«Lo que tú hiciste… creo que no tiene nombre. Mientras estabas… mientras estabas con ella… movías tus manos por todo su cuerpo desnudo y murmurabas con ternura. “Zyanya, mi amor”, y decías “Nochipa, mi querida”, y “Zyanya, mi adorada” y exclamabas ¡
otra vez
!, “¡Nochipa!”, y así seguías. —Tragó saliva, como para no devolver el estómago—. Porque los dos nombres quieren decir lo mismo, no sé con quién pensabas que te acostabas, si con mi hermana o con tu hija, o con las dos, o alternándolas. Pero sí sé esto: las dos mujeres llamadas Siempre, tu esposa y tu hija, murieron hace años. ¡Zaa, estabas copulando con los muertos!».
Me apena, reverendos frailes, ver que mueven sus cabezas de la misma manera que lo hizo Beu Ribé, después de decirme esas palabras aquella noche.
Ah, bueno. Puede ser que, al tratar de dar una narración honesta de mi vida y del mundo en que viví, algunas veces lo que descubro de mí mismo es más de lo que mis seres más queridos llegaron a saber de mí, quizás más de lo que yo mismo hubiera deseado saber. Pero no me retractaré, ni cambiaré nada de lo que he dicho, ni les pediré que omitan algo en sus páginas. Que quede así. Algún día mi crónica podrá servir como mi confesión a la bondadosa diosa La Que Come Suciedad, ya que los sacerdotes Cristianos prefieren confesiones más cortas de lo que pudiera ser la mía, e imponen una penitencia más larga que la vida que me queda para hacerla, y no son tan tolerantes con la humana fragilidad como lo era la misericordiosa y paciente Tlazoltéotl.
Pero si les he contado mi desliz con Malintzin aquella noche, es sólo para explicarles por qué está viva hasta este día, aunque después de eso la odié más que nunca. Mi odio se inflamó más al ver la repugnancia reflejada en los ojos de Beu y la que por ende sentí por mí mismo. Sin embargo, jamás volví a intentar nada contra la vida de Malintzin, aunque tuve otras oportunidades y de ninguna manera traté de impedir sus ambiciones. Ella tampoco me hizo daño ya que no tuvo motivo para ello, pues sus ambiciones se vieron satisfechas, ya que llegó a pertenecer a la nueva nobleza de esta Nueva España, así es que yo pasé desapercibido para ella.
He dicho que Cortés quizás quiso a esa mujer porque la mantuvo a su lado durante algunos años más. No trató de esconderla ni cuando inesperadamente llegó de Cuba su esposa Doña Catalina, a quien tenía abandonada por mucho tiempo. Doña Catalina murió unos meses después, algunos lo atribuyeron a tristeza y otros a razones menos románticas; el mismo Cortés convocó un juicio formal que lo absolvía de alguna culpabilidad por la muerte de su esposa. Poco después de eso, Malintzin dio a luz a Martín, el hijo de Cortés; el niño ahora tiene unos ocho años, y tengo entendido que pronto partirá a España, para estudiar allá. Cortés no se apartó de Malintzin hasta después de su visita a la corte del Rey Don Carlos, de donde regresó como el Marqués del Valle, trayendo con él a su recién adquirida Marquesa Doña Juana. Entonces se aseguró de que Malintzin, a quien había hecho a un lado, quedara bien establecida económicamente. En nombre de la Corona, le dio una concesión considerable de tierra, e hizo que contrajera matrimonio en una ceremonia Cristiana con un tal Juan Jaramillo, capitán de un barco. Desgraciadamente el comedido capitán desapareció en el mar, poco después. Así que hoy en día, Malintzin es conocida por ustedes, reverendos escribanos, y por Su Ilustrísima el Obispo, quien la trata con la mayor deferencia, como Doña Marina Viuda de Jaramillo, dueña de la impresionante isla en el estado de Tacamichapa, cerca del pueblo del Espíritu Santo, el pueblo que anteriormente se llamaba Coatzacoalcos, y la isla que le concedió la Corona se encuentra en él río en donde hace mucho tiempo la muchacha esclava Uno-Caña me ofreció un trago de agua.
Doña Marina vive, porque la dejé vivir, y la dejé vivir porque, por un breve tiempo, una noche, ella fue… bien, ella representó a alguien a quien yo había amado…
Ya sea que los españoles tontamente habían estado demasiado ansiosos por devastar El Corazón del Único Mundo, o deliberadamente habían escogido hacer su ataque lo más inolvidable, punitivo y cruel; porque no había caído la noche completamente cuando sonaron sus cañones y atacaron a la multitud con sus espadas, lanzas y arcabuces, matando o hiriendo horriblemente a más de mil de las mujeres, doncellas y niños que danzaban. Pues en esos momentos, cuando apenas empezaba a oscurecer, sólo unos cuantos de nuestros guerreros mexica se habían infiltrado en la actuación, por lo que sólo habían caído unos veinte o menos, y ninguno de los campeones o señores que habían concebido la idea del levantamiento. Después de lo que hicieron los españoles, ni siquiera fueron a buscar a los conspiradores principales para castigarlos; los hombres blancos, después de su salida explosiva del palacio, se volvieron a retirar de allí y no se atrevieron a salir otra vez a la ciudad, cuya gente estaba enfurecida.
Para disculparme por haber fallado en mi intento de eliminar a Malintzin, no fui en busca de Cuitláhuac, el jefe guerrero, quien me imagino que debía de estar echando pestes de rabia y frustración. En su lugar, busqué al Señor Cuautémoc, esperando que él fuera más comprensivo ante mi fracaso. Lo había conocido cuando él era un niño e iba a visitarnos con su madre, la Primera Señora, en aquellos días en que su padre Auítzotl y mi esposa Zyanya aún vivían. En aquel tiempo, Cuautémoctzin había sido el Príncipe Heredero al trono mexica, y había sido sólo por culpa del infortunio el que no fuera Uey-Tlatoani antes de que Motecuzoma fuera puesto en ese oficio. Como Cuautémoc conocía la desilusión, pensé que sería más indulgente conmigo por no haber prevenido el que Malintzin avisara a los hombres blancos.
«Nadie lo culpa, Mixtzin —me dijo, cuando le conté cómo había eludido el veneno—. Le hubiera hecho un gran servicio al Único Mundo si se hubiera podido deshacer de esa mujer traidora, pero no importa que no lo haya logrado».
Perplejo, le dije: «¿No importa? ¿Por qué no?».
«Porque ella no nos traicionó —dijo Cuautémoc—. Ella no tuvo que hacerlo. —Hizo una mueca como de dolor—. Fue mi honrado primo. Nuestro Venerado Orador Motecuzoma».
«¡Qué!», exclamé.
«Cuitláhuac fue a ver al oficial Tonatíu Alvarado, como recordará, y pidió y se le concedió permiso para la ceremonia a Ixtocíuatl. En cuanto Cuitláhuac se fue del palacio, Motecuzoma le dijo a Alvarado que tuviera mucho cuidado pues era un engaño».
«¿Por qué?».
Cuautémoc se encogió de hombros. «¿Orgullo herido? ¿Despecho vengativo? Es de suponer que a Motecuzoma no le agradaría mucho la idea de un levantamiento planeado por sus inferiores, sin su conocimiento, y hecho sin su aprobación o participación. Sea cual fuera su verdadera razón, su excusa es que no consentirá en romper su tregua con Cortés».
Lancé una maldición, que generalmente no se aplica a los Venerados Oradores. «¿Cómo se puede comparar nuestra ruptura de una tregua, con su instigación en la matanza de mil mujeres y niños de su propia raza?».
«Imaginemos, caritativamente, que esperaba que Alvarado solamente prohibiría la celebración y que él no pensó en la posibilidad de que se dispersara a los celebrantes con tanta violencia».
«Dispersarlos con tanta violencia —gruñí—. Ésa es una manera nueva de decir matanza sin distinción. Mi esposa, un simple espectador, fue herida. Una de sus dos sirvientas fue muerta y la otra huyó aterrorizada para esconderse en algún lado».
«Por lo menos —dijo Cuautémoc con un suspiro— el incidente ha unido a toda nuestra gente que se siente ultrajada. Antes, solamente murmuraban y gruñían, algunos desconfiando de Motecuzoma, otros apoyándolo, pero ahora todos están listos para acabar con él, pedazo por pedazo, junto con todos los que se encuentran en el palacio».
«Muy bien —dije—; entonces hagámoslo. Aún tenemos a la mayoría de nuestros guerreros. Levantemos también a los habitantes de la ciudad, hasta los ancianos como yo, y caigamos sobre el palacio».
«Eso sería un suicidio. Los extranjeros han levantado barricadas por dentro, detrás de sus cañones, de sus arcabuces y de sus ballestas, apuntados desde cada ventana. No nos podríamos acercar al edificio sin ser completamente aniquilados. Debemos combatirlos en lucha cuerpo a cuerpo, como se planeó originalmente y debemos esperar a tener esa oportunidad otra vez».
«¡Esperad!», dije, lanzando otra maldición.
«Pero mientras esperamos, Cuitláhuac está llenando la isla con más guerreros. Tal vez se haya dado cuenta de un aumento en el tráfico de canoas y lancheros de carga que cruzan de la tierra firme para acá, aparentemente llevando flores, verduras y cosas por el estilo. Escondidos debajo de esos cargamentos hay hombres y armas, son las tropas acolhua de Cacama de Texcoco, tropas tecpaneca de Tlacopan. Mientras nosotros nos hacemos fuertes, nuestros enemigos pueden debilitarse. Durante la masacre, todos sus sirvientes y asistentes huyeron del palacio. Ahora, por supuesto, ni un solo vendedor mexicatl o cargador les llevará ni comida ni nada. Dejaremos que los hombres blancos y sus amigos, Motecuzoma, Malintzin, todos ellos, se queden sentados en su fortaleza y sufran un tiempo».
Pregunté: «¿Tiene Cuitláhuac la esperanza de rendirlos por hambre?».
«No. Estarán incómodos, pero tienen las cocinas y despensas lo suficientemente llenas como para sostenerlos hasta que Cortés regrese. Cuando lo haga, no debe encontrarnos demasiado agresivos, manteniendo el palacio bajo sitio, porque todo lo que tendría que hacer sería montar un sitio de ataque similar, alrededor de toda la isla, y dejarnos morir de hambre como nosotros lo estamos haciendo con ellos».
«¿Por qué hemos de permitir que regrese? —le pregunté—. Sabemos que viene hacia acá. Ataquémoslo abiertamente».
«¿Se ha olvidado de la facilidad con la que ganó la batalla de Texcala? Y ahora trae muchos más hombres, caballos y armas. No, no nos enfrentaremos con él en el campo. Cuitláhuac piensa dejar que Cortés llegue hasta aquí sin oposición y que encuentre a todas sus gentes sanas y la tregua aparentemente restaurada. No sabrá que tenemos guerreros escondidos, sólo esperando. Pero cuando lo tengamos junto con
todos
sus hombres blancos dentro de nuestro territorio,
entonces
atacaremos, suicidamente si es necesario, y limpiaremos de su suciedad esta isla y todo el distrito del lago».
Quizás los dioses decidieron que ya era tiempo que Tenochtitlan tuviera un cambio bueno en su
tonali
común, porque ese último plan sí funcionó, con unas cuantas complicaciones imprevistas.
Cuando recibimos la noticia de que Cortés y la multitud de soldados que lo acompañaban, se estaban acercando, todos en la ciudad, por órdenes del regente Cuitláhuac, asumieron una apariencia exterior de tranquilidad normal, incluso los viudos, huérfanos y demás parientes de las personas que murieron. Se colocaron los puentes exactamente igual, otra vez en los tres camino-puentes, y los viajeros y cargadores caminaban y pasaban por ellos. Los barcos y las canoas que llenaban los canales de la ciudad y el lago que rodeaba la isla llevaban en verdad cargas inofensivas. Los miles de guerreros acoHiua y tecpaneca que antes habían sido transportados en secreto, bajo las narices de los aliados de Cortés que se encontraban en tierra firme, estaban escondidos desde entonces. Es más, ocho de ellos estaban viviendo en mi casa, aburridos e impacientes por algo de acción. Las calles de Tenochtitlan se encontraban tan llenas como siempre, y el mercado de Tlaltelolco tenía el mismo movimiento multicolor y seguía tan ruidoso como siempre. La única parte de la ciudad que estaba casi vacía era El Corazón del Único Mundo, con su pavimento de mármol aún salpicado de sangre, su vasta extensión sólo era atravesada por los sacerdotes de los templos que estaban allí, que continuaban cada día sus funciones, orando, cantando, quemando el incienso y soplando las trompetas de concha al amanecer, al mediodía y demás. Cortés llegó cauteloso, temiendo alguna animosidad, porque como era natural había oído acerca de aquella masacre y no expondría a su ejército, aun siendo formidable, al riesgo de una emboscada. Después de desviarse de Texcoco a una distancia prudente, llegó a orillas del lago por el sur como antes, pero no tomó el camino-puente del sur a Tenochtitlan, pues sus hombres hubieran sido vulnerables a un ataque de canoas cargadas de guerreros, si éstos desfilaban por el espacio abierto de ese largo camino-puente. Continuó alrededor del lago y por arriba de su orilla occidental, dejando al Príncipe Flor Oscura y a sus guerreros, acomodando los grandes cañones a intervalos, todos ellos apuntados a través del agua hacia la ciudad, con hombres que los atendieran. Marchó por todo el camino hacia Tlacopan, porque ese camino-puente es mucho más corto. Primero él y más o menos cien de sus jinetes lo cruzaron galopando, temiendo que les quitaran los puentes de un momento a otro. Luego sus soldados hicieron lo mismo, corriendo en grupos como de cien hombres a la vez. Una vez que se encontró en la isla, Cortés debió de respirar con más facilidad. No había habido ninguna emboscada ni otro obstáculo a su regreso. Aunque la gente que transitaba por las calles de la ciudad no lo saludaban con una bienvenida tumultuosa, tampoco lo rechazaban; sólo inclinaban la cabeza como si él nunca se hubiera ido. Y debió de sentirse cómodamente poderoso por estar acompañado de mil quinientos de sus compatriotas, sin mencionar el respaldo de miles de guerreros aliados, acampados en un arco alrededor de la tierra firme. Tal vez se convenció de que nosotros los mexica por fin nos habíamos resignado a reconocer su supremacía. Así que, desde el camino-puente, él y sus tropas marcharon por la ciudad como conquistadores reconocidos.
Cortés no mostró ninguna sorpresa al encontrar la plaza central desierta, tal vez pensó que la habían dejado así para que él la utilizara. De todos modos, la mayor parte de su fuerza se detuvo allí, y con mucho ruido, actividad y la pestilencia de sus humores desagradables, empezaron a atar sus caballos, sacar sus cobijas, prender fogatas y, en una palabra, a acomodarse para un estancia indeterminada. Todos los texcalteca, a excepción de sus campeones, dejaron el palacio de Axayácatl y también acamparon en la plaza. Motecuzoma y un grupo leal de sus cortesanos por primera vez salieron del palacio desde la noche de Ixtocíuatl, a recibir a Cortés, pero él desdeñosamente no les hizo caso. Él y su recién llegado compañero de armas, Narváez, pasaron entre ellos y entraron al palacio. Me imagino que lo primero que hicieron fue gritar pidiendo comida y bebida, y me hubiera gustado ver la cara de Cortés cuando le sirvieron los soldados de Alvarado y no los sirvientes, y que solamente comió frijoles viejos, puré de
atoli
y otras provisiones como ésas. También me hubiera gustado escuchar la primera conversación entre Cortés y Alvarado, cuando ese oficial con aspecto de sol le contó cómo había controlado heroicamente ese «levantamiento» de mujeres y niños desarmados, pero cómo no pudo eliminar a un puñado de guerreros mexica, quienes todavía podían ser una amenaza.