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Authors: Gary Jennings

Tags: #Histórico

Azteca (122 page)

Sólo una diosa bondadosa se atreve a caminar entre ese horrible desierto, para meterse entre las garras de esas plantas tan feas y suavizar su naturaleza tan mala, con su caricia. Ésta es Xochiquétzal, la diosa del amor y de las flores, la diosa más amada por mi ya ha muchos años difunta hermana Tzitzitlini. Cada primavera, aunque sólo por poco tiempo, la diosa embellece hasta el más feo de los arbustos y de los cactos. Durante el resto del año, le parecerá a cualquier viajero que Xochiquétzal ha abandonado el desierto y lo ha condenado a una continua fealdad, pero no es así, pues yo hice lo que había hecho en mi lejana infancia, cuando sólo podía ver las cosas de cerca, esas cosas que no llamarían la atención de las personas que tienen una visión normal, y encontré flores en el desierto, para cada estación, que sobresalían entre las enredaderas, largas y espesas, que se arrastraban sobre la tierra. Eran flores muy pequeñas, casi invisibles a menos que uno las buscara, pero eran flores y por eso sabía que Xochiquétzal estaba allí.

Aunque una diosa pueda existir en el desierto con facilidad y sin peligro, no es un medio adecuado para un ser humano. Todo lo que hace la vida tolerable escasea allí o no existe en absoluto. Si un hombre ignorante de la naturaleza del desierto trata de cruzarlo sin prepararse para ello, pronto encontrará la muerte y ésta no será rápida ni fácil. Para mí, aunque ésa fue mi primera aventura en el desierto, no desconocía lo que éste era e iba preparado. Cuando había estado en la escuela, en donde se nos enseñaba cómo ser guerreros, el Quáchic Glotón de Sangre había insistido en incluir ciertas enseñanzas para poder sobrevivir en un desierto. Por ejemplo, gracias a sus enseñanzas jamás me faltó agua. La fuente más común es el cacto
comitl
, y es por lo que se llama
comitl
, jarra. Escogía un cacto grande y le ponía una rueda de ramitas alrededor de su tronco, las encendía y esperaba hasta que el calor lanzara la humedad del
comitl
hacia su interior. Después sólo tenía que cortar la parte superior de ese cacto, moler la pulpa y exprimir el agua que salía de ella sobre mi bolsa de cuero. Todas las noches, solía cortar también uno de los cactos más altos, de tronco recto, y acostarlo con su punta recargada sobre una piedra, para que se doblara por en medio. A la mañana siguiente toda la humedad se encontraba en medio y sólo tenía que cortar allí y dejar que el agua escurriera sobre mi cuero.

Pocas veces tuve carne para asar sobre mi fogata nocturna, salvo alguna que otra lagartija que sólo servía para dos bocados, aunque una vez tuve un conejo que todavía estaba pataleando cuando se lo quité al buitre que lo acababa de atrapar. Pero la carne no es indispensable para el sostenimiento de la vida. En el transcurso del año, el árbol de
mizquitl
está festonado de semillas, unas verdes y otras parduscas; las verdes son las nuevas y las pardas las que sobraron del año anterior. Las semillas verdes se pueden cocer en agua caliente hasta que quedan tiernas y luego se aplastan para hacer de ellas una pulpa comestible. Las semillas secas que están dentro de las vainas viejas, se pueden moler entre dos piedras hasta que tengan una consistencia harinosa. Ese polvo se puede llevar como
pinoli y
cuando no se cuenta con un alimento más fresco, éste puede mezclarse con agua y hervirse. Bueno, sobreviví y caminé por ese desierto horrible durante todo un año, pero no es necesario que lo describa más, ya que cada larga-carrera era igual a la anterior. Sólo agregaré, por si ustedes, reverendos frailes, todavía no alcanzan a imaginarse toda su grandeza, extensión y soledad, que estuve caminando en él aproximadamente un mes entero sin encontrarme a otro ser humano.

De lejos, porque tenía el color de la tierra del desierto, creí que era tan sólo una extraña colinita de arena, pero al acercarme vi que era un ser humano sentado. Muy contento, pues llevaba mucho tiempo sin ver a nadie, le grité, pero no me contestó. Conforme me iba acercando, le gritaba, pero ni así recibí respuesta, pero para entonces ya estaba lo suficientemente cerca como para ver que la boca del extraño estaba abierta, como si estuviera gritando.

Entonces, me detuve sobre la figura de una mujer desnuda sentada sobre la arena y cubierta con una ligera capa de arena. Si es que alguna vez gritó, ya no podía hacerlo, pues estaba muerta, con sus ojos y su boca bien abiertos. Estaba sentada con sus piernas extendidas y abiertas, con sus manos recargadas sobre la tierra, como si se hubiera muerto mientras trataba de levantarse. Toqué sus hombros arenosos, su piel era suave y todavía no estaba fría, lo que indicaba que había muerto hacía poco. Apestaba, pues estaba muy sucia, pero sin duda yo olía igual, y su pelo largo estaba lleno de pulgas de arena, que si no hacían que éste se moviera, era porque estaba muy enredado. Sin embargo, con un buen baño, ella habría sido bastante bonita, tanto de cara como de cuerpo, y era más joven que yo, sin tener signos de enfermedad o de lesión, así es que yo estaba perplejo ante la causa de su muerte. Durante el último mes, había caído en el hábito de hablar conmigo mismo a falta de otra persona, así es que me dije con tristeza: «Este desierto está abandonado de los dioses o los dioses me han abandonado a mí. Tuve, por un lado, la suerte de encontrarme con lo que tal vez fuera la única persona existente en todo este desierto, y que resultó ser una mujer. Ella hubiera sido la compañera ideal para viajar, pero por desgracia ya es un cadáver. Si hubiera llegado un día antes, tal vez hubiera aceptado compartir mi viaje, mi cobija y mis atenciones, pero como está muerta, la única atención que le puedo dar es la de enterrarla antes de que lleguen los buitres».

Solté mi morral y mi bolsa de cuero con agua y comencé a excavar un hoyo en la arena con mi
maquáhuitl
, pero sentía como si me mirara con reproche, por lo que decidí que sería mejor acostarla para que descansara, mientras yo excavaba su tumba. Dejé caer mi espada y tomé a la mujer de los hombros para acostarla de espaldas, pero me llevé una gran sorpresa. Resistió la presión de mis manos e insistió en permanecer en esa postura, como si fuera una muñeca cosida por en medio, para poder conservar esa posición. No podía entender la renuencia del cadáver, pues sus músculos no estaban tiesos todavía, lo comprobé al levantar uno de sus brazos y encontrarlo bastante flexible. Traté otra vez de moverla y su cabeza cayó sobre uno de sus hombros, pero su torso no se movió. Entonces pensé algo muy loco, ¿acaso los habitantes del desierto al morir, echaban raíces para quedarse en un solo lugar? ¿Acaso esos habitantes no se convertían, poco a poco, en esos gigantescos cactos con figuras humanas?

Retrocedí un poco para examinar el cadáver, que incomprensiblemente había resultado ser tan terco y me volví a sorprender, cuando algo me picó fuertemente en la espalda. Me volví y me encontré en medio de un semicírculo de flechas, todas apuntándome. Cada una de ellas estaba colocada sobre la cuerda tensa de un arco, cada arco la sostenía un hombre ceñudo y enojado, y cada hombre vestía solamente un taparrabo muy sucio de piel desgarrada, una capa de mugre y unas cuantas plumas en su pelo sin brillo. Eran nueve hombres. Debo admitir que como había estado tan preocupado con ese hallazgo tan peculiar, y como ellos se esforzaron en rodearme tan silenciosamente, ni siquiera los olí mucho antes de que se acercaran, pues apestaban igual que la mujer muerta, pero multiplicado por nueve.

«¡Chichimeca!», exclamé para mí o quizás lo hice en voz alta. Lo que sí les dije fue:

«Acabo de encontrar a esta infeliz mujer y sólo trataba de ayudarla».

Como eso lo dije lo más rápido que pude, con la esperanza de detener sus flechas antes de que las lanzaran, hablé en mi propia lengua, pero a la vez acompañé mis palabras con gestos comprensibles hasta para unos salvajes y aun en ese momento tan tenso, pensé que si llegaba a vivir lo suficiente, tendría que aprender otra nueva lengua. Pero grande fue mi sorpresa, cuando uno de los hombres que me había picado con la punta de su flecha, un hombre casi de mi estatura y casi de mi tamaño, me contestó en comprensible náhuatl.

«La mujer es mi esposa».

Tragué saliva y le dije con un tono de condolencia, como cuando uno tiene que dar una mala noticia: «Siento decirle que
era
su esposa. Parece ser que murió hace un rato. —La flecha del chichimeca, mejor dicho, las nueve flechas, seguían apuntándome. Rápidamente agregué—. Yo no fui la causa de su muerte. Ya la encontré así. Y no tenía ninguna intención de molestarla, aun si la hubiera encontrado viva».

El hombre se rió roncamente, sin humor.

«Es más —continué diciendo—, estaba a punto de hacerle el favor de enterrarla antes de que los buitres la despedazaran». E indiqué el lugar en donde estaba mi
maquáhuitl
. El hombre contempló el hoyo que había empezado a excavar, luego hacia arriba, en donde ya rondaban los buitres y por último me miró fijamente y su expresión de dureza se relajó un poco. Él me dijo: «Es usted muy amable, forastero», y bajó su flecha aflojando la tensión de su arco.

Los otros ocho chichimeca hicieron lo mismo, y metieron sus flechas entre sus cabellos enredados. Uno de los hombres se empinó para recoger mi
maquéhuitl
y la examinó detenidamente, mientras otro empezó a registrar el contenido de mi morral. Quizás me robaran lo poco que llevaba, pensé, pero por lo menos parecía que no me iban a matar inmediatamente, por ser un intruso. Tratando de seguir aparentando amabilidad le dije al viudo:

«Siento mucho su pena. Su esposa era joven y bonita. ¿De qué murió?».

«De ser una mala esposa —me contestó melancólicamente. Luego dijo—: La mordió una serpiente de cascabel».

No vi ninguna relación entre esas dos frases y sólo pude contestar: «Qué extraño, no parecía estar enferma».

«No, si se restableció del veneno —gruñó el hombre—, pero antes, pensando que iba a morir, se confesó con La Que Come Suciedad, delante de mí. Lo único que confesó a Tlazoltéotl fue que se había acostado con un hombre de otra tribu y luego tuvo la desgracia de no morir de la picadura».

Movió su cabeza sombríamente y yo hice lo mismo. Él continuó:

«Esperamos a que se recuperara, porque no estaría bien ejecutar a una mujer enferma. Cuando se alivió y estuvo fuerte otra vez, la trajimos aquí. Esta mañana. Para morir».

Observé los restos, preguntándome qué clase de ejecución se le pudo dar a la víctima, sin que dejara ninguna huella, sólo los ojos muy abiertos y también la boca, en un grito silencioso.

«Ahora veníamos a quitarla de aquí —concluyó el viudo—. Un buen lugar para ejecutar es muy difícil de encontrar en el desierto, así que no profanamos éste al dejar la carroña, para atraer a los buitres y a los coyotes. Fue muy gentil de su parte, forastero, el haber apreciado eso. —Dejó caer su mano amigablemente sobre mi hombro—. Pero nosotros atenderemos nuestro difunto y después tal vez quiera compartir nuestra comida en el campamento».

«Con gusto», le dije y mi estómago vacío gruñó, pero lo que luego presencié me quitó el apetito.

El hombre se acercó a donde estaba sentada su esposa y la movió de un modo que a mí jamás se me hubiera ocurrido. Yo traté de acostarla, pero él la sujetó por debajo de las axilas y la alzó. Aun así vi que se resistía y él tuvo que hacer un gran esfuerzo. Entonces, se oyó un ruido horrible como cuando algo se destapa y se desgarra, como si la parte de abajo de la mujer efectivamente hubiera
echado
raíces en la tierra, y se desprendió de la estaca sobre la que había estado empalada.

Entonces, comprendí por qué el hombre había dicho que un lugar de ejecución no era fácil de encontrar en el desierto. Tenía que haber un árbol con la medida justa, que creciera derecho y sin raíces que obstruyeran. Ese palo había sido un pequeño
mizquitl
, del grueso de mi brazo y cortado a la altura de mi rodilla, y luego punteado hasta hacer una punta filosa en la parte de arriba, pero sin pulir la madera. Me pregunté si sería el esposo quien tan delicadamente había posado a su esposa en ese artefacto y si lo había hecho poco a poco o de un solo empujón para que no sufriera mucho. Seguí pensando en eso, pero no hice ni una pregunta.

Al llevarme a su campamento, los nueve hombres trataron de que me sintiera a gusto allí y me trataron con amabilidad todo el tiempo que permanecí entre ellos. Habían inspeccionado detenidamente mis pertenencias, pero no robaron nada, ni siquiera mi bultito de pedacitos de cobre. Sin embargo, creo que su comportamiento habría sido otro si hubiera llevado algo de valor o si hubiera llegado con un grupo de cargadores. Después de todo, esos hombres eran chichimeca.

Siempre que nosotros los mexica pronunciábamos ese nombre, lo hacíamos con desprecio, burla y odio, de forma parecida a cuando ustedes los españoles hablan de los «bárbaros» y de los «salvajes». El nombre chichimeca viene de la palabra
chichine
, una de nuestras palabras que significa perro. Cuando decimos chichimeca, nos referimos a esa gente como la Gente Perro y en esos momentos me encontraba entre ellos, entre esa gente sin hogar, sucia, siempre vagando en el desierto, no lejos de las tierras otomí. (Ésa fue la razón por la que me indigné tanto, cuando diez años atrás los rarámuri me tomaron por un chichimécatl). Despreciábamos bastante a los chichimeca que se encontraban en esas tierras, al norte, pero era una creencia popular que todavía los había de un nivel más bajo. Se creía que todavía más al norte de donde habitaba esa Gente Perro, había tribus desérticas, aún más bravas, a las que les pusimos el nombre de teochichimeca, o como dirían ustedes, «Gente aún más perra». Y en la región del extremo norte, supuestamente vivían tribus todavía más peligrosas a las que nosotros llamábamos los zacachichimeca o como quien dice, «la más depravada Gente Perro».

Sin embargo, debo decirles que después de haber viajado a través de todas esas tierras desérticas, jamás encontré esas tribus inferiores o superiores entre sí. Todos eran igual de ignorantes, sin sensibilidad y con frecuencia inhumanamente crueles, pero ese cruel desierto era el que los había hecho así. Todos vivían en una suciedad tal que repugnaría a cualquier persona civilizada o a un Cristiano, y comían alimentos que revolverían el estómago a un hombre de la ciudad. No tenían casas, comercio o artes, porque continuamente se veían en la necesidad de vagar para arrancar del desierto el poco alimento que éste les daba. Aunque las tribus chichimeca entre las que viajé hablaban un náhuatl comprensible o algún dialecto parecido, no sabían el conocimiento-de-palabras ni tenían otro tipo de educación, y las costumbres y los hábitos de algunas de ellas eran repugnantes. Sin embargo, mientras que habrían horrorizado a cualquier comunidad civilizada si alguna vez la hubieran visitado, debo decir que los chichimeca se habían adaptado admirablemente a vivir en ese desierto inclemente, y sé de muy pocos hombres civilizados que hubieran podido hacerlo. El primer campamento que visité, el único hogar que esa gente conocía, era un pedazo más del desierto del que se habían apoderado, porque sabían que había una corriente de agua subterránea que les era accesible al excavar un poco en esa parte de arena. El único aspecto hogareño que tenía el campamento eran las fogatas prendidas para cocinar y alimentar a las dieciséis o dieciocho familias de la tribu. A excepción de las ollas y utensilios muy rudimentarios, no tenían muebles. Amontonadas cerca de la fogata se encontraban todas las armas que poseía la familia, para cazar, así como todos sus aperos: un arco, flechas, una jabalina con su
atlatl
, un cuchillo para pelar, un hacha para cortar carne y demás utensilios. Pocas eran las armas que estaban bien punteadas o tenían filo de obsidiana, ya que esa piedra era muy difícil de encontrar en aquellas regiones. La mayoría de las armas estaban hechas de madera de
quauxeloloni
ya que ésta era tan dura como el cobre, y los chichimeca ingeniosamente le daban con fuego forma y filo.

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