Otros hombres que no estaban dentro de la competencia cargaban pequeñas ollas de carbones calientes y antorchas de astillas de pino, estas últimas serían encendidas al oscurecer para poder iluminar el camino de los corredores durante la noche. Había otros hombres que cargaban más manojitos de
jípuri
junto con sacos de agua y de
pinoli
. Los más jóvenes y los más viejos no cargaban nada pues su trabajo consistía en mantener un continuo griterío para animar a los corredores. Todos los hombres estaban pintados en la cara, el pecho desnudo, en la espalda y con diseños de puntos, ruedas y espirales con un
urá
, pigmento, de un tono amarillo vivo. Yo sólo estaba pintado en la cara, ya que a mí se me permitió ponerme mi manto con mangas. En cuanto al Abuelo Fuego, se levantó sobre la montaña designada, al atardecer. La Si-ríame salió sonriente a la puerta de su casa, vestida con pieles de jaguar, y cargando un bastón con puño de plata en una mano y una bola de madera del tamaño de la cabeza de un hombre en la otra. Se paró mirando oblicuamente al sol, mientras los corredores y todos sus compañeros se pararon cerca de ella, inclinándose un poco hacia adelante, preparándose a partir. En el momento en que el Abuelo Fuego tocó la cima de la montaña, la Si-ríame sonrió ampliamente y lanzó la pelota desde el umbral de su puerta hacia los pies descalzos de los seis corredores. Cada habitante de Guagüey-bo dio un jubiloso grito y los seis corredores partieron, jugueteando con la pelota, pateándola de uno a otro mientras corrían. Los otros participantes los siguieron a cierta distancia, y yo también. La Si-ríame aún sonreía cuando la vi por último, y la pequeña Vi-rikota seguía brincando tan alegre como una llama que está a punto de apagarse.
Había esperado que toda esa multitud de corredores me dejaran atrás en un momento, pero debí suponer que no utilizarían todas sus energías al principio de la carrera. Partieron trotando a paso moderado que hasta yo pude sostener. Nos fuimos por la orilla del cañón y los gritos de las mujeres de la aldea, los niños y los viejos desaparecieron detrás de nosotros y nuestros propios animadores comenzaron a vociferar. Como los corredores naturalmente evitaban tener que patear la pelota al subir las montañas, cuando esto fuera posible, continuamos por el fondo del cañón hasta que los lados de éste se inclinaron y bajaron lo suficiente como para permitir que nosotros pudiéramos salir de él fácilmente y así penetrar en el bosque situado al sur.
Me siento orgulloso de poderles decir que continué con los corredores por lo que yo calculo que fue la tercera parte del camino de Guagüey-bo a Guacho-chi. Tal vez el crédito debe llevárselo el
jípuri
que mastiqué antes de salir, pues varias veces me encontré corriendo más rápido de lo que jamás corrí en toda mi vida, antes y después de esa carrera. Era entonces cuando alcanzábamos a los corredores principales y hacíamos lo posible por igualar su velocidad. Y varias veces pasamos ante los corredores de Guacho-chi, que estaban parados, sin correr todavía, colocados en espera de sus propios competidores que venían en dirección contraria. Éstos nos gritaron alegremente nombres burlones, en el momento de nuestra pasada.
«¡Cojos! ¡Flojos!» y otros nombres por el estilo, especialmente a mí, porque para entonces yo ya me encontraba a la cola del contingente de Guagüey-bo. Correr a toda velocidad entre bosques y en las orillas de los barrancos con un suelo lleno de piedras sueltas, que hacían falsear los tobillos, era algo a lo que no estaba acostumbrado, pero logré hacerlo mientras había suficiente luz. Cuando el brillo de la tarde comenzó a desaparecer, tuve que correr con mi topacio pegado al ojo, y por lo tanto mi paso disminuyó considerablemente. Al oscurecer aún más, empecé a ver las luces-guía que se prendían y brillaban adelante de mí, en donde se encontraban los portadores de las antorchas, pero naturalmente, ninguno de esos hombres iba a regresar para compartir su luz con uno que no estaba tomando parte en la carrera, así es que cada vez me fui quedando más rezagado, detrás de la multitud que corría y sus gritos disminuían en la distancia. Luego, cuando la oscuridad total me rodeó, vi un destello rojo en el suelo, delante de mí. Los bondadosos rarámuri no habían olvidado ni dejado a un lado, a su compañero extranjero Su-kurú. Uno de los que portaban las antorchas, después de haber encendido la suya, había dejado bien acomodado, en un lugar donde yo lo pudiera ver fácilmente, su pequeño brasero de barro. Me detuve en ese lugar y prendí fuego de campamento y me recosté para pasar allí la noche. Debo admitir que, a pesar de haber ingerido
jípuri
, estaba lo suficientemente cansado como para haber caído dormido, pero sólo de pensarlo sentí vergüenza, pues todos los hombres de los alrededores estaban ocupados en ese ejercicio. También, hubiera sido intolerablemente humillado y lo mismo la aldea que me estaba dando asilo, si cuando los corredores rivales de Guacho-chi pasaran a lo largo del camino, se encontraran allí a «un hombre de Guagüey-bo» yaciendo dormido. Así es que comí un poco de
pinoli
remojado en agua, que traía en un cuero, y masqué un poco de
jípuri
que había traído conmigo, y eso me revivió bastante. Me pasé toda la noche sentado, tirando ocasionalmente unas ramitas al fuego sólo para sentirme un poco cómodo, pero no lo suficientemente caliente como para dormirme. Se suponía que debía ver dos veces a los corredores de Gua-cho-chi antes de volver a ver a Tes-disora y a sus compañeros. Después de que los dos contingentes se cruzaron en sus caminos, más o menos a la mitad de su curso, los corredores rivales aparecieron por el sudeste y llegarían a mi campamento más o menos a medianoche. Después ellos llegarían a Guagüey-bo y volverían por el noroeste, pasando delante de mí otra vez por la mañana. Tesdisora y sus compañeros no llegarían a mi campamento hasta que el sol estuviera a la mitad de su camino, y entonces regresaría con ellos.
Bien, mi cálculo acerca del primer encuentro fue correcto. Con la ayuda dé mi topacio continué mirando a las estrellas, y de acuerdo a ellas,
era
medianoche cuando vi unas luces que se movían viniendo del sudeste. Decidí pretender que era uno de los corredores de avanzada de Guagüey-bo, así es que me puse en pie, mirando alerta, antes de que el primero de esos corredores que pateaban la pelota, llegara a mi vista, y entonces empecé a gritar: «¡Cojos!». «¡Flojos!».
Los competidores y los portadores de antorchas no me contestaron; estaban demasiado ocupados en mantener sus ojos en la pelota de madera, cuya pintura se había caído y estaba más que astillada y desmenuzada, pero todos los que seguían a los corredores de Guacho-chi me devolvieron mis mofas, gritando: «¡vieja!» y «¡calienta tus huesos cansados!» y cosas por el estilo… entonces comprendí que el haber encendido un fuego era ante los ojos de los rarámuri de muy poca hombría, pero ya era demasiado tarde para apagarlo y ellos pasaron demasiado rápido, hasta que sólo pude ver, otra vez, las luces que parpadeaban y desaparecían por el noroeste.
Después de un tiempo muy largo, el cielo empezó a clarear hacia el este y al fin, el Abuelo Fuego hizo su aparición, y pasó todavía más mientras, tan lentamente como lo haría un abuelo humano, él trepó una tercera parte de su camino por el cielo. Era el tiempo del desayuno, y según mis cálculos, también para que los hombres de Guacho-chi estuvieran de regreso hacia su aldea. Me volví hacia el noroeste, hacia donde los había visto la última vez. Como era de día, no vería las luces de las antorchas avisándome su regreso, así es que agudicé el oído para escucharlos, antes de que los tuviera al alcance de la vista. No oí nada y no vi nada.
Pasó mucho más tiempo. Así es que volví a contar en mi mente para ver si no había calculado mal, pero no encontré ningún error. Pasó más tiempo. Traté de acordarme si Tesdisora me habría dicho algo acerca de que los corredores tomarían otro camino para regresar. Pasó más tiempo, pero naturalmente, ninguno de esos hombres y el sol estaba exactamente arriba de mi cabeza, cuando escuché un grito:
«¡Kium-ba!».
Era uno de los rarámuri, que traía puesto un taparrabo de corredor, un cuero de agua a la cintura, y diseños amarillos pintados en piel desnuda, pero no recordé haberlo visto antes, así es que lo tomé por uno de los corredores de avanzada de Gua-cho-chi. Evidentemente él me tomó a mí por una avanzada de los Guagüey-bo, porque después de que le hube devuelto su saludo, él se aproximó a mí, con una sonrisa amistosa, aunque ansiosa y me dijo:
«Vi tu fuego en la noche, así es que dejé mi lugar y vine a verte. ¿Me puedes decir, confidencialmente, amigo, cómo se las arregla tu gente para detener a nuestros corredores en la aldea? ¿Vuestras mujeres los están esperando, ya totalmente desnudas y yaciendo listas para complacerlos?».
«Bueno, ésa sería una visita muy agradable, como para entretenerse —dije—. Pero no creo que lo hagan, no que yo sepa. Yo también me preguntaba, si no sería posible que tus corredores hubieran regresado por otro camino».
Él empezó a decir: «Sería la primera vez que ellos…», cuando se interrumpió. Ambos oímos otro grito de «
¡Kiura-ba!
» y nos volvimos para ver a Tes-disora y a sus cinco compañeros, aproximarse a nosotros. Estaban tan fatigados que venían haciendo eses y la pelota que descuidadamente pateaban, había quedado reducida al tamaño de mi puño.
«Nosotros… —dijo Tes-disora dirigiéndose al hombre de Gua-cho-chi, y haciendo una pausa para tomar aire. Luego jadeó con dificultad—: Nosotros todavía no… nos hemos encontrado con sus corredores. ¿Qué clase de trampa…?».
El hombre le interrumpió diciendo: «Precisamente nos estábamos preguntando, este corredor de ustedes y yo, qué habrá pasado con ellos».
Tes-disora nos miró a los dos, respirando pesadamente. Otro de los hombres también jadeó, con una voz en donde se notaba la incredulidad:
«¿Que ellos… todavía no… han pasado por
aquí
?».
Para entonces toda la compañía de corredores estaba con nosotros. Yo les dije: «Le pregunté al forastero, que si ellos no habrían tomado otra ruta. Y él me preguntó, que si vuestras mujeres no habrían contribuido mucho para detenerlos en su aldea».
Todas las cabezas hicieron gestos de negación, luego se movieron más despacio y los hombres empezaron a mirarse los unos a los otros, con preocupación.
Algunos de ellos dijo en voz baja y preocupada: «Nuestra aldea».
Algún otro dijo, más fuerte y ansiosamente: «Nuestras mujeres».
Y el forastero dijo, con voz aguda: «Nuestros mejores corredores».
Entonces hubo una mirada de terrible comprensión y de angustia en todos los ojos, incluyendo los del hombre de Guacho-chi. Todos esos ojos muy abiertos, se volvieron hacia el noroeste y por un momento los nombres contuvieron el aliento antes de dejarme repentinamente, ya que todos ellos rompieron a correr como nunca antes lo habían hecho y alguno de ellos sólo dijo una palabra: «¡Yaki!».
No, no los seguí hacia Guagüey-bo. Nunca más regresé allí. Yo era un forastero y hubiera sido presuntuoso de mi parte, juntarme con los raramuri para lamentar sus pérdidas. Me imaginé lo que encontrarían: que los asesinos yaki y los corredores de Guacho-chi, debieron de llegar al mismo tiempo a Guagüey-bo, y que los corredores estarían muy cansados para poder presentar batalla adecuada a esos salvajes. Todos los hombres de Guacho-chi debieron de haber perdido su cuero cabelludo antes de morir. Qué fue lo que la Si-ríame, la pequeña Virikota y las otras mujeres de Guagüey-bo tuvieron que sufrir antes de morir, no quiero ni pensarlo. Presumo que los hombres supervivientes de los raramuri, finalmente volvieron a repoblarse, dividiendo las mujeres de los Guacho-chi entre ellos, pero realmente nunca lo sabré.
Y jamás vi a un yaki, ni entonces, ni hasta este día. Me hubiera gustado, si me las hubiera podido arreglar para que los yaki no me vieran a mí, ya que deben de ser los animales humanos más fieros que existen y por lo tanto una cosa que vale la pena de verse. En todo lo que tengo de vida, sólo he conocido a un hombre que se encontró con los yaki y que vivió para contarlo, y ése fue aquel viejo de la Casa de los Pochteca, que no tenía pelo en la coronilla. Tampoco ninguno de sus españoles se ha encontrado con los yaki. Sus exploradores todavía no se han aventurado tan al norte y al oeste. Creo que hasta podría sentir piedad por alguno de sus españoles que se encontrara entre los yaki.
Cuando esos hombres afligidos se fueron corriendo, yo me quedé mirándolos hasta que desaparecieron en el bosque. Y seguí mirando hacia el noroeste, por un rato más, después de que ellos desaparecieron totalmente de mi vista, diciéndoles un silencioso adiós. Después me puse en cuclillas e hice una comida con el
pinoli
y agua y masqué
jípuri
para mantenerme despierto el resto del día. Eché tierra sobre las brasas que quedaban del fuego, y poniéndome en pie miré hacia donde estaba el sol y a grandes zancadas me dirigí hacia el sur. Había disfrutado mi estancia con los raramuri, y me apesadumbraba el tenerlos que dejar así. Sin embargo, traía puesta buena ropa de piel de venado, fuertes sandalias de piel de verraco, un saco de cuero con agua y comida y una hoja de pedernal en mi cintura, también mi cristal para ver y mi cristal para encender fuego. Así es que no había dejado nada atrás, en Guagüey-bo, sólo los días que había vivido con ellos. Pero aun ésos los llevaba conmigo, guardados en mi memoria.
I H S
S. C. C. M.
Santificada, Cesárea, Católica Majestad,
el Emperador Don Carlos, nuestro Señor Rey:
Más Sublime y Augusta Majestad, desde esta Ciudad de México, capital de la Nueva España, en el día de San Ambrosio, en el año de Nuestro Señor Jesucristo de mil quinientos treinta, os saludo.
En nuestras últimas cartas, Señor, nosotros nos extendíamos soore nuestras actividades como Protector de los Indios. Permitidnos detenernos aquí sobre nuestra principal función, la del Obispo de México, y sobre nuestra labor de propagar la Verdadera Fe entre estos indios. Como Vuestra Percipiente Majestad puede discernir en las siguientes páginas de la crónica de nuestro azteca, su gente siempre ha sido despreciablemente supersticiosa, viendo siempre malos agüeros y portentos, no solamente en donde hombres razonables pueden verlos —como en un eclipse de sol, por ejemplo—, sino también en cualquier simple coincidencia, en cualquier fenómeno común de la naturaleza. Esa tendencia hacia la superstición y la credulidad, ambas cosas, nos han ayudado, e impedido a la vez, a continuar con nuestra campaña de hacer que la adoración al demonio se troque en Cristianismo. Los conquistadores españoles, en sus primeras matanzas en estas tierras, hicieron una admirable labor, destruyendo sus templos mayores, sus ídolos y poniendo en esos lugares la Cruz de Cristo y la imagen de la Virgen. Nosotros y nuestros hermanos de hábito, hemos continuado y mantenido esa destrucción y erigido en esos mismos sitios más iglesias Cristianas, en donde de otra manera se estuvieran adorando a todos los diablos y diablesas. Gracias a que los indios prefieran obstinadamente congregarse para hacer sus adoraciones en los viejos sitios en que acostumbraban a hacerlo, ahora han encontrado esos lugares libres de seres deseosos de sangre como sus Huichilobos y Tlaloque, y en lugar de ellos han encontrado a Jesús Crucificado y a su Bendita Madre.