Dije: «Cocoton, cada una de estas piedras resplandece como lo hacían los ojos de tu madre. En cada uno de tus cumpleaños, vamos a poner una cada vez más grande. Con todas esas luciérnagas brillando alrededor de ti, su luz te recordará siempre a tu Tene Zyanya, y así nunca la olvidarás».
«Tú sabes que ella nunca la olvidará —dijo Cózcatl y apuntando a Cocoton, quien se estaba admirando en el espejo que sostenía Turquesa, dijo—: Lo único que necesita hacer para recordar a su madre es mirarse en un espejo. Y tú, Mixtli, lo único que necesitas hacer, es ver a Cocoton. —Y como si se sintiera un poco incómodo por haber dado muestras de sentimentalismo, aclarando su voz dijo a Cosquillosa, poniendo cierto énfasis en su voz—: En estos momentos, yo creo que los padres
temporales
deben irse».
Era obvio que Cózcatl estaba ansioso por dejar mi casa, para irse a vivir a su nueva casa, en donde le sería más fácil supervisar su escuela para sirvientes, pero era igualmente obvio que Cosquillosa, quien había llegado a sentir un gran amor por Cocoton, ahora se sentiría como una madre sin hijos. Ese día que se fueron, tuvimos que esforzarnos por separarla, casi físicamente, pues la mujer no quería quitar sus brazos de alrededor de mi hija. Durante los días siguientes, cuando Cózcatl, Cosquillosa y sus cargadores hicieron repetidos viajes para llevarse todas sus pertenencias, fue Cózcatl quien dirigió la mudanza, ya que cada viaje era para su esposa una excusa para «pasar un último momentito» con Cocoton. Aun después de que Cózcatl y su esposa ya se habían establecido cómodamente en su propia casa y de que ella debía de estarle ayudando a dirigir la escuela, Cosquillosa todavía inventaba algunas cosas que tenía que hacer cerca de nuestro barrio, para visitar a mi hija. De hecho yo no podía quejarme, pues comprendía que mientras yo me estaba ganando el amor de Cocoton, Cosquillosa estaba tratando de renunciar a él. Yo estaba tratando por todos los medios de que la niña aceptara como su Tata, a un hombre que le era casi totalmente desconocido, así es que simpatizaba con la pena de Cosquillosa, que tenía que dejar de ser su Tene después de haberlo sido por dos años, y naturalmente necesitaba tiempo para ello. Tuve mucha suerte de que en esos primeros días de mi regreso a casa no fuera llamado a ningún servicio, así es que pasé ese tiempo libre en renovar mi familiaridad con la niña. A pesar de que el Venerado Orador Auítzotl había muerto dos días antes de mi regreso, su funeral —y la coronación de Motecuzoma— no se podía llevar a efecto sin la presencia de cada gobernador, noble y personaje notable de todas las naciones de El Único Mundo, y muchos de ellos tenían que venir desde muy lejos. Mientras todas esas gentes se reunían, el cuerpo de Auítzotl fue preservado cubriéndolo con la nieve que era traída por mensajeros-veloces, desde los picos de los volcanes.
Pero al fin llegó el día del funeral, y yo, con mi traje e insignias de campeón Águila, me encontraba entre toda la multitud que llenaba la plaza, llorando el grito del búho cuando los portadores llevaban a nuestro difunto Uey-Tlatoani en su última jornada, hacia el mundo del más allá. Toda la isla parecía retumbar con nuestro largo y vibrante lamento «¡hoo-oo-ooo!» de despedida. El difunto Auítzotl estaba sentado en su silla, pero encorvado ya que sus rodillas estaban unidas a su pecho, por medio de sus brazos. Su Primera Viuda y sus otras viudas habían lavado el cuerpo en agua de esencia de clavo y de otras hierbas dulces, y lo habían perfumado con
copali
. Sus sacerdotes lo habían vestido con diecisiete mantos, pero de un algodón tan fino, que no hacían bulto. Aparte de todo ese ritual, Auítzotl llevaba una máscara y un manto para darle el aspecto de Huitzi-lopochtli, dios de guerra y el más grande dios de nosotros los mexica. Ya que el color que distinguía a Huitzilopochtli era el azul, también lo era el traje que llevaba Auítzotl, aunque no estaba pintado ni teñido. La máscara que llevaba sobre su rostro tenía delineadas sus facciones ingeniosamente por medio de pedacitos de turquesa unidos en oro; para los ojos utilizaron obsidiana y nácar y sus labios estaban delineados con piedras-sangre, hematites. Su manto estaba cuajado de fragmentos de jade, que habían sido cosidos, aunque se habían escogido aquellos que se veían más azules que verdes. Todos los que formábamos parte de la procesión, nos colocamos en orden de prioridad y muchas veces dimos la vuelta al Corazón del Único Mundo, con los tambores tocando suavemente haciendo contrapunto a nuestro canto fúnebre. Auítzolt, en su silla, abría la procesión, que era seguida por el «hoo-oo-ooo» de la multitud. A un lado de su silla caminaba su sucesor, Motecuzoma, pero no caminaba triunfalmente, sino llorando doliente, como lo demandaba la ocasión. Iba descalzo y no llevaba puesto nada ostentoso, sino sólo sus vestiduras harapientas y negras de su época de sacerdote. Su cabello colgaba enmarañado y desgreñado, había puesto polvo de cal en sus ojos para enrojecerlos y para hacerlos llorar continuamente.
Después iban todos los gobernantes de otras naciones y entre ellos algunos conocidos míos como Nezahualpili de Texcoco, Kosi Yuela de Uaxyácac y Tzímtzicha de Michihuacan que se había presentado en representación de su padre Yquíngare, pues éste era demasiado viejo para viajar. Por esa misma razón, el viejo y ciego Xicotenca de Texcali había enviado a su hijo y heredero, El Joven Xicotenca. Esas dos naciones, como ya lo he mencionado tiempo atrás, y como ustedes lo saben, eran rivales y enemigas de Tenochtitlan, pero la muerte de un gobernante de cualquier nación imponía una tregua y obligaba a todos los demás gobernantes a reunirse en público duelo en su funeral, aunque en muchos de sus corazones no existiera tal dolor sino la alegría por su muerte. De todas maneras, ellos y sus nobles podían entrar y salir de la ciudad a salvo de ser asesinados o cualquier otra clase de traición, pues eso estaba completamente fuera de todas las mentes, en el funeral del gobernante de cualquier nación. Atrás de todos los dignatarios visitantes venía la familia de Auítzotl: La Primera Señora y sus hijas, luego las otras esposas legítimas y sus hijos y al final sus numerosas concubinas con sus todavía más numerosos hijos. El heredero reconocido de Auítzotl, su hijo mayor Cuautémoc, llevaba amarrado a una cadena de oro un perrito que acompañaría al hombre muerto en su jornada al mundo del más allá. Algunos otros de sus hijos, llevaban aquellos artículos que Auítzol deseaba o necesitaría: sus varias banderas, bastones, penachos y otras insignias de su oficio, incluyendo una gran cantidad de joyas; sus uniformes de batalla, sus armas y escudos; algunas otras pertenencias simbólicas que no eran oficiales, pero que él estimaba, incluyendo aquella horrible piel y cabeza de oso gris, que había adornado su trono por tantos años.
Atrás de la familia caminaban todos los hombres viejos del Consejo de Voceros y otros hombres sabios consejeros del Venerado Orador, y sus brujos, sus visionarios, y sus repetidores-de-palabras. Luego venían todos los más altos nobles de su corte y aquellos nobles que habían venido con las delegaciones extranjeras. Detrás de ellos, marchaban la guardia de palacio de Auítzotl, los viejos guerreros que habían servido bajo sus órdenes cuando él todavía no era Uey-Tlatoani y algunos de sus sirvientes y esclavos favoritos, por supuesto las tres compañías de campeones: Águila, Jaguar y Flecha. Yo lo había arreglado todo para que Cózcatl y Cosquillosa pudieran estar al frente de la hilera de espectadores, llevando con ellos a Cocoton, así ella podría verme desfilar con mi uniforme en esa digna compañía aunque fue un poco embarazoso, ya que al pasar frente a ella, su vocecita sobresalió por entre el canto, los tambores y los «hoo-oo-ooo» de la multitud, al gritar alegremente con admiración: «¡Ése es mi Tata Mixtli!».
El cortejo debía cruzar el lago, ya que se había decidido que Auítzotl yaciera al pie del peñasco de Chapultépec, exactamente abajo del lugar en donde se había tallado en la roca magníficamente su semblanza. Como prácticamente cada
acáli
, desde el elegante y privado de un cortesano, hasta los lanchones de carga, los de los cazadores de aves y los pescadores, se estaban utilizando para transportar todo el cortejo fúnebre, muchos de los ciudadanos de Tenochtitlan no nos pudieron seguir. Sin embargo, cuando alcanzamos la tierra firme, nos encontramos con que una multitud igual de Tlácopan, Coyohuacan y otras ciudades se había reunido allí para rendir su último homenaje. Todos caminamos hacia la tumba abierta al pie de la colina de Chapultépec y nos quedamos allí parados, acalorados y sudando bajo el peso de nuestros trajes ceremoniales, mientras los sacerdotes susurraban a Auítzotl sus últimas y largas instrucciones para que pudiera cruzar el terreno prohibido que había entre nuestro mundo y el del más allá.
En estos últimos años, yo he escuchado a Su Ilustrísima el Obispo y a algunos pocos más padres Cristianos, prorrumpir en sus sermones en invectivas contra nuestras bárbaras costumbres funerales, de que cuando un alto personaje muere, nosotros matamos a una gran cantidad de sus esposas y esclavos para que ese personaje sea adecuadamente atendido en el otro mundo. Esa crítica siempre me ha dejado perplejo. Yo estoy completamente de acuerdo en que esa práctica debería de ser condenada, pero me pregunto de dónde sacarían esa idea los padres Cristianos. Yo creo que estoy bastante familiarizado con todas las naciones, gentes y costumbres de todo El Único Mundo, y nunca he sabido que haya ocurrido un entierro en masa de esa clase.
Auítzotl fue el único noble de alto rango que me tocó ver enterrar, pero si algún otro gran personaje hubiera llevado una gran compañía a su muerte, se hubiera sabido. Yo he visto muchos lugares de enterramiento de otras tierras: viejas tumbas sin cubrir en las desiertas ciudades maya, las antiguas criptas de la Gente Nube en Lyobaan, y en ellas solamente he visto los restos de un solo ocupante, como es lo correcto. Por supuesto que cada uno de ellos ha llevado consigo sus insignias de nobleza y prestigio, sus joyas y cosas parecidas, pero ¿esposas y esclavos? No. Esa práctica no sólo hubiera sido más que bárbara, sino también tonta. Quizás un noble agonizante hubiera deseado la compañía de sus familiares y sirvientes, pero aun así, nunca lo hubiera decretado, porque tanto él como ellos y como todo el mundo, sabían que las personas inferiores cuando mueren van a un mundo totalmente diferente al que él va.
La única criatura que murió ese día, en la tumba de Auítzotl fue el perrito que llevaba el Príncipe Cuautémoc y aun para esa pequeña muerte había una razón. El primer obstáculo que se interponía entre el mundo y el más allá, o por lo menos eso era lo que nos decían, era un río negro que corría a un lado de una nación negra y la persona que moría siempre llegaba a ese río en la oscuridad de la noche negra. Solamente lo podría cruzar cogiéndose de un perro que oliera la distante playa y nadara directamente hacia ella, pero ese perro tenía que ser de un color medio. Si era blanco se rehusaría a esa tarea diciendo: «Amo, ya estoy muy limpio por haber estado mucho tiempo en el agua y no me bañaré otra vez». Si era negro, también declinaría diciendo: «Amo, usted no me podrá ver en la oscuridad. Si no me ve, usted no podrá agarrarse de mí y por lo tanto se perderá». Así es que Cuautémoc había conseguido un perro de color jacinto, tan rojo como el oro de la cadena de oro rojo que lo sujetaba. Había también muchísimos obstáculos más allá de ese río negro, pero ésos los debería vencer Auítzotl por sí mismo. Tendría que pasar entre dos grandes montañas, que en intervalos impredecibles se contraerían juntas y se extenderían. Tendría que escalar otra hecha de pedacitos de cortante obsidiana. Tendría que caminar entre un bosque impenetrable de banderas flotantes, en donde éstas se moverían obstaculizando el sendero y tremolando sobre su rostro para cegarlo y confundirlo; y de allí a una región en donde la lluvia nunca cesaba y en donde cada gota sería como una punta de flecha. En medio de esos dos lugares, tendría que luchar o escabullirse de serpientes, cocodrilos y jaguares que le acecharían ansiosos de comer su corazón.
Y una vez venciendo todo eso, llegaría al fin a Mictlan, en donde el Señor y la Señora que lo gobernaban esperarían su llegada. Allí él tomaría de su boca el jade con que había sido enterrado si no había gritado cobardemente durante su trayecto y lo había perdido en alguna parte. Cuando él alargara esa piedra a Mictlantecutli y a Mictlancíuatl, el Señor y la Señora le sonreirían dándole la bienvenida y lo mandarían hacia el mundo que él merecía, en donde viviría con lujo y felicidad eternas.
Era ya muy tarde cuando los sacerdotes terminaron sus largas instrucciones y sus oraciones de despedida y entonces Auítzotl fue colocado en su tumba junto con el perrito de color oro rojo, la tierra cayó sobre ellos, y fue fuertemente apisonada, mientras los albañiles colocaban una simple piedra para cubrirla. Ya estaba oscuro cuando nuestra flota de
acaltin
atracó otra vez en Tenochtitlan, en donde nos reagrupamos para formar la procesión y marchar otra vez hacia El Corazón del Único Mundo. Para entonces la plaza estaba vacía, pero nosotros tuvimos que permanecer en nuestras filas mientras los sacerdotes rezaban más oraciones a la luz de las antorchas en lo alto de la Gran Pirámide, luego quemaron un incienso especial en las urnas que estaban alrededor de la plaza y por último acompañaron ceremoniosamente al harapiento y descalzo Motecuzoma dentro del templo de Tezcatlipoca, El Espejo Ardiente.
Debo decirles que el haber escogido el templo de ese dios, no tenía ninguna significación especial, pues aunque Tezcatlipoca era considerado en Texcoco y en otros lugares como el más grande de todos los dioses, en Tenochtitlan era mucho menos glorificado. Lo que pasaba era que ese templo era el único en la plaza que tenía su propio patio amurallado. En cuanto Motecuzoma entrara en ese patio, los sacerdotes cerrarían las puertas detrás de él y por cuatro noches y días, el que fue escogido Venerado Orador estaría allí solo ayunando, sin beber y meditando, siendo quemado por el sol o mojado por la lluvia, conforme lo escogieran los dioses, durmiendo sobre la dura piedra del patio, sin ninguna cobija y solamente en ciertos intervalos especificados iría dentro del templo a rezar a todos los dioses —uno por uno— para que lo guiaran en el cargo que en muy poco tiempo desempeñaría.
Todos los demás, arrastramos nuestros cansados pies hacia los palacios, hosterías, casas y cuarteles, agradecidos de no tener que aguantar otro largo día en nuestros trajes, hasta que Motecuzoma saliera de su retiro.