«Sí, mi señor», dije sintiéndome infeliz.
«El Venerado Orador Chimalpopoca de Tlácopan es quien amablemente le proveerá de una escolta militar. Usted estará al mando de un destacamento de cuarenta guerreros tecpaneca».
«¿Ni siquiera mexica? —dejé caer desanimado—. Mi Señor Motecuzoma, una tropa tecpaneca ¡es seguro que estará muy descontenta por estar a las órdenes de un campeón mexícatl!».
Él lo sabía tanto como yo, pero era parte de su malicia, la parte de castigo que recibía por haber sido amigo de Nezahualpili. Con voz suave continuó:
«Los guerreros les darán protección en todo el viaje hasta Teohuacán y allí se quedarán para proteger el fuerte que usted mandará construir. Usted también se quedará allí, Campeón Mixtli, hasta que todas las familias estén ya bien asentadas y puedan mantenerse de sus propias cosechas. A ese lugar usted le llamará simplemente por el nombre de Yanquitlan, Lugar Nuevo».
Me aventuré a preguntar: «¿Me permitiría usted, por lo menos, llevar conmigo a unos cuantos veteranos mexica, mi señor, como mis ayudantes? —Él probablemente hubiera dicho que no, inmediatamente, pero yo añadí—: Son unos hombres ya viejos que yo conozco y que hace ya tiempo fueron puestos a un lado, por ser demasiado viejos».
Él resolló con desdén y dijo: «Si necesita guerreros adicionales para poder sentirse a
salvo
, usted tendrá que pagarlos».
«Estoy de acuerdo, mi señor —dije con rapidez, ansioso de estar fuera de allí antes de que cambiara de idea, y me dejé caer a besar la tierra murmurando al mismo tiempo—: ¿Tiene algo más que mandarme el Señor Orador?».
«Que parta usted inmediatamente para que se encaminen lo más rápidamente posible hacia el sur. Los guerreros tecpaneca y el grupo de familias se están reuniendo en estos momentos en Ixtapalapan. Quiero que estén en su nueva comunidad de Yanquitlan a tiempo de echar la siembra de primavera. Vaya y hágalo».
«Iré inmediatamente», dije, y arrastré mis pies desnudos hacia atrás, hacia la puerta.
Aunque Motecuzoma me mandó como su pionero colonial, simplemente por vengarse de mí, no me podía quejar mucho ya que yo había sido el primero en presionar sobre esa idea de colonización, hacía ya bastantes años, a Auítzotl. Además, y para ser honesto, hacía tiempo que me había estado aburriendo con ser sólo un hombre rico y ocioso y había estado yendo frecuentemente a la Casa de los Pochteca, con la esperanza de escuchar algo acerca de alguna mercancía extraña que me llevara fuera de la nación. Hubiera aceptado de buena gana esa asignación para guiar el grupo de emigrantes, si no hubiera sido porque Motecuzoma insistió en que me quedara en el nuevo sitio establecido hasta que éste echara raíces firmemente. Tanto como yo podría estimar, estaría dentro de los muros de Yanquitlan por todo un año, si es que no dos o más. Cuando yo era joven, cuando mis caminos y mis días parecían ilimitados e incontables, no hubiera echado de menos todo ese tiempo que sería substraído de mi vida, pero a los cuarenta y dos años me repugnaba la idea de pasar siquiera uno de mi vida atado a un trabajo insípido en una insípida aldea campesina, mientras, quizás, otros horizontes más luminosos me estuvieran llamando por todas partes.
No obstante, preparé esa expedición con la mayor organización posible y entusiasmo. Primero llamé a las mujeres de mi casa y a los criados y les hice saber mi misión.
«Soy lo suficientemente egoísta como para no desear estar lejos de mi familia durante ese año o más, y también creo que el tiempo se puede usar con ventaja. Nochipa, hija mía, tú nunca has viajado más allá de Tenochtitlan a excepción de la tierra firme que está cerca de los caminos-puentes, y eso rara vez. Quizás este viaje sea riguroso para ti, pero, si quieres acompañarme, creo que te beneficiaría mucho el ver y conocer más de esas tierras».
«¿Y crees que tienes que preguntármelo? —exclamó encantada, batiendo las palmas de sus manos. Luego se puso seria y dijo—: Pero, ¿y mis clases, padre, en la Casa del Aprendizaje de Modales?».
«Simplemente dile a tu señora maestra que sales fuera, hacia el extranjero. Que tu padre garantiza que aprenderás más en los caminos abiertos, que dentro de unos muros. —Entonces me volví hacia Beu Ribé—. Me gustaría mucho si tú también vinieras, Luna que Espera, si ése es tu deseo».
«Sí —dijo ella inmediatamente, y sus ojos brillaron—. Estaré muy contenta de ir, Zaa, si tú ya no quieres caminar solo. Si puedo ser…».
«Sí puedes serlo. Una doncella de la edad de Nochipa no debe ir sin que la cuide una mujer de edad madura».
«Oh», dijo ella, y sus ojos dejaron de brillar.
«La compañía de guerreros y de gente de clase baja puede ser muy ruda. Me gustaría mucho que tú siempre estuvieras a un lado de Nochipa y compartieras con ella su esterilla cada noche».
«Su esterilla», repitió Beu.
Yo les dije a los criados: «Turquesa y Estrella Cantadora, vosotros ocuparéis de la casa y estaréis pendientes de ella y de custodiar nuestras pertenencias». Ellos dijeron que así lo harían y me prometieron que encontraría todo en perfecto orden cuando regresara, sin importar cuánto tiempo estuviéramos fuera. Les dije que no dudaba de ello. «Y ahora mismo tengo un encargo Para ti, Estrella Cantadora».
Lo mandé para que citara a los siete viejos guerreros que habían sido mi pequeño ejército en otras expediciones. Me entristecí, aunque no me sentí muy sorprendido, cuando al regresar me dijo que tres de ellos ya habían muerto desde la última vez que requerí sus servicios.
Los cuatro que aún vivían vinieron, y ya se veían de edad cuando yo los conocí como los amigos de Glotón de Sangre, sin embargo, aunque ya no eran nada jóvenes acudieron sin vacilar. Llegaron ante mi presencia con bravura, esforzándose por caminar con apostura y pisando fuerte, para desviar mi atención hacia sus músculos flojos y sus coyunturas nudosas. Llegaron alborotando con voces fuertes y carcajadas de alegría y entusiasmo por la próxima partida, y así sus arrugas y los pliegues de sus rostros podrían haber pasado como las líneas producidas por el buen humor. Sin embargo, no los insulté haciéndoles notar que sólo simulaban juventud y vigor; si ellos habían venido tan contentos, ésa era la prueba suficiente de que todavía eran hombres capaces, y yo los habría llevado conmigo, aunque hubieran llegado sosteniéndose sobre bastones. Les expliqué la misión y luego me dirigí hacia el más viejo de ellos, Qualanqui, cuyo nombre quería decir Siempre Enojado:
«Nuestros guerreros tecpaneca y los doscientos civiles nos están esperando en Ixtapalapan. Ve para allá, amigo Enojado, y asegúrate de que todos estén listos para empezar la caminata cuando nosotros lo estemos. Sospecho que te vas a encontrar con que no están preparados para viajar, en muchos aspectos, pues no están acostumbrados a hacerlo. El resto de tus hombres que vayan a comprar todo lo que vamos a necesitar, incluyendo las provisiones; todo lo que necesitaréis vosotros cuatro, mi hija, mi señora hermana y yo».
Me sentía más preocupado porque los emigrantes pudieran terminar esa larga jornada que por el recibimiento hostil que pudiera recibir en Teohuacán. Como la misma gente que yo estaba guiando, los teohuacana eran también agricultores y eran muy pocos, además de nada belicosos. Casi podía esperar que hasta nos dieran la bienvenida, pues nosotros significábamos para ellos gente nueva con quien mezclar y casar a sus retoños.
Cuando hablo diciendo Teohuacán y los teohuacana, por supuesto estoy utilizando el nombre náhuatl que les dábamos. Los teohuacana son una rama de los mixteca o tya nuü, quienes se llaman a sí mismos y a su nación por Tya Nya. Esa tierra nunca había sido sitiada por nosotros los mexica ni puesta bajo tributo, porque a excepción de sus productos agrícolas tenían sólo unas cuantas cosas que ofrecer como tesoros. Lo único que podían aportar eran sus manantiales de aguas calientes y minerales, una cosa bastante difícil de confiscar, y de todas manera, los tya nya comerciaban libremente con nosotros las ollas y recipientes conteniendo esas aguas, que por otra parte se compraban nada más como tónico, pues olían y sabían horrible; también muchos físicos muy a menudo ordenaban a sus pacientes ir a Tya Nya a tomar baños en esas aguas calientes y apestosas. Debido a eso, los nativos habían hecho un buen negocio al construir lujosas hosterías junto a los manantiales. En suma, yo no esperaba tener muchos problemas en una nación de agricultores y hosteleros. Siempre Enojado regresó al día siguiente para decirme: «Tenías razón, Campeón Mixtli. Esa banda de patanes había traído todos sus utensilios de piedra para moler el maíz y todas las imágenes de sus dioses favoritos, en lugar de llevar el mismo peso en semillas para plantar y las raciones necesarias de polvo de
pinoli
para viajar. Por supuesto que gruñeron mucho, pero les hice que dejaran aquí todo impedimento que podrá ser reemplazado».
«¿Y crees, Qualanqui, que toda esa gente podrá bastarse a sí misma, como una comunidad?».
«Yo creo que sí. Aunque casi todos ellos son agricultores, también hay albañiles, carpinteros, ladrilleros y demás. Pero se quejan de que les falta algo muy importante para viajar, que no les han provisto de sacerdotes».
Yo dije malhumorado: «Nunca he sabido de una comunidad que crezca como la hierba, pero esa plenitud de sacerdotes parece como si brotaran de la tierra, siempre pidiendo ser alimentados, temidos y venerados». No obstante mandé un recado a palacio sobre eso y nuestra compañía tuvo seis o siete
tlamacazque
jóvenes y novicios de diferentes dioses y diosas, esos sacerdotes eran tan jóvenes que sus vestidos negros todavía no estaban lo suficientemente mugrientos y costrosos de sangre.
Nochipa, Beu y yo cruzamos el camino-puente al atardecer del día que habíamos planeado para partir y pasamos la noche en Ixtapalapan, así podría a la primera luz de la mañana pasar revista y ver que todos los bultos habían sido repartidos equitativamente entre todos los hombres disponibles, mujeres y muchachos, para poder estar en el camino lo más pronto posible. Mis cuatro ayudantes gritaron a todos los guerreros tecpaneca para que se pusieran en fila y yo pasé revista utilizando para ello mi topacio. Eso causó muchas risas solapadas entre las filas y desde entonces todos ellos se referían a mí aunque se suponía que yo no debía darme por enterado, como Mixteloxixtli, una forma bastante ingeniosa de entremezclar mi nombre con otras palabras, pues traducido en una forma simple quería decir: Mixtli Ojo Orinador.
Los civiles que formaban la comitiva, es seguro que me llamaban con nombres menos lisonjeros, ya que siempre se estaban lamentando y la queja principal era que ninguno de ellos jamás había tenido la más remota intención o deseo de llegar a emigrar. Motecuzoma tuvo buen cuidado en no decirme que todos ellos no iban como voluntarios, sino que él los había escogido como «el sobrante de población» y que habían sido obligados por sus guardias. Así es que ellos se sentían, y con cierta justificación, como si hubieran sido desterrados injustamente a un desierto. Y los soldados se sentían igualmente desgraciados, ya que no les gustaba el trabajo que se les había encomendado, de ser los guardianes de esa comunidad y marchar lejos de sus hogares de Tlácopan, no para pelear en el campo de batalla, sino para estar por tiempo indefinido en la aburrida obligación de guarnición. Si yo no hubiera llevado a mis cuatro veteranos para mantener el orden, me temo que el Campeón Águila Ojo Orinador no hubiera Podido contener un amotinamiento o deserción.
Ah, bueno, yo también deseé por mucho tiempo poder desertar. La jornada fue horrible, los soldados por lo menos sabían cómo marchar, pero los civiles se rezagaban, se extraviaban, les dolían los pies, gruñían y lloraban. Ni siquiera dos de ellos descansaban al mismo tiempo; las mujeres exigían que nos paráramos para poder darles el pecho a sus bebés; el sacerdote de tal o cual dios hacía que nos detuviéramos a cada determinado tiempo del día para rezar una oración ritual. Si ordenaba caminar a paso vivo, la gente floja se quejaba de que los estaba haciendo correr hasta morir, si los hacía ir despacio, en beneficio de los flojos, los otros se quejaban de que iban a morir de ancianidad antes de terminar la jornada. Mi hija Nochipa fue la única persona que hizo que esa caminata fuera agradable para mí. Como su madre Zyanya, en
su
primer viaje fuera de casa, Nochipa exclamaba jubilosa ante el paisaje que por primera vez se revelaba a cada vuelta del camino. El paisaje en sí era de lo más ordinario, pero algo en él alegraba sus ojos y su corazón. Estábamos siguiendo la ruta principal de comercio hacia el sur, y aunque ésta tenía bellas vistas yo ya estaba acostumbrado a ellas, como también lo estaban Beu y mis ayudantes, y en cuanto a los emigrantes, éstos eran incapaces de exclamar ante algo que no fueran sus miserias. Pero hubiéramos podido estar atravesando por los desiertos muertos de Mictlan y Nochipa habría encontrado algo nuevo y maravilloso.
Algunas veces ella rompía a cantar, como lo hacen los pájaros, sin ninguna razón, sólo por el hecho de tener alas y de sentirse felices por eso. (Como mi hermana Tzitzitlini, Nochipa había ganado muchos honores en su escuela, por su talento en el canto y en la danza). Cuando ella cantaba, hasta los más odiosos descontentos dejaban de gruñir para escucharla. También, cuando no estaba muy cansada después de la caminata diaria, Nochipa nos iluminaba las noches oscuras bailando para nosotros, después de la comida de la tarde. Uno de mis hombres sabía cómo tocar una flauta de arcilla, que llevaba con él, así es que acompañaba a Nochipa en su danza y esas noches en que ella danzaba, todos se iban a dormir sobre el duro suelo con menos lamentaciones de las que acostumbraban.
Además de que Nochipa nos iluminó todo ese camino largo y cansado, sólo recuerdo otro incidente que me impresionó más de lo ordinario. Una noche en que habíamos acampado, caminé a cierta distancia de la luz de la fogata para orinar junto a un árbol y casualmente pasé por allí un poco más tarde y vi a Beu —ella no me vio— haciendo una cosa singular. Estaba hincada a un lado de ese lugar y recogía un poco de fango sobre el que yo había orinado. Pensé que quizás ella estaba tratando de preparar una cataplasma para calmar los dolores de alguien que se hubiera hecho una ampolla o torcido un tobillo, así es que no la interrumpí, ni más tarde le mencioné ese hecho.
Sin embargo, debo contarles a ustedes, señores escribanos, que entre nuestra gente había ciertas mujeres, usualmente muy viejas, y que ustedes llaman brujas, quienes conocían ciertas artes secretas. Una de sus capacidades era hacer un muñeco con la imagen de un hombre, con el fango del lugar en donde ese hombre hubiera orinado recientemente, y luego sometían ese muñequito a ciertas indignidades, haciendo que el hombre sufriera dolores y penas inexplicables, y aun locura, deseos desordenados, pérdida de la memoria y de todas sus posesiones hasta quedar en la miseria más absoluta. Sin embargo, yo no tenía ninguna razón para sospechar que Luna que Espera hubiera sido una bruja toda su vida, pues nunca me había dado cuenta de eso, así es que consideré lo que estaba haciendo esa noche como una simple coincidencia y me olvidé de eso hasta que lo recordé más tarde. Después de unos veinte días de haber salido de Tenochtitlan —que hubieran sido doce para un viajero experto y sin trabas— llegamos a la aldea de Huajuapan, que yo ya conocía, y después de pasar la noche allí, cambiamos totalmente nuestro rumbo desviándonos hacia el noreste, hacia otra ruta comercial, pero era un camino menor que ninguno de nosotros conocía. La vereda nos llevó a través de verdes y hermosos valles en donde ya se veía una temprana primavera, rodeados por bajas y bellas montañas azules que nos guiarían hacia la capital Tya Nya, que además de ser llamada así, era llamada por Teohuacán. Pero no llegamos hasta allá; después de cuatro días a lo largo de esa ruta, nos encontramos ante un inmenso valle en donde tuvimos que vadear la corriente de un arroyo, ancho, pero no profundo. Me arrodillé y tomé en mi mano un poco de esa agua, la olí, y luego la probé. Siempre Enojado se paró junto a mí y me preguntó: «¿Qué piensas?».