una línea, se las empezaron a pasar de un lado a otro.

Yo continué: «Hay cuatro sacerdotes blancos. Tienen muchas mujeres de nuestra propia raza que les fueron regaladas por el Tabascoob de Cupilco y por Patzinca de los totonaca. Tienen dieciséis caballos y doce perros grandes de caza. Tienen diez cañones de largo alcance y cuatro más pequeños. Como nos dijeron, Venerado Orador, sólo se quedaron con un barco que está todavía flotando en la bahía y en donde hay hombres, pero no los pude contar».

Dos ancianos del Consejo de Voceros, que eran físicos, estaban examinando con atención solemne el retrato de Cortés y conferenciaban en murmullos profesionales. Concluí: «Además de todas las personas que he mencionado, prácticamente toda la población de los totonaca parece estar bajo las órdenes de Cortés, trabajando como cargadores, carpinteros, albañiles y demás… cuando no les están enseñando los sacerdotes blancos, cómo adorar ante la cruz y la imagen de la Señora».

Uno de los dos doctores dijo: «Señor Orador, si puedo hacer un comentario… —Motecuzoma asintió—. Mi colega y yo hemos estado observando el retrato del rostro del hombre Cortés y en otros dibujos en donde se ve completo».

Motecuzoma dijo con impaciencia: «Y supongo que, como físicos que son, declaran oficialmente que él es un hombre».

«No sólo eso, mi señor. Hay otros signos de diagnóstico. Es imposible decirlo con certeza, a menos de que alguna vez tuviéramos la oportunidad de examinarlo en persona, pero parece que por sus facciones enclenques, su pelo ralo y lo mal proporcionado de su cuerpo, él debe de haber nacido de una madre que estaba afligida, vergonzosamente, por la enfermedad
nanaua
. Hemos visto esas características muchas veces entre la progenie de las
maátime
».

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