Como recordaba lo que ese mercader me había dicho acerca de un colorante nuevo y aún más raro, un púrpura permanente que de alguna manera estaba relacionado con caracoles y un pueblo llamado Los Desconocidos, le pregunté sobre eso a mi intérprete y a varios de sus amigos mercaderes lo que pudieran saber sobre el particular; pero lo único que conseguí de todos fue un gesto vago de ignorancia y una respuesta como un eco: «¿Púrpura? ¿Caracoles? ¿Desconocidos?». Así es que sólo hice una transacción en Záachila y no fue ese tipo de negocio que un típico
pochtécatl
hubiera podido hacer.
El viejo Gíigu arregló para mí una entrevista de cortesía con Kosi Yuela, el Bishosu Ben Záa, que quiere decir Venerado Orador de la Gente Nube y ese gentilhombre tuvo la amabilidad de agasajarme, invitándome a conocer su palacio para que pudiera admirar sus muebles lujosos. Me interesé en la adquisición de dos de ellos. Uno, fue la reina del Bishosu, Pela Xila, una mujer que hacía que a cualquier hombre se le hiciera agua la boca, pero me contenté con hacer el gesto de besar la tierra delante de ella. Sin embargo, cuando vi un bellísimo tapiz trabajado en pluma decidí que lo tendría.
«Ha sido hecho por uno de sus compatriotas», dijo mi anfitrión y su voz sonó como si yo hubiera sido un impertinente en detenerme a admirar el trabajo de un mexícatl, en lugar de admirar los productos de su pueblo, la Gente Nube. Por ejemplo, las tapicerías abigarradas e interesantes del salón del trono, hechas por apretados nudos coloreados, luego otra vez anudados y vueltos a colorear y así por varias veces más.
Señalando con mi cabeza el tapiz, le dije: «Déjeme adivinar mi señor. Ese trabajo de pluma es de un artista que vino de muy lejos, llamado Chimali».
Kosi Yuela sonrió. «Tiene razón. Estuvo aquí por un tiempo haciendo bosquejos de los mosaicos de Lyobaan, y después no tuvo con qué pagar al posadero excepto con este tapiz. El posadero lo aceptó, aunque no muy contento, y luego vino a quejarse conmigo. Así es que yo le retribuí, porque confío en que el artista vuelva otra vez y lo redima».
«Estoy seguro de que él lo hará —le dije—. Pero yo conozco a Chimali desde hace mucho tiempo y probablemente lo vea antes que usted. Si me lo permite, mi señor, estaré encantado de pagar su deuda y de asumir esto en prenda».
«Sería muy amable de su parte —dijo el Bishosu—. Un favor muy generoso tanto para su amigo como para nosotros».
«No se fije usted en eso —le dije—. Sólo le pago a usted la bondad que ha tenido para con él. Y de todas maneras —y recordé el día que guié al asustado Chimali a su casa, llevando una calabaza en la cabeza—, ésta no será la primera vez que he ayudado a mi amigo en alguna dificultad temporal».
Chimali debió de haber vivido muy bien durante su estancia en la posada, pues me costó un bulto completo de pedacitos de estaño y cobre para liquidar su deuda. Sin embargo, el tapiz fácilmente valdría diez o veinte veces más. Ahora, probablemente su valor sería de cien veces más, ya que casi todos nuestros trabajos de pluma han sido destruidos y no se han hecho más en estos últimos años. Ya sea porque también los artistas que trabajan la pluma hayan sido destruidos o porque hayan perdido el deseo de su corazón para crear belleza. Así que es muy probable que Su Ilustrísima nunca haya visto uno de esos trabajos deslumbrantes. El trabajo de pluma es mucho más delicado, difícil y lleva más tiempo que cualquier clase de pintura, escultura o joyería. El artista empieza a trabajar con una pieza del más fino algodón, fuertemente estirada sobre un panel o marco de madera. Sobre la tela dibuja suavemente las líneas del motivo que ya tenía en mente, luego, cuidadosamente llena todos los espacios con plumas de colores, quitando el cañón a cada una para utilizar la parte más suave de ésta. Pega, quizá, miles y miles de plumas, una por una, con gotas diminutas del líquido del hule. Algunos que se llamaban a sí mismos artistas, negligente y suciamente falseaban el trabajo utilizando solamente plumas blancas de pájaros, las cuales teñían con pinturas y colorantes según lo iban requiriendo y ajustando sus formas para llenar los lugares más intrincados del diseño. Sin embargo, los verdaderos artistas usaban sólo las plumas de colores naturales y con mucho cuidado escogían exactamente el matiz correcto en todos los grados de colores y usaban plumas largas o cortas, rectas o curvas según lo pedía el dibujo. Dije «largas», sí, pero rara vez había en cualquiera de esos trabajos una pluma más grande que el pétalo de una violeta y la más pequeña era más o menos del tamaño de una pestaña humana. Un artista debía separar cuidadosamente, comparar y seleccionar de entre un bulto de plumas tan grande que podría Henar este cuarto en el que nosotros estamos sentados. No sé por qué Chimali, por esta vez, hizo a un lado su pintura y en lugar de ello escogió el trabajo de pluma para hacer la escena de un paisaje. Lo hizo con la perfección de un maestro con muchos años de experiencia en ese tipo de trabajo. En el claro de un bosque bañado por el sol, un jaguar yacía descansando entre flores, mariposas y pájaros. El dibujo de cada pájaro estaba hecho con las plumas de su especie, cada pájaro azulejo, por ejemplo, había requerido que Chimali buscara las más pequeñitas plumas azules de cientos de verdaderos azulejos. El verdor no era solamente masas de plumas verdes; cada hoja individual de hierba o de un árbol, era una pluma separada en diferente tono de verde. Conté más de treinta plumas minúsculas que componían el diseño de una pequeña mariposa en color pardoamarillo. La firma de Chimali era la única parte del paisaje hecha en un solo color sin matiz, con las plumas rojizas de la huacamaya y la huella era mucho más pequeña como de la mitad de su tamaño real.
Tomé el tapiz, lo llevé a nuestra posada y se lo di a Cózcatl diciéndole que sólo dejara en la tela la marca escarlata de la huella de la mano. Cuando él hubo quitado cada una de las plumas del tapiz, yo las apiñé por separado, mezclándolas confusamente dentro de la tela otra vez. La enrollé y la até fuertemente y la llevé de nuevo al palacio. Kosi Yuela no estaba, pero su reina Pela Xila me recibió y le entregué a ella el paquete atado, diciendo:
«Solamente en caso de que el artista Chimali regrese por este camino antes de que yo lo encuentre, mi señora, tenga la bondad de decirle que esto es una prueba de amistad… que todas sus deudas serán pagadas similarmente».
El único camino hacia el sur de Záachilá era a través de las altas hileras de montañas llamadas Tzempuüla y ése fue el que seguimos; a través de ellas, día tras día interminablemente. A menos de que usted haya escalado alguna montaña. Su Ilustrísima, no sé cómo podría expresarme para que supiera lo que es escalar una. No sé cómo podría hacerle sentir los músculos en tensión y la fatiga, las magulladuras y los arañazos, el sudor chorreante y la tierra que se mete en las sandalias, el vértigo de las alturas y la sed insaciable durante los días cálidos, la necesidad continua de vigilar cada uno de nuestros pasos, las veces que el corazón se nos paraba en un instante de miedo, dos resbalones por cada tres pasos que dábamos hacia arriba y el descenso casi tan arduo y peligroso… y después de sufrir todo eso, ni siquiera encontrábamos una tierra llana en donde poder negociar, sino otra montaña… Cierto que había una vereda, así es que no perdíamos nuestro camino. Había sido hecha por y para los fuertes hombres de la Gente Nube, aunque eso no quería decir que a ellos les gustara viajar por allí. No había ninguna vereda que permaneciera firme o fuertemente hollada, pues continuamente se estaban desprendiendo pedruscos de las montañas. En algunas partes, el camino se encontraba lleno de pequeños fragmentos de pedazos de roca que se deslizaban metiéndose en nuestras sandalias y nos amenazaba con despeñarnos en cualquier momento. En otros lugares, la vereda cruzaba por una zanja honda causada por la erosión y de su fondo salíamos con los tobillos torcidos por las rocas que se volteaban y los restos de tierra podrida que se desmoronaba. En otros, se tornaba en una estrecha escalera en espiral de roca, cuyos escalones eran lo suficientemente anchos como para que nuestros dedos de los pies se pudieran afianzar. En otros, era sólo un desfiladero suspendido en el flanco de la montaña, con una pared de roca escarpada de un lado, que parecía ansiosa de querer empujarnos a todos sobre el profundo abismo que yacía del otro lado. Muchas de las montañas eran tan altas que nuestra ruta nos llevó algunas veces por encima de los bosques. Allí arriba, no había ninguna vegetación, excepto los pocos líquenes que crecían entre las grietas o que se apretujaban siempre verdes y retorcidos por el viento, ya que había muy poca tierra para que cualquier otra planta pudiera echar raíces. Esos pasos habían sido erosionados desde la base de la roca; muy bien pudimos estar escalando a lo largo de una de las expuestas costillas del esqueleto de la tierra. Tan pronto como subíamos y bajábamos esos picos, jadeábamos como si estuviéramos compitiendo entre nosotros por el poco aire insustancial que allí había.
Los días eran todavía calientes, demasiado calientes para un ejercicio tan riguroso. Pero las noches eran tan frías en aquellas alturas como para herirnos hasta la médula de los huesos. Si hubiéramos podido escoger, habríamos viajado solamente de noche para que el ejercicio nos hubiera mantenido calientes, y habríamos dormido durante el día en lugar de esforzarnos bajo el peso de nuestros bultos, sudando y palpitando hasta caer casi desfallecidos. Pero ningún ser humano hubiera podido moverse a través de esas montañas en la oscuridad, sin romperse por lo menos una pierna y probablemente también el cuello. Solamente dos veces durante esa parte de la jornada, nos encontramos con aldeas pobladas. Una fue Xalapan, una aldea de la tribu huave, que son oscuros de piel, feos y desagradables. Nos recibieron con grosería y nos impusieron un precio exorbitante que nosotros tuvimos que pagar. La comida que nos dieron fue abominable; un grasoso estofado de riñones de zorra, que por lo menos ayudó a que nuestras provisiones no disminuyeran. Las chozas de paja que nos cedieron olían mal y estaban llenas de lombrices, pero por lo menos nos mantuvieron resguardados del viento nocturno de la montaña. La otra aldea fue Nejapa, en donde fuimos más cordialmente recibidos y agradablemente tratados con hospitalidad, nos alimentaron bien e incluso nos vendieron algunos huevos de sus aves, para llevárnoslos cuando nos fuéramos. Desafortunadamente, la gente de esa aldea eran chinanteca, quienes, como ya mencioné hace bastante tiempo, padecían la enfermedad que ustedes llaman pinto. Aunque todos sabíamos que no era contagiosa, excepto quizá por acostarse con sus mujeres y a ninguno de nosotros se nos ocurrió hacerlo, el solo hecho de ver todos aquellos cuerpos manchados de azul, nos hizo sentirnos casi tan sarnosos e inconfortables en Nejapa como lo estuvimos en Xalapan.
En muchas partes que pasamos, tratamos de seguir las instrucciones del rudo mapa que yo llevaba y así pudimos acampar cada noche en una cañada entre dos montañas. Usualmente encontrábamos por lo menos un arroyo de agua fresca, crecimientos de
mexixin
, mastuerzo, coles de pantano u otras verduras comestibles. La ventaja que había en las tierras bajas era que un esclavo no necesitaba pulverizar la yesca durante media noche para encender un fuego, como lo haría en el aire delgado de las alturas, antes de que pudiera generar suficiente calor para prender la mecha y conseguir un fuego para el campamento. Sin embargo, ya que ninguno de nosotros, a excepción de Glotón de Sangre, nunca antes habíamos viajado por esa ruta, y ya que él no siempre podía acordarse exactamente de todas las subidas y las bajadas, la oscuridad, frecuente y maliciosamente, nos cogía mientras nosotros ascendíamos o descendíamos por una montaña.
Una de esas noches, Glotón de Sangre me dijo con disgusto: «Ya estoy cansado de comer carne de perro y frijoles; después de todo sólo nos quedarán tres perros esta noche. Éste es el país de los jaguares. Mixtli, tú y yo estaremos despiertos para tratar de cazar alguno».
Glotón de Sangre buscó algunos troncos que estuvieran cerca de nuestro campamento, hasta que al fin encontró uno hueco y muerto, lo socavó haciendo un cilindro del largo de su antebrazo. Tomó la piel que le habían quitado al perrito, que el esclavo Diez estaba asando en esos momentos, y la extendió sobre el hueco del tronco atándola al final del mismo, en donde él la anudó con un cordón, como si fuera un rudo tambor. Después le hizo un agujero en medio y a través de él dejó pasar una tira de cuero crudo y también la anudó para que no se deslizara. Así la tira quedó vertical y firme dentro del tambor y Glotón de Sangre metió su mano por la abertura que éste tenía del otro lado. Cuando él pellizcó la fluctuante tira pasando al mismo tiempo su calloso dedo a lo largo de la piel del tambor improvisado, éste sonó como un gruñido áspero, exactamente igual al de un jaguar.
«Si por aquí cerca o en los alrededores hay un gato —dijo el viejo guerrero—, su primitiva curiosidad le llevará a investigar la luz del fuego de nuestro campamento; pero se aproximará contra el viento y no muy cerca. Tú y yo, también iremos contra el viento hasta encontrar un lugar confortable en el bosque. Tú te sentarás y rascarás el tambor, Mixtli, mientras yo me esconderé con una hilera de lanzas a mano. El humo de la hoguera, esparcido por el viento cubrirá lo suficiente nuestro olor y tu llamada hará que se vuelva lo suficientemente curioso como para venir directamente hacia nosotros».
No estaba muy entusiasmado que digamos, con la idea de jugar a incitar a un jaguar, pero dejé que Glotón de Sangre me mostrara cómo trabajar en su invento, haciendo ruidos a diestro y siniestro, a irregulares intervalos, gruñidos cortos y largos. Cuando terminamos de comer, Cózcatl y los esclavos se envolvieron en sus cobijas, mientras Glotón de Sangre y yo nos internábamos en la oscuridad de la noche.
Cuando el fuego de nuestro campamento era sólo un resplandor en la distancia, pero podíamos todavía oler débilmente el humo, nos detuvimos en lo que Glotón de Sangre dijo que era un claro, aunque muy bien hubiera podido ser una de las cuevas de El Hogar Santo, por todo lo que yo podía ver. Me senté en una roca mientras él iba hacia algún lugar detrás de mí, quebrando ramas a su paso y cuando todo estuvo en silencio empecé a aporrear la tira de cuero crudo del improvisado tambor… un gruñido, una pausa, un gruñido y un rugido, una pausa, tres ásperos gruñidos…
El sonido era casi tan exacto al que hacía un gato grande mientras vagaba gruñendo caprichosamente, que hasta mi propia espalda se erizó. Sin desearlo realmente, recordé algunas historias acerca del jaguar que había escuchado de cazadores experimentados. El jaguar, decían ellos, nunca tiene que estar muy cerca de su presa. Tiene la habilidad de hipar violentamente y su aliento dejará incapacitada a su víctima, entorpeciéndola, pasmándola, aun a la distancia. Un cazador que utilice flechas debe siempre tener cuatro en su mano, porque el jaguar también es notorio en su habilidad de saber esquivar las flechas y después, como un insulto, las toma entre sus dientes y las convierte en astillas. Así es que un cazador debe disparar las cuatro flechas una detrás de otra, con la esperanza de que por lo menos una surta efecto, porque es bien sabido que él no podrá tomar más de cuatro flechas antes de que el hipo del gato lo alcance.