«¿Los dejo ir?», me preguntó Ah Tutal, a quien le había estado traduciendo nuestras entrevistas.
Le dije: «Si pueden encontrar desde aquí ese lugar llamado Cuba entonces no tendrán ningún problema en encontrar Uluü-mil Kutz otra vez. Y usted ya lo oyó: su Cuba parece estar llena de hombres blancos, ansiosos de establecer nuevas colonias en cualquier lugar que puedan alcanzar. ¿Desea usted que lleguen aquí por enjambres, Señor Madre?».
«No —dijo con preocupación—. Pero ellos podrían traer a uno de sus físicos para curar esta extraña enfermedad que esparcieron entre nosotros; los nuestros ya han utilizado cuantos remedios conocen, pero cada día caen más personas enfermas y tres ya han muerto».
«Quizás estos mismos hombres sepan algo para remediar eso —le sugerí—. Veamos a alguna persona que esté enferma».
Ah Tutal nos guió a Aguilar y a mí a una cabaña en el pueblo, dentro de la cual encontramos a un doctor parado, murmurando, rascándose la barbilla ceñudo e inclinado sobre la esterilla de una muchacha que yacía agitada por la fiebre con su cara brillando de sudor, sus ojos vidriosos y sin ver. Aguilar se sonrojó al recordarla como a una de las mujeres que habían visitado a Guerrero en sus cuartos.
Él dijo muy despacio, para que yo pudiera entenderle: «Siento deciros que ella tiene las viruelas pequeñas. ¿Veis? La erupción empieza a brotar en su frente».
Traduje sus palabras al físico, quien le miraba con recelo profesional, pero dijo:
«Pregúntele qué tratamiento siguen sus médicos».
Así lo hice, pero Aguilar sólo se encogió de hombros y dijo: «Ellos rezan».
«Evidentemente son gente muy retrasada —gruñó el doctor, pero añadió—: Pregúntele a qué dios».
Aguilar dijo: «¡Pues,
al
Señor Dios!».
Eso no ayudaba en lo más mínimo, pensé yo, pero le pregunté: «¿Rezan en alguna forma a ese dios, que nosotros podamos imitar?».
Él trató de explicarlo, pero la exposición era demasiado complicada para lo poco que sabía de su lenguaje, así es que nos indicó que era mucho más fácil demostrárnoslo, y los tres, Ah Tutal, el físico y yo, le seguimos apresuradamente al patio de palacio. Él corrió a sus cuartos cuando todavía nosotros estábamos a cierta distancia y regresó con algo en cada mano.
Una de esas cosas era una cajita con una tapa muy apretada, que Aguilar abrió para mostrarnos su contenido: cierto número de pequeños discos que parecían haber sido cortados de un papel blanco y grueso. Trató de darme otra explicación que era que al parecer, según pude yo entender, había tomado ilícitamente o robado esa caja como un recuerdo de sus días en la escuela para sacerdotes, y pude comprender, hasta cierto punto, que aquellos discos eran una especie de pan muy especial y de lo más santo, el más potente de todos los alimentos, porque la persona que comía uno de ellos, podía poseer parte de la fuerza de ese poderoso Señor Dios.
El otro objeto era un cordón que contenía muchas cuentas irregularmente intercaladas con otras más grandes; todas eran de una sustancia azul que nunca antes había visto: tan azules y duras como la turquesa, pero tan transparentes como el agua. Aguilar empezó con otra explicación compleja que lo único que entendí fue que cada cuenta representaba una oración; naturalmente yo estaba recordando nuestra práctica de poner un pedacito de jade en la boca de alguien muerto y pensé que las cuentas-oraciones se emplearían similarmente y con igual beneficio en una persona que todavía no estuviera muerta, así es que interrumpí a Aguilar preguntándole con urgencia:
«¿Entonces, ustedes ponen las oraciones en la boca?».
«No, no —dijo—. Se sostienen en las manos». Entonces él gritó protestando cuando le arrebaté la caja y las cuentas.
«Tome, señor físico —le dije al doctor, mientras rompía el cordón y le daba dos cuentas, traduciéndole lo poco que había comprendido de las instrucciones de Aguilar—. Ponga cada una de estas oraciones en las manos de la joven, que las sostenga apretadamente…».
«¡No, no! —aullaba Aguilar—. ¡Lo que estáis haciendo es un error! Se debe rezar más que…».
«¡Cállese! —le dije en su propia lengua—. ¡No tenemos tiempo para más!».
Desmañadamente tomé uno de esos papelitos de pan, que estaban en la caja y me lo puse en la boca.
Sabía
como a papel y se disolvió en mi boca sin necesidad de que yo lo masticara. No sentí que instantáneamente surgiera en mí una fuerza de dios, pero por lo menos me di cuenta de que el pan podría alimentar a la muchacha aun en su estado medio consciente.
«¡No, no! —gritó Aguilar otra vez, cuando me tragué la cosa aquella—. Eso es imperdonable, ¡usted no puede recibir el Sacramento!».
Él me miró con el mismo horror que veo ahora en el rostro de Su Ilustrísima. Siento mucho el haber sido tan impulsivo, pero recuerde que en aquel entonces yo sólo era un pagano ignorante, que se preocupaba y se apuraba por salvar la vida de aquella muchacha. Tomé algunos de los pequeños discos y los puse en la mano del doctor, diciéndole:
«Esto es comida del dios, comida mágica y fácil de ingerir. La puede poner dentro de la boca de la muchacha, sin ningún riesgo de que vaya a convulsionarse».
Él se fue corriendo tanto como su propia dignidad se lo permitía…
Más o menos como lo acaba de hacer Su Ilustrísima.
Amistosamente puse una de mis manos sobre el hombro de Aguilar y le dije:
«Perdóneme que haya tomado eso de sus manos, pero si la muchacha se cura le será reconocido y será muy honrado por estas gentes. Ahora, busquemos a Guerrero para sentarnos a charlar, quiero saber más sobre SM gente».
Había muchas cosas que deseaba saber de Jerónimo de Aguilar y de Gonzalo Guerrero, pues para entonces ya podíamos conversar pasablemente y aunque lo hacíamos con poca fluidez, ellos a su vez sentían una curiosidad similar por saber muchas cosas de estas tierras. Me hicieron varias preguntas, que pretendí no entender: «¿Quién es vuestro Rey? ¿Tiene muchos ejércitos a su mando? ¿Posee una gran cantidad de riquezas en oro?». Y algunas otras preguntas, que en verdad no entendí, tales como: «¿Quiénes son vuestros Duques, Condes y Marqueses? ¿Quién es el Papa de vuestra Iglesia?». Y algunas otras que me atrevo a decir que nadie podría responder: «¿Por qué vuestras mujeres no tienen vello abajo?». Así es que evitaba sus preguntas, preguntando a mi vez y ellos contestaban a todo sin aparente vacilación o suspicacia.
Me hubiera podido quedar con ellos por lo menos un año, perfeccionando los conocimientos sobre su lenguaje y pensando constantemente en cosas nuevas que preguntarles, pero tomé la decisión precipitada de dejar su compañía cuando dos o tres días después de nuestra visita a la muchacha enferma, el físico fue en mi busca y me hizo señas silenciosas de que lo acompañara. Lo seguí hasta esa cabaña para ver que el rostro de la muchacha muerta estaba horriblemente hinchado, tanto que no se podía ni siquiera reconocer y con un color muy feo, un tono de púrpura muy oscuro.
«Sus vasos sanguíneos se rompieron y sus tejidos se abotagaron —dijo el doctor—, incluyendo los de dentro de la nariz y de la boca. Murió tratando de respirar. —Y añadió desdeñosamente—: La comida del dios que usted me dio, no tenía ninguna magia».
Yo le pregunté: «¿Y a cuántos pacientes ha curado usted, señor físico, sin recurrir a esa magia?».
«A ninguno —suspiró, perdiendo toda su afectación—. Ni ninguno de mis colegas ha podido salvar un solo paciente. Algunos han muerto así, por asfixia; otros, por un chorro de sangre que les llega a la boca y a la nariz, y algunos más, delirando por la fiebre. Temo que todos morirán y lo harán de forma miserable».
Mirando los restos horrorosos de lo que había sido una vez una muchacha bastante bonita, le dije: «Esta muchacha, ella misma, me dijo que sólo una hembra buitre podría tener placer con esos hombres blancos. Ella debió de haber tenido una verdadera premonición, porque ahora los buitres se sentirán muy contentos de engullir su carroña, y ella murió a causa de los hombres blancos».
Cuando regresé a palacio y le conté eso a Ah Tutal, él me dijo enfáticamente: «¡No quiero más aquí a estos extranjeros enfermos y sucios! —Yo no estaba muy seguro si sus ojos bizcos me estaban mirando a mí o detrás de mí, pero indiscutiblemente que lo hacían con ira—. ¿Los dejo ir en su canoa o se los lleva usted a Tenochtitlan?».
«Ninguna de las dos cosas —le dije—. Ni tampoco los va usted a matar, Señor Madre, no por lo menos sin el permiso de Motecuzoma. Le sugiero que se deshaga de ellos, regalándolos como esclavos. Regáleselos a esos jefes de tribus que estén bastante lejos de aquí; jefes que se puedan sentir muy halagados y honrados con esos regalos. Ni siquiera el Venerado Orador de los mexica tiene un esclavo blanco».
«Hum… sí… —dijo Ah Tutal pensativamente—. Hay dos jefes que particularmente no me gustan y de quienes desconfío, y no sentiría ni la menor pena si los hombres blancos les atrajeran miserias. —Me miró más amablemente—. Pero usted fue enviado hasta acá, Campeón Ek Muyal, para ver a los forasteros. ¿Qué va a decir Motecuzoma cuando usted regrese con las manos vacías?» «No completamente vacías —respondí—. Por lo menos me llevaré la caja con la comida del dios y las pequeñas oraciones azules y sé muchas cosa que puedo decir a Motecuzoma. —Entonces, de repente, se me ocurrió una idea—. Oh, sí. Señor Madre, puede haber otra cosa para enseñársela a él. Si algunas de las mujeres que se acostaron con esos hombres blancos resultaran preñadas y si no caen víctimas de las pequeñas viruelas, bien, si tienen alguna progenie, mándelos a Tenochtitlan. Así el Venerado Orador podría ensanchar su zoológico humano en la capital, pues creo que serán unos monstruos únicos».
El aviso de mi regreso a Tenochtitlan me precedió con varios días de anticipación y es seguro que Motecuzoma se moría de impaciencia por conocer las noticias o los visitantes que yo pudiera llevar. Sin embargo, cuando llegué me encontré con que él seguía siendo el mismo viejo Motecuzoma, así es que no fue introducido inmediatamente a su presencia. Necesité detenerme en el corredor, afuera del salón del trono y cambiar mi traje de campeón Águila por el acostumbrado saco de suplicante y luego hacer el ritual ordinario de adulación de besar la tierra, a través del salón hasta donde estaba sentado, entre los dos discos de oro y plata. A pesar de haberme recibido fríamente y sin prisas, era obvio que deseaba ser el primero en conocer las noticias que llevaba o quizás el único que las oyera, pues los miembros de su Consejo de Voceros no estaban presentes. Lo que sí me permitió fue dejar a un lado la formalidad de hablar solamente cuando él me preguntara, así es que le conté todo lo que les he narrado a ustedes, reverendos frailes, y unas cuantas cosas más que pude averiguar de sus dos compatriotas:
«Conforme he podido calcular, Señor Orador, creo que fue hace unos veinte años cuando las primeras casas flotantes, que ellos llaman barcos, salieron de esa tierra lejana llamada España, para explorar el océano de occidente. Entonces ellos no llegaron a nuestras costas, porque parece que hay un gran conjunto de islas, grandes y pequeñas, entre esa España y aquí. Cuando desembarcaron en esas islas ya había gente viviendo en ellas, y por la descripción que me hicieron parece ser que esa gente es como los salvajes chichimeca de nuestras tierras del norte. Algunos de esos isleños pelearon contra los hombres blancos para echarlos de sus islas, pero otros permitieron mansamente esa incursión, pero ahora, todos son vasallos de los españoles y de su rey. O sea, que durante esos veinte años, los hombres blancos han estado muy ocupados en colonizar esas islas, despojando a los nativos de sus recursos y traficando entre las islas y su tierra, España. Hasta ahora, sólo unos pocos de sus barcos le han echado un vistazo a estas tierras, ya sea pasando en su recorrido de una isla a otra, o por estar explorando ociosamente, o porque el soplo del viento las ha desviado de sus rutas. Sería de esperar que los nativos tuvieran ocupados a esos hombres blancos, por muchos años, en esas islas, pero le ruego a usted que lo considere así. Aunque una isla sea muy grande, no deja de ser una isla, por lo tanto sus riquezas y la población que puede ser aprovechada, será muy limitada. También los españoles parecen ser insaciables en ambas cosas: en su curiosidad y en su rapacidad. Para estas fechas ellos ya están buscando, más allá de esas islas, nuevos descubrimientos y nuevas oportunidades. Tarde o temprano, su búsqueda los traerá a estas tierras. Entonces sucederá lo que el Reverendo Orador Nezahualpili ya dijo: una invasión a la que todos nosotros debemos prepararnos de la mejor forma».
«¡Preparar! —gritó Motecuzoma, seguramente al sentirse aguijoneado por recordar cómo Nezahualpili había sostenido su promesa al ganar el partido en el juego
tlachtli
—. Ese viejo tonto sólo está
preparado
para sentarse y quedarse allí sentado. Ni siquiera me ha ayudado una sola vez a hacer la guerra a los insufribles texcalteca».
No le quise recordar lo demás que había dicho Nezahualpili: que todos nuestros pueblos deberían cesar sus enemistades pasadas y unirnos contra esa invasión inminente.
«Usted dice invasión, ¿eh? —continuó Motecuzoma—, pero también dice que esos dos forasteros llegaron sin armas y totalmente indefensos. Si es que hay una invasión, significa que ésa será inusitadamente pacífica».
Yo le dije: «No me confiaron la clase de armas que ellos perdieron al hundirse su barco. Quizás ni siquiera necesiten armas en lo absoluto, por lo menos no la clase de armas que nosotros conocemos, si pueden infligirnos una enfermedad a la que ellos son inmunes».
«Sí, en verdad que ésa sería un arma potente —dijo Motecuzoma—. Un arma que sólo puede ser reservada a los dioses. Y usted, todavía insiste en que no son dioses. —Meditando miró la cajita y su contenido—. Ellos traían la comida del dios. —Tomó las cuentas azules—. Ellos traían las oraciones más palpables y hechas de una piedra misteriosa. Y con todo eso, usted todavía insiste que no son dioses».
«Sí, mi señor. Se emborracharon como lo hacen los hombres y se acostaron con mujeres igual que los demás hombres».
«
¡Ayyo!
—me interrumpió triunfalmente—. Las mismas razones por las que el dios Quetzalcóatl se fue lejos de aquí. De acuerdo con todas las leyendas, una vez sucumbió y se emborrachó y cometió una mala acción sexual, y de la vergüenza abdicó como jefe de los tolteca».
«Y también de acuerdo con las leyendas —dije—, en el tiempo de Quetzalcóatl estas tierras estaban perfumadas por flores, por todas partes y cada soplo del viento esparcía dulces fragancias. El aroma que despedían esos dos hombres que yo conocí haría que se desmayara el dios del viento. —Y pacientemente seguí insistiendo—: Los españoles no son más que hombres, mi señor. Sólo se diferencian de nosotros en que tienen la piel blanca, tienen mucho pelo y son más altos que nuestra estatura normal».