Durante los dos años de su regencia, Motecuzoma no hizo notorio sus gustos por demás lujosos, mientras vivía Auítzotl o medio vivía. Motecuzoma y sus dos esposas habían vivido sencillamente, ocupando sólo algunos rincones del viejo palacio, bastante abandonado, construido por su abuelo Motecuzoma El Viejo. Se había vestido modestamente y había evitado toda pompa y ceremonia, incluso se había refrenado de ejercer todo su poder en los asuntos inherentes a la regencia. No había promulgado ninguna ley nueva, no había fundado ninguna guarnición en una nueva frontera, no había instigado ninguna guerra. Había centrado su atención, sólo en aquellos asuntos cotidianos de los dominios de los mexica, que no requerían importantes decisiones o pronunciamientos.
Sin embargo, en el momento de su coronación como Uey-Tlatoani, cuando Motecuzoma se quitó esas sombrías vestiduras negra y azul, en ese mismo momento, él echó fuera toda humildad. Creo que podría ilustrarle mejor sobre esto, contándole mi primera entrevista con ese hombre, algunos meses después de su ascensión, cuando él empezó a llamar, para entrevistarlos uno por uno, a todos sus nobles y campeones. Expresó su deseo de llegar a ser familiar a aquellos subordinados que sólo conocía por nombre o en la lista oficial, pero yo creo que su verdadera intención era impresionarnos con su nuevo aire de majestad y magnificencia y que le llegáramos a temer. Bueno, el caso es que cuando él terminó de entrevistar a todos los cortesanos, nobles, hombres sabios, sacerdotes, brujos y adivinos, llegó por fin a los campeones Águila y sólo fue cuestión de tiempo que me llamara a su presencia, así es que una mañana me presenté en palacio. Llegué, otra vez sintiéndome incómodo bajo el resplandor de mi uniforme emplumado, cuando el mayordomo de palacio que estaba afuera del salón del trono me dijo:
«¿Sería usted tan amable, mi señor Campeón Águila Mixtli, en despojarse por sí mismo de su uniforme?».
«No —dije llanamente—, me costó mucho trabajo
ponérmelo
».
«Mi señor —dijo tan nervioso como un conejo—. Ésta es una orden que dio personalmente el Venerado Orador. Si usted es tan amable de quitarse el yelmo de cabeza de águila, el manto y las sandalias de garras, usted puede cubrir la armadura acojinada con esto».
«¿Con estos harapos? —exclamé, cuando él me alargó una vestimenta informe, hecha con tela de fibra de maguey que nosotros usábamos para costales—. ¡Hombre, no soy un mendigo ni un suplicante! ¿Cómo se atreve usted a esto?».
«Por favor, mi señor —me suplicó, retorciéndose las manos—. Usted no es el primero en resentirse. De aquí en adelante, ésta será la vestimenta con que todo el mundo aparecerá enfrente del Venerado Orador, deberán verlo descalzos y vestidos como mendigos. No puedo dejarlos pasar en otra forma o me costará la vida».
«Esto es una tontería», gruñí, pero para ayudar al pobre conejo me quité el yelmo y todo lo que llevaba, y dejando también el escudo a un lado, me puse ese saco encima.
«Bueno, cuando usted entre en…», empezó a decir el hombre.
«Gracias —le dije encrespado—, pero sé muy bien cómo comportarme en la presencia de altos personajes».
«Es que ahora hay otras reglas para el protocolo —dijo el desgraciado—. Le ruego, mi señor, que no se enoje ni deje caer su desagrado en mí. Yo sólo digo las órdenes que me dan».
«Dígamelas», dije rechinando los dientes.
«Hay tres marcas de cal en el piso entre la puerta y la silla del Venerado Orador. En cuanto usted entre, la primera marca está un poco más allá del umbral. Allí se para usted y hace el gesto de
tlalquáliztli
, un dedo al piso y a sus labios, diciendo: “Señor”. Camine hacia la segunda marca, haga otra vez la reverencia y diga: “Mi señor”. Camine hacia la tercera marca, bese la tierra otra vez y diga: “Mi gran Señor”. Y no se levante hasta que él se lo autorice y no se mueva de esa tercera marca, para aproximarse más a su persona».
«Esto es increíble», dije.
Desviando la mirada, el mayordomo continuó: «Sólo le dirigirá la palabra al Venerado Orador cuando él le pregunte algo directamente. Nunca levante la voz, más allá de un discreto murmullo. La entrevista concluirá cuando el Venerado Orador lo diga. En ese momento, haga el
tlalqualiztli
en donde usted está, luego camine hacia atrás…».
«Esto es una locura».
«Camine hacia atrás, siempre dando su cara respetuosamente al trono, besando la tierra en cada marca y continúe hacia atrás hasta que esté afuera de la puerta, otra vez en este corredor. Entonces podrá tomar otra vez sus vestiduras y su rango…».
«Y mi dignidad humana», dije con acritud.
«
Ayya
, se lo suplico mi señor —dijo el aterrorizado conejo—. No vaya a decir ninguna clase de broma como ésa, en su presencia. Caminará hacia atrás, pero por partes».
Cuando me hube aproximado al trono, en la forma humillante en que lo habían prescrito, diciendo en los intervalos apropiados: «Señor… mi señor… mi gran señor», Motecuzoma me dejó allí inclinado por un tiempo largo, antes de que condescendiera a hablarme, arrastrando las palabras: «Se puede levantar. Campeón Águila Chicome-Xochitl Tliléctic-Mixtli».
Formados en hilera detrás de su trono, estaban todos los ancianos del Consejo de Voceros, la mayoría de ellos, por supuesto, habían formado parte de este consejo en reinados anteriores, pero había dos o tres caras nuevas. Una de ellas, era el recién nombrado Mujer Serpiente, Tlácotzin. Todos los hombres estaban descalzos y en lugar de los mantos amarillos que los distinguían, no llevaban más que el saco pardusco que yo tenía puesto y todos ellos se sentían infelices. El trono del Venerado Orador era sólo una baja
icpáli
, silla, que ni siquiera estaba sobre una tarima, pero la elegancia de sus vestiduras, especialmente en contraste con las ropas que vestían los demás, contradecía toda pretensión de modestia. Tenía algunos papeles desdoblados sobre sus rodillas y otros esparcidos a su alrededor en el suelo y evidentemente acababa de leer mi nombre completo en uno de ellos. Después consultó otros diferentes, varios de ellos, y dijo:
«Parece que mi tío Auítzotl tenía la idea de elevarlo a usted al Consejo de Voceros, Campeón Mixtli. Pero yo no tengo semejante idea».
«Gracias, Venerado Orador —respondí, y lo dije en serio—. Nunca he aspirado a…».
Él me interrumpió con una voz que parecía un mordisco: «Usted sólo hablará cuando yo se lo indique por medio de una pregunta».
«Sí, mi señor».
«Y no le he hecho ninguna pregunta. La obediencia no necesita ser expresada, se da por sentado».
Estudió los papeles otra vez, mientras yo me quedaba allí parado, mudo y muerto del coraje. Una vez había pensado que Auítzotl era tontamente pomposo, hablando siempre de sí mismo como «nosotros», pero viéndolo retrospectivamente, entonces me pareció humano y hasta campechano comparándolo con ese sobrino suyo, tan frío y tan distante.
«Sus mapas y las rutas de sus viajes son excelentes, campeón Mixtli. Este de Texcala será utilizado inmediatamente ya que planeo una nueva guerra que pondrá fin a todas las provocaciones de esos texcalteca. También tengo aquí sus mapas de rutas comerciales del sur, todo el camino hasta la nación maya. Todo soberbiamente detallado. Muy buen trabajo, en verdad. —Hizo una pausa y después dejó caer su mirada fría sobre mí—. Debe de decir “gracias” cuando su Venerado Orador le cumplimente».
Como era debido dije: «Gracias», y Motecuzoma continuó:
«Tengo entendido que en los siguientes años en que presentó a mi tío estos mapas, hizo usted otros viajes». —Él esperó un momento y como vio que yo no contestaba, me ladró—. «¡Hable!».
«No me ha hecho ninguna pregunta, mi señor».
Sonriendo sin ningún sentido del humor, dijo con mucha precisión: «¿Hizo usted, también, durante esos viajes siguientes otros mapas?».
«Sí, Señor Orador, ya sea durante el camino o inmediatamente al volver a mi casa, mientras todavía tenía frescos en mi memoria todos los detalles del paisaje».
«Debe entregar todos esos mapas aquí, en el palacio. Podré utilizarlos cuando alguna vez haga la guerra en otros lugares, después de Texcala. —Yo no dije nada: la obediencia se daba por sentada. Él continuó—: Tengo entendido también que usted domina admirablemente los lenguajes de muchas provincias».
Él esperó otra vez. Yo dije: «Gracias, Señor Orador».
Él me regañó: «¡Eso no era un cumplido!».
«Usted dijo admirable, mi señor».
Algunos miembros del Consejo de Voceros levantaron sus ojos al techo y otros los cerraron con fuerza.
«¡Deje de insolentarse! ¿Cuántas lenguas habla?».
«Del náhuatl, hablo el culto y el popular que se usa aquí en Tenochtitlan. Incluso el más refinado náhuatl de Texcoco y varios de los rudos dialectos que se hablan en naciones extranjeras como Texcala. —Impacientemente Motecuzoma tamborileó con sus dedos en su rodilla—. Hablo fluidamente el lóochi de los tzapoteca, y no tan fluidamente muchos de los dialectos poré de Michihuacan. También puedo hacerme entender en el lenguaje de los maya y en numeroso dialectos que derivan del maya. Sé algunas palabras en otomite y…».
«Es suficiente —dijo Motecuzoma cortante—. Quizás le dé una oportunidad para que practique sus talentos cuando haga la guerra en aquellas naciones en donde no sé cómo se diría “ríndanse”. Pero de momento sus mapas son suficientes. Dese prisa en entregarlos».
Yo no dije nada, la obediencia se daba por sentada. Algunos de los ancianos, estaban moviendo sus labios silenciosamente hacia mí, con urgencia y yo me preguntaba el porqué hasta que Motecuzoma casi me gritó: «¡Puede irse, Campeón Mixtli!».
Caminé fuera de la sala del trono como me habían dicho que hiciera; ya en el corredor me quité el saco de mendigo y dije al mayordomo: «Ese hombre está loco. Pero no sé qué es, ¿un
tlahuele
o sólo un
xolopitli
?». Esas dos palabras en náhuatl se usan para un hombre loco:
xolopitli
sólo significa un inocuo retrasado mental y
tlahuele
significa que es un maniático delirante y peligroso. Cada una de estas palabras hizo brincar del susto al mayordomo conejo.
«Por favor, mi señor, baje su voz. —Luego gruñó—: Debo concederle a usted, que él tiene sus peculiaridades, ¿sabe usted? Sólo come una comida al día, por la tarde, pero para prevenir lo que él pueda ordenar, se preparan unas veintenas de platos, aun cientos, todos diferentes, así, cuando llega el tiempo para su comida él puede solicitar cualquier alimento que le apetezca en aquel instante. De la comida que se ha preparado, él sólo devora un platito y delicadamente prueba dos o tres de los otros».
«¿Y el resto se desperdicia?», pregunté.
«Oh, no. Cada vez que come invita a todos los nobles de más alto rango que sean sus favoritos y que están al alcance de sus mensajeros. Y los señores vienen, por veintenas y aun por cientos, aunque eso haya significado dejar sus propias meriendas y sus familias y comer lo que el Uey-Tlatoani ha desdeñado».
«Extraordinario —murmuré—. Nunca me hubiera imaginado a Motecuzoma como a un hombre que le guste tener mucha compañía y mucho menos en el momento de su comida».
«Bueno, regularmente no. Los otros señores comen en el mismo gran comedor, pero la conversación está prohibida y nunca le pueden echar ni una mirada al Venerado Orador. Un gran biombo se pone alrededor del rincón en el que él acostumbra merendar, así es que se sienta allí sin ser visto, ni molestado. Los otros señores ni siquiera notarían su presencia, a no ser porque de vez en cuando, cuando Motecuzoma se siente especialmente complacido con algún platillo, lo manda alrededor del comedor y todos deben probarlo».
«Ah, entonces él no está loco —dije—. Recuerde que siempre se ha murmurado que el Uey-Tlatoani Tíxoc murió envenenado. Lo que usted acaba de decir puede sonar excéntrico y extravagante, pero también puede ser que el astuto Motecuzoma se esté asegurando de no irse como se fue su tío Tíxoc».
Mucho antes de conocer personalmente a Motecuzoma, había concebido una gran antipatía hacia él, pero mientras me alejaba del palacio ese día, tuve un nuevo sentimiento hacia él, un sentimiento de indulgente piedad. Sí, piedad. Para mí un gobernante debe inspirar a otros a exaltar su eminencia, no debe de exaltarla él mismo; que los otros deben besar la tierra en su presencia, porque él lo merece no porque él lo exige. Para mi mente, todo ese protocolo, ritual y panoplia con que se había rodeado Motecuzoma era menos majestuoso que pretencioso y aun patético. Era como todos los adornos que usaba en sus vestiduras, simples adornos de supuesta grandeza, asumidos por un hombre impertinente, inseguro de sí mismo e indeciso, que no tenía nada de grandeza en lo absoluto.
Llegué a casa para encontrarme con Cózcatl, que me había estado esperando para contarme las últimas noticias sobre su escuela. Mientras me empezaba a desvestir de mi traje de campeón Águila, para ponerme otra ropa más cómoda, restregándose las manos y en muy buen estado de humor, me anunció:
«El Venerado Orador Motecuzoma me ha llamado para decirme que quiere que adiestre a todo el personal de palacio, desde los más altos mayordomos hasta los ayudantes de cocina. Todos, sirvientes y esclavos».
Eran unas noticias tan buenas, que llamé a Turquesa para que nos trajera una jarra de
octli
frío para poder celebrarla. Estrella Cantadora vino corriendo también, para ofrecernos y encendernos nuestros
poquíetl
.
«Pues acabo de regresar del palacio —le dije a Cózcatl— y me llevé la impresión de que Motecuzoma ya tiene bien adiestrados a sus sirvientes, o por lo menos servilmente acobardados, desde su Consejo de Voceros hasta la última persona conectada con su Corte».
«Oh, sus criados sirven bastante bien —dijo Cózcatl. Aspiró su pipa y lanzó al aire un anillo de humo azul—. Pero él quiere que los pula y los haga más refinados, igual a todo el personal que tiene Nezahualpili en Texcoco».
Yo dije: «Parece que nuestro Venerado Orador tiene más sentimientos de envidia y rivalidad que verdaderos deseos de tener sirvientes refinados como los de la Corte de Texcoco. Hasta podría decir que abriga sentimientos de animosidad. Motecuzoma me dijo esta mañana que se propone lanzarse a una nueva guerra contra Texcala, cosa que no es como para sorprenderse. Lo que él no me dijo, pero que yo escuché por ahí, es que trató de ordenarle a Nezahualpili que guiara personalmente el asalto y que las tropas acolhua formaran el cuerpo principal del ejército. También oí que Nezahualpili denegó ese honor de la manera más firme, y me alegro pues después de todo él ya no es un joven. Pero parece ser que a Motecuzoma le gustaría hacer lo que Auítzotl hizo en nuestros días de guerra, Cózcatl. Diezmar a los acolhua y aun forzar a Nezahualpili a caer en el combate».