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Authors: Gary Jennings

Tags: #Histórico

Azteca (160 page)

De hecho ya estaban muy cerca de la orilla de la tierra firme y el lago no era muy profundo allí, puesto que hasta un hombre que no pudiera nadar podía llegar a tierra firme por medio de una serie de brincos, manteniendo su cabeza fuera del agua, pero los hombres blancos llevaban unas armaduras muy pesadas y muchos de ellos iban cargados además de oro, todavía más pesado, y al caer al agua chapotearon desesperadamente para mantenerse a flote. Cortés y sus otros compañeros que venían detrás de ellos, no vacilaron en pisarlos tratando de saltar esa brecha. Así, muchos hombres que habían caído al agua se hundieron y los que quedaron más abajo, me imagino que lo hicieran profundamente dentro del lodo del fondo del lago. Mientras más y más españoles caían y se ahogaban, sus cadáveres se amontonaban lo suficientemente alto como para hacer un puente humano y así fue cómo los últimos españoles supervivientes pudieron cruzar.

Sólo uno de ellos pudo cruzar sin pánico, con un alarde que nuestros guerreros admiraron tanto que hasta la fecha hablan del «salto de Tonatíu». Cuando a Pedro de Alvarado lo empujaron hasta la orilla, estaba armado solamente con una espada. Les dio la espalda a sus atacantes, metió su espada entre el montón de hombres blancos, unos ahogados y otros todavía palpitantes, y dio un poderoso salto, y a pesar de llevar una pesada armadura, probablemente herido y ciertamente cansado,
saltó
a través de aquel hueco casi desde la orilla del camino-puente, hasta la otra orilla, que estaba bastante retirada… y se salvó. Allí fue donde nuestros guerreros se detuvieron. Habían echado hasta el último extranjero fuera de Tenochtitlan, hasta el territorio tecpaneca, en donde se suponía que los que quedaban serían matados o capturados. Nuestros guerreros se volvieron por el caminopuente, en donde los barqueros ya venían con los puentes que faltaban para empezarlos a acomodar, y camino a casa hicieron la labor de acuchilladores y amarradores. Recogieron a sus propios compañeros caídos, así como aquellos hombres blancos heridos que vivirían para servir como sacrificios, y con sus cuchillos les daban un fin misericordioso y rápido a aquellos españoles que ya se encontraban a punto de morir.

Cortés y los supervivientes pudieron dejar de pelear y tuvieron la oportunidad de descansar en Tlacopan. Los tecpaneca de esa región no eran tan buenos guerreros como los texcalteca a quienes Cortés mandó luchar contra ellos, pero habían atacado con la ventaja de la sorpresa y conocían su propio terreno, así que para cuando Cortés llegó a aquella ciudad, los tecpaneca estaban echando a sus aliados texcalteca desde Tlacopan hacia el norte, hacia Azcapotzalco, y seguían huyendo. Así fue cómo Cortés y sus compañeros pudieron tener un descanso para atender sus heridas, darse cuenta de sus bajas y decidir qué hacer después. Entre los que aún se encontraban vivos, por lo menos estaban los principales subordinados de Cortés: Narváez, Alvarado y otros, y su Malintzin, pero su ejército ya no era un ejército. Había entrado triunfalmente en Tenochtitlan con más de mil quinientos hombres blancos. Acababa de salir de Tenochtitlan con poco menos de cuatrocientos, con unos treinta caballos, algunos de los cuales habían logrado escapar de la batalla en la plaza y habían nadado desde la isla, y Cortés no tenía ni idea de dónde se encontraban sus aliados nativos, ni en qué situación estarían. El hecho era que también ellos habían sido vencidos por los ejércitos vengativos de la Triple Alianza. A excepción de los texcalteca, quienes eran empujados hacia el lado opuesto de donde él estaba, todas sus otras fuerzas, que habían estado colocadas a lo largo de la orilla del lago hacia el sur, se les estaba echando hacia el norte, hacia donde él se encontraba sentado exhausto y triste en su derrota.

Se dice que Cortés hizo eso precisamente, que se sentó como si jamás fuera a volverse a levantar. Se sentó recargado en uno de los «más viejos de los viejos» cipreses y lloró. Claro está que realmente no sé si lloró por haber sido derrotado o por la pérdida de su tesoro. Sin embargo, hace poco se puso una cerca alrededor de ese árbol en donde Cortés lloró, para marcarlo en memoria de la «Noche Triste». Si nosotros los mexica todavía estuviéramos anotando la historia, le habríamos dado un nombre muy diferente a ese día, quizás «la noche de la última victoria de los mexica», pero como ahora son ustedes, los españoles, los que escriben la historia, supongo que esa noche sangrienta y lluviosa que por su calendario fue el día treinta del mes de junio en el año mil quinientos veinte será por siempre recordada como la «Noche Triste».

En muchos aspectos, esa noche no fue tampoco muy feliz para El Único Mundo. La circunstancia más desafortunada fue que todos nuestros ejércitos no continuaron persiguiendo a Cortés y los hombres blancos que quedaban, así como a sus aliados indígenas, hasta acabar con el último hombre. Pero, como ya he dicho, los guerreros de Tenochtitlan creían que sus aliados en la tierra firme harían eso precisamente, por lo que regresaron al centro de la isla y dedicaron el resto de la noche a una celebración de lo que les pareció ser una victoria completa. Los sacerdotes de nuestra ciudad y la mayoría de la gente aún se encontraba en la ceremonia simulada en la pirámide de Tlaltelolco, y con gran alborozo se dirigieron en masa Al Corazón del Único Mundo para llevar a cabo una verdadera ceremonia para dar gracias en la Gran Pirámide. Hasta Beu y yo, al escuchar los gritos de júbilo de los guerreros que regresaban, salimos de nuestra casa para asistir, y aun Tláloc, como para ver mejor el regocijo de su gente, levantó su cortina de lluvia.

En tiempos normales, jamás nos hubiéramos atrevido a observar ninguna clase de rito en la plaza central hasta que cada piedra, cada imagen y adorno hubiera quedado completamente limpio de la más mínima señal de mugre, de cualquier imperfección, hasta que El Corazón del Único Mundo brillara deslumbrante para recibir la aprobación y admiración de los dioses, pero esa noche las antorchas y fuegos de las urnas mostraron a la enorme plaza como si fuera un basurero grande y extenso. Por todos lados se veían cadáveres, o restos de cadáveres, tanto blancos como bronceados, así como gran cantidad de entrañas regadas de color gris rosado y gris azulado, por lo tanto indistinguibles en cuanto a su origen. Por doquiera se encontraban armas rotas y abandonadas y el excremento de los caballos asustados y de hombres que continuamente habían defecado al morir, y las ropas y cobijas rancias de los españoles, así como otros de sus efectos. Sin embargo, los sacerdotes no se quejaron acerca del escenario tan sucio para la ceremonia y los celebrantes se amontonaron sin mostrar mucha repugnancia al pisar tanta suciedad. Todos confiábamos en que, por esa sola vez, los dioses no se ofenderían al ver en qué condición tan sucia estaba la plaza, ya que se trataba de sus enemigos así como de los nuestros, a los que habíamos vencido.

Sé que siempre se han angustiado, reverendos escribanos, cuando me han escuchado describir el sacrificio de cualquier ser humano, aun el de los paganos tan despreciados por su Iglesia, por lo que no les hablaré detalladamente sobre los sacrificios de sus propios compatriotas Cristianos, que comenzaron cuando el sol Tonatíu empezó a levantarse. Sólo comentaré, aunque nos crean una gente muy tonta, que también sacrificamos los cuarenta o más caballos que los soldados habían dejado atrás, porque como verán, nosotros no podíamos estar muy seguros de que también
ellos
no fueran cierta clase de Cristianos. También podría agregar que los caballos fueron a sus Muertes Floridas de una manera más noble que los españoles, quienes se resistieron mientras se les estaba desnudando, maldijeron mientras se les arrastraba por las escaleras y lloraron como niños cuando se les acostó sobre la piedra. Nuestros guerreros reconocieron a algunos de los hombres blancos que con más valentía habían luchado, por lo que después de que éstos murieron, se les cortaron los muslos para asarse y…

Pero tal vez no se muestren tan asqueados, señores frailes, cuando les asegure que la mayoría de los cadáveres sin ninguna ceremonia sirvieron de alimento a los animales del zoológico de la ciudad…

Muy bien, mis señores, vuelvo a los sucesos menos festivos de aquella noche. Mientras le estábamos dando gracias a los dioses por habernos deshecho de los extranjeros, no nos dimos cuenta de que nuestros ejércitos en la tierra firme
no
los habían aniquilado totalmente. Cortés todavía se encontraba sintiéndose triste y enojado en Tlacopan en donde tuvo que volverse a levantar ante la llegada ruidosa de sus otras fuerzas que huían. Eran los acolhua y totonaca, o más bien lo que quedaba de ellas, que huían perseguidos por los xochimilca y los chalca. Cortés y sus oficiales, junto con Malintzin, que sin duda tuvo que gritar más fuerte de lo que había hecho en toda su vida, lograron detener la derrota rotunda y restaurar alguna semblanza de orden. Entonces Cortés y sus hombres blancos, algunos de ellos montados a caballo, algunos a pie, otros cojeando y otros más en camillas, dirigieron las tropas nativas reorganizadas haciéndolas huir hacia el norte, antes de que los alcanzaran sus perseguidores. Y aquellos perseguidores, tal vez creyendo que los fugitivos serían matados y esparcidos por alguna otra fuerza de la Triple Alianza que estuvieran más allá, o tal vez ansiosos por comenzar sus propias celebraciones de victoria, dejaron escapar a los fugitivos. En cierto momento, antes del amanecer, en el extremo norte del lago Tzumpanco, Cortés se dio cuenta de que estaba un poco detrás de nuestros aliados los tecpaneca, y ellos, un poco detrás de
sus
aliados los texcalteca. Los tecpaneca se dieron cuenta con sorpresa y disgusto que estaban en medio de dos fuerzas enemigas, y pensando que algo malo había sucedido con el plan general de batalla, éstos también abandonaron su persecución, dispersándose a ambos lados del camino y se fueron hacia sus casas en Tlacopan. Cortés, al fin, alcanzó a sus texcalteca, y todo su ejército se volvió a reunir otra vez, aunque notablemente disminuido y sumamente deprimido. Aun así. Cortés se tranquilizó al ver que sus mejores guerreros indígenas, los texcalteca, porque sí
eran
los mejores luchadores, habían sufrido pocas pérdidas. Puedo imaginarme qué debió de pasar por la mente de Cortés en aquel momento:

«Si voy a Texcala, su anciano rey Xicotenca verá que he conservado a la mayoría de los guerreros que me prestó. Por lo que no puede enojarse mucho conmigo, o considerarme un rotundo fracaso y tal vez lo pueda convencer para que nos dé un refugio a todos los demás».

Fuera cual fuese su razonamiento, Cortés llevó efectivamente a sus miserables tropas alrededor de las tierras del lago hacia el norte, rumbo a Texcala. Varios hombres más murieron de sus heridas durante aquella marcha larga y todos ellos sufrieron terriblemente, porque tomaron una ruta que rodeaba prudentemente cualquier lugar poblado, por lo que no pudieron pedir caridad o exigir alimentos. Se vieron obligados a subsistir alimentándose de criaturas y plantas salvajes que pudieran encontrar y cuando menos una vez tuvieron que matar y comer algunos de sus valiosos caballos y perros.

Solamente una vez en el transcurso de esa larga marcha tuvieron que pelear de nuevo, pues al llegar al pie de las montañas del este, se encontraron con una fuerza de guerreros acolhua de Texcoco, aún leales a la Triple Alianza. Pero aquellos acolhua carecían tanto de guía como de incentivo para luchar, por lo que la batalla se produjo casi sin derramamiento de sangre, como una Guerra Florida. Cuando aquellos acolhua capturaron cierta cantidad de prisioneros —creo que todos eran totonaca— se retiraron del campo y se fueron a Texcoco para tener su propia celebración de «victoria». Así que lo que quedó del ejército de Cortés no fue severamente mermado entre su huida en la Noche Triste y su llegada, doce días después, a Texcala. El gobernante de aquella nación, quien se había convertido al Cristianismo, el anciano y ciego Xicotenca, recibió bien a Cortés y le dio permiso de alojar sus tropas y permanecer allí todo el tiempo que quisiera. Todos los sucesos que les acabo de contar, y que estaban en contra nuestra, nos eran desconocidos en Tenochtitlan, cuando en el amanecer radiante que siguió a la Noche Triste enviamos al primer
xichimique
español a la piedra del sacrificio, en la cima de la Gran Pirámide.

Otras cosas sucedieron durante la Noche Triste, que aunque no eran tristes, por lo menos eran singulares, pomo ya lo he dicho, la nación mexica había perdido a su Venerado Orador Motecuzoma y también había muerto el Venerado Orador Totoquihuaztli de Tlacopan en aquella ciudad, durante la batalla nocturna que tuvo lugar allí. Y el Venerado Orador Cacama de Texcoco, quien había peleado con sus guerreros acolhua que había traído a Tenochtitlan, fue encontrado entre los muertos cuando nuestros esclavos hicieron el trabajo macabro de limpiar El Corazón del Único Mundo de los cadáveres e inmundicias que quedaron de esa noche. Nadie lamentó la pérdida ni de Motecuzoma ni de su sobrino Cacama, pero sí fue una coincidencia perturbadora el que
los tres
gobernantes y aliados de la Triple Alianza murieran en la tarde y en la noche de ese mismo día. Aunque Cuitláhuac ya había asumido el trono vacante de los mexica —si bien jamás pudo disfrutar de toda la pompa y ceremonia de una coronación oficial—, y aunque la gente de Tlacopan escogió un sustituto, cuando asesinaron a su Uey-Tlatoani, en la persona de su hermano Tetlapanquétzal, la elección de un nuevo Venerado Orador para Texcoco fue más difícil. Quien reclamaba ese derecho era el Príncipe Flor Oscura, quien debería ser, de todas maneras, el gobernante legítimo y a quien la mayoría del pueblo acolhua le hubiera dado la bienvenida al trono, pero como se había aliado a los hombres blancos, tan odiados, el Consejo de Voceros de Texcoco, en consulta con los nuevos Venerados Oradores de Tenochtitlan y Tlacopan, decidieron nombrar un hombre de tal insignificancia que sería aceptable por todos, y al mismo tiempo podría ser sustituido por el guía o líder que finalmente surgiera con fuerza, entre los divididos acolhua. Se llamaba Cohuanácoch y creo que era un sobrino del difunto Nezahualpili. Fue por la incertidumbre y por la división de lealtades de aquella nación, y porque tenían a un gobernante tan insignificante que los guerreros acolhua atacaron el ejército de Cortés que huía, de una forma tan desganada, cuando pudieron haber acabado con él por completo. Los acolhua jamás volvieron a manifestar la ferocidad guerrera que tanto había admirado cuando Nezahualpili los guió a ellos y a nosotros contra los texcalteca hacía tantos años.

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