Me puse de pie y contemplé el rostro de Motecuzoma, relajado y tranquilo a pesar del chichón que empezaba a salir sobre su frente. Entonces pensé en muchas cosas: en los eventos y sucesos de nuestras vidas simultáneas. Recordé su desafío desleal hacia su propio Venerado Orador Auitzotl, durante la campaña en Uaxyácac… y en la forma tan innoble y miserable en que trató allí de violar a la hermana de mi esposa… y en sus muchas amenazas en mi contra en el transcurso de los años… y de su manera tan rencorosa de enviarme a Yanquitlan, en donde mi hija Nochipa murió… y en sus débiles vacilaciones desde que aparecieron los primeros hombres blancos en nuestras costas… y en su traición al intento hecho por hombres más valientes de librar a nuestra ciudad de esos hombres blancos. Sí, tenía muchas razones para hacer lo que hice y algunas de ellas eran inmediatas y urgentes, pero supongo, que sobre todo eso lo maté para vengarme de su viejo insulto a Beu Ribé, quien había sido la hermana de Zyanya y que entonces era mi esposa, aunque fuera sólo de nombre. Estos recuerdos pasaron por mi mente en un momento. Dejé de verlo y miré alrededor del cuarto, buscando un arma. Había dos guerreros texcalteca en la habitación, a quienes habían dejado como guardias, y le hice una seña a uno de ellos para que se acercara, éste vino ceñudo hacia mí y cuando estuvo cerca le pedí que me diera la daga de obsidiana que llevaba en la cintura. Él me miró todavía más ceñudo, sin estar seguro de mi identidad, rango o intención, pero entonces se la pedí como un gran señor, con voz fuerte e inmediatamente me la entregó. La coloqué con cuidado, porque había presenciado suficientes sacrificios como para saber exactamente dónde está el corazón en un pecho humano, y entonces la empujé hasta el fondo y el corazón de Motecuzoma dejó de latir para siempre. Dejé la daga en la herida, así es que sólo un poco de sangre salió de ella. El guardia texcaltécalt se quedó viendo horrorizado, y luego él y su compañero salieron corriendo del cuarto. Apenas lo hice a tiempo. Escuché el clamor de la multitud aunque se oía un poco más apaciguada. Entonces toda la gente que se encontraba en la azotea bajó ruidosamente las escaleras por el corredor y entraron al salón del trono. Hablaban alterados o preocupados en sus diferentes idiomas, pero de pronto se quedaron callados al pararse en el umbral de la puerta, cuando se dieron cuenta de la enormidad de mi hazaña. Se acercaron lentamente, todos juntos, los españoles y los señores mexica, sorprendidos, y muchos miraban el cuerpo de Motecuzoma, la empuñadura de la daga que salía de su pecho, a mí que estaba imperturbable parado junto al cadáver. Cortés me miró con sus ojos opacos y dijo con suavidad, peligrosamente:
«¿Qué… has… hecho?».
Contesté: «Lo que ordenó, señor, lo puse a descansar».
«Maldita tu insolencia, hijo de puta —dijo, pero aún sin levantar la voz, con furia contenida—. Ya he escuchado tus burlas antes».
Con calma meneé mi cabeza. «Porque Motecuzoma está descansando, Capitán General, quizás también todos nosotros podremos descansar un poco. Incluyéndolo a usted».
Dejó caer uno de sus dedos sobre mi pecho, luego lo alzó apuntando hacia la plaza.
«¡Afuera hay un levantamiento que puede terminar en guerra! ¿Y quién va a controlar ahora a esa gente?».
«Motecuzoma no lo hubiera hecho, ni vivo ni muerto, pero aquí se encuentra su sucesor, su hermano Cuitláhuac, un hombre de mano firme y un hombre que aún es respetado por esa gente».
Cortés se volvió para mirar al jefe guerrero, aunque con ciertas dudas y yo pude adivinar lo que pensaba. Cuitláhuac podría dominar a los mexica, pero Cortés aún no dominaba a Cuitláhuac. Como si también adivinara sus pensamientos, Malintzin dijo:
«Podemos poner a prueba al nuevo soberano, Señor Hernán. Vayamos nuevamente a la azotea, mostremos el cadáver de Motecuzoma a la multitud, dejemos que Cuitláhuac proclame su sucesión y veamos si la gente obedece su primera orden: que nos vuelvan a servir y a alimentar bien otra vez en este palacio».
«Qué idea tan astuta, Malinche —dijo Cortés—. Dale esas instrucciones precisamente. También dile que debe aclarar bien que Montezuma murió —y sacó la daga del cuerpo y, mirándome de mala manera, siguió—: que Montezuma murió a manos de su propia gente».
Así pues, regresamos a la azotea, pero todos nos quedamos atrás mientras Cuitláhuac, tomando el cadáver de su hermano en brazos, se paró junto a la barda y gritó para atraer la atención. Mientras mostraba el cadáver y les comunicaba la noticia, el ruido que nos llegó de la plaza fue un murmullo que parecía de aprobación. Entonces sucedió otra cosa: una lluvia suave empezó a caer del cielo, como si Tláloc, y sólo Tláloc, y ningún otro ser más que Tláloc, lamentara el final de los caminos, los días y el reinado de Motecuzoma. Cuitláhuac habló lo suficientemente fuerte como para ser escuchado por la gente reunida abajo, pero de una manera tranquila y persuasiva. Malintzin le traducía a Cortés, y le aseguró: «El nuevo gobernante habla según se le indicó».
AI fin, Cuitláhuac se volvió hacia nosotros y nos hizo un gesto con la cabeza para que todos nos acercáramos al borde de la azotea, mientras que dos o tres sacerdotes le quitaban el peso del cadáver de Motecuzoma. La gente que había estado sólidamente apretada bajo el muro del palacio se estaba separando y abriéndose camino otra vez entre la barahúnda del campamento. Como algunos de los soldados españoles estaban todavía nerviosos y ponían sus manos sobre sus armas, Cortés les gritó: «¡Dejad que vayan y vengan sin impedírselo, mis muchachos! ¡Nos traen comida fresca!». Los soldados estaban gritando alegremente cuando todos bajamos de la azotea por última vez.
Una vez que estuvimos en el salón del trono, Cuitláhuac miró a Cortés y dijo: «Tenemos que hablar». Cortés estuvo de acuerdo: «Sí, debemos hablar», y mandó llamar a Malintzin, como si desconfiara de mi traducción sin la presencia de su propio traductor. Cuitláhuac dijo:
«El que yo le diga a la gente que soy su Uey-Tlatoani no quiere decir que lo sea. Deben observarse ciertas formalidades y en público. Comenzaremos las ceremonias de sucesión esta misma tarde, cuando aún quede algo de luz. Como sus tropas han ocupado El Corazón del Único Mundo, yo, junto con los sacerdotes y el Consejo de Voceros —con un gesto de su brazo incluyó a cada uno de los mexica que nos encontrábamos en la habitación—, nos iremos a la pirámide de Tlaltelolco».
Cortés dijo: «Oh, pero seguramente que no lo haréis ahora. La lluvia se está convirtiendo en una tormenta. Esperad a un día más propicio, mi señor. Os invito como nuevo Venerado Orador a que seáis mi huésped en este palacio, como lo fue Montezuma».
Cuitláhuac contestó con firmeza: «Si permanezco aquí, no seré el Venerado Orador, por lo tanto soy inútil como su
huésped
. ¿Qué prefiere?».
Cortés frunció el ceño; no estaba acostumbrado a oír hablar a un Venerado Orador como un Venerado Orador. Cuitláhuac continuó:
«Aun después de quedar formalmente confirmado como Uey-Tlatoani por los sacerdotes y el Consejo de Voceros, debo ganarme la confianza y la aprobación de la gente. Podría hacerlo si les dijera exactamente
cuándo
piensa partir el Capitán General y su compañía de este palacio».
«Bueno… —dijo Cortés, prolongando la palabra, dejando claro que no se había tomado el tiempo de pensar en eso, y que no tenía ninguna prisa—. Le prometí a vuestro hermano que partiría cuando estuviera listo para llevarme el regalo del tesoro que ofreció donarme. Ahora ya lo tengo. Pero me llevará algo de tiempo el hacerlo derretir para poder transportarlo a la costa».
«Eso le podría llevar años —dijo Cuitláhuac—. Nuestros orfebres rara vez trabajan con pedazos grandes de oro. Así es que usted no encontrará ninguna facilidad en esta ciudad para hacer la profanación de derretir todos esos incontables objetos de arte».
«Y no debo quedarme aquí por años, abusando de la hospitalidad de mi anfitrión —dijo Cortés—. Así que ordenaré que se lleve el oro a tierra firme y dejaré que mis propios orfebres lo hagan más compacto».
Groseramente, le dio la espalda a Cuitláhuac y se dirigió a Alvarado diciéndole en español: «Pedro, manda traer a algunos de nuestros artesanos. Déjame ver… que quiten estas puertas bromosas, y todas las otras que haya en el palacio. Que se construyan unas angarillas pesadas para poder cargar todo ese oro. También ve que se hagan los arneses adecuados para que los caballos puedan tirar de las angarillas».
Se dirigió nuevamente a Cuitláhuac: «Mientras tanto, Señor Orador, os pido vuestro permiso para que yo y mis hombres permanezcamos en la ciudad por lo menos un tiempo razonable. La mayor parte de mi compañía actual, como vos sabéis, no estuvo conmigo durante mi visita previa, y como es natural están muy ansiosos por ver los atractivos de vuestra gran ciudad».
«Por un tiempo razonable, entonces —repitió Cuitláhuac, asintiendo con la cabeza—. Así se lo haré saber a la gente, y les pediré que sean tolerantes, hasta afables, si es que pueden serlo. Ahora, mis señores y yo los dejamos para comenzar los preparativos para el funeral de mi hermano, así como mi propia ascensión. Cuanto más pronto terminemos esas formalidades, más pronto podré ser su huésped de verdad».
Cuando todos los que habíamos sido llamados por Motecuzoma, hubimos dejado el palacio, los soldados-carpinteros españoles estaban mirando la montaña de tesoro en el comedor de la planta baja, estimando su tamaño y peso. Pasamos por El Muro de la Serpiente a la plaza y nos detuvimos a ver la actividad allí. Los hombres blancos que se movían de un lado a otro, en sus diversas labores de campamento, se veían bastante molestos por la humedad ya que para entonces la lluvia era muy fuerte. Una cantidad igual de nuestros propios hombres se movían entre los españoles, ocupados o tratando de parecer ocupados, todos desnudos a excepción de sus taparrabos, por lo que la lluvia no les era muy molesta. Hasta ahora, el plan de Cuitláhuac estaba saliendo bien, tal y como nos lo había explicado, a excepción de la muerte de Motecuzoma que aunque imprevista, no fue desafortunada. Todo lo que les he contado, reverendos escribanos, había sido planeado por Cuitláhuac hasta en el más mínimo detalle, mucho antes de estar ante la presencia de Cortés. Él había ordenado que ese grupo de hombres y mujeres mexica se reunieran fuera del palacio para demostrar su hostilidad. Él había ordenado que después se dispersaran y consiguieran alimento y bebida para los hombres blancos. Pero los españoles no se dieron cuenta, en la confusión, que sólo las
mujeres
de aquella multitud habían dejado la plaza, al recibir esa orden. Cuando regresaron, no entraron al campamento otra vez, sino entregaron sus bandejas, jarras y canastas a los hombres que se habían quedado. Por eso ya no había ninguna mujer en esa área de peligro, con excepción de Malintzin y sus doncellas texcalteca, cuya seguridad nos tenía muy sin cuidado. Y nuestros hombres seguían yendo y viniendo, dentro y fuera del palacio, de un lado a otro del campamento, repartiendo carne, maíz y demás alimentos, portando leña seca para las fogatas de los soldados, cocinando en las cocinas del palacio, haciendo todo aquel trabajo que podría justificar su presencia en ese lugar… y que los mantendría allí hasta que las trompetas conchas del templo señalaran la medianoche.
«A la medianoche atacaremos —nos recordó Cuitláhuac—. Para entonces, Cortés y todos éstos ya se habrán acostumbrado al tráfico constante y la servilidad aparente de nuestros hombres casi desnudos y desarmados. Mientras tanto, que Cortés escuche la música y vea el humo de incienso de lo que parece ser una jubilosa ceremonia, preliminar a mi coronación. Encuentren y junten a todos los sacerdotes posibles. Ya se les avisó que deben aguardar mis instrucciones, pero ustedes deben empujarlos, ya que ellos, al igual que los hombres blancos, han de renegar pues esta lluvia los va a dejar limpios. Reúnan a todos los sacerdotes en la pirámide de Tlaltelolco para que representen el espectáculo más ruidoso y lucido que jamás se haya hecho. También que se reúnan allí todas las mujeres y niños, todos los hombres que estén imposibilitados de pelear; así parecerá una ceremonia bastante convincente y además allí estarán seguros».
«Señor Regente —dijo uno de los consejeros ancianos—, quiero decir, Señor Orador, ¿si los extranjeros han de morir a la medianoche, por qué presionó a Cortés para que diera una fecha de partida?».
Cuitláhuac miró fijamente al anciano; y aposté a que éste no permanecería mucho tiempo como miembro del Consejo. «Cortés no es tan tonto como usted, mi señor. Sabe que quiero deshacerme de él. Si no hubiera hablado tan enérgica e insistentemente, podría haber sospechado que lo quiero echar por la fuerza. Por el momento tengo la esperanza de que se sienta seguro, pues he aceptado aunque a disgusto su presencia. Espero fervientemente que no cambie de parecer de aquí a la medianoche».
No cambió. Por lo visto, Cortés no sentía ninguna preocupación por su seguridad y la de los suyos, sino que estaba aparentemente mucho más ansioso de poner fuera del alcance de sus verdaderos dueños el botín del tesoro, o quizás viendo las calles mojadas decidió que eso facilitaba a los caballos el tirar de su pesada carga. De cualquier forma, a pesar de que tuvieron que trabajar bajo la molesta lluvia, para el anochecer sus soldados-carpinteros ya tenían armados y clavados dos artefactos parecidos a unos lanchones de tierra. Entonces otros soldados, ayudados por algunos de nuestros propios hombres que aún estaban prestando sus servicios a los españoles, sacaron el oro y las joyas del palacio y las distribuyeron en montones iguales dentro de esas angarillas. Mientras tanto, otros soldados utilizaron un enredo enorme de tiras de cuero para juntar cuatro caballos por carga. Aún faltaba tiempo para la medianoche cuando Cortés dio la orden de partir, y los caballos se inclinaron bajo sus telarañas de cuero, como los cargadores humanos se doblan bajo el peso de las bandas colocadas en sus frentes, y las angarillas se deslizaron con bastante facilidad a través del mármol mojado de El Corazón del Único Mundo.
Aunque la mayor parte del ejército blanco permaneció en la plaza, una escolta bastante grande de soldados armados salieron con la caravana, que era guiada por los tres españoles de mayor rango: Cortés, Narváez y Alvarado. Estoy de acuerdo en que trasladar ese inmenso tesoro era una tarea laboriosa, pero no necesitaba la atención personal de los tres comandantes, más bien sospecho que ninguno de ellos podía confiar ni siquiera por un pequeño espacio de tiempo toda esa riqueza, sin que alguno de ellos se quedara con ella a la primera oportunidad. Malintzin también acompañó a su amo, probablemente sólo con el fin de disfrutar de una refrescante excursión, después de todo el tiempo que llevaba encerrada en el palacio. Las angarillas se deslizaron hacia el oeste, cruzando la plaza y entrando en la calzada de Tlacopan. Ninguno de los hombres blancos sospechó en lo absoluto al ver que no había gente fuera de la plaza, pues podían escuchar el ruido de los tambores y la música procedente del extremo norte de la isla, y podían ver que las nubes más bajas, que estaban en esa dirección, se veían teñidas de rojo por el brillo de las luces de las antorchas y de los fuegos de las urnas.