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Authors: Gary Jennings

Tags: #Histórico

Azteca (121 page)

Sin embargo, corté un palo largo y fuerte, le afilé la punta y con él piqué profundamente en cada surco, o línea del terreno, que me pareciera que no había estado allí desde la creación del mundo; todo lo que hacía un bulto aislado en la tierra, bosque de hierba sin limpiar y los restos de edificios antiguos. No sé si mi comportamiento hizo que los aldeanos se divirtieran o sintieran lástima por el pobre extranjero loco o simple curiosidad, el caso fue que al fin me invitaron a sentarme y a explicar mis acciones a dos de sus ancianos más venerados. Esos ancianos contestaron a mis preguntas, utilizando las menos palabras posibles. No, me dijeron, jamás habían oído hablar de un lugar llamado Atlitalacan, pero si el nombre quería decir lo mismo que D'nte Dehé, era el mismo lugar, pues era cierto que según sus padres, los padres de sus padres y los padres de éstos, hacía mucho tiempo que una tribu de extranjeros rudos, andrajosos y verminosos había acampado cerca de la fuente, permaneciendo allí durante algunos años, antes de seguir adelante y desaparecer hacia el sur. Cuando pregunté diplomáticamente acerca de posibles excavaciones y depósitos dentro de esa área, los dos ancianos movieron sus cabezas. Ellos decían siempre: «
n'yéhina
», que quiere decir «no», y también dijeron algo que tuvieron que repetir varias veces antes de que los pudiera entender.

«Los azteca estuvieron aquí, pero no trajeron nada con ellos y no dejaron nada cuando partieron».

Unos pocos días después, dejé esas regiones en donde se hablaba el último vestigio de esa mezcla de náhuatl y poré y penetré en el territorio solamente habitado por los otomí o gente de habla otomí. No viajé en línea recta, pues hubiera tenido que caminar sobre colinas sin veredas, escalar peñascos formidables y luchar con bosques de cactos, que estaba seguro de que los inmigrantes azteca no hicieron. Por el contrario, pensaba que éstos habían seguido los caminos que encontraron, si los hubo, y las numerosas veredas bien definidas. Eso hizo que mi camino fuera muy tortuoso y lento, pero siempre me dirigía hacia el norte. Todavía estaba en la alta meseta que se extendía entre las cadenas de poderosas montañas que invisibles se alzaban al este y al oeste, pero a medida que avanzaba por esa meseta, poco a poco se inclinaba hacia abajo, delante de mí. Cada día bajaba un poco más de las tierras altas, en donde el aire era limpio y fresco y esos últimos días de primavera empezaron a calentarse tanto que hasta llegaron a molestarme, pero las noches eran tranquilas y suaves. Eso estuvo muy bien, porque no había posadas en esas tierras otomí y las aldeas y rancherías en donde pedía alojamiento estaban muy separadas unas de otras, así es que la mayor parte de las noches, las pasaba a campo raso y aun sin mi cristal alcanzaba a distinguir la estrella Tlac-pac, situada en lo alto del horizonte, hacia el norte, adonde me dirigía otra vez al amanecer.

La falta de hosterías y de lugares en donde comer, no significó una gran carestía para mí. La timidez de la gente en esa región, hacía que los animales fueran menos huidizos que en otros lugares más poblados; conejos y ardillas se sentaban en el pasto, sin miedo, para verme pasar; de vez en cuando, un pájaro correcaminos caminaba a mi lado tranquilamente y al anochecer algún armadillo o zorra venía a investigar el fuego de mi campamento. Aunque no llevaba ningún arma más que mi
maquáhuitl
, que no era muy adecuada para la caza menor, lo único que tenía que hacer usualmente para procurarme una buena comida, era darle un golpe a algún animalito. También, si deseaba variar mi comida o acompañar la carne con otra cosa, había un sinfín de vegetales creciendo por todas partes.

Otomí es el nombre de esa nación que está al norte, pero es sólo un apócope de un término mucho más largo y difícil de pronunciar, que quiere decir algo así como «los hombres cuyas flechas bajan pájaros de un ala», aunque me hacía pensar que el tiempo en que fueron cazadores ya había pasado hacía mucho tiempo. Hay muchas tribus entre los otomí, pero todas ellas viven de la agricultura, cultivando campos de maíz,
xitomatin
y otras verduras, o recolectando frutas de los árboles y cactos, así como también extrayendo la savia dulce de las plantas de maguey. Sus campos y hortalizas eran tan productivos que podían enviar muchos alimentos frescos al mercado de Tlaltelolco y a otros mercados extranjeros, y nosotros los mexica llamábamos a su tierra Atoctli, la Tierra Fértil. Sin embargo, para indicar la forma tan baja en que nosotros mirábamos a esa gente, habíamos calificado nuestro licor
octli
en tres grados de calidad: fino, ordinario y otomí.

Las aldeas otomí tienen nombres casi imposibles de pronunciar, por ejemplo, la más grande de todas se llama N't Tahí, a la que uno de sus exploradores de la región norte, no sé por qué, la llama por Zelalla. Pero en ninguna de esas comunidades, tan difíciles de nombrar, pude encontrar los almacenamientos secretos de los azteca o algún rastro que me indicara que ellos habían pasado alguna vez por esos lugares. Solamente en unas pocas aldeas pude encontrar algún anciano de los que contaban las historias y tradiciones de su pueblo, que haciendo un gran esfuerzo de memoria recordaba que la tradición decía que hacía ya muchas gavillas de años, había pasado, efectivamente, una caravana de nómadas arrastrando sus pies doloridos, o habían pernoctado allí, en aquella región. Y cada anciano agregaba: «No traían nada con ellos y no dejaron nada cuando partieron». Eso era desalentador, pero entonces pensaba que yo era un descendiente directo de esos vagabundos y como ellos, no llevaba nada. Sólo una vez durante mi viaje a través de esas tierras otomí, pude haber
dejado
algo muy pequeño…

Los hombres otomí son bajos de estatura, gordos y, como la mayoría de los agricultores, de disposición cortante y cerrada. Las mujeres también son bajas de estatura, pero delgadas de cuerpo y mucho más vivarachas que sus hombres tristes. Hasta puedo decir que son bellas, de la rodilla para arriba, aunque me doy cuenta de que es un extraño cumplido, pero lo que quiero decir es que sus pechos, cinturas, caderas, traseros y muslos, están muy bien formados, pero debajo de la rodilla sus piernas son demasiado flacas y sin forma, y como sus pies son muy pequeños, eso les da un aspecto de renacuajitos equilibrándose sobre sus pequeñas colas.

Otra cosa peculiar de los otomí es que embellecen su aspecto, o por lo menos eso creen, por medio de un arte que llaman
n'detade
, que quiere decir pintarse con colores
permanentes
. Se pintan sus dientes de negro o rojo, o alternativamente de negro y rojo. Adornan sus cuerpos con unos diseños en color azul, picándose la piel con espinas de tal manera que los diseños les quedan grabados para siempre. Algunos solamente se hacen pequeñas decoraciones en la frente o en las mejillas, pero otros continúan haciéndose el
n'detade
tan frecuentemente como pueden soportar el dolor, por toda la piel de todo su cuerpo. Parece como si estuvieran detrás del extraordinario tejido de una araña que hubiese utilizado hilo azul.

Tanto como yo me di cuenta, los hombres otomí no mejoraron ni empeoraron con esos adornos. Por un tiempo, pensé que era una pena que esas mujeres, que de otra manera se hubieran visto muy hermosas, oscurecieran su belleza detrás de esos tejidos, espirales y diseños que ya nunca podrían borrar. Sin embargo, conforme me fui acostumbrando a ver el
n'detade
, debo confesar que empecé a verlo como un disfraz sutil. Esa máscara hacía que las mujeres parecieran hasta cierto punto inaccesibles, con un no sé qué de desafiante y un no sé qué de tentador…

Al extremo norte de esas extensas tierras otomí, hay una aldea llamada M'boshte, cruzada por un río, y allí conocí a una de las aldeanas que se llamaba R'zoóno H'donwe, que quiere decir Flor de Luna. Y en verdad que ella estaba toda florida; cada parte visible de su cuerpo, adornada con pétalos, hojas y frondas pintadas en azul. Detrás de ese jardín artificial, ella mostraba un hermoso rostro y una bella figura, excepto por sus feas piernas. Al verla por primera vez, sentí el deseo de quitarle sus ropas y ver hasta dónde era pétalos floridos, y luego abrir mi camino entre esa floresta hasta llegar a la mujer que se escondía atrás. Flor de Luna también se sintió atraída por mí, y sospecho que casi del mismo modo: con el deseo de disfrutar de una rareza, ya que mi alta estatura y la amplitud de mis hombros, que sobresalía aun entre los mexica, me hacía parecer un gigante entre los otomí. Ella me dijo que en aquel momento no estaba unida a ningún hombre. Había quedado viuda hacía poco, cuando su esposo había muerto en el R'donte Sh'mboi o sea en el Río de la Laja, el arroyo que cruzaba la aldea. Ya que el agua no era más profunda que el ancho de una mano y casi tan angosto que se podía cruzar de un salto, le hice notar que su marido debería de haber sido un hombre muy,
muy
, pequeño para haberse ahogado en él. Ella se rió de eso y me contó que su marido se había caído al cruzar el río y se había roto la nuca.

Así es que la única noche que estuve en M'boshte, la pasé con Flor de Luna. No puedo decir lo mismo de todas las mujeres otomí, pero esa mujer estaba decorada en toda la superficie de su cuerpo, por todas partes excepto sus labios, sus párpados, las puntas de sus dedos y sus pezones. Yo recuerdo el haber pensado lo muchísimo que debía de haber sufrido cuando el artista local le pinchó los diseños de flores, exactamente a un lado de las membranas de su suave
tepili
. Porque verán ustedes, durante el transcurso de esa noche, yo vi todas las flores que tenía. El acto de copular se llama en otomite
agui n'degue
y empieza —o por lo menos Flor de Luna prefería que así empezara— examinando, trazando, acariciando y, bueno, probando cada pétalo de cada flor que había en todo el jardín que tenía su cuerpo. De veras que llegué a sentirme como un venado alimentándose en una floresta dulce y abundante, y entonces decidí que el venado debería de ser uno de los animales más felices. Cuando estuve listo para partir, a la siguiente mañana, Flor de Luna me dio a entender que tenía la esperanza de haber quedado embarazada, lo que su difunto esposo jamás pudo hacer. Eso me hizo sonreír pensando que ella me estaba dando un cumplido, pero luego me explicó la razón por la cual ella tenía la esperanza de tener un hijo o una hija de mí. Como yo era un hombre grandote, el niño también sería de buen tamaño, así es que si él crecía así, tendría bastante piel para embellecer de una manera prodigiosa, con innumerables dibujos de
n'detade
, así es que sería una rareza que haría que M'boshte fuera la envidia de otras comunidades otomí. Yo suspiré y me fui.

Todo el tiempo que seguí el curso de las aguas del R'donte Sh'mboi, la tierra que le rodeaba estaba cubierta de verdor, llena de hierba y de flores rojas, amarillas y azules, en gran cantidad. Sin embargo, tres o cuatro días después, el Río de la Laja se desviaba hacia el oeste, lejos del rumbo norte que yo llevaba y con él se llevó todo el colorido, el verdor y la frescura. Sabía que conforme fuera avanzando, iría dejando atrás los árboles y los arbustos, hasta que éstos dejaran su lugar al desierto, casi estéril, abierto y cocido por el sol. Por un momento me detuve, tentado a regresar hacia el río y a quedarme en la temperatura agradable de las tierras otomí, pero no tenía ninguna excusa para hacer eso. La única razón del viaje que estaba haciendo era seguir las huellas de los azteca, y, tanto como yo sabía, ellos habían venido de un lugar mucho más allá, del desierto o más allá del desierto, si es que allí había algo. Así pues, llené en el río mi bolsa de agua, respiré lo más profundo que pude el aire fresco del río y me encaminé hacia el norte. Le di la espalda a las tierras llenas de vida y caminé hacia las tierras vacías, hacia las tierras quemadas, hacia las tierras de huesos muertos.

El desierto es una selva que cuando los dioses no la ignoran totalmente, se dedican a atormentarla.

Coatlicue, la diosa de la tierra y su familia, no hace nada para darle interés al terreno tan monótono y casi uniformemente llano, con su arena gris amarillenta, su grava gris pardusca y sus peñascos negruzcos. Coatlicue ni siquiera se digna molestar esa tierra con un temblor, ni Chántico ha arrojado allí algunos volcanes, ni Tmazcaltoci escupe sobre ella chorros de agua caliente y vapor. Tepeyólotl, el dios de la montaña, permanece en sus dominios, muy lejos de allí. Con la ayuda de mi topacio apenas podía percibir los perfiles bajos de las montañas, muy a lo lejos, tanto al este como al oeste; eran montañas picudas de un granito gris blancuzco, pero siempre permanecieron allí, infinitamente distantes, jamás se acercaron a mí ni yo a ellas.

Todas las mañanas, el sol-dios Tonatíu se levantaba enojado de su cama, sin su acostumbrada ceremonia, que hacía al amanecer, de escoger sus arcos y flechas para ese día. Todas las tardes caía sobre su cama sin ponerse su lustroso manto de plumas o abriendo ampliamente su cobija de flores multicolores. Entre esos despertares y esas caídas de noche tan abruptos, Tonatiú era sólo una mancha blancoamarillenta, más brillante, en ese cielo también de ese mismo tono —soleado, malhumorado, chupándole el aliento a esa tierra—, quemando a su paso el cielo abrasado, poco a poco y laboriosamente, como yo también cruzaba arrastrándome esas arenas abrasadas.

Aunque ya era tiempo de lluvias, Tláloc, el dios de la lluvia, no prestaba ni la menor atención a ese desierto. Sus vasijas de nubes con frecuencia se juntaban, pero sólo sobre las montañas de granito que se encontraban al este y al oeste. Las nubes se inflaban y se posaban muy arriba, sobre el horizonte, y luego se oscurecían preñadas de lluvia y los espíritus tlaloque golpearían con sus tenedores de luz, produciendo el ruido del tambor, que llegaba hasta mí como un suave murmullo. Sin embargo, el cielo arriba y delante de mí, siempre permaneció inmutable con ese color blanco amarillento. Ni las nubes, ni los espíritus tlaloque se aventuraron sobre el calor calcinante del desierto. Dejaron caer su lluvia, como velos azul grisáceos, a la distancia sobre las grises montañas, tan lejanas. Y por ningún lado pude ver jamás a la diosa de las corrientes, Chalchihuitlicué.

Ehécatl, el dios del viento, soplaba de vez en cuando, pero sus labios estaban tan abrasados como la tierra desierta y su aliento era tan caliente y seco, que pocas veces alcanzaba a hacer ruido, ya que casi no tenía nada en contra de qué soplar. Eso sí, algunas veces lo hacía tan fuerte que parecía silbar y era entonces cuando la arena se movía y se levantaba, arremolinándose a través de la tierra, con nubes tan fuertes como el polvo de obsidiana que los escultores utilizaban para suavizar la piedra sólida. Los dioses de las criaturas vivientes tienen muy poco que hacer en esa tierra tan caliente, dura y árida, sobre todo Mixcóatl, el dios de los cazadores. Claro que veía u oía un coyote de vez en cuando, pues ese animal parece poder vivir en cualquier lugar. Y también había conejos, aunque me imagino que era sólo para que los coyotes pudieran comer. Había reyezuelos y búhos, y éstos casi del tamaño de los reyezuelos y vivían en orificios hechos en los cactos. Tampoco podía faltar un buitre o dos, que volando alto circulaba sobre mí, pero todos los demás habitantes del desierto eran reptiles, ya que vivían debajo de la tierra o debajo de las piedras, como las venenosas serpientes de cascabel, lagartos como látigos, lagartijas con granos y cuernos y escorpiones del tamaño de mi mano. Por lo visto, nuestros dioses de las cosas que crecen, no tienen ningún interés en el desierto. Es cierto que en el otoño hasta los
nopali
, cactos, dan sus rojos y dulces
tónáltin
, frutos, y el gran cacto
quinámetl
ofrece sus dulces y purpurinos frutos
pitaaya
, al final de sus brazos levantados, pero a la mayoría de los del desierto, sólo les crecen púas y espinas. En cuanto a árboles, únicamente se ve de vez en cuando un torcido
mizquitl
, la yuca de hojas como lanzas, el
quamátlatl
de color raro, ya que sus hojas, ramas y hasta su tronco son de un verde brillante. Los arbustos más pequeños incluyen al
chiyáctic
, que es muy útil porque su savia es como un aceite y facilita el encendido de una fogata, y el
quauxeloloni
, cuya madera es más dura que el cobre y por lo tanto casi imposible de cortar y tan pesada que se hundiría en el agua, si es que la hubiera por allí.

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