A eso, el Mujer Serpiente Tlácotzin mirando a Motecuzoma dijo, en una voz que quería ser estimulante: «Eso puede ser una cosa muy valiosa para nosotros, Señor Orador. Los forasteros no son invulnerables a
todo
. Ellos tienen una curiosa enfermedad que jamás ha causado problemas a los pueblos de estas tierras».
Motecuzoma asintió vacilante, con incertidumbre. Todos los hombres viejos de su Consejo de Voceros siguieron su ejemplo y como él asintieron, como si se reservaran sus juicios. Sólo un hombre viejo que estaba en esa habitación fue lo suficientemente rudo como para dar una opinión, y por supuesto ése era yo.
«Discúlpeme por diferir con usted, Señor Mujer Serpiente —le dije—. He conocido a mucha de nuestra gente que sufre los síntomas de esa enfermedad, y es llamada avaricia».
Ambos, Tlácotzin y Motecuzoma me miraron enojados y yo ya no hablé más. Al mensajero se le dijo que prosiguiera con su historia, de la cual ya no quedaba mucho. El Tabascoob, dijo él, había hecho la paz al amontonar sobre las arenas cada fragmento de oro que pudo ser traído inmediatamente a ese lugar: vasijas, cadenas, imágenes de dioses, joyas, ornamentos de oro batido y aun en polvo, pepitas y pedazos crudos del metal todavía no trabajado. El hombre blanco que obviamente era el que mandaba, preguntó casi casualmente, de dónde conseguía la gente ese oro que aliviaba el corazón. El Tabascoob le replicó que se encontraba en diferentes partes de El Único Mundo, pero que la mayor parte lo tenía el gobernante de los mexica, Motecuzoma, pues estaba atesorado en su ciudad capital. Los hombres blancos parecían estar seducidos por esa noticia y preguntaron dónde estaba esa ciudad. El Tabascoob les dijo que sus casas flotantes podrían acercarse más a ella si iban más hacia el oeste, siguiendo la costa y luego hacia el noroeste.
Motecuzoma gruñó: «Qué vecinos tan útiles tenemos».
El Tabascoob también había dado, como un regalo, al comandante blanco veinte mujeres bellas para que se las dividieran entre él y sus oficiales. Diecinueve de las muchachas habían sido escogidas por el mismo Tabascoob, como las vírgenes más deseables de toda esa región. Ellas no se sentían muy felices cuando fueron conducidas al campamento de los extranjeros, pero la muchacha número veinte se había ofrecido a sí misma, sin ningún; egoísmo, para completar la cifra de veinte para ese regalo, cuyo número ritual podría influenciar a los dioses para que ya no mandaran más visitantes a Cupilco. Así es que, concluyó el mensajero cupícatl, los hombres blancos cargaron su oro y sus mujeres dentro de sus grandes canoas y luego abordaron sus inmensas casas flotantes y como toda la gente fervientemente esperaba, las grandes casas desplegaron sus alas y salieron rumbo al oeste, el día Trece-Flor, manteniéndose lo suficientemente cerca de la costa.
Motecuzoma gruñó un poco más, mientras los viejos de su Consejo de Voceros se mezclaban en murmurante conferencia y el mayordomo de palacio acompañaba al mensajero fuera de la habitación.
«Mi Señor Orador —dijo uno de los viejos con timidez—, éste es el año Uno-Caña».
«Muchas gracias —dijo Motecuzoma con acritud—. Eso es algo que ya sé».
Otro viejo dijo: «Pero quizás el posible significado de él, haya escapado a la atención de mi señor. De acuerdo con una de las leyendas, Uno-Caña fue el año en que Quetzalcóatl nació en su forma humana, para ser el Uey-Tlatoani de los tolteca».
Y otro dijo: «Uno-Caña pudo haber sido, por supuesto, el año en que Quetzalcóatl completó su gavilla de cincuenta y dos años. Y, también fue en
ese
año Uno-Caña, según la leyenda, que su enemigo el dios Tezcatlipoca lo engañó haciendo que se emborrachara, así que sin quererlo él cometió un pecado abominable».
Y otro dijo: «El gran pecado que él cometió, mientras estaba ebrio, fue copular con su hija. Cuando despertó a su lado, a la mañana siguiente, su remordimiento le hizo abdicar su trono e irse lejos en su canoa, más allá del mar del este».
Y otro dijo: «Pero aunque se fue él prometió volver. ¿Lo ve usted, mi señor? La Serpiente Emplumada había nacido en el año Uno-Caña y desapareció en el siguiente año llamado UnoCaña. Admitimos que ésta es sólo una leyenda y que las otras acerca de Quetzalcóatl citan fechas diferentes y que todo eso sucedió hace incontables gavillas de años, pero, ya que éste
es
otro año Uno-Caña, ¿no sería bueno preguntarnos…?».
Ese hombre dejó caer su pregunta en el silencio, porque la cara de Motecuzoma estaba casi tan pálida como la de cualquier hombre blanco. Se vio tan afectado que se quedó sin habla y debió de haber sido porque al recordarle esas fechas que coincidían, siguiendo su significado de cerca llegó a lo que había dicho el mensajero: que los hombres que se fueron por el mar del este, aparentemente intentarían buscar su ciudad. O quizás se había puesto pálido por la alusión directa de una semejanza entre él y el Quetzalcóatl que había dejado el trono, por haber sentido vergüenza de su propio pecado. Motecuzoma tenía por entonces varios hijos de diferentes edades, de sus diversas esposas y concubinas, y por algún tiempo se escuchó por ahí un sordo rumor acerca de sus relaciones con dos o tres de sus hijas. El Venerado Orador tenía suficientes cosas para reflexionar en ese momento, pero el mayordomo de palacio regresó otra vez, besando la tierra y pidiendo permiso para anunciar la llegada de más mensajeros.
Era una delegación de cuatro hombres que venían de la nación totonaca en la costa este, y llegaban para informar que
allí
habían aparecido once de esos barcos llenos de hombres blancos. La entrada al salón de esos mensajeros totonaca, inmediatamente después del mensajero cupícatl, fue otra coincidencia inquietante, aunque no inexplicable. Habían pasado unos veinte días entre que los barcos habían dejado Cupilco para aparecer en la costa totonaca, pero esta última nación estaba casi directamente al este de Tenochtitlan y había muy buenos caminos comerciales entre las dos, en cambio el hombre de Cupilco había tenido que venir por una ruta mucho más larga y difícil. No era sorprendente, pues, la llegada de esos mensajeros diferentes, pero esto no hizo que ninguno de los que estábamos en el salón del trono nos sintiéramos tranquilos.
Los totonaca eran gente ignorante y no conocían el arte de las palabras-pintadas, así es que no habían enviado ningún mensaje escrito. Los cuatro mensajeros eran recordadores-depalabras y traían un mensaje memorizado de su gobernante, el Señor Patzinca, como él se los había dicho, palabra por palabra. Debo hacerles notar aquí, que en un aspecto nuestros memoristas de palabras eran casi tan útiles como los informes escritos: podían repetir lo que hubieran memorizado, una y otra vez, cuantas veces fuera necesario y sin omitir o cambiar alguna palabra. Sin embargo, tenían sus limitaciones al ser imperiosamente interrogados. Cuando se les preguntaba algo para esclarecer alguna parte del mensaje, ellos no lo podían hacer, sólo podían repetir el mensaje exactamente como se les había dado. Ni siquiera podían hacer ese mensaje más elaborado, añadiéndole sus propias opiniones o impresiones, porque la sencillez de sus mentes les impedía hacer alguna de esas cosas.
«En el día Ocho-Lagarto, mi Señor Orador», empezó uno de los totonaca y continuó recitando el mensaje mandado por Patzinca. En el día Ocho-Lagarto, once barcos se materializaron sobre el océano y se detuvieron afuera de la bahía de Chalchihuacuecan. Era un lugar que yo ya había visitado una vez, El Lugar En Donde Abundan Las Cosas Bellas, pero no hice ningún comentario, pues sabía que no se debe interrumpir a un recordador de palabras. El hombre siguió con su mensaje diciendo que al día siguiente, el día Nueve-Viento, los extranjeros blancos y barbudos empezaron a llegar a la playa, en donde construyeron casitas de tela y que además habían erigido allí un palo largo, con grandes banderas y que habían empezado a representar lo que parecía ser una ceremonia, ya que cantaban mucho y gesticulaban y se arrodillaban y se paraban y que también había varios sacerdotes, que habían reconocido porque vestían todos de negro, exactamente igual a los de estas tierras. Ésos fueron los sucesos en el día Nueve-Viento. Al siguiente día…
Uno de los ancianos del Consejo de Voceros dijo pensativamente: «Nueve-Viento. De acuerdo, por lo menos con una de las leyendas, el nombre completo de Quetzalcóatl era Nueve-Viento Serpiente Emplumada. Lo que quiere decir que él había nacido en el día NueveViento».
Motecuzoma se tambaleó a simple vista, quizás porque esa información lo había sorprendido portentosamente o quizás porque el anciano debía de haber sabido que no se debía interrumpir a un recordador de palabras ya que éste no puede coger de nuevo el hilo de la narración en donde la dejó cuando lo interrumpen, tiene que volver a empezar otra vez.
«En el día Ocho-Lagarto…».
Él recorrió todo el principio hasta llegar al punto en donde se había quedado y continuó con su informe de que no había habido ninguna batalla en la playa ni en ningún otro lado, todavía. Cosa que era de comprenderse, pues los totonaca aparte de ser ignorantes eran serviles y de todo lloriqueaban. Por años habían estado subordinados a la Triple Alianza y regularmente habían pagado su tributo anual de frutas, madera fina, vainilla y cacao para hacer
chocólatl, picietl
para fumar y otros productos de las Tierras Calientes, pero siempre habían entregado su tributo lloriqueando y quejándose.
Los habitantes de El Lugar En Donde Abundan Las Cosas Bellas, había dicho el mensajero, no se habían opuesto a la llegada de los forasteros, pero habían mandado aviso a su Señor Patzinca en la ciudad capital de Tzempoalan. Patzinca envió a varios de sus nobles llevando muchos regalos a los extranjeros blancos y barbados, y también una invitación para que fueran a visitar su Corte. Así es que cinco de esos hombres blancos, presumiblemente personajes de alto rango, aceptaron su invitación, llevando con ellos una mujer que había desembarcado con ellos. Ella ni era blanca ni tenía barbas, dijo el mensajero, sino que era una hembra de alguna nación más al norte de El Único Mundo. En el palacio de Tzempoalan, los visitantes presentaron sus regalos a Patzinca: una silla de curiosa construcción, muchas cuentas de colores, un sombrero muy pesado y una tela como con pelitos color roja. Los visitantes anunciaron entonces que ellos llegaban en representación de su gobernante llamado Reidoncarlos, y de un dios llamado Nuestro Señor y una diosa llamada Nuestra Señora.
Sí, reverendos escribanos, ya sé, ya sé. Solamente repito lo que aquel ignorante totonaca había dicho.
Entonces los visitantes le hicieron muchas preguntas a Patzinca referentes a su tierra. ¿A qué dios veneraba su pueblo? ¿Había mucho oro en ese lugar? ¿Era él un rey o un simple virrey? Aunque Patzinca estaba perplejo ante los muchos términos extraños utilizados en su interrogación, contestó lo mejor que pudo. De toda la multitud de dioses que existían, él y su pueblo adoraban a Tezcatlipoca como el más grande. Él era el gobernante de todos los totonaca, pero estaba sometido a las tres naciones más poderosas que se encontraban tierra adentro y de las cuales la más fuerte era la nación mexica, gobernada por el Venerado Orador Motecuzoma. Y en ese momento preciso, les había confiado Patzinca, cinco registradores de la tesorería mexica estaban en Tzempoalan para revisar la lista de artículos que los totonaca pagaban como tributo…
«Quisiera saber —dijo de repente el viejo consejero—, ¿a qué conducía toda esa interrogación? Hemos escuchado que uno de los hombres blancos hablaba la lengua maya, pero ninguno de los totonaca puede hablar más que su propia lengua y nuestro náhuatl».
El recordador de palabras miró confundido por un momento, luego se aclaró la garganta y empezó otra vez: «En el día Ocho-Lagarto, mi Señor Orador…».
Motecuzoma miró exasperado al desgraciado viejo que había interrumpido y entre dientes le dijo: «Ahora todos moriremos de viejos antes de que este estúpido pueda terminar su mensaje».
El totonácatl se aclaró otra vez la garganta y empezó: «En el día Ocho-Lagarto…», y todos nos sentamos inquietos hasta que llegó de nuevo en donde se había quedado, para darnos nueva información. Cuando lo hizo, ésta fue lo suficientemente interesante como para haber valido la pena el esperar.
Los cinco arrogantes registradores de tributo mexica, le dijo Patzinca a los hombres blancos, estaban muy enojados con él porque les había dado la bienvenida a ellos, los extranjeros, sin haber pedido permiso primero a su Venerado Orador Motecuzoma. En consecuencia, ellos habían añadido al tributo la demanda de diez muchachos totonaca y diez doncellas vírgenes totonaca para ser mandados junto con la vainilla, el cacao y otros artículos a Tenochtitlan, para ser sacrificados como víctimas cuando lo requirieran los dioses mexica. Al oír eso, el jefe de los hombres blancos hizo gestos de que sentía una gran repugnancia por eso, y colérico le dijo a Patzinca que él no debía hacer una cosa como ésa, que en lugar de esto tenía que coger a los cinco oficiales mexica y hacerlos sus prisioneros. Cuando el Señor Patzinca expresó, horrorizado, su reluctancia a poner las manos sobre los funcionarios de Motecuzoma, el jefe blanco le prometió que sus soldados blancos defenderían a los totonaca contra cualquier represalia. Así es que Patzinca, aunque sudando por la aprensión, dio la orden y los cinco registradores fueron por último vistos —por los recordadores de palabras antes de salir para Tenochtitlan— aprisionados en una jaula pequeña, atados a las barras de ésta, todos ellos amontonados como si fueran pavos llevados al mercado, con las plumas de sus mantos lamentablemente alborotadas, por no hablar del estado de sus mentes.
«¡Eso es ultrajante! —gritó Motecuzoma, olvidándose de sí mismo—. Los extranjeros tienen una disculpa pues no conocen nuestras leyes tributarias, pero ese necio de Patzinca…! —Se levantó de su trono y agarró fuertemente al totonácatl que había estado hablando—. Cinco de mis registradores del tesoro han sido tratados así ¡y te atreves a venírmelo a
contar
! Por los dioses, que te echaré vivo a los grandes gatos que hay en el zoológico, ¡a menos de que tus siguientes palabras sean para dar una explicación y una disculpa a ese loco acto de traición de Patzinca!».
El hombre tragó saliva, sus ojos se hicieron acuosos, pero lo que él dijo fue: «En el día Ocho-Lagarto, mi Señor Orador…».
«¡
Ayya ouiya
, cállate! —rugió Motecuzoma. Regresó a su trono y con desesperación se cubrió el rostro con las manos—. Me retracto, ningún gato podría sentirse muy orgulloso de comerse semejante porquería».