«¡La Xtabai!», pensé inmediatamente, habiendo oído historias del fantasma de una mujer que camina por esas regiones, envuelta en unas vestiduras que emiten una luz atemorizante. De acuerdo con esas historias, cualquier hombre que se aproxime a ella se dará cuenta de que su vestido es solamente una caperuza para esconder la cabeza, y que el resto de su cuerpo está desnudo y es seductoramente bello. Él, inevitablemente, se verá tentado a acercarse más, pero ella seguirá tratando de esquivarlo y de repente se encontrará caminando sobre arenas movedizas, de las que por desgracia no podrá salir. Mientras él es tragado por ellas y antes de que su cabeza desaparezca, la Xtabai por fin dejará caer su capucha para revelar que su rostro es sólo una calavera sonriendo perversamente.
Llevando mi cuchillo de obsidiana, me moví agachándome hasta donde estaban las raíces y los árboles de mangle y después me arrastré sobre ellos. La llama azul me esperaba. Probaba cada parte del terreno antes de poner completamente mi pie con todo su peso y si bien me llegué a mojar hasta las rodillas y mi manto se desgarró con las espinas de los arbustos circundantes, nunca llegué a hundirme. La primera cosa que noté fue un olor poco usual. Por supuesto, todo el pantano era lo suficientemente fétido; con aguas estancadas, raíces podridas y mohosos hongos venenosos, pero ese nuevo olor era horrible: como de huevos podridos. Yo pensé para mí: «¿Cómo es posible que un hombre persiga aun a la más bella Xtabai, si ella apesta tanto?». Sin embargo proseguí y, finalmente me paré enfrente de la luz, pero no era un fantasma de mujer en lo absoluto. Era una llama sin humo, que perdiendo altura brotaba directamente del suelo. No sé qué la mantenía viva, pero obviamente se alimentaba de aquel aire nocivo que se colaba de alguna fisura del pantano. Quizás otros fueron atraídos a sus muertes por la luz, pero la Xtabai es completamente inocente de eso. Y nunca he podido descubrir por qué ese aire maloliente puede prender una llama cuando un aire ordinario no lo hace. Sin embargo después, en varias ocasiones me volví a encontrar con el fuego azul, siempre con el mismo hedor y la última vez me tomé la molestia de investigar, y encontré otro material tan extraordinario como el aire que lo enciende. Cerca de la llama de la Xtabai me paré sobre una clase de vegetal viscoso e instantáneamente pensé: «Esta vez las arenas movedizas me
han agarrado
». Pero no; fácilmente pude librarme y cogí un puñado apretado de ese cieno y regresé con él al campamento. Era negro como el
óxitl
que se extrae de la savia del pino, aunque más pegajoso, como goma. Cuando lo examiné enfrente del fuego, un pedacito cayó sobre las llamas causando un fuego más alto y más caliente. Muy contento de ese descubrimiento accidental, tiré todo el puñado sobre el fuego y éste ardió brillantemente toda la noche, sin que yo tuviera que poner más ramas. Desde entonces cada vez que tenía que acampar cerca de un pantano, no me tomaba la molestia en juntar ramas secas, buscaba el cieno negro, ciertas clases de burbujas y fango, y siempre hacía un fuego mucho más caliente y brillante del que podría haber hecho cualquiera de los aceites que acostumbrábamos para el uso de nuestras lámparas.
Para entonces, estaba en las tierras de la gente que nosotros los mexica llamábamos indiscriminadamente los olmeca, simplemente porque ese pueblo era nuestro principal suministrador de olí. Por supuesto, sus gentes estaban divididas en varias naciones: Coatzacuali, Coatlícamac, Cupilco y otras, pero toda esa gente era muy parecida. Muchos hombres iban inclinados bajo el peso de sus nombres y las mujeres y los niños iban constantemente masticando. Es mejor que me explique.
En los árboles originarios de esa nación, hay dos clases que cuando su corteza se corta, gotea una savia que se solidifica hasta cierto grado. Un árbol produce el
olí
que nosotros usamos en su forma más líquida como goma de pegar y en su forma más dura, en nuestras elásticas pelotas
tlachtli
. La otra clase de árbol, produce una goma más suave de sabor dulce llamada
tzictli
. No tiene absolutamente ningún uso excepto ser mascada. No quiere decir comida; nunca se traga; cuando pierde su sabor o elasticidad se escupe y otro pedazo se pone en la boca y se masca, se masca y se masca. Sólo las mujeres y los niños hacen eso; en los hombres se consideraría afeminado. Sin embargo, gracias a los dioses, ese hábito no ha sido introducido en ninguna otra parte, porque hace que las mujeres olmeca, que por otro lado son muy atractivas, se vean tan faltas de animación y tan bobas, como la cara llena de bolas de un manatí eternamente rumiando las cañas de un río.
Puede ser que los hombres no masquen
tzictli
, pero ellos tienen una costumbre igual de imbécil. En algún tiempo de su pasado, empezaron a usar distintivos para su nombre. En su pecho un hombre colgaba un pendiente de cualquier material que pudiera conseguir; cualquier cosa desde una concha marina hasta oro, llevando su nombre en glifo para que cualquier persona que pasara lo leyera. Así, si un extranjero preguntaba algo, podría dirigirse a él por su nombre. Quizás era innecesario, pero en aquellos días el distintivo del nombre se usaba solamente para incrementar la cortesía.
A través de los años, sin embargo, ese simple pendiente acabó siendo muy elaborado. Ya que ahora se le agrega también el símbolo de la ocupación del que lo lleva: un puño de plumas, por ejemplo, si él se dedica a ese comercio, y también indicación de su rango: si pertenece a la nobleza o los plebeyos; también distintivos adicionales con los glifos de los nombres de sus padres, abuelos y aun los más distantes antepasados; y chucherías dé oro, plata o piedras preciosas como una ostentación de su riqueza; y para aclarar cuál es su estado civil, enmarañados listones de colores para demostrar si es soltero, casado, viudo o padre de tantos hijos; además, otra señal de sus proezas militares, varios discos llevando los glifos de las campañas en las cuales tomó parte. Puede traer muchas más de esas chucherías colgando de su cuello hasta las rodillas. Así hasta nuestros días, cada hombre olmeca se inclina y casi se esconde bajo la aglomeración de preciosos metales, joyas, plumas, listones, conchas y coral. Y así, ningún extranjero
tiene
que hacerle preguntas; cada hombre lleva la respuesta a cualquier cosa que otro quiere saber de él o acerca de él.
A pesar de esas excentricidades, no todos los olmeca son tontos que se dedican durante toda su vida a cortar la corteza de los árboles. Son también aclamados y con justicia por sus artes, antiguas y modernas. Esparcidas aquí y allá, a lo largo de las tierras costeras, están las antiguas ciudades desiertas de sus antepasados y algunas de esas reliquias que quedan son sorprendentes.
Particularmente me sentí impresionado con las tremendas estatuas talladas en basalto, ahora medio hundidas en la tierra y cubiertas de hierbas. Todo lo que se puede ver de ellas son sus cabezas. Presentan una expresión vivida de truculencia alerta y todos sus cascos tienen una semejanza a las piezas de cuero protectoras para la
cabeza
de nuestros jugadores de
tlachtli
, por lo que es posible que las tallas representen a los dioses que inventaron ese juego. Digo dioses y no hombres, porque cualquiera de esas cabezas, por no mencionar sus cuerpos enterrados que van más allá de toda imaginación, es tan inmensamente grande, que puede caber en ella la casa de un ser humano.
Hay allí también, muchos frisos, columnas y cosas parecidas de piedra, incisos con figuras de hombres desnudos, algunos
muy
desnudos y
muy
machos, que parecen que están danzando, bebiendo o convulsionándose, por lo que yo presumo que los ancestros de los olmeca eran gente muy alegre. Y allí también hay figuritas de jade con detalles preciosos y soberbiamente terminadas, aunque es muy difícil distinguir las antiguas de las modernas, ya que aún quedan muchos artesanos entre los olmeca, quienes hacen trabajos increíbles en el tallado de piedras preciosas.
En la tierra llamada Cupilco, en su ciudad capital Xicalaca, bellamente situada en un delgado y largo pedazo de tierra, con el océano azul pálido a un lado y con una laguna verde claro al otro lado, encontré a un artesano llamado Tuxtem cuya especialidad era hacer peces y pájaros pequeñitos, no más grandes que la falange de un dedo, y cada una de las infinitesimales plumas y escamas de esas criaturas estaban hechas alternativamente en oro y plata. Más tarde yo llevé algunos de sus trabajos a Tenochtitlan y aquellos españoles que vieron y admiraron las pocas piezas que me quedaban dijeron que ningún artesano en ninguna parte de lo que ellos llamaban el Viejo Mundo, jamás había hecho nada tan maravilloso.
Yo continué siguiendo la costa, que entonces me guiaba hacia el norte a lo largo de la península maya de Uluümil Kutz. Ya les he descrito brevemente esa tierra monótona, mis señores, y no gastaré más palabras para hacerlo, excepto para mencionar que en su costa del oeste recuerdo solamente un pueblo, lo suficientemente grande para ser llamado pueblo, Kimpéch; y en la costa del norte otro, Tihó; y en la costa del oeste otro, Chaktemal. Para entonces había estado ausente de Tenochtitlan durante más de un año. Así es que en una forma general me encaminé a casa otra vez. Desde Chaktemal me dirigí a tierra, hacia el oeste, cruzando a lo ancho de la península. Llevé conmigo bastante
atoli, chocólatl
y otras raciones de comida para viajar, además de cierta cantidad de agua. Como ya he dicho, es una tierra árida, con un clima maligno y no tiene una estación de lluvia bien definida. Crucé esas tierras en lo que podía ser su mes de junio, que es el mes dieciocho del año maya, llamado Kumkú, Trueno; no lo llamaban así porque trajera tormentas o por lo menos una llovizna, sino porque ese mes es tan seco que las tierras de por sí secas hacen el ruido de un trueno artificial, gimiendo y crujiendo, como si ellas se encogieran y se arrugaran.
Quizás ese verano fue mucho más seco y caliente de lo usual porque hice un extraño y valioso descubrimiento, según supe después. Un día llegué a un pequeño lago que parecía estar formado del cieno negro, que ya antes había encontrado en los pantanos de los olmeca, y que había utilizado para prender los fuegos de mis campamentos. Tiré una piedra en el lago, pero ésta no se hundió; rebotó en la superficie como si el lago hubiera sido de
oti
duro. Con mucho cuidado puse un pie en su negra superficie y me encontré con que ésta sostenía perfectamente bien mi peso. Era
chapopotli
, un material parecido a resina dura, pero negro. Derretido es usado para hacer que las antorchas ardan más brillantemente, para rellenar las grietas de los edificios, como un ingrediente en varias medicinas y como una pintura que no deja pasar el agua. Sin embargo, jamás había visto un lago lleno de eso. Me senté en su orilla para comer un poco, contemplando ese descubrimiento. Mientras estaba allí sentado, el calor del Kumkú que todavía estaba haciendo que el campo retumbara y estallara alrededor de mí, hizo que de pronto se resquebrajara el
chapopotli
del lago. Su superficie se abrió en todas direcciones, tomo si hubiera estado hecha de telaraña, después, se separó en pedazos negros y dentados, que fueron arrojados a un lado, mientras que de su fondo sobresalían unas cosas largas negroparduscas que parecían ser las ramas y los brazos de un árbol, por mucho tiempo enterrado.
Me felicité a mí mismo por no haberme aventurado en el lago, en el momento en que éste crujió, pues probablemente hubiera sido herido en su convulsión. Pero, para cuando acabé de comer, todo estaba quieto otra vez. El lago ya no era liso; estaba agrietado con un revoltijo de fragmentos lustrosamente negros, sin embargo, no parecía que fuera otra vez a agitarse y tenía mucha curiosidad acerca de los objetos que habían sido arrojados fuera de la superficie. Así es que, cautelosamente volví a aventurarme por el lago, y cuando comprobé que no me hundía, caminé con cuidado a través de los pedazos y protuberancias agrietadas, y me encontré con que esas cosas eran huesos.
Aunque ya no estaban blancos, como generalmente lo están los huesos viejos, pues habían perdido su color durante el tiempo que estuvieron enterrados, éstos eran de un tamaño inconcebible, y entonces recordé que una vez nuestras tierras estuvieron habitadas por gigantes. Pero, aunque reconocí una costilla y un hueso de muslo allí, también me di cuenta de que no pertenecían a un gigante humano, sino a algún animal monstruoso. Lo único que puedo suponer es que, mucho tiempo antes, el
chapopotli
debió de haber estado líquido y que, alguna criatura sin fijarse pisó dentro de él y fue atrapado y succionado hacia adentro. Después, a través de las gavillas de años el líquido se solidificó a su presente consistencia. Luego encontré dos huesos mucho más grandes que los otros, por lo menos así lo pensé. Cada uno era tan largo como mi estatura y cilíndrico, pero en uno de sus extremos era tan ancho como mi muslo y en su otro extremo terminaba en una punta áspera, tan ancha como mi dedo pulgar. Hubieran sido todavía más largos si no fuera porque habían crecido curvos en forma gradual, retorciéndose en su punta en una media espiral. Como los otros, estaban de un color negropardusco por el
capopotli
, en el que habían estado enterrados. Estuve meditando por algún tiempo antes de ponerme en cuclillas y rascar su superficie con mi cuchillo, hasta encontrar su color natural: un blanco perla lustroso y suave. Esas cosas eran colmillos, unos colmillos inmensos como los de un jabalí. Sin embargo, pensé para mí, que si ese animal atrapado había sido un jabalí, en verdad debió de ser de la era de los gigantes. Me levanté y consideré el asunto. Había visto pendientes, nariceras y otras chucherías similares, talladas en colmillos de osos, de tiburones, de jabalíes y eran vendidos por su peso, al mismo precio del oro. Lo que me preguntaba era: ¿qué podría hacer un maestro escultor como el difunto Tlatli, con un material como el de esos colmillos?
Como el país estaba escasamente habitado, cosa que no era sorprendente en vista de su destemplanza, tuve que andar hasta las tierras verdes y dulces de Cupilco, antes de llegar a la aldea de una oscura tribu olmeca. Todos los hombres se dedicaban a sacar la goma de los árboles, pero entonces no era la estación de recolectar la savia, así es que estaban sentados sin trabajar. No necesité ofrecer demasiada paga para que cuatro de los más fuertes trabajaran para mí, como cargadores. Aunque casi los perdí cuando se dieron cuenta de hacia dónde nos dirigíamos. El lago negro, me dijeron, era al mismo tiempo sagrado y pavoroso, y un lugar al que se deba evitar; así es que tuve que aumentar el precio prometido, antes de seguir adelante. Cuando llegamos allí y les mostré los colmillos, se dieron prisa en sacarlos; dos hombres para cada colmillo y luego, a pesar de lo pesados que eran, corrieron alejándose lo más rápido posible.