Como no lo entendí, se lo hice saber: «¿Por qué adoran a la luna, venerado Canaútli? Se lo pregunto con el mayor respeto, ya que la luna no es de ningún beneficio para la humanidad, a excepción de su luz nocturna, pero ni aun en sus mejores momentos es muy brillante».
«Por las mareas —me explicó el anciano—, y ésas sí que nos benefician. Este lago nuestro está separado del océano nada más que por una barrera pequeña y baja de rocas, en la punta occidental. Cuando la marea sube, arroja peces, cangrejos y almejas en nuestro lago y todo eso se queda aquí cuando la marea baja. Atrapar esas criaturas necesarias para nuestra subsistencia es mucho más fácil de hacer aquí en el lago que es poco profundo, que en el profundo océano. Estamos profundamente agradecidos porque se nos provee con tanta prodigalidad y tan escrupulosamente».
«Pero ¿qué tiene que ver la luna? —le pregunté extrañado—. ¿Usted cree que la
luna
, de alguna manera, causa las mareas?».
«¿Causar? No lo sé. Pero la luna sí que nos permite saber de las mareas. Cuando la luna está en su punto más delgado y luego cuando está completamente redonda, sabemos que en determinado tiempo después, la marea estará en lo más alto y escupirá peces de la manera más generosa. Con seguridad la diosa luna tiene algo que ver con eso».
«Así parece», le dije y miré la imagen de Coyolxaúqui con más respeto. No era una estatua. Era un disco de piedra tan redondo como la luna llena y casi tan grande como la gran Piedra del Sol de Tenochtitlan. Coyolxaúqui estaba tallada en relieve como ella debió de verse después de ser desmembrada por Huitzilopochtli. Su tronco ocupaba el centro de la piedra, o la luna, sus pechos estaban desnudos y colgaban sueltos, su cabeza degollada se encontraba de perfil en el centro superior de la luna, y llevaba un penacho de plumas y en la mejilla tenía marcado el símbolo de la campana, de la cual toma su nombre. Sus brazos y piernas, cortados, se encontraban distribuidos alrededor, adornados con pulseras para las muñecas y los tobillos. Por supuesto que no había escritura-pintada para ilustrar de algún modo la piedra, que aún tenía restos de la pintura original; un azul pálido en el fondo de la piedra, un amarillo pálido en algunas de las partes de la diosa. Pregunté qué antigüedad tenía.
«Sólo la diosa lo sabe —dijo Canaútli—. Lleva aquí desde mucho antes de que se fueran tus antepasados, desde antes del tiempo que se puede recordar».
«¿Y cómo le rinden homenaje? —le pregunté mirando alrededor del cuarto, que obviamente estaba vacío, a excepción de un fuerte olor a pescado—. No veo ninguna señal de sacrificio».
«Quieres decir que no ves sangre —me dijo el viejo—. Tus antepasados también buscaban sangre y por eso se fueron de aquí. Coyolxaúqui jamás ha exigido cosas como el sacrificio humano. Sólo le ofrecemos las criaturas más insignificantes, cosas del mar y de la noche. Búhos, garzas que vuelan en la noche y las grandes mariposas de luz. También hay un pequeño pez, tan grasoso que se puede secar y quemar como una vela. Los adoradores encienden esos animales cuando sienten la necesidad de comulgar con la diosa».
Cuando salíamos de aquel templo maloliente a pescado, otra vez en la calle, el anciano continuó: «Quiero que sepas, primo Tepetzalan, lo que nosotros los Recordadores hemos conservado en la memoria. En un tiempo muy lejano, nosotros los azteca no estábamos confinados nada más en esta simple ciudad. Ésta era la capital de un dominio considerable, que se extendía desde estas costas hasta muy arriba, en las montañas. Los azteca estaban constituidos en muchas tribus, divididas en numerosos clanes,
capultin, y
todos bajo el mando de un solo Tlatocapili que no era como mi nieto por matrimonio lo es, un jefe de nombre nada más. Eran gente fuerte, pero apacible, contenta de lo que tenía y se daban por bien servidos con el cuidado que les prodigaba la diosa».
«Hasta que algunas gentes mostraron más ambición», sugerí.
«¡Hasta que algunos mostraron debilidad! —dijo con voz cortante el anciano—. Las historias nos narran cómo algunos de ellos, que estaban cazando en las altas montañas, un día se encontraron con un forastero de lejanas tierras. Aquél se rió burlándose al saber la vida tan sencilla que llevaban y de esa religión que nada les exigía. El forastero dijo: “De todo el sinfín de dioses que hay, ¿por qué escogisteis adorar a la más débil, a la diosa que mereció ser humillada y degollada? ¿Por qué no veneráis al que se apoderó de ella, el fuerte, el bravo, el viril dios Huitzilopochtli?”».
Me preguntaba quién podría haber sido ese forastero. ¿Tal vez uno de los tolteca de los tiempos antiguos? No, porque si un toltécatl hubiera querido separar a los azteca de su adoración por Coyolzaúqui, habría puesto en su lugar al bondadoso dios Quetzalcóatl. Canaútli continuó: «Ésos fueron los primeros de nuestro pueblo que se dejaron influenciar por la maldad de un extranjero y empezaron a cambiar. “Alimentad a Huitzilopochtli con sangre”, dijo el extraño, y así lo hicieron. Y según nuestros Recordadores ésos fueron los primeros sacrificios humanos hechos por gente que no se consideraba del todo salvaje. Celebraban ceremonias secretas en las siete cuevas grandes de las montañas, y tenían cuidado de derramar sólo la sangre de huérfanos indefensos y de ancianos. El extraño dijo: “Huitzilopochtli es el dios de la guerra, dejad que os guíe para conquistar tierras más ricas”. Y más y más de nuestra gente escuchaba y atendía lo que les decía y ofrecían más y más sacrificios. El extraño les urgía: “Alimentad a Huitzilopochtli, hacedlo más fuerte todavía y él os dará una vida mucho mejor de la que podríais soñar”. Y los incrédulos crecían en cantidades más y más numerosas, estando cada vez más insatisfechos con sus viejas formas de vida, pero cada vez más deseosos y ávidos de sangre».
Dejó de hablar y se quedó callado un momento. Vi a mi alrededor a los hombres y las mujeres que pasaban por la calle. Era lo que quedaba de los azteca. «Vístelos un poco mejor —pensé—, y bien podrían ser ciudadanos mexica en cualquier calle de Tenochtitlan. No, vístelos un poco mejor y dales más fuerza de voluntad».
Canaútli siguió narrando: «Cuando el Tlatocapili supo lo que estaba pasando en esas regiones fronterizas de su dominio, se dio cuenta de
quiénes
serían las próximas víctimas de ese nuevo dios de la guerra. Serían los azteca que seguían siendo pacíficos y que estaban contentos con su pacífica diosa Coyolzaúqui. ¿Y por qué no? ¿Qué conquista podría ser más fácil para los seguidores de Huitzilopochtli? Bueno, el Tlatocapili no contaba con un ejército, pero sí tenía un cuerpo de guardias, leales y valerosos. Todos ellos se fueron a las montañas y cayeron sobre los incrédulos, los sorprendieron y mataron a muchos de ellos. A los quedaron vivos, les quitaron todas las armas que poseían. El Tlatocapili los maldijo echándolos de su propia nación por traidores, tanto a hombres como a mujeres y les dijo: “Así es que queréis seguir a vuestro horrible y nuevo dios, ¿no? ¡Entonces, lleváoslo junto con vuestras familias e hijos y seguid a vuestro dios lejos de aquí! Tenéis hasta mañana para salir de aquí o seréis ejecutados”. Y cuando llegó el amanecer, partieron en cantidades que ahora ya nadie puede recordar».
Después de una pausa, agregó: «Me alegra saber por ti, que ya no llevan el nombre de azteca».
Me quedé callado y asombradísimo, hasta que se me ocurrió preguntar: «¿Y qué fue del forastero culpable de todo ese exilio?».
«Oh, naturalmente que ella estuvo entre los primeros que mataron».
«¿Ella?».
«¿No mencioné que el forastero era una mujer? Sí, todos nuestros Recordadores han mantenido en su memoria que era una yaki fugitiva».
«¡Pero eso es increíble! —exclamé—. ¿Qué podría saber una yaki de Huitzilopochtli o Coyolxaúqui o de cualquier otro dios azteca?».
«Cuando ella llegó aquí, ya había viajado mucho y sin duda también había oído mucho. Con seguridad acababa de aprender nuestro lenguaje, y algunos de nuestros Recordadores han sugerido que también pudo haber sido una bruja».
«Aún así —insistí—, ¿por qué había de predicar la adoración de Huitzilopochtli, que ni siquiera era su dios?».
«Ah, en esto sólo podemos hacer suposiciones. Pero bien se sabe que los yaki viven principalmente de la caza de venados y que su dios principal es el que les proporciona esos venados, es el dios que
nosotros
llamamos Mixcóatl. Cuando los cazadores yaki observan que las manadas de venados disminuyen, llevan a cabo una ceremonia especial. Cogen a la mejor de sus mujeres y la atan como si fuera una venado vivo atrapado y bailan como acostumbran a bailar después de una cacería provechosa, luego le sacan las entrañas, la desmembran y se la comen como si fuera un venado. Es su creencia, sencilla y salvaje, que esa ceremonia convence a su dios de la caza a surtir con abundancia las manadas de venados. De todos modos, ya se sabe que los yaki se comportaban así ya en la antigüedad. Tal vez no sean tan salvajes ahora».
«Creo que lo siguen siendo —le dije—. Pero no veo cómo eso causó lo que pasó aquí».
«La mujer había huido de su gente, escapando a ese destino que le esperaba. Te repito que sólo son suposiciones, pero nuestros Recordadores siempre han supuesto que la mujer deseaba con toda su ansia que los hombres sufrieran de igual modo. Cualquier hombre, ya que su odio por ellos era indiscriminado y aquí encontró su oportunidad. Nuestras propias creencias tal vez le dieron la idea, porque no olvides que Huitzilopochtli había matado y desmembrado a Coyolxaúqui sin más remordimiento que el mostrado por un yaki. Así que esa mujer, al aparentar admiración y exaltación por Huitzilopochtli, esperaba que los hombres pelearan entre sí, matándose y derramando la sangre y las entrañas del otro, como se hubieran derramado las suyas si no hubiera podido escapar».
Estaba tan horrorizado de oír eso que sólo pude exclamar: «¿Una mujer? ¿Entonces fue una
mujer
sin nombre ni importancia la que concibió la idea de un sacrificio humano? ¿La ceremonia que ahora se practica en todas partes?».
«Aquí no se practica —me recordó Canaútli—. Y nuestra suposición muy bien puede no ser la correcta. Después de todo, eso fue hace muchísimo tiempo, pero tiene todas las trazas de una idea femenina de venganza, ¿no es cierto? Y por lo visto dio resultado, porque
tú
has mencionado que, en el mundo exterior, el hombre no ha dejado de acabar con su prójimo, en nombre de un dios u otro, durante todas las gavillas de años que han transcurrido desde entonces».
No dije nada. No podía ni pensar qué decir.
«Así que como puedes ver —continuó el anciano— aquellos azteca que se fueron del Aztlán no eran ni de los mejores ni de los más valerosos. Eran de los peores y menospreciados y se fueron porque se les echó de aquí a la fuerza».
Como seguía sin decir nada, terminó así:
«Dices que buscas los aprovisionamientos que tus antepasados pudieron haber escondido en su ruta de aquí a tu tierra. Pues da por terminada esa búsqueda, primo. Es inútil. Aunque se les hubiera permitido a esa gente llevarse algunas posesiones cuando se fueron de aquí, no las pudieron haber escondido en caso de un posible regreso a lo largo de esa ruta. Sabían que jamás podrían regresar».
No estuve muchos días más en Aztlán, aunque creo que mi primo, el otro Mixtli, quería que me quedara algunos meses más. Había decidido que deseaba aprender el conocimiento de palabras y escritura-pintada y trató de convencerme dándome una choza y a una de sus hermanas menores para que me hiciera compañía. Ella no se podía comparar en absoluto con una hermana llamada Tzitzitlini, pero sí era una muchacha bonita y una compañera lo suficientemente sumisa y que podía disfrutar. No obstante tuve que desengañar a su hermano diciéndole que el conocimiento de palabras no era algo que se podía aprender tan rápidamente como, por ejemplo, el arte de atrapar ranas. Le enseñé cómo representar cosas físicas dibujando figuras simplificadas de ellas y luego le dije:
«Para aprender cómo utilizar estas figuras y construir el lenguaje escrito necesitarás un maestro dedicado a tal enseñanza, y yo no lo soy. Algunos de los mejores están en Tenochtitlan, y te aconsejaría que fueras allí. Ya te he dicho dónde se encuentra». : Gruñó como solía hacerlo al principio. «Te juro por los músculos tiesos de la diosa que lo que pasa es que ya te quieres ir de aquí. Y yo no lo puedo hacer. No puedo dejar a mi gente sin jefe, sin ninguna excusa más que mi deseo repentino de recibir un poco de educación».
«Hay una excusa mucho mejor que ésa —le dije—. Los mexica han extendido sus dominios a lo lejos y a lo ancho, pero aún no tienen una colonia en esta costa norteña del mar occidental. Al Uey-Tlatoani le gustaría mucho saber que tiene primos ya establecidos aquí. Si te presentaras ante Motecuzoma llevando un regalo adecuado de introducción te podrías encontrar como el jefe oficial de una provincia nueva e importante de la Triple Alianza, una provincia que valdría más la pena de gobernar que ésta que ahora tienes».
«¿Y dime qué regalo le podría ofrecer? —me preguntó burlón—: ¿Un pescado? ¿Unas ranas? ¿Una de mis hermanas?».
Fingiendo que apenas en ese momento se me había ocurrido, le dije: «¿Por qué no le llevas la piedra de Coyolxaúqui?».
Se tambaleó de la sorpresa. «¿Nuestra única imagen sagrada?» «Motecuzoma tal vez no estime a la diosa, pero sí apreciará los trabajos de arte bien hechos».
Jadeó: «¿Regalar la Piedra de la Luna? ¡Pero si lo único que conseguiría es que me odiaran y despreciaran más que a aquella bruja yaki de quien habla el abuelo Canaútli!».
«Todo lo contrario —le dije—. Ella causó la disolución de los azteca. Tú estarías efectuando su reconciliación, y mucho más que eso. Yo diría que la escultura sería un precio pequeño a cambio de las ventajas en reunir nuevamente a la nación más grande de toda la tierra conocida. Piénsalo».
Así que al irme, cuando me despedía de mi primo Mixtli, de su bella hermana y del resto de su familia, sólo murmuraba: «Yo solo no podría rodar la Piedra de la Luna de aquí hasta Tenochtitlan, tengo que convencer a otros…».
Ya no tenía ninguna razón válida para seguir explorando, pues sólo estaría vagando por vagar. Ya era tiempo de que regresara de nuevo a casa, y Canaútli me dijo que llegaría más pronto cruzando en línea recta los pantanos hasta donde terminaban, y luego atravesando las montañas de los cora y huichol. Pero no les contaré mi trayecto a través de esas montañas, porque solamente eran más montañas, o de las diferentes gentes que me encontré allí, porque solamente eran montañeses, y a decir verdad me acuerdo de muy poco de esa parte de regreso a casa, porque estaba demasiado ocupado con mis pensamientos, acordándome de todas las cosas que había visto y aprendido… y desaprendido. Por ejemplo: La palabra chichimeca no necesariamente tenía que significar «salvajes» aunque eso es lo que son. La palabra bien podría significar «gente roja», o sea, toda la raza a la que todos los humanos y yo pertenecíamos. Nosotros los mexica podríamos presumir de la acumulación de años de civilización y cultura, pero eso no quería decir que fuéramos superiores a aquellos salvajes. Los chichimeca, sin lugar a dudas eran nuestros primos. También nosotros los mexica, orgullosos y presuntuosos, habíamos bebido nuestra propia orina y comido nuestro propio excremento.