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Authors: Gary Jennings

Tags: #Histórico

Azteca (60 page)

Yo traté de distraer mis pensamientos haciendo algunas variaciones e improvisaciones con los gruñidos de mi tambor; rápidos gruñidos como cloqueos engañadores, largos e indecisos gemidos como los que haría un gato al bostezar. Hasta llegué a creer, en verdad, que estaba llegando a ser un maestro en eso, especialmente cuando de alguna manera producía un gruñido después de haber dejado de rascar la tira de cuero crudo y me preguntaba si sería bueno introducir ese invento como un nuevo instrumento musical y conmigo como único maestro en todo el mundo, en alguna ceremonia de un festival… En esos momentos llegó hasta mis oídos otro gruñido y desperté rápidamente de mi ensueño horrorizado, pues tampoco había producido ese otro gruñido. También llegó hasta mi nariz un cierto olor a orines y a mi visión, disminuida como estaba, una sensación de algo oscuro que se movía furtivamente en la oscuridad, a un lado de mí, hacia la izquierda. El gruñido que provenía de la oscuridad se dejó oír otra vez, fuertemente, y como inquiriendo algo. Aunque estaba casi totalmente paralizado, volví a rasgar la tira de cuero con un gruñido, que tenía la esperanza de que sonara como si fuera una bienvenida. ¿Qué otra cosa podía hacer?

Desde mi izquierda, casi al frente, se volvieron hacia mí dos luces frías y amarillas. Y me preguntaba qué podía hacer en esos momentos, cuando de repente un viento afilado pasó silbando muy cerca de mi mejilla. Pensé que era el hipo letal del jaguar, pero las luces amarillas parpadearon y luego salió de su garganta un grito desgarrador, como los que lanza una mujer sacrificada bajo el cuchillo tosco de un inepto sacerdote. El grito se quebró y se oyó, entonces, un ruido ahogado y burbujeante, acompañado por el sonido de un cuerpo al arrastrarse, que evidentemente arrancaba los arbustos a su paso.

«Siento mucho haber dejado que se acercara tanto a ti —dijo Glotón de Sangre a mi lado—. Pero tuve que esperar a ver el brillo de sus ojos para poder afinar mi puntería».

«¿Qué cosa es?», pregunté, con aquel grito pavoroso como el de una mujer todavía sonando en mis oídos y temiendo que hubiéramos cazado a una mujer.

Como el ruido de arrastre había cesado, Glotón de Sangre fue a investigar. Él dijo triunfalmente: «Exactamente en los pulmones. No estuvo mal para disparar casi a la ventura».

Después debió de haberse caído sobre el cuerpo muerto, porque le oí murmurar: «Que me condene en Mictlan…», y yo esperé que confesara haber disparado sobre una pobre mujer chinantécatl perdida en la oscuridad de los bosques. Pero lo único que dijo fue: «Ven y ayúdame a arrastrar esto hacia el campamento». Así lo hice, y si era una mujer, ésta pesaba tanto como yo y tenía las patas traseras como las de un gato.

Todos los que estaban en el campamento se habían envuelto totalmente en sus cobijas, como era de suponer, para no escuchar esos ruidos pavorosos. Glotón de Sangre y yo dejamos caer nuestra presa y por primera vez pude ver a un gato enorme, pero no era moteado sino leonado.

El viejo guerrero dijo jadeando: «Debo de estar… perdiendo mi habilidad… pues hice la llamada del jaguar. Pero éste es un cuguar, un león de la montaña».

«No importa —jadeé—. La carne es igual de buena. Su piel servirá para que te hagas un buen manto».

Naturalmente que ya nadie durmió en lo que restaba de la noche. Glotón de Sangre y yo nos sentamos a descansar, siendo admirados por los otros y yo lo felicité por su hazaña y él a mí por mi invencible paciencia. Entretanto algunos esclavos le quitaban la piel al animal, mientras otros raspaban la superficie interior de ésta y otros cortaban el cadáver en piezas convenientes Para ser transportadas. Cózcatl cocinaba el desayuno para todos nosotros:
atoli
de maíz que nos daría energía durante el día, pero también nos preparó un festín para celebrar nuestro éxito en la cacería. Sacó los huevos que con tanto cuidado habíamos cargado desde Nejapa y con una ramita hizo un hoyo en cada cascara y revolvió con ella la yema y la clara, luego los asó brevemente en los rescoldos del fuego y nosotros nos comimos su rico contenido, por el agujero.

En la parada que hicimos dos noches después, nos dimos un festín con la carne del gato, que era en extremo sabrosa. Glotón de Sangre le dio la piel del cuguar al más gordo de los esclavos, a Diez, para que la llevara como capa, y mientras la ablandaría sobándola continuamente con las manos. Pero como nosotros no nos tomamos la molestia de encontrar algo para curtir la piel, ésta pronto empezó a apestar nauseabundamente, así es que hicimos que Diez caminara a una buena distancia lejos de nosotros. Como él también tenía que utilizar frecuentemente sus cuatro extremidades para poder escalar la montaña, muy raras veces tuvo las manos libres para poder suavizar la piel. El sol caía de lleno sobre el pobre Diez, hasta que pareció que traía una puerta de piel barnizada incrustada sobre su espalda. Sin embargo, Glotón de Sangre con obstinación murmuró algo acerca de hacer de la piel un escudo para él y se negó a que Diez dejara de andar con ella, y así anduvo con nosotros, todo el camino a través de las montañas de Tzempuüla.

Estoy muy contento de que el Señor Obispo no esté hoy con nosotros, mis señores escribanos, porque debo contarles un encuentro sexual que estoy seguro de que Su Ilustrísima lo juzgaría sórdido y repulsivo. Él, probablemente, se pondría colorado otra vez. En verdad, a pesar de que han pasado como cuarenta años desde aquella noche, todavía me siento incómodo cuando lo recuerdo y omitiría el episodio si no fuera porque el contarlo es necesario para poder entender los incidentes todavía más significativos que derivaron de él. Cuando por fin los catorce que formábamos nuestra comitiva descendimos de la última y larga hilera de montañas de Tzempuüla, fuimos a dar otra vez dentro del territorio tzapoteca, a una ciudad más o menos grande asentada a la orilla de un gran río. Ustedes ahora la llaman Villa de Guadalcázar, pero en aquellos días la ciudad, el río y todas las tierras que se extendían alrededor, se llamaban en el lenguaje lóochi, Layú Beezhü o El Lugar del Dios Jaguar. Pero como era un lugar muy concurrido por ser el cruce de caminos de diferentes rutas comerciales, la mayoría de su gente hablaba náhuatl como un segundo-lenguaje y con frecuencia usaban el nombre que los viajeros mexica le habían dado al lugar: Tecuantépec o simplemente La Colina del Jaguar. Pienso que ninguna persona, ni antes ni después, a excepción mía, se dio cuenta jamás de lo ridículo que era aplicar ese nombre de Colina del Jaguar, tanto a la corriente ancha del río como a las tierras excepcionalmente planas que le circundaban. La ciudad estaba sólo como a unas cinco largas-carreras desde donde el río escupía sus aguas dentro del mar del sur, así es que había atraído a inmigrantes de otras varias naciones del área de la costa: los zoque, los mexitzo, algunos huave y aun algunos grupos desplazados de los mixteca. En sus calles, uno se podía encontrar con gran variedad de diferentes colores de tez, apariencias físicas, trajes y acentos. Sin embargo, y afortunadamente, los nativos, la Gente Nube, predominaban, así es que la mayoría de las gentes de la ciudad eran superlativamente guapos y corteses como los de Záachila.

En la tarde en que llegamos, mientras nuestro pequeño grupo estaba ansioso por cruzar el puente de cuerdas que colgaba sobre el río, a pesar de que veníamos dando traspiés y fatigados, Glotón de Sangre dijo con voz enronquecida por el polvo y la fatiga: «Hay excelentes posadas más allá de Tecuantépec».

«Las excelentes pueden esperar —dije roncamente—. Nosotros nos detendremos en la
primera
que encontremos».

Y así, cansados y hambrientos, como unos sacerdotes andrajosos, sucios y malolientes, nos detuvimos en la entrada de la primera posada que encontramos en la ciudad y que estaba a un lado del río. Y por esa impulsiva decisión mía, justamente como las volutas de humo se desenrollan dando varias vueltas al encenderse un fuego, así, inevitablemente se desplegaron los sucesos de los restantes caminos y días de mi vida, y de los de la vida de Zyanya y las vidas de otras personas que ya he mencionado y de otras que nombraré, y aun, la de una que nunca tuvo nombre.

Pues bien, reverendos frailes, todo empezó así:

Cuando todos nosotros, incluyendo a los esclavos, nos bañamos y estuvimos en la casa de vapor y luego nos volvimos a bañar y después de vestirnos con trajes limpios, pedimos que nos sirvieran de comer. Los esclavos comieron afuera en el patio a la luz del crepúsculo, pero a Cózcatl, a Glotón de Sangre y a mí, nos pusieron un mantel en una habitación alumbrada por antorchas y alfombras con un
pétlatl
. Nos hartamos con las delicias frescas del cercano mar: ostiones crudos, rosados camarones cocidos y un pescado rojo de gran tamaño. Cuando el hambre que sentía mi estómago fue mitigada, noté la extraordinaria belleza de la mujer que nos servía y recordé que también era capaz de otros apetitos. También advertí otra extraordinaria circunstancia. El propietario de la posada pertenecía a una de las razas de inmigrantes; era chaparro, gordo y de piel untuosa. Sin embargo, la mujer que nos servía y a quien él gritaba órdenes con brusquedad, era obviamente una be'n zaa; alta y flexible, con una piel que resplandecía como el ámbar y un rostro que rivalizaba con la reina de su pueblo, la primera señora Pela Xila. Estaba fuera de todo pensamiento que ella pudiera ser la esposa del propietario. Y ya que ella muy difícilmente podría haber nacido esclava o comprada como tal en propia nación, supuse que alguna desgracia la había obligado, por algún contrato, a trabajar para ese posadero extranjero y grosero.

Era muy difícil juzgar la edad de cualquier mujer adulta de la Gente Nube, porque los años eran bondadosos con ellas, especialmente una tan bella y grácil como aquella sirvienta. Si hubiera sabido que ella era lo suficientemente vieja como para tener aproximadamente mi edad, es posible que ni siquiera le hubiera dirigido la palabra. Probablemente no lo hubiera hecho de todas formas, si no hubiera sido porque Glotón de Sangre y yo, habíamos estado acompañando nuestra comida con copiosos tragos de
ocíli
. Sea lo que fuere, el caso es que cuando la mujer se volvió a acercar la miré con atrevimiento y le pregunté:

«¿Cómo es que una mujer Nube como tú, trabaja con ese imbécil inferior?».

Ella echó una mirada temerosa alrededor para asegurarse de que el posadero no estaba en esos momentos en la habitación. Entonces se arrodilló para decirme al oído la siguiente pregunta en náhuatl, y por cierto que una pregunta sorprendente.

«¿Joven señor
pochtécaíl
, desea una mujer para la noche?».

Mis ojos debieron de abrirse tanto, que ella se puso colorada como amapola y bajó los ojos. «El propietario —dijo ella— le puede proporcionar una
maátitl
común de las que se van a horcajarse al camino desde aquí hasta la playa de los pescadores, en la costa. Permíteme, joven señor, que ofrezca a mí misma en lugar de una de ellas. Mi nombre es Gie Bele, que en su lenguaje quiere decir Flor Flameante».

Debí de haber estado, tontamente, con la boca abierta porque ella se enderezó y parándose frente a mí, me dijo casi fieramente: «Yo seré una
maátitl
pagada, pero todavía no lo soy. Ésta será la primera vez desde la muerte de mi esposo, yo nunca antes… ni siquiera con un hombre de mi propia gente…».

Me sentí tan impresionado por su embarazosa necesidad, que tartamudeé: «Yo… yo estaré encantado».

Gie Bele volvió a mirar alrededor y dijo: «No se lo diga al posadero. Él exige parte del pago a sus mujeres y me pegaría por tratar de engañarlo con un cliente. Yo estaré esperándolo afuera a la caída de la noche, mi señor, e iremos a mi cabaña».

Y empezó rápidamente a recoger los utensilios vacíos, para parecer ocupada, cuando el propietario, dándose gran importancia y alborotando, entró en la habitación. Glotón de Sangre, que no había podido impedir el escuchar el ofrecimiento de la mujer, me miró de reojo y me dijo sarcásticamente:

«Siempre la primera vez. Desearía tener una semilla de cacao cada vez que una mujer me dijera eso. Y me cortaría uno de los testículos cada vez que pudiera probar que es verdad».

El posadero vino hacia nosotros, jovial, frotándose sus manos gordas, para preguntarnos en náhuatl si deseábamos algún dulce para terminar la cena. «Quizás un dulce para gozar en sus ratos de ocio, mis señores, mientras ustedes descansan en las esterillas de sus habitaciones».

Yo le dije que no. Glotón de Sangre me miró y luego vociferó al hombre gordo: «¡Sí. Yo sí quiero probar un poco de ese dulce! ¡Por Huitztli, que también quiero el dulce de él! —Y me señaló con el dedo—. ¡Mándeme las dos a mi cuarto! ¡Y tenga cuidado de enviarme las dos más sabrosas que tenga!».

El posadero murmuró admirado: «Un señor con noble apetito», y se escurrió hacia afuera. Glotón de Sangre todavía enardecido me miró y dijo con exasperación:

«¿No sabes, imbécil baboso, que ése es el
segundo
engaño que las mujeres aprenden en este comercio? Llegarás a su cabaña para encontrarte que ella todavía tiene a su hombre, probablemente dos o tres más, todos ellos zafios pescadores y encantados de conocer a este nuevo pez que ella ha puesto en el anzuelo. Te robarán y te dejarán tan plano y machacado como una tortilla».

Cózcatl dijo con timidez: «Sería una lástima que nuestra expedición terminara antes de tiempo en Tecuantépec».

Yo no escuchaba. Estaba embrutecido no solamente por el
octli
Creía firmemente que aquella mujer era de la clase que yo había deseado en Záachila y que por supuesto no había podido conseguir; de esa clase honesta que no desearía ensuciarse con uno como yo. Aun si, como había expresado Gie Bele, yo sería sólo el primero de muchos otros amantes que pagarían por tener sus favores, yo seguiría siendo el primero. Y todavía, borracho como estaba de bebida, deseo, y aun imbécil, tenía el suficiente sentido como para preguntarme: ¿por qué yo?

«Porque tú eres joven —dijo ella, cuando nos encontramos afuera—. Tú eres lo suficientemente joven como para no haber tenido y conocido a muchas mujeres de la clase que te infectarían. Tú no eres tan guapo como mi difunto esposo, pero casi puedes pasar como un be'n zaa. También eres un hombre de propiedad, quien puede pagar por sus placeres».

Después de que hubimos caminado un poco más en silencio, me preguntó con voz débil: «¿Me pagarás?».

«Claro», le dije con voz estropajosa. Mi lengua estaba tan hinchada por el
octli
, como mi
tepuli
lo estaba por la anticipación.

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