También, deseamos preguntaros, Señor, antes de terminar aquí con el trabajo del azteca, ¿desea Vuestra Majestad que nos, demandemos a él alguna información más o que añada algo más a su ya de por sí voluminosa narración? Si es así, nos, veremos de que continúe a nuestra disposición, pero si Vos ya no tenéis ningún uso que darle al indio. Señor, ¿podríais ser tan amable de dictarnos vuestra disposición acerca de él o preferiría. Vuestra Majestad que nos, simplemente lo pusiéramos en las manos de Dios al terminar su trabajo?
Mientras tanto y por siempre, que la gracia santa de Nuestro Señor Dios, continúe en el alma de nuestra Loable Majestad, es la constante oración de Vuestro S.C.C.M. devoto siervo,
(ecce signum)
ZUMÁRRAGA
Como ya les había dicho, reverendos escribanos, el nombre de nuestro mes once Ochpaniztli, quería decir el «Barrido de las calles». Ese año, el nombre tomó una importancia nueva y siniestra; fue a final del mes, la temporada de lluvias estaba ya terminando, cuando Cortés inició la marcha tierra adentro conforme los había amenazado. Dejó sus remeros y algunos de sus soldados para vigilar la población de la Villa Rica de la Vera Cruz y se dirigió hacia el oeste, camino a las montañas en compañía de cuatrocientos hombres blancos y unos mil trescientos guerreros totonaca, todos ellos armados y vistiendo sus trajes de guerra. Había otros mil hombres totonaca que servían como
tamemime
para cargar las armas de reserva, así como los cañones desarmados y sus pesados proyectiles, provisiones de viaje y demás. Entre los cargadores se encontraban algunos espías de Motecuzoma que fielmente se comunicaban con otros
quimíchime
apostados a lo largo de la ruta, y de esta manera nos mantenían informados a todos nosotros en Tenochtitlan sobre las personas que formaban el grupo de Cortés y su avance.
Cortés dirigía la marcha, según nos dijeron, llevando su armadura de metal brillante y montando el caballo que burlona pero afectuosamente llamaba la
Muía
. Su otra posesión femenina, Malintzin, portaba su estandarte y caminaba orgullosamente junto al estribo de su cabalgadura. Sólo unos cuantos de los otros oficiales llevaban a sus mujeres, porque hasta los soldados de más bajo rango esperaban que les dieran otras o conseguirlas ellos por el camino. Pero según nos informaron los
quimíchime
, sus perros y caballos se encabritaron, se mostraron tercos y les causaron problemas al llegar a las montañas. También, en esas alturas, Tláloc había prolongado su estación lluviosa; la lluvia era fría, el viento soplaba mezclado frecuentemente con aguanieve. Los viajeros caminaban empapados y ateridos, sus armaduras caían pesadamente húmedas, agobiándolos y difícilmente pudieron disfrutar de ese viaje.
«
¡Ayyo!
—dijo Motecuzoma muy complacido—. Vaya, ya se darán cuenta de que el interior del país no es tan hospitalario como las Tierras Calientes. Ahora les enviaré a mis hechiceros para hacerles la vida más pesada».
Cuitláhuac dijo ceñudo: «Mejor deja que lleve a los guerreros, para hacerles la vida todavía más imposible».
Pero Motecuzoma siguió diciendo: «No. Prefiero pretender una ilusión de amabilidad, mientras sirva a nuestros propósitos. Deja que los hechiceros maldigan y aflijan esa tropa hasta que por sí mismos desistan sin saber que fue cosa nuestra. Deja que informen a su Rey que la tierra es insana e impenetrable, para que no le den un informe malo de nosotros».
Los hechiceros, acatando apresuradamente sus órdenes, se fueron hacia el este, disfrazados como viajeros comunes. Ahora bien, los hechiceros pueden ser capaces de hacer muchas cosas extrañas y maravillosas más allá del poder de la gente ordinaria, pero los impedimentos que pusieron en el camino de Cortés fueron tan ineficaces que daban lástima. Primero, adelante del camino por el que iban a pasar, extendieron unos hilos delgados entre los árboles, de los cuales colgaron unos papeles azules con signos misteriosos. Aunque esas barreras se suponía que debían ser impenetrables para cualquiera excepto para los hechiceros, la
Muía
, que iba al frente de la caravana, sin ningún cuidado las rompió y pasó entre ellas, y tal vez ni Cortés ni nadie se fijó en esas cosas. Los hechiceros le mandaron decir a Motecuzoma, no que habían fallado, sino que los caballos poseían cierto hechizo que había vencido esa estrategia en particular.
Lo que hicieron después de eso fue reunirse secretamente con los
quimíchime
, quienes viajaban en la caravana sin levantar sospechas, y tomaron medidas para que los espías mezclaran savia de ceiba y frutas de Tónaltiu en las raciones de los hombres blancos. Cuando alguien toma la savia del árbol de la ceiba, llega a tener un hambre tal, que come vorazmente de todo lo que tenga a su alcance, hasta que, en unos cuantos días solamente, engorda a tal punto que no puede moverse. Al menos, eso nos dicen los hechiceros; yo nunca he presenciado ese fenómeno. Pero ya se ha comprobado que el fruto del
tonal
sí hace daño, aunque de un modo menos espectacular. El
tonal
es lo que ustedes llaman la «pera espumosa» y es el fruto del
nopali
, y los primeros españoles no sabían cómo pelarlo con cuidado antes de comérselo. Con eso los hechiceros esperaban que los hombres blancos se sintieran intolerablemente atormentados por tener esas espinitas invisibles clavadas, y muy difíciles de quitar, en sus dedos, labios y lengua. El
tonal
también tiene otro efecto. La persona que come su pulpa roja, su orina se torna de color todavía más rojo, y aquel que no sepa esto pensará que está orinando sangre y se sentirá aterrorizado en la certeza de que está mortalmente enfermo.
Si la savia de la ceiba engordó a los hombres blancos, ninguno de ellos llegó a estarlo tanto como para quedar inmóvil; si los hombres blancos maldijeron las espinas del
tónáltin
, o vieron con preocupación su orina roja, eso tampoco los detuvo. Tal vez sus barbas les daban cierta protección contra las espinas, y hasta que yo sepa,
siempre
orinaban de un color rojo. Pero es casi seguro que la mujer Malintzin, sabiendo lo fácil que
sería
envenenar a sus nuevos compañeros, prestaba mucha atención a lo que comían, y les enseñó cómo comer
tónáltin
, y les dijo qué efecto esperar después. De todos modos, los hombres blancos siguieron inexorablemente su camino hacia el este.
Cuando los espías de Motecuzoma llevaron las noticias de los fracasos de sus hechiceros, portaban una noticia aún más alarmante. Cortés y su grupo estaban pasando por las tierras de muchas tribus pequeñas que habitaban en esas montañas, tribus como los tepeyahuaca, los xica y otras que nunca habían pagado los tributos de buena gana a nuestra Triple Alianza. En cada pueblo, los soldados totonaca gritaban: «¡Venid! ¡Uníos a nosotros! ¡Uníos a Cortés! ¡Nos lleva a liberarnos del detestable Motecuzoma!». Y aquellas tribus contribuyeron voluntariamente con muchos guerreros. Así que, a pesar de que varios de los hombres blancos eran llevados en camillas, por haberse herido al caer de sus caballos encabritados, y aunque muchos de esa tierra baja, totonaca, se cayeron en las orillas del camino por haberse puesto enfermos con él aire tan delgado de aquellas alturas, el grupo de Cortés en lugar de disminuir, aumentaba en fuerzas.
«¡Oíste, Venerado Hermano! —le reclamó violento Cuitláhuac a Motecuzoma—. ¡Estas criaturas, hasta se han atrevido a presumir de que vienen a enfrentarse
personalmente contigo
! Tenemos toda clase de excusas para caer sobre ellos y debemos hacerlo ahora. Como lo ha dicho el Señor Mixtli, están casi completamente indefensos en esas montañas. No tenemos por qué temerles a sus animales o a sus armas. Ya no puedes seguir diciendo
¡esperen!
».
«Digo esperen —dijo Motecuzoma imperturbable—, y tengo buena razón para decirlo. El esperar salvará muchas vidas».
Cuitláhuac literalmente aulló: «Entonces dime:
¿cuándo
se ha visto en toda la historia que se pueda
salvar
una sola vida humana?».
Motecuzoma disgustado contestó: «Está bien, entonces hablo de no terminar innecesariamente con la vida de un guerrero mexícatl. Quiero que sepas esto, hermano. Esos extranjeros en estos momentos se acercan a la frontera oriental de Texcala, la nación que durante tanto tiempo ha resistido los asaltos feroces, aun de nosotros los mexica. Esa nación no estará dispuesta a recibir otro enemigo de diferente color, que le llega de otra dirección. Deja que los
texcalteca
peleen con los invasores y nosotros los mexica obtendremos ganancia por lo menos en dos aspectos. Los hombres blancos y sus totonaca seguramente serán vencidos, pero también espero que los texcalteca sufran bastantes pérdidas, lo suficientemente grandes como para que nosotros podamos atacarlos inmediatamente después y, por fin, vencerlos totalmente. Si durante esa batalla llegamos a encontrar algún hombre blanco todavía vivo, lo ayudaremos y le daremos albergue. Así aparecerá que hemos peleado con el fin de rescatarlos solamente y nos ganaremos su gratitud y la de su Rey Carlos. ¿Quién nos puede decir qué beneficios nos resultarán de eso en el futuro? Por lo tanto seguiremos esperando».
Si Motecuzoma hubiera compartido con Xicotenca, el gobernante de Texcala, lo que había sabido de las capacidades y limitaciones guerreras del hombre blanco, sabiamente los texalteca hubieran atacado a los hombres blancos en algún lugar de aquellas montañas empinadas que tanto abundan en su nación. En lugar de eso, el hijo de Xicotenca, que también era jefe de guerreros y que se llamaba Xicotenca el Joven, escogió defenderse sobre uno de los pocos terrenos planos y extensos de su tierra. Acomodó a sus tropas a la manera tradicional en preparación para una batalla normal, una en la que ambos oponentes equilibraban sus fuerzas, intercambiaban las formalidades tradicionales y luego empezaban la lucha cuerpo a cuerpo, para probar quién era el más fuerte. Xicotenca pudo haber escuchado rumores de que el enemigo nuevo poseía más que una fuerza humana, pero no tenía modo de saber que a ese nuevo enemigo no le importaba en absoluto las tradiciones de nuestro mundo y las reglas guerreras establecidas por nosotros.
Según supimos más tarde en Tenochtitlan, Cortés salió de un bosque, a orillas de esa tierra plana, al frente de sus cuatrocientos cincuenta soldados blancos seguidos por cerca de tres mil guerreros totonaca y demás tribus, para encontrarse del otro lado con una pared sólida de texcalteca, por lo menos diez mil; algunos informes dijeron que eran aproximadamente treinta mil. Aun si Cortés se encontraba enfermo, como se afirmaba, hubiera reconocido lo formidable de su adversario. Éstos vestían su armadura acojinada,
quilted
, de colores amarillo y blanco. Portaban muchas banderas de pluma, trabajadas con el águila dorada de alas extendidas de Texcala y la garza blanca símbolo de Xicotenca. Amenazantes tocaban sus tambores de guerra y las flautas guerreras de sonido silbante y agudo. Sus lanzas y
ma-quáhuime
lanzaban destellos brillantes en la obsidiana limpia y negra que estaba sedienta de sangre.
En ese momento, Cortés seguramente deseó tener mejores aliados que los totonaca, con sus armas rústicas hechas de pez espada y huesos puntiagudos, y con sus pesados escudos que no eran más que conchas de tortuga. Pero si Cortés estaba preocupado, tuvo suficiente calma como para mantener su arma más extraña escondida. Los texcalteca sólo lo vieron a él y aquellas de sus tropas que iban a pie. Todos los caballos, incluyendo el suyo, aún estaban en el bosque, y bajo órdenes suyas permanecieron allí, fuera de la vista y alcance de los defensores de Texcala.
Según lo demandaba la tradición, varios Señores texcalteca salieron al frente de sus filas y cruzando el terreno verde entre los dos ejércitos presentaron las armas simbólicamente, los mantos y escudos de pluma, para declarar la guerra. Cortés deliberadamente prolongó esa ceremonia preguntando el significado de ella. Debo decir que para entonces rara vez se utilizaba a Aguilar como intérprete; la mujer Malintzin había hecho un esfuerzo por aprender el español, y había progresado rápidamente; porque después de todo, la cama es el mejor lugar para aprender cualquier idioma. Así que, después de reconocer la declaración texcalteca, Cortés hizo la suya, desenvolviendo un pergamino y leyendo, mientras Malintzin traducía a los señores que esperaban. Puedo repetirlo de memoria, porque hacía la misma proclamación a la entrada de cada aldea, pueblo, ciudad y nación que se cerraba ante su llegada. Primero demandaba que se le dejara entrar sin resistencia, y luego decía:
«Pero si no obedecéis, entonces, con la ayuda de Dios, entraré a la fuerza. Haré la guerra contra vosotros con la mayor violencia, os ataré al yugo de la obediencia de nuestra Santa Iglesia y de nuestro Rey Don Carlos. Tomaré vuestras esposas e hijos, y los haré esclavos, o los venderé, según el gusto de Su Majestad. Me apoderaré de vuestras pertenencias y haré caer todo el peso de mi fuerza, dándoos el tratamiento de súbditos rebeldes que se niegan maliciosamente a someterse a las leyes de sus soberanos. Por lo tanto vosotros seréis los culpables de todo el derramamiento de sangre y calamidades que surjan a consecuencia de esto, y no culpa de Su Majestad, mía o de los caballeros que sirven bajo mi mando».
Es de imaginarse que a los Señores texcalteca no les gustó mucho oírse llamar súbditos de un extranjero, o que se les dijera que estaban desobedeciendo a alguien al defender su propia frontera. Lo único que esas palabras orgullosas lograron fue aumentar el deseo de los texcalteca de entrar en una sangrienta batalla, y contra más sangrienta, mejor. Por lo tanto no contestaron, sino que se dieron la media vuelta y con paso largo atravesaron la gran distancia donde se encontraban sus guerreros gritando más y más fuerte y tocando sus flautas con más agudeza y sus tambores con más fuerza.
Ese intercambio de formalidades había dado a los hombres de Cortés bastante tiempo para armar y acomodar sus diez cañones de gran boca y cuatro más pequeños y para cargarlos no con esas bolas con fuerza demoledora, sino con pedazos de metal cortado, vidrio roto, grava áspera y demás. Los arcabuces estaban sobre sus soportes listos para ser disparados y las ballestas también estaban en posición. Cortés rápidamente dio órdenes y Malintzin se las repitió a los guerreros aliados, y después se apresuró a ponerse a salvo, retrocediendo por donde habían llegado. Cortés y sus hombres estaban parados o hincados mientras que otros permanecieron en el bosque montados en sus caballos. Todos esperaron pacientemente mientras ese gran muro amarillo y blanco de pronto se lanzó hacia adelante y una lluvia de flechas surgió de él y cruzó y el muro se rompió convirtiéndose en miles de guerreros, pegando sus escudos, aullando como jaguares, gritando como águilas. Ni Cortés ni ninguno de sus hombres se movió para salir al encuentro como era tradicional hacerlo. Él solamente gritó: «
¡Por Santiago!
», y el rugir de los cañones hizo que los gritos y ruidos guerreros de los texcalteca sonaran como el crujir de la madera en una tormenta. Todos los guerreros que se encontraban en las primeras filas atacantes quedaron convertidos en pedacitos de hueso, trozos de carne y bañados en sangre. Los hombres que iban en las siguientes filas simplemente caían, pero lo hacían muertos y sin ninguna razón aparente, ya que las balas de los arcabuces y las pequeñas flechas de las ballestas desaparecían dentro de sus armaduras acojinadas. Y luego se escuchó un trueno diferente, cuando los jinetes salieron a toda velocidad del bosque, con los sabuesos corriendo con ellos. Los soldados blancos montaban con sus lanzas apuntadas y destrozaban al enemigo como quien junta una hilera de chiles en un hilo, y cuando sus lanzas ya no podían juntar más cadáveres, los jinetes las tiraban y sacaban sus espadas de acero y encima de sus caballos las movían de tal modo que por el aire volaban manos, brazos y hasta cabezas cercenadas. Y los perros se lanzaron mordiendo, rompiendo y desgarrando, y la armadura de algodón no era ninguna protección en contra de sus colmillos. Los texcalteca estaban comprensiblemente sorprendidos. Aterrorizados y descorazonados ante ese choque, perdieron sus ímpetus y toda su voluntad de triunfo; se arremolinaban y dispersaban, y manejaban sus armas inferiores desesperadamente, pero con poco efecto. Varias veces sus campeones y
quáchictin
los volvían a reunir y a animar para guiarlos en nuevos ataques. Pero cada vez que hacían eso, los cañones, arcabuces y ballestas ya estaban listos y soltaban sus terribles proyectiles una y otra vez contra las filas de los texcalteca, causando un daño incalculable. Bueno, no es necesario que relate cada detalle de esa batalla tan desigual; lo que pasó ese día es bien conocido. De cualquier manera, sólo puedo describir lo que más tarde dijeron los supervivientes de ese día, si bien más tarde yo mismo presencié matanzas similares. Los texcalteca huyeron del campo, perseguidos por los guerreros totonaca de Cortés, quienes con voces fuertes y de una manera cobarde, gozaron de la oportunidad de participar en una batalla que sólo pedía de ellos el que persiguieran los guerreros que se retiraban. En ese día los texcalteca dejaron tal vez una tercera parte de todo su ejército tirado en el campo, y al enemigo sólo lo habían alcanzado a herir superficialmente. Me parece que sólo cayó un caballo y unos cuantos españoles fueron heridos por las primeras flechas lanzadas, y algunos otros fueron heridos de mayor gravedad gracias a los acertados golpes de algunas
maquáhuime
, pero no hubo ningún muerto, ni fueron puestos fuera de combate por mucho tiempo ya que cuando los texcalteca habían huido fuera del área de persecución, Cortés y sus hombres acamparon allí mismo en el campo de batalla, para curar sus pocas heridas y celebrar su victoria.