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Authors: Gary Jennings

Tags: #Histórico

Azteca (128 page)

Muchas historias ostentosas acerca de nuestro linaje sin duda estaban tan llenas de errores que daban lástima o risa. Nuestros antepasados no habían salido del Aztlán para buscar osada y heroicamente un poco de grandeza. Simplemente habían sido unos crédulos ingenuos víctimas de los deseos de venganza de una mujer loca o bruja, ¡y un espécimen de una de las razas más inhumanas que hayan existido! Pero aun si esa legendaria mujer yaki nunca hubiera existido, quedaba el hecho de que nuestros antepasados se volvieron tan bestiales y tan odiosos para su propia gente que no pudieron tolerar más su presencia. Nuestros antepasados salieron del Aztlán a punta de espada, arrastrándose en la oscuridad de la noche, con vergüenza y desprestigio. La mayoría de ellos seguían siendo rechazados por cualquier sociedad decente, resignados en su exilio perpetuo, en ese destierro vacío. Sólo unos pocos de alguna forma habían vagado hasta llegar a la región civilizada de los lagos, y se les había permitido establecerse lo suficiente como para aprender, crecer, prosperar y poseer por sí mismos las riquezas de la civilización. Fue sólo gracias a esa buena suerte el que ellos… que nosotros… que
yo
… y todos los demás mexica no estuviéramos viviendo una vida sin porvenir, vagando en la selva, vestidos con cueros apestosos, manteniéndonos vivos al comer carne de bebé secada al sol o algo peor.

Por mucho tiempo caminé cabizbajo y despacio hacia el este, meditando en esos molestos y denigrantes descubrimientos. La mayor parte de ese tiempo, sólo podría ver que nosotros los mexica no éramos más que el fruto de un árbol sembrado en el lodo del pantano y alimentado con abono humano. Pero poco a poco llegué a una nueva conclusión, que las gentes no son una planta, no están fijadas a ninguna raíz, ni dependen de ella; la gente es móvil y libre de ir desde donde nacieron hasta muy lejos si eso les satisface, y subir en la vida si tienen la ambición y habilidad suficiente para ello. Los mexica por mucho tiempo nos habíamos enorgullecido de nosotros, y de pronto me sentía avergonzado de ello; pero ambas actitudes eran igual de tontas; nuestros antepasados no tenían la culpa ni eran responsables de que nosotros fuéramos lo que éramos.

Habíamos
aspirado
a algo mejor que la vida en los pantanos y lo habíamos logrado. Nos habíamos trasladado de la isla del Aztlán a otra de iguales posibilidades, y habíamos hecho de ella la ciudad más resplandeciente jamás vista; la capital había adquirido un dominio nunca alcanzado hasta entonces, era el centro de una civilización que continuamente se extendía a tierras que hubieran sido pobres y humildes de no mediar nuestra influencia. Sean cuales fueran nuestros orígenes o las fuerzas que nos habían motivado,
habíamos
escalado una altura jamás lograda por ningún otro pueblo, y no teníamos por qué discutir, explicar o justificar nuestros principios, nuestro arduo viaje a través de las generaciones, y haber alcanzado la cima que al fin ocupábamos. Para obtener el respeto de cualquier otro pueblo, bastaba con que nosotros solamente dijéramos: ¡
somos los mexica
!

Enderecé mis hombros, levanté la cabeza y con orgullo me dirigí al Centro del Único Mundo.

Sin embargo me di cuenta de que no podría mantener por mucho tiempo ese paso firme y orgulloso. Durante todo el transcurso del viaje había estado retrocediendo, descubriendo y deduciendo la historia pasada de las tierras antiguas y de sus gentes. Cuanto más me acercaba a casa, más me parecía que todas esas cosas de la antigüedad, que había estado escuchando, penetraban en mi mente, en mis músculos y en mis huesos. Sentía como si trajeran sobre mí el peso de cada una de esas gavillas de años que habían transcurrido desde el comienzo de la historia, y no creo que simplemente me hubiera estado imaginando ese peso. Caminaba más despacio y menos derecho de lo que acostumbraba y al escalar las colinas más altas me quedaba sin aliento, y cuando subía algún monte muy inclinado mi corazón latía, quejándose, como si se quisiera salir de entre mis costillas. Porque llevaba ese sentimiento de portar encima el peso del mundo, no quise entrar a Tenochtitlan cuando me aproximé a la ciudad, sino que me desvié a un lado, pues era demasiado moderna para el humor que tenía. Decidí ir primero a un lugar más antiguo, un lugar que nunca antes había visitado, aunque sólo queda un poco al este de donde había nacido. Quería ver el lugar que había sido habitado por primera vez en toda la región, el sitio en donde se fundó la primera civilización que llegó a florecer aquí. Rodeé el valle hacia el norte y luego al sureste, permaneciendo en tierra firme, y por fin llegué a la antigua ciudad de Teotihuacan, El Lugar En Donde Los Dioses Se Reunieron.

No se sabe cuántas gavillas de gavillas de años ha permanecido en ese silencio soñador. Sólo quedan ruinas en Teotihuacan, aunque éstas son majestuosas, y ha estado así durante toda la historia escrita que se ha podido recordar de todos los pueblos que ahora habitan esta región. El pavimento de sus anchas avenidas hace mucho que quedó enterrado bajo la hierba y el polvo, y de sus templos no quedan más que las bases de sus cimientos. Sus pirámides todavía levantan sus cumbres sobre la tierra, pero sus puntas están achatadas, sus líneas y sus ángulos se han suavizado y desmoronado bajo la presión de los años y de los elementos. Los colores que brillaron alguna vez en esa ciudad, se han perdido; el resplandor del yeso blanco, el fulgor del oro batido, la brillantez de las múltiples pinturas e inscripciones, y sólo quedan las grises piedras de sus construcciones. De acuerdo con la tradición mexica, la ciudad fue construida por los dioses para reunirse allí mientras hacían sus planes para crear el resto del mundo, y por eso le dábamos ese nombre. Pero según la teoría del anciano Señor Maestro de Historia, de Texcoco, esa leyenda era sólo una idea romántica y errónea, ya que la ciudad había sido construida por hombres. Aun así, sigue siendo asombrosa, pues sus moradores fueron los ya desaparecidos tolteca y esos maestros artesanos hacían construcciones maravillosas.

Como yo vi Teotihuacan por primera vez —en un atardecer lleno de un colorido singular, con su pirámide levantándose sobre la tierra llana y el sol cubierto con una nueva capa de oro rojo, destacándose luminoso contra el púrpura de las montañas distantes, bajo el azul profundo del cielo— era algo tan maravilloso que uno podría creer que en verdad la ciudad fue construida por los dioses, o si fue hecha por hombres éstos se asemejaban a los dioses. Entré a la ciudad por el ángulo norte y dirigí mis pasos entre los bloques de piedras caídas que estaban tiradas alrededor de la base de la pirámide que según nuestros sabios mexica había sido dedicada a la luna. Esa pirámide había perdido como una tercera parte de su altura, su cima ya se había desgastado, y sus escaleras ascienden a través de un sinfín de piedras sueltas. La Pirámide de la Luna está rodeada de columnas, caídas o en pie, y paredes cuyos edificios debieron de haber sido de dos o tres pisos de altura. A uno de esos edificios lo llamamos el Palacio de las Mariposas, por la abundancia de esas alegres criaturas pintadas en los muros interiores, todavía visibles.

Sin embargo, no me detuve allí. Caminé hacia el sur por la avenida principal de la ciudad, que es tan larga y ancha como un valle de buen tamaño, aunque muy bien nivelada. La llamamos In Micoaotli, o sea la Avenida de los Muertos y, aunque está llena de hierbas por donde se arrastran las víboras y los conejos saltan, aún permite un paseo agradable. Tiene la longitud de una larga-carrera y está bordeada a ambos lados por las ruinas de templos hasta que uno llega al centro. Allí la hilera de templos a mano izquierda se interrumpe para dejar lugar a la increíble e inmensa masa del
icpac tlamanacáli
que nuestros hombres sabios decidieron que era la Pirámide del Sol.

Si digo que toda la ciudad de Teotihuacan es impresionante, pero que la Pirámide del Sol hace que todo lo demás parezca insignificante, tal vez así tendrán una idea de su tamaño y de su majestuosidad. En todas sus dimensiones, fácilmente es casi el doble de grande de la Gran Pirámide de Tenochtitlan, y jamás he visto otra tan grande. Es más, nadie sabe realmente el verdadero tamaño de la Gran Pirámide del Sol, porque gran parte de su base está bajo la tierra depositada por el viento y la lluvia durante las edades desde que Teotihuacan fue abandonada. Pero lo que es visible y se puede medir, es impresionante. A nivel del suelo, cada uno de sus cuatro lados mide unos doscientos treinta pasos de esquina a esquina, y la construcción sube a la altura de unas veinte casas de tamaño regular, puestas una sobre otra. La superficie total de la pirámide es tosca y desigual, porque las tablas lisas de pizarra con las que se recubría, ya se han aflojado de los remaches de piedra que alguna vez las sostuvieron. Y mucho antes que esas pizarras cayeran para convertirse en una mezcla de cascajo en el suelo, me imagino que ya se les había caído su capa de yeso blanco así como los colores de su pintura. La estructura se divide en cuatro niveles y cada uno de éstos se inclinan hacia arriba en diferentes ángulos que no están colocados así por una razón lógica, excepto que ese diseño sutil engaña la vista y produce un efecto de grandeza mayor de la que tiene el edificio en realidad. Por lo tanto, hay tres terrazas anchas alrededor de los cuatro lados, y hasta arriba hay una plataforma cuadrada sobre la cual debió de haber en alguna época un templo. Pero creo que sería un templo muy pequeño y poco adecuado para las ceremonias de sacrificio humano. Las escaleras que subían por el frente de la pirámide, ahora están en tan malas condiciones que los escalones casi no se distinguen.

La Pirámide del Sol da hacia el occidente, hacia el ocaso, y su frente flameaba como oro cuando llegué a él, pero en esos momentos las sombras alargadas de los demás templos, del otro lado de la avenida, empezaron a arrastrarse frente de esa pirámide y parecían unos dientes rotos queriendo morderla. Rápidamente empecé a subir lo que quedaban de los escalones, manteniéndome en la luz del sol durante toda la subida, justamente arriba y enfrente de los dientes de sombra.

Llegué a la plataforma de la cima en el mismo momento que el último rayo de sol dejó la pirámide, y me senté cansado, recuperando el aliento. Una mariposa nocturna subió volando de algún lugar y se posó cerca de mí en la plataforma, era una mariposa negra muy grande y movía sus alas delicadamente como si también estuviera recobrando el aliento después de la subida. Para entonces, el crepúsculo caía sobre todo Teotihuacan y un poco después una neblina pálida comenzó a levantarse del suelo. La pirámide donde me había sentado, a pesar de su grandeza y tamaño, parecía flotar sobre la tierra. La ciudad que había estado resplandeciendo bajo los rojos y amarillos, se oscureció bajo azul y plata. Todo estaba somnoliento y apacible. Se notaba su antigüedad. Se veía más vieja que el tiempo, pero tan sólida que se sostendría así hasta cuando todos los tiempos se hayan ido.

Observaba la ciudad de punta a punta, a esa altura era posible usando mi topacio y podía ver los numerosos hoyos y cavidades en la tierra llena de hierbas que se extendía a lo lejos, a ambos lados de la Avenida de los Muertos; lugares en donde antes se habían encontrado más habitaciones que en Tenochtitlan. Y luego vi algo más que me sorprendió: a lo lejos unos pequeños fuegos brillaban. ¿Era que la ciudad muerta estaba volviendo a la vida otra vez?

Pero entonces percibí que eran luces de antorcha, una larga fila doble de ellas, que se aproximaban por el sur. De pronto me molesté por no hallarme solo en la ciudad, aunque sabía que solían ir peregrinos con frecuencia, solos o en grupos, de Tenochtitlan, de Texcoco y otra partes para hacer ofrendas u oraciones en aquel lugar donde en un tiempo se habían reunido los dioses. Incluso, hasta había lugar especial para acampar y acomodar a esos visitantes; era una pradera en forma rectangular y encogida que se hallaba en el extremo sur de la avenida principal. Se creía que originalmente había sido el mercado de Teotihuacan, y que bajo tanto pasto y hierba seguramente se hallaban las paredes que lo encerraban así como su plaza empedrada.

La noche ya había caído para cuando la procesión de antorchas llegó a ese lugar, y durante un tiempo vi cómo algunas de las antorchas se detuvieron y se quedaron en un círculo, mientras que otras se movían por ahí y por allá, sus portadores ocupados con la tarea de levantar un campamento. Luego, al estar seguro de que ninguno de los peregrinos se alejaría adentrándose en la ciudad antes de que amaneciera, me giré en la plataforma para mirar hacia el este y ver el ascenso temprano de la luna. Era luna llena y ésta era tan perfectamente redonda y benignamente bella como la piedra de Coyolxaúqui en Aztlán. Cuando se encontró bien situada sobre los perfiles ondulantes de las montañas distantes, volví la vista para mirar a Teotihuacan, bañada en su luz. La suave brisa de la noche había despejado la neblina del suelo, y muchos de los edificios se veían bien delineados, hasta el más mínimo detalle por la luz azul-blanca de la luna, y proyectaban sobre el suelo azul, sombras tan negras como la muerte.

Casi todos los caminos y los días de mi vida habían estado plenos y llenos de sucesos, sin muchos intervalos de ocio, y esperaba que siguieran siendo así hasta el final. Sin embargo, me senté allí lleno de serenidad y fue como un tesoro para mí que incluso me motivó a componer un poema, el único que compuse en toda mi vida llena de acontecimientos o de historias; fue inspirado solamente por la belleza de la luz de la luna, por el silencio y la tranquilidad del lugar y del tiempo. Cuando había compuesto mi poema mentalmente, me paré erguido sobre esa imponente Pirámide del Sol y recité el poema, en voz alta, a la ciudad vacía:

Una vez, cuando nada era más que noche,

se reunieron en tiempos ya olvidados

todos los dioses más grandes, poderosos

para crear el amanecer del día y de la noche,

acá… en Teotihuacan.

«Muy bonito», dijo una voz que no era la mía, y me sobresalté tanto que casi me caí de la pirámide. La voz me recitó mi poema, palabra por palabra, lentamente como saboreándolo, y reconocí la voz. He oído cómo ese pequeño esfuerzo mío ha sido recitado por otras personas aun en tiempos recientes, pero nunca más por el Señor Motecuzoma, Xocóyotl, Cem-Anáhuac Uey-Tlatoani, Venerado Orador del Único Mundo.

«Muy bonito —dijo nuevamente—. Sobre todo porque a los Campeones Águila no se les conoce por ser un tanto poéticos».

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