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Authors: Gary Jennings

Tags: #Histórico

Azteca (104 page)

Para citaros sólo alguno de los muchos ejemplos, el Obispo de Tlaxcala está construyendo una iglesia a Nuestra Señora, en lo alto de esa pirámide gigantesca de Cholula —que era como la arrogante Torre de Babel de Shina— y en donde se rendía adoración a Quetzalcoátl, La Serpiente Emplumada. Aquí, en la capital de la Nueva España, nuestra casi totalmente construida iglesia-catedral de San Francisco, ha sido deliberadamente edificada (como casi lo pudo determinar el arquitecto García Bravo) en el sitio en donde una vez estuvo la Gran Pirámide de los aztecas. Nos, creemos que incluso se utilizaron algunas de las piedras con que estaba construido ese monumento de atrocidad ya demolido. En un punto de la tierra llamada Tepeyaca, al norte de aquí y al otro lado del lago, había un lugar en donde los indios adoraban a Tónatzin, una especie de Madre Diosa, y nos, hemos mandado construir allí un santuario a la Madre de Dios. A petición del Capitán General Cortés, le hemos dado el mismo nombre de Santuario de Nuestra Señora de Guadalupe, como el que está situado en el lugar de donde él proviene, la provincia de Extremadura en España.

Quizás a algunos les pueda parecer indecoroso que nos, construyamos nuestros Cristianos tabernáculos sobre las ruinas de esos templos paganos que todavía están manchados con sangre derramada en esos sacrificios sacrílegos. Sin embargo, nos, sólo emulamos a esos primeros evangelistas Cristianos, que levantaron sus altares en donde los romanos, griegos, sajones, etcétera, etcétera, habían estado adorando a Júpiter, Pan y a Eostras, etcétera… para que esos demonios fueran echados fuera por la divina presencia de Cristo Crucificado, y esos lugares que una vez fueron sitios de abominación e idolatría, han llegado a ser lugares santificados, en donde el pueblo puede ser inducido, de una manera más rápida, por los ministros del Verdadero Dios, a adorarlo conforme a su Alta Divinidad. En eso, Señor, las supersticiones de los indios nos han ayudado mucho. Sin embargo, en otras cosas que hemos emprendido, no; porque además de estar muy ceñidos a ellas, son tan hipócritas como los fariseos. Muchos de nuestros aparentes conversos, incluso aquellos que dicen ser devotos creyentes de la Fe Cristiana, todavía viven con un temor supersticioso hacia sus viejos demonios. Ellos piensan que son muy prudentes al conservar
cierta
reverencia hacia Huichilobos y toda la demás horda; así, ellos lo explican con toda solemnidad, pueden evitar toda posibilidad de que esos demonios celosos tomen venganza por haber sido suplantados. Ya os hemos mencionado acerca de nuestro éxito, durante nuestro primer año o algo así, en esta Nueva España, al encontrar y destruir miles de ídolos que los conquistadores habían visto. Cuando al fin, ya no estaba a la vista ninguno de ellos y cuando los indios juraron antes nuestros Inquisidores que ya no había ni uno en lugares escondidos, nos, no obstante, sospechamos que los indios todavía seguían venerando a esas viejas deidades prohibidas, en privado. Así es que, nos, predicamos más estrictamente e hicimos que nuestros sacerdotes y misioneros hicieran lo mismo, ordenando que ningún ídolo, ni siquiera el más pequeño, ni siquiera un amuleto ornamental, debería existir. Y así, confirmando nuestras sospechas, los indios empezaron a traer otra vez, humildemente, a nos, y a otros sacerdotes, gran número de figuras de barro y cerámica y ante nuestra presencia renunciaron a ellas y las rompieron en pedazos.

Nosotros, nos sentimos muy satisfechos de haber vuelto a descubrir y destruir, otra vez, tantos objetos sacrílegos… hasta que, después de algún tiempo, nos dimos cuenta de que los indios sólo buscaban apaciguarnos y mofarse de nos. Esto no tiene la menor importancia, ya que en ese caso, lo mismo nos hubiera ofendido su impostura. Parece que nuestros severos sermones, provocaron una verdadera industria entre los artesanos indígenas, ya que apresuradamente fabricaron esas figuras, sólo con el único propósito de que fueran mostradas y rotas delante de nos, en una aparente sumisión ante nuestras amonestaciones. Al mismo tiempo, para nuestra mayor pena y afrentamiento, nos, supimos que numerosos ídolos verdaderos, o sea las antiguas estatuas no las falsas, habían sido escondidas a los ojos de nuestros frailes. ¿Y dónde supondríais vos, Señor, que las escondieron? Ellos las escondieron en los cimientos de nuestros santuarios, de nuestras capillas y de otros monumentos Cristianos, ¡que fueron construidos por trabajadores indios! Esos hipócritas salvajes, escondieron sus impías imágenes en esos lugares santos, creyendo que nunca se descubrirían. Y peor todavía, creían que podrían adorar allí a esas monstruosidades escondidas, mientras
aparentaban
rendir homenaje a la cruz, o a la Virgen o a cualquier santo que estuviera visiblemente representado allí.

Nuestra repulsión hacia esas revelaciones horribles, solamente se vio un poco mitigada por haber tenido la satisfacción de decirles a todas nuestras congregaciones —y del placer de ver cómo se sentían avasallados cuando se los dije— que el Demonio y otros Adversarios del Verdadero Dios, sufrían una angustia indescriptible con la proximidad de la cruz Cristiana y de otros objetos santos de la Fe. Desde entonces, y sin ninguna incitación, esos indios albañiles, que habían ayudado a esconderlos, resignadamente revelaron dónde estaban los ídolos, y muchos de ellos, no los hubiéramos podido encontrar sin su ayuda.

Temiendo tantas evidencias de que tan sólo unos pocos indios han despertado totalmente del sueño de su error —a pesar de todos nuestros esfuerzos y de los esfuerzos de otros—, nos, tememos que sólo pueden ser despertados con una sacudida, como lo fue Saulo en las afueras de Damasco. O quizás ellos se puedan inclinar más suavemente a tomar el
salvado ómnibus
por medio de un milagro como aquel que hace mucho tiempo nos dio a la Santa Patrona de Vuestra Majestad y principal Patrona de Cataluña en el reino de Aragón: el descubrimiento milagroso de la imagen negra de la Virgen de Montserrat, a no más de cien leguas de donde nosotros nacimos. Sin embargo, no podemos rezar para que la Virgen Bendita nos conceda otro milagro, o incluso la repetición de uno en que Ella se manifieste a sí misma. Queremos dar las gracias a Vuestra Generosa Majestad por vuestro regalo, que ha sido traído por la última carabela: los muchos injertos de rosas que nos habéis mandado de vuestro Real Invernadero para suplir aquellas que nos trajimos en un principio. Los injertos serán concienzudamente distribuidos entre los jardines de todas nuestras propiedades eclesiásticas. Quizás interese saber a Vuestra Majestad que nunca antes crecieron rosas en estas tierras, y que las que nos plantamos, han florecido tan exuberantemente como nunca antes nos lo hemos visto, ni siquiera en los jardines de Castilla. El clima aquí es tan saludable como el de una eterna primavera, y por eso las rosas florecen abundantemente durante todo el año, incluso en este mes (que es diciembre cuando nos os escribimos) que de acuerdo a nuestro calendario es mitad del invierno. Y nos, nos consideramos muy afortunados en tener a un jardinero altamente capaz, en la persona de nuestro fiel Juan Diego. A pesar de su nombre, Señor, él es un indio como lo son todos nuestros domésticos y como todos
nuestros
domésticos, es un Cristiano de una piedad y una convicción intachable (no como esos de los que hemos hablado en párrafos anteriores). Ese nombre bautismal le fue dado algunos años atrás por el capellán que acompañaba a los conquistadores, el Padre Bartolomeo Olmedo. El Padre Bartolomeo tenía una forma muy práctica de bautizar a los indios; no lo hacía individualmente sino que los juntaba a todos en grandes multitudes, para que así fueran muchos los que recibieran la gracia de este sacramento lo más pronto posible. Y naturalmente, por conveniencia, él daba a cada indio, aunque fueran cientos de ellos, de ambos sexos, el nombre del santo que correspondía a ese día en particular. Habiendo una multitud de San Juanes en el calendario de la Iglesia, ahora parece, para nuestra confusión y aún molestia, que en la Nueva España, de cada dos indios Cristianos, uno se llama Juan o Juana.

Quitando eso, nosotros estamos muy complacidos con nuestro Juan Diego. Él camina entre las flores, con un carácter servicial y humilde, y con sincera devoción por el Cristianismo y por nosotros.

Que Vuestra Real Majestad, a quien nos servimos, sea bendecida con la continua benignidad de Nuestro Dios a Quien ambos servimos, es la oración incesante de Vuestro S.C.C.M., respetuoso vicario y legado,

(ecce signum)
ZUMARRAGA

NONA PARS

He llegado al punto de la historia de nosotros los mexica en que habiendo escalado por tantas gavillas de años la montaña de la grandeza, finalmente llegamos a su cumbre, lo que significa que sin saberlo, comenzamos a descender al otro lado.

Ya de regreso a casa, después de unos meses más de viajar a la aventura por el occidente, me detuve en Tolocan, un pueblo agradable encima de una montaña en las tierras de los matlalzinca, una de las tribus menores aliadas a la Triple Alianza. Me hospedé en una hostería, y después de bañarme y cenar, me dirigí a la plaza de la ciudad para comprarme nuevas vestimentas para mi llegada y un regalo para mi hija. Mientras me encontraba entretenido en esto, un mensajero-veloz llegó corriendo desde Tenochtitlan. Atravesó la plaza de Tolocan y llevaba puestos dos mantos. Uno era blanco, que representaba duelo, porque ese color corresponde al occidente, hacia donde van los muertos. Encima de ése, llevaba un manto color verde, el color que significa buenas noticias. Así que no fue una sorpresa para mí cuando el gobernador de Tolocan hizo el siguiente anuncio públicamente: que el Venerado Orador Auítzotl, quien se encontraba muerto de mente desde hacía ya dos años, había muerto finalmente en cuerpo; y que el señor regente, Motecuzoma El Joven, había sido elevado oficialmente por el Consejo de Voceros al exaltado rango de Uey-Tlatoani de los mexica. La noticia me puso de un humor como para dirigir mi espalda en dirección a Tenochtitlan y encaminarme otra vez hacia lejanos horizontes. Pero no lo hice. Muchas veces en mi vida me he burlado de la autoridad y he sido irresponsable en mis acciones, pero no siempre me he comportado como un cobarde o un tonto. Seguía siendo un mexícatl, sujeto por lo tanto al Uey-Tlatoani, quienquiera que fuera, sin importar lo lejos que vagara. Es más, yo era un campeón Águila que había jurado fidelidad incluso hasta un Venerado Orador a quien en lo personal no podía venerar.

Sin haberlo conocido jamás, sentía antipatía y desconfianza por Motecuzoma Xocóyotzin; por su intento en frustrar la alianza de
su
Venerado Orador con los tzapoteca, hacía años, así como por la manera tan perversa con la cual había violado a Beu, la hermana de Zyanya. Pero Motecuzoma posiblemente jamás había oído hablar de mí y no podría saber lo que yo sabía acerca de él, y por lo tanto no tenía razón para tenerme antipatía. Hubiera sido un tonto como para darle tal razón al hacer mis sentimientos evidentes o buscar la manera de que él se fijara en mí. Si por ejemplo, a él se le ocurriera tomar en cuenta a los campeones Águila presentes en su inauguración, tal vez se sentiría insultado por la ausencia imperdonable de un campeón llamado Nube Oscura.

Así que me dirigí hacia el este de Tolocan, bajando los empinados cerros que van desde allí hacia el lago y a las ciudades que yacen allí. Al llegar a Tenochtitlan, me dirigí hacia mi casa, donde se me recibió con júbilo por parte de los esclavos Turquesa y Estrella Cantadora, así como por mi amigo Cózcatl, y con menos entusiasmo por parte de su esposa, quien me dijo con lágrimas en los ojos: «Ahora nos quitarás a nuestra querida y pequeña Cocoton».

Le contesté: «Ella y yo siempre te seremos fieles, Quequelmiqui, y nos podrás visitar tan seguido como quieras hacerlo».

«Pero no será lo mismo que
tenerla
».

Le dije a Turquesa: «Dile a la niña que su padre está en casa. Dile que venga a verme».

Bajaron la escalera cogidas de la mano. A los cuatro años, Cocoton aún estaba en edad de andar desnuda por la casa, y eso hizo que el cambio sufrido en ella fuera inmediatamente obvio para mí. Me dio gusto ver que como había dicho su madre, aún era bella; es más, su parecido físico a Zyanya era más pronunciado. Pero ya no era regordeta sin forma y con miembros como pequeños tronquecillos. Ahora parecía un ser humano en miniatura, con brazos y piernas de verdad y en proporción a su cuerpo. Me había ausentado por dos años, un lapso de tiempo en el cual un hombre entre los treinta años puede pasarlos sin darse cuenta. Pero en ese tiempo mi hija había doblado su edad, tiempo durante el cual se había transformado mágicamente de infante en una encantadora pequeña. De pronto me sentí mal por no haber estado presente para observar su florecimiento, como el desdoblar de un lirio de agua en la noche. Me reproché el haberme privado de esto y me hice una promesa silenciosa de no volver a hacerlo.

Turquesa nos presentó con un gesto de orgullo: «Mi pequeña ama Ce-Malinali llamada Cocoton. Aquí tienes a tu Tata Mixtli, por fin con nosotros. Salúdalo con respeto, tal como se te ha enseñado».

Agradable fue mi sorpresa al observar que Cocoton cayó graciosamente al suelo para hacerme el gesto de besar la tierra. No alzó la cabeza de esa postura de obediencia hasta que la llamé por su nombre. Fue entonces cuando yo le hice una señal para que se acercara y me regaló una de sus hermosas sonrisas y corrió hacia mis brazos y me dio un tímido y húmedo beso y me dijo: «Tata, estoy contenta de que hayas regresado de tus aventuras».

Le dije: «Estoy muy contento de encontrar una damita tan bien educada esperando mi regreso. —A Cosquillosa le dije—: Gracias por cumplir tu promesa de mantenerme vivo en su recuerdo».

Cocoton, moviéndose entre mis brazos para mirar a su alrededor, dijo: «Tampoco me olvidé de mi Tene. Quiero saludarla también».

Todos los que estaban en el salón dejaron de sonreír y discretamente empezaron a irse. Tomando un fuerte aliento le dije:

«Debo decirte con tristeza, mi pequeña, que los dioses necesitaban la ayuda de tu madre para algo en un lugar muy lejos a donde yo no podía acompañarla, un lugar de donde no puede regresarse; tú y yo debemos hacer nuestras vidas sin ella. Pero no por eso vas a olvidarte de tu Tene».

«No», me contestó la niña solemnemente.

«Pero para ayudarte a que no la olvides, tu Tene te mandó esto». Le di el collar que había comprado en Tolocan. Estaba hecho con veinte pequeñas piedras fosforescentes ensartadas en un fino hilo de plata. Dejé que Cocoton lo tomara en sus manos por un momento y las acariciara, luego lo abroché atrás de su delgado cuello. Viendo a la niñita allí, sin más ropa que un collar de ópalos, me hizo sonreír, pero las mujeres exclamaron de gusto y Turquesa corrió a traer un
téxcatl
, espejo.

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