Cortés y todo su ejército habían llegado a la isla por la tarde. Evidentemente él, Narváez y Alvarado habían permanecido juntos en conferencia hasta el anochecer, pero lo que discutieron o los planes que trazaron, nadie lo supo. Lo único que sé es que en determinado momento Cortés mandó una compañía de soldados a través de la plaza al palacio de Motecuzoma, en donde con lanzas, barras de hierro y vigas echaron abajo las paredes con que Motecuzoma había tratado de sellar los cuartos del tesoro. Luego, como hormigas trabajando entre un panal de miel, los soldados, yendo y viniendo, transportaron todo el tesoro de oro y joyas al comedor del palacio donde estaba Cortés. Eso les llevó a los hombres la mayor parte de la noche, porque costaba mucho trabajo saquear, ya que no era fácil de transportar en la forma en que estaba, por ciertas razones que es mejor que explique.
Ya que nuestros pueblos creían que el oro es el excremento sagrado de los dioses, nuestros tesoreros no lo guardaban simplemente en su forma natural de polvo o piedras, no lo derretían en formas sin expresión o hacían monedas de él como hacen ustedes los españoles. Antes de llegar a nuestra tesorería pasaba por las manos expertas de nuestros orfebres, quienes aumentaban su valor y belleza, transformándolo en figuritas, alhajas incrustadas de joyas, medallones, coronas, adornos de filigrana, jarros, tazas y platos; toda clase de obras de arte, hechas en honor a los dioses. Así que mientras Cortés debía de estar radiante de felicidad al ver la pila que constantemenfe crecía con ese tesoro, que sus hombres estaban colocando en el corredor y casi llenando aquella sala espaciosa, también debió fruncir el ceño al ver la variedad de formas, tan poco prácticas, como para ser transportadas, ya fuese por los caballos o los cargadores.
Mientras Cortés ocupó en esta forma su primera noche de regreso a la isla, la ciudad que lo rodeaba permaneció callada, como si nadie hiciera caso de esa actividad. Cortés se acostó poco antes del amanecer, llevándose a Malintzin con él, y de la manera más despectiva dejó dicho que Motecuzoma y sus consejeros principales estuvieran listos para verlo cuando despertara y los llamara. Así que Motecuzoma, patéticamente obediente, envió mensajeros al día siguiente muy temprano para llamar a su Consejo de Voceros y a otros incluyéndome a mí. No tenía pajes de palacio a quienes pudiera enviar; fue uno de sus hijos menores quien llegó a mi casa y estaba mal vestido y sucio después de su estancia tan larga en el palacio. Todos los conspiradores estábamos esperando tal mensaje y habíamos planeado vernos en la casa de Cuitláhuac. Cuando nos reunimos, todos mirábamos expectantes al regente y jefe guerrero, y uno de los consejeros ancianos le preguntó:
«¿Obedecemos el mandato o lo ignoramos?».
«Obedecemos —respondió Cuitláhuac—. Cortés aún piensa que nos tiene indefensos por retener a nuestro complaciente gobernante en su poder. No lo desilusionemos».
«¿Por qué no? —preguntó el alto sacerdote de Huitzilopochtli—. Estamos listos para nuestro asalto. Cortés no puede meter todo ese ejército dentro del palacio de Axayácatl, poniendo barricadas en contra de nosotros, como lo hizo Tonatíu Alvarado».
«No tiene que hacerlo —dijo Cuitláhuac—. Si le damos la más ligera alarma, rápidamente puede convertir todo El Corazón del Único Mundo en una fortaleza tan impenetrable como lo fue el palacio. Debemos dejar que se confíe con falsa seguridad, un poco más. Iremos al palacio como se nos pidió y actuaremos como si nosotros y todos los mexica todavía fuéramos los muñecos dóciles y pasivos de Motecuzoma».
El Mujer Serpiente señaló: «Cortés podría mandar cerrar la entrada cuando estemos allí y también nos tendría como rehenes».
«Soy consciente de eso —dijo Cuitláhuac—. Pero todos mis campeones y
quachictin
ya tienen sus órdenes, no necesitarán de mi presencia. Una de mis consignas es que continúen haciendo los diferentes artificios y movimientos, sea cual sea el peligro en que me encuentre o en que se encuentre quien esté en el palacio en el momento de atacar. Si prefiere no compartir ese riesgo, Tlácotzin, o alguno de ustedes, en este momento les doy permiso de irse a sus casas».
Por supuesto que ningún hombre se echó para atrás. Todos acompañamos a Cuitláhuac al Corazón del Único Mundo, y con fastidio nos abrimos paso entre la multitud apestosa de hombres, caballos, fogatas, armas amontonadas y demás cosas. Me sorprendió ver, agrupado en un área a un lado de los hombres blancos como si fueran inferiores, un contingente de hombres
negros
. Me habían hablado acerca de esos seres, pero hasta entonces nunca los había visto.
Movido por la curiosidad, dejé por un momento a mis compañeros para ver más de cerca a esos seres extraños. Usaban casquetes y uniformes idénticos a los de los españoles, pero físicamente se parecían menos a ellos que yo. No eran realmente
negros
, negros, pero sí de un pardo negruzco, como el corazón de madera del árbol de ébano. Tenían narices peculiarmente planas y grandes, labios protuberantes —en verdad se parecían a aquellas cabezas de piedra gigantescas, que una vez vi en la nación olmeca— y sus barbas sólo eran como una pelusa negra y rizada, casi invisible hasta que me acerqué. Pero entonces estuve lo suficientemente cerca para observar que uno de los hombres negros tenía la cara cubierta con granos rojos y pústulas que supuraban, como los que había visto hacía mucho tiempo en la cara del hombre blanco llamado Guerrero, y rápidamente me fui a reunir con mis señores compañeros. Al llegar a la entrada del Muro de la Serpiente, que da paso al palacio de Axayácatl, los centinelas blancos allí apostados nos registraron, buscando armas escondidas, antes de dejarnos pasar. Pasamos por el comedor en el que, a semejanza de una montaña, se encontraban tiradas las alhajas, las joyas y el oro, que resplandecían ricamente aun en ese cuarto oscuro. Varios soldados, que se suponía que debían estar cuidando el tesoro, manoseaban algunas piezas, sonriéndoles y casi babeando sobre ellas. Subimos al salón del trono en donde nos esperaba Cortés, Alvarado y muchos españoles más, incluyendo al recién llegado Narváez. Motecuzoma se veía cercado y oprimido, ya que la mujer Malintzin era la única de su raza entre esa multitud de blancos hasta que nosotros llegamos. Todos besamos la tierra enfrente de él, pero él sólo nos saludó con una inclinación de cabeza, mientras continuaba hablando con otros hombres blancos.
«Yo no sabía cuáles eran las intenciones de la gente. Sólo sabía que planeaban una ceremonia. Por medio de su Malintzin le dije a Alvarado que sería mejor no permitir que esa reunión se llevara a efecto tan cerca de esta guarnición, que sería mejor que él ordenara que la plaza quedara libre de gente —dijo Motecuzoma y suspiró trágicamente—. Bueno, ustedes saben de qué manera tan calamitosa la dejó libre de gente».
«Sí —dijo Cortés entre dientes. Sus ojos opacos miraron fríamente a Alvarado, quien estaba parado, retorciéndose los dedos y se veía como si hubiese pasado una noche muy mala—. Pudo haber arruinado todos mis… —Cortés tosió y en lugar de eso dijo—: Pude haberme convertido en el enemigo de toda vuestra gente, para siempre. Lo que me extraña, Don Montezuma, es que no fue así. ¿Por
qué
no? Si fuera uno de vuestros súbditos y hubiera sufrido tan mal trato, yo habría tirado por lo menos mi excremento, pero nadie en la ciudad parece mostrar ni la más mínima señal de odio, y eso me parece muy poco natural. Hay un proverbio español que dice: “Puedo evitar el torrente turbulento; que Dios me cuide de las aguas tranquilas”».
«Es porque todos me culpan a mí —dijo Motecuzoma sintiéndose desdichado—. Ellos creen que insensatamente ordené matar a mi propia gente, a todas aquellas mujeres y niños, y que cobardemente empleé a sus hombres como armas. —Para entonces, tenía lágrimas en los ojos—. Por eso todos mis criados me dejaron, disgustados y desde entonces no se ha parado por aquí ni siquiera un vendedor de gusanos fritos de maguey».
«Sí. Qué situación tan difícil —dijo Cortés—. Debemos remediar eso. —Volvió su rostro a Cuitláhuac, e indicándome que tradujera, le dijo—: Usted es el jefe guerrero. No especularé sobre la verdadera intención de esa supuesta celebración religiosa. Hasta me disculparé humildemente por la impetuosidad de mi propio teniente, pero le recuerdo que todavía existe una tregua. Debo pensar que es responsabilidad de un jefe guerrero el procurar que mis hombres no queden segregados y aislados, privados de comida y de contacto humano con sus anfitriones».
Cuitláhuac respondió: «Sólo estoy al frente de los guerreros, Señor Capitán General. Si la población civil prefiere esquivar este lugar, yo no tengo ninguna autoridad para ordenarles lo contrario. Ésta solamente reside en el Venerado Orador; fueron sus propios hombres los que se encerraron aquí, junto con el Venerado Orador».
Cortés se dirigió nuevamente a Motecuzoma. «Entonces la decisión es vuestra, Don Montezuma, vos debéis aplacar a vuestra gente y convencerla de que nos surtan otra vez de provisiones y de que nos sirvan».
«¿Cómo puedo hacerlo si no se me acercan? —preguntó Motecuzoma, gimiendo—. ¡Y si salgo a su encuentro, tal vez vaya a mi muerte!».
«Os proporcionaremos una escolta…», empezó a decir Cortés, cuando un soldado entró corriendo y lo interrumpió diciendo:
«Mi Capitán, los nativos empiezan a reunirse en la plaza. Hombres y mujeres se están juntando alrededor de nuestro campamento y vienen para acá. No traen armas, pero sus expresiones no son muy amistosas. ¿Los expulsamos? ¿Los rechazamos?».
«Dejad que lleguen —respondió Cortés y luego le dijo a Narváez—: Ve ahí y toma el mando. La orden es: no disparéis. Ni un hombre debe moverse hasta que
yo
lo ordene. Estaré en el techo donde podré ver todo lo que pasa. ¡Ven, Pedro! ¡Venga, Don Montezuma!». De hecho cogió la mano del Venerado Orador y lo tiró del trono.
Todos los que nos encontrábamos en el salón del trono los seguimos, corriendo por las escaleras hasta llegar a la azotea y pude escuchar a Malintzin que jadeando repetía a Motecuzoma las instrucciones de Cortés:
«Vuestra gente se está reuniendo en la plaza. Se dirigirá a ellos. Haga la paz con ellos, y si vos lo deseáis, podéis echar toda la culpa sobre nosotros los españoles. ¡Dígales
lo que sea
con tal de mantener la calma en esta ciudad!».
La azotea había sido un jardín poco antes de la primera llegada del hombre blanco, pero había estado sin ser atendido desde entonces y además había aguantado todo un invierno. En donde las ruedas pesadas de los cañones no habían hecho surcos, sólo quedaba un terreno seco y árido, ramas secas, arbustos pelones, cabezas de flores muertas y hojas parduscas barridas por el viento. Desde esa plataforma, desolada y sombría, Motecuzoma pronunció su último discurso.
Todos nosotros fuimos hacia el parapeto que dominaba la plaza y nos paramos en fila a lo largo de esa barda, asomándonos hacia El Corazón del Único Mundo. Fácilmente se identificaban los mil o más españoles que estaban en la plaza, por el brillo de sus armaduras, ya fuera que estuvieran parados o moviéndose inseguros, entre la multitud de mexica que casi los doblaba en cantidad, y quienes estaban llegando y convergiendo hacia nosotros. Como el mensajero había informado, había tantos hombres como mujeres, y sólo vestían su ropa de diario, y no mostraban ni interés en los soldados o en el hecho sin precedente de que un campamento armado se hubiera levantado sobre esa tierra sagrada. Solamente se abrieron camino entre ese desorden, sin prisas pero sin titubear, hasta que debajo de nosotros hubo una multitud compacta.
«El cabo tenía razón —dijo Alvarado—, no traen ningún arma».
Cortés le respondió con acritud: «Justamente la clase de oponentes que te gustan, ¿eh, Pedro? —y la cara de Alvarado casi se puso tan roja como su barba. Dirigiéndose a todos sus hombres presentes, Cortés dijo—: Nosotros hagámonos para atrás, que no nos vean. Dejad que el pueblo sólo vea a su soberano y a sus señores».
Él, Malintzin y los otros retrocedieron hasta quedar en medio de la azotea. Motecuzoma se aclaró nerviosamente la garganta y luego tuvo que gritar tres veces, cada vez más fuerte, antes de que la multitud lo pudiera escuchar entre su propio murmullo y el ruido del campamento. Algunos puntos negros se convirtieron en color carne al levantar sus cabezas, hasta que finalmente todos los mexica congregados estaban mirando hacia arriba y muchas de las caras blancas también, y entonces la multitud se calló.
«Mi pueblo… —empezó Motecuzoma con voz ronca. Aclaró su garganta otra vez, y entonces dijo fuerte y con claridad—: Mi pueblo…».
«
¡Tu pueblo!
», y ese grito hostil y concentrado llegó hasta nosotros y luego un clamor de gritos confusos y enojados. «¡El pueblo que traicionaste!». «¡Tu gente son los blancos!». «¡Tú no eres nuestro Orador!». «¡Ya no eres Venerado!». Me extrañó oírlo aunque ya lo había estado esperando, sabiendo que todo había sido arreglado por Cuitláhuac y que todos los hombres de esa multitud eran guerreros temporalmente sin armas para aparentar que toda la población se reunía para hacer patente su público desprecio.
Más bien debería decir que no estaban armados con armas ordinarias, porque en ese momento todos sacaron piedras y pedazos de adobe, los hombres de debajo de sus mantos, las mujeres de debajo de sus faldas y aún gritando imprecaciones comenzaron a lanzarlos hacia arriba. La mayoría de las pedradas de las mujeres no llegaron a la azotea, sino que golpearon contra el muro del palacio, debajo de nosotros, pero bastantes piedras alcanzaron la azotea y tuvimos que evadirlas. El sacerdote de Huitzilopochtli lanzó una exclamación muy poco sacerdotal cuando una de las piedras lo golpeó en un hombro. Varios de los españoles que estaban detrás de nosotros, también maldijeron al ser alcanzados por las pedradas. El único hombre, y debo decirlo, que no se movió fue Motecuzoma. Se quedó donde estaba, erguido, levantando sus brazos en gesto conciliador, y gritó por encima del ruido: «¡Esperen!».
Lo dijo en náhuatl: «
¡Mixchia…!
», y fue entonces cuando le golpeó una piedra en la frente, se tambaleó hacia atrás y cayó inconsciente.
Cortés tomó inmediatamente otra vez el mando, y me gritó: «¡Atiéndelo! ¡Haz que descanse!». Y agarrando a Cuitláhuac del manto, y apuntándole con su dedo, le dijo: «Haz lo que puedas. Di lo que sea. Hay que calmar a esa multitud». Malintzin le tradujo a Cuitláhuac y éste estaba en el parapeto gritando, cuando yo junto con dos oficiales españoles cargamos el cuerpo flojo de Motecuzoma hacia abajo y lo llevamos nuevamente al salón del trono. Acostamos al hombre inconsciente en una banca que estaba allí y los dos oficiales salieron corriendo hacia afuera, me imagino que para ir en busca de alguno de los cirujanos de su ejército.