Sí, mis señores, la cruz de ellos es prácticamente igual a su cruz Cristiana. Como ésta, el palo principal es un poco más largo que el que la cruza, la única diferencia es que en la parte de arriba y a ambos lados, los remates son en forma comba y tallados como una hoja de trébol. Para esos pueblos, el significado religioso de esa cruz es la simbolización de los cuatro puntos y el centro del compás. Sin embargo, también tenía un uso práctico. En cualquier lugar despoblado de la selva en donde encontráramos esa cruz de madera pesada y larga, sabíamos que ésta no demandaba: «¡sed reverentes!», sino: «¡estad contentos!», porque ella marcaba la presencia cercana de agua clara y fresca.
Las montañas cada vez se fueron haciendo más escarpadas
y
más escabrosas, hasta que llegaron a ser tan grandes como aquellas que habíamos dejado atrás en Uaxyácac, pero aunque para entonces ya habíamos llegado a ser unos montañistas experimentados, no las hubiéramos encontrado tan atemorizantes, excepto porque además del frío usual de las alturas sufrimos un repentino frente frío. Bueno, en aquellas tierras sureñas era aún invierno y para entonces estábamos a mitad de esa estación y el dios Títitl de los días-cortos fue excepcionalmente duro con nosotros durante ese año.
Nos pusimos cuanta ropa llevábamos y empezamos a subir fatigados bajo el peso de nuestra carga y envolvimos nuestras sandalias con trapos bien atados, a lo largo de nuestros pies y piernas. Pero el viento penetraba como una hoja de obsidiana aun a través de esa protección, y en los picos más altos el viento arrastraba nieve, como si fueran delgadas astillas. Entonces, nos sentimos realmente muy contentos de estar rodeados por pinos, ya que juntábamos la savia que manaba de ellos y la cocinábamos hasta que sus aceites irritantes se evaporaban y quedaba solamente un espeso y pegajoso
óxitl
negro que repelía tanto al frío como a la humedad. Después nos desvestíamos y nos untábamos el
óxitl
por todo nuestro cuerpo y nos volvíamos a vestir. A excepción de nuestros ojos y bocas, el resto de nosotros era de un color negro-noche, como siempre había sido pintado el ciego dios Itzcoliuqui. Para entonces, ya nos encontrábamos en la nación de los chiapa y cuando empezamos a llegar a las aldeas más apartadas de la montaña, nuestra apariencia grotesca causó cierta sorpresa. Los chiapa no usaban el
óxitl
negro, pues estaban acostumbrados a cubrir sus cuerpos con sebo de jaguar, cuguar o tapir, como una protección similar contra el mal tiempo. Sin embargo, la gente era casi tan oscura como nosotros lo estábamos; no negra, por supuesto, pero el tono de su piel era del más oscuro pardo-cacao que yo había visto en todas las naciones en que habíamos estado. La tradición de los chiapa cuenta que sus más lejanos ancestros habían emigrado de su tierra original, que estaba mucho más al sur, y su tez venía a confirmar esa leyenda. Obviamente habían heredado el color de sus antepasados, quienes habían sido bien requemados por la fiereza del sol.
Nosotros con gusto hubiéramos pagado por un solo rayo de aquel sol. Cuando nos afanábamos a través de los valles y barrancas protegidos del viento, sólo sufríamos el entumecimiento y el letargo provocado por el tiempo helado, pero cuando se cruzaba una montaña en nuestro camino o paso, el viento cortante silbaba a nuestro alrededor, como flechas disparadas todas a un mismo tiempo, a través de un túnel cavado. Y cuando no había una vereda o un paso, cuando teníamos que escalar todo el camino hacia arriba y a lo largo de la montaña, estaría todo cubierto con nieve o aguanieve cayendo con violencia en su cumbre o nos encontraríamos con nieve vieja ya endurecida en el suelo, que teníamos que vadear o hender para podernos afianzar. Todos nos sentíamos desgraciados, pero uno de nosotros se sentía todavía más miserable que los demás: el esclavo Diez que se sentía agobiado por alguna dolencia.
Como nunca se había quejado o rezagado, ni siquiera sospechamos que se estaba encontrando mal, y ya habían pasado varios días sintiéndose así, hasta que una mañana él cayó bajo el peso de su carga, como si una mano pesada lo hubiera empujado. Trató con todas sus fuerzas de levantarse, pero no pudo y se desplomó cuán largo era sobre el suelo. Cuando nosotros le desligamos la banda que llevaba en la frente y lo despojamos de su carga, volteamos su rostro y descubrimos que estaba tan caliente por la fiebre que el
óxitl
que llevaba pegado se había cocido en su cuerpo como una costra seca incrustada en él. Cózcatl le preguntó solícitamente si él se sentía afectado en alguna parte específica de su cuerpo. Diez le contestó, en su náhuatl incorrecto, que sentía como si en su cabeza le clavaran una
maquáhuitl
, que sentía su cuerpo cubierto de fuego y que le dolían cada una de las articulaciones, pero que por lo demás, nada le molestaba en particular. Le pregunté si había comido algo fuera de lo común o si había sido picado o mordido por alguna criatura venenosa. Él me contestó que sólo había comido los alimentos que todos habíamos compartido y que el único encuentro que había tenido con una criatura era con una completamente inocua, siete u ocho días antes, cuando trató de cazar un conejo para nuestro estofado. Lo había cogido, pero el conejo lo había mordido y había escapado. Me enseñó la marca de los dientes del roedor en su mano y luego rodó lejos de mí y vomitó. Glotón de Sangre, Cózcatl y yo nos sentíamos realmente apenados por eso, pues de todos nosotros el que tuvo que caer enfermo fue Diez, a quien todos queríamos. Nos había ayudado fielmente para salvarnos de los bandidos tya nuü y él era el que más seguido se había ofrecido para desempeñar la tarea femenina de cocinar para todos. Él era el más fuerte de todos los esclavos después del forzudo Cuatro a quien habíamos vendido y que había cargado el bulto más pesado en aquel entonces. También, había estado llevando sumisamente la piel pesada e insalubre del cuguar; y de hecho él todavía la llevaba encima, pues obstinadamente Glotón de Sangre no quería desecharla.
Todos descansamos, hasta que el mismo Diez fue el primero en ponerse de pie para continuar. Toqué su frente y me pareció que la fiebre había disminuido bastante. Miré más de cerca su rostro oscuro y le dije: «Matlactli, te conozco por más de una gavilla de días, pero hasta ahora no caigo en la cuenta. Tú perteneces a esta nación chiapa. ¿No es así?».
«Sí, amo —dijo débilmente—. Soy de la ciudad capital de Chiapán. Es por lo que me urge llegar. Espero que usted sea lo suficientemente bondadoso como para venderme allá».
Así es que él levantó su bulto, deslizó otra vez la banda alrededor de su frente y todos continuamos, pero a la caída de la larde de ese mismo día se tambaleaba de una manera tan lastimosa que era muy difícil que pudiera continuar, pero aun así, siguió insistiendo en seguir caminando y rehusó nuestras sugerencias de hacer otro alto o de aligerar su carga; no lo hizo hasta que encontramos un valle protegido por el viento, con una cruz marcando un arroyo helado que corría a través de él, y allí acampamos.
«No hemos matado ningún gamo últimamente —dijo Glotón de Sangre— y ya se nos han acabado los perros. Sin embargo, Diez debe tener algún alimento nutritivo y fresco, no solamente
atoíi y
ventosos frijoles. Que se pongan Tres y Seis a prender el fuego y mientras ellos lo encienden, pues les costará bastante hacerlo, yo voy a ver qué pesco por ahí».
Él encontró una vara en forma de horquilla y con los pedazos de nuestras ropas gastadas fabricó una red y fue al arroyo para probarla. Regresó después de un rato diciendo: «Cózcatl lo hubiera podido hacer. Estaban entumecidos por el frío», y nos mostró un manojo de peces verde-plata, ninguno más largo de una mano ni más grueso de un dedo, pero lo suficiente para hacer nuestro puchero. Aunque cuando los vi, no estaba muy seguro de quererlos comer y así se lo dije.
Glotón de Sangre hizo a un lado mi objeción: «No importa que sean feos, son muy sabrosos».
«Pero si se ven tan raros —se quejó Cózcatl—. ¡Cada uno tiene cuatro ojos!».
«¡Sí, es muy listo este pez… estos peces! Flotan apenas bajo de la superficie del riachuelo, con los ojos de encima buscan insectos en el aire y con los de abajo están alerta para pescar alguna presa bajo el agua. Quizás puedan dar a nuestro enfermo Diez un poco de su propia vitalidad».
Si se la dieron fue sólo para que no pudiera tener el sueño tranquilo que tanto necesitaba. Desperté varias veces oyendo al nombre enfermo agitarse y toser arrojando flemas y murmurando incoherencias. Una o dos veces me di cuenta de que murmuraba una palabra que parecía sonar como «binkizaka» y a la mañana siguiente llevé a Glotón de Sangre aparte para preguntarle si tenía alguna idea de lo que eso significaba.
«Sí, es una de las pocas palabras extranjeras que conozco —dijo con altanería, como si con eso le confiriera mucha importancia—. Los
binkizaka
son criaturas mitad humanas y mitad animales, que habitan en las alturas de las montañas. Me han contado que son los hijos detestables y horrorosos de las mujeres que se han apareado en forma no natural, con jaguares, o monos, o cualquier otro animal. Cuando oigas un ruido como de un trueno en las montañas y que no haya tormenta, lo que oyes es a un
binkizaka
haciendo diabluras. Personalmente creo que esos ruidos son provocados por caídas y deslizamientos de rocas, pero ya conoces la ignorancia de los extranjeros. ¿Por qué lo preguntas? ¿Has escuchado ruidos extraños?».
«Sólo he oído a Diez hablando en sueños, creí que estaba delirando. Y creo que está mucho más enfermo de lo que suponemos».
Así es que desoyendo sus muchas protestas, tomamos su carga y la dividimos entre el resto de nosotros y solamente le dejamos a él la piel del león de la montaña, para que la llevara ese día. Ya sin carga, caminaba bastante bien, pero podía darme cuenta cuando sentía un escalofrío, porque se encogía bajo la piel dura arrebujándose en ella para cubrir su tosco taparrabo. Después, cuando el escalofrío pasaba y la fiebre lo atormentaba, se quitaba la piel y aun abría sus vestiduras para que por ellas penetrara el aire frío de la montaña. También respiraba con un sonido burbujeante, cuando no estaba tosiendo o carraspeando, y escupía esputos excepcionalmente malolientes.
Íbamos escalando una montaña de considerable altura, pero cuando llegamos a su cumbre nos encontramos con el camino cortado. Nos detuvimos al borde de un cañón que corría de norte a sur, uno de los más profundos que jamás había visto antes. Estaba cortado a filo en hileras, como si un dios enojado hubiera dejado caer desde el cielo una
maquáhuitl
del tamaño del dios. Era una vista que quitaba el aliento por lo impresionante, bella y engañosa, todo a un mismo tiempo. Aunque un frío helado soplaba en donde nosotros estábamos parados, era evidente que éste nunca penetraba en el cañón, porque las cercanas paredes perpendiculares estaban festonadas por flores colgantes de todos los colores. En lo más profundo de su fondo, en donde se veían florestas, árboles floridos y suaves praderas, un hilo de plata cruzaba y parecía, desde donde nosotros estábamos parados, un simple arroyo.
Afortunadamente, no tratamos de descender hacia las invitadoras profundidades, sino que volviéndonos hacia el sur, seguimos la orilla del cañón hasta que ésta gradualmente se fue deslizando hacia abajo. Ya había caído la tarde cuando llegamos a la orilla de aquel «arroyo», que fácilmente podría medir cien pasos de orilla a orilla. Después supe que aquel arroyo, el río Suchiapa, es el más ancho, profundo y rápido de todos los Del Único Mundo. Ese cañón que cruza cortando las montañas de Chiapa, también es único en todo El Único Mundo, por su longitud: cinco largas-carreras de largo y de la orilla al fondo tiene cerca de media larga-carrera de profundidad. Llegamos a una planicie en donde el aire era caliente y el viento más suave. También llegamos a una aldea, aunque pobre. Era llamada Toztlan, apenas era lo suficientemente grande como para llevar un nombre y la única comida que los aldeanos nos pudieron ofrecer fue un cocido de carne de búho tan desagradable, que me produce asco sólo el recordarlo. Sin embargo, Toztlan tuvo una choza lo suficientemente grande como para que todos pudiéramos dormir, por primera vez en varias noches, bajo techo. La aldea también tenía cierta clase de físicos.
«Yo solamente soy doctor en hierbas —dijo él disculpándose en su mal hablado náhuatl, después de haber examinado a Diez—. Le he dado al paciente una purga y no puedo hacer más por él. Pero mañana ustedes llegarán a Chiapán y allí encontrarán a muchos doctores de pulso famosos».
No sabía qué clase de doctores-de-pulso podrían ser, pero al día siguiente lo único que podía esperar es que fuera un doctor de hierbas, pero más avanzado.
Antes de llegar a Chiapán, Diez se desmayó y tuvimos que cargarlo sobre la piel del cuguar, que llevó puesta todo el tiempo. Lo cargamos en turnos de cuatro, cogiendo la improvisada litera por las patas de la piel, mientras Diez acostado en ella se quejaba, entre espasmos y toses, de que varios
binkizaka
estaban sentados en su pecho y no lo dejaban respirar.
«Uno de ellos también me está mordiendo. ¿No lo ven?». Y levantaba su mano. Lo que nos mostraba era sólo el lugar en donde el conejo lo había mordido, pero que por alguna razón se había ulcerado convirtiéndose en una llaga abierta. Nosotros, que lo cargábamos, tratábamos de decirle que no veíamos a nadie sentado sobre él ni mordiéndolo y que su problema había sido el aire enrarecido de aquella alta llanura. A nosotros mismos nos costaba tanto trabajo respirar, que ninguno lo podía cargar por mucho tiempo sin tener que ser relevado.
Chiapán no se parecía en nada a una ciudad capital. No era más que cualquier otra aldea situada a la orilla de un tributario del río Suchiapa, y yo supuse que era la capital en virtud de que era la más grande de todas las demás aldeas de la nación chiapa. También, algunos de sus edificios eran de madera o de adobe, en lugar de ser como los otros, chozas de troncos y paja. Además había los restos en ruinas de viejas pirámides.
Llegamos a la aldea caminando vacilantes por la fatiga y preguntando por un doctor de pulso. Una persona que pasaba, bondadosamente se detuvo a escuchar nuestros incomprensibles, aunque obvios gritos de urgencia y se aproximó a ver a Diez, quien estaba inconsciente. Entonces exclamó: «¡Macoboo!», y gritó algo más en su lenguaje, lo que hizo que se acercaran corriendo dos 0 tres personas más que por allí pasaban. Después nos hicieron gestos con la cabeza para que los siguiéramos a la casa del doctor, quien sabía hablar en náhuatl, según entendimos por sus gestos.