Cózcatl dijo: «Muy bien pudiera ser, Mixtli, que Motecuzoma tenga la misma razón que tuvo Auítzotl».
Bebí un reconfortante trago de
octli
y dije: «¿Quieres decir lo que temo oír?».
Cózcatl asintió: «Aquella niña-novia que una vez fuera esposa de Nezahualpili y que su nombre no debe mencionarse jamás. Siendo la hija de Auítzotl, era la prima de Motecuzoma… y quizás algo más que una prima para él. Porque es mucha coincidencia que inmediatamente después de su ejecución, él tomara las vestiduras negras del sacerdocio y del celibato».
Yo dije: «Una coincidencia que en verdad invita a hacer especulaciones —y me acabé mi copa de
octli
, lo que me animó lo suficiente como para decir—: Bien, hace ya mucho tiempo que él dejó el sacerdocio y en estos momentos tiene dos esposas legales y tendrá más. No perdamos la esperanza de que al fin deje a un lado su animosidad hacia Nezahualpili. Y esperemos que él nunca llegue a averiguar la parte que nos correspondió, a ti y a mí, en la caída de su prima».
Cózcatl dijo alegremente: «No te preocupes por eso. El buen Nezahualpili siempre ha guardado silencio acerca de nosotros. Auítzotl nunca nos relacionó con ese asunto. Motecuzoma tampoco, o si no él no estaría patrocinando mi escuela con tanto empeño».
Yo dije con alivio: «Probablemente tienes razón. —Luego reí y continué—: Parece que en estos momentos nada te afecta, estás más allá de toda preocupación y aun de dolor. —Y apunté con mi
poquíetl
—. ¿No te das cuenta de que te estás quemando?».
Aparentemente no se había dado cuenta de que la mano que sostenía su caña encendida, la había bajado de tal manera que las brasas ardientes estaban en contacto directo sobre su otro brazo. Cuando le hice notar eso, él tiró lejos su
poquíetl
y miró con mal humor la roja ampolla que se levantaba en su piel.
«Algunas veces mi atención se concentra tanto en algo —murmuró— que no me doy cuenta de… de estas pequeñeces».
«¿Pequeñeces? —dije—. Eso debe de dolerte más que una picadura de avispa. Déjame llamar a Turquesa para que traiga un ungüento».
«No, no, no lo hagas… no me duele en lo absoluto —contestó él y se puso de pie—. Te veré pronto, Mixtli».
Él iba saliendo de la casa, cuando Beu Ribé regresaba de algún mandado. Como de costumbre, Cózcatl la saludó efusivamente, pero ella pareció inquieta al sonreírle y cuando él se fue, ella me dijo:
«Me encontré con su esposa en la calle y conversamos un rato. Quequelmiqui debe saber que yo estoy informada de todo acerca de Cózcatl; su herida y la clase de matrimonio que llevan; sin embargo, estaba radiante de felicidad y me miró con cierto desafío para ver si me atrevía a decirle algo».
Un poco amodorrado por el
octli
, le pregunté: «¿Y qué tenías que atreverte a decirle?».
«Acerca de su embarazo. Que es bastante obvio a los ojos de cualquier mujer».
«Te debes de haber equivocado —le dije—. Tú sabes que eso es imposible».
Me miró con impaciencia. «Pudiera ser imposible, pero no me he equivocado. Hasta una solterona puede darse cuenta de eso. No pasará mucho tiempo antes de que su marido lo note. ¿Y entonces qué?».
No tenía respuesta para aquella pregunta y Beu se fue de la habitación sin esperar que respondiera, dejándome allí, sentado y pensando. Debí de haberme dado cuenta de que, cuando Cosquillosa vino a suplicarme para tener una experiencia conmigo que no podía tener con su marido, lo que en realidad quería era que yo le diera algo más duradero que una simple experiencia. Lo que deseaba era un hijo, una Cocoton, pero suya. ¿Y quién podría dárselo mejor que el querido padre de Cocoton? Seguro que Cosquillosa había venido a verme después de haber comido carne de zorro o hierba
cihuapatli
o cualquier otra de esas especies que se supone que aseguran el embarazo en una mujer. Bien, casi sucumbí a sus demostraciones de afecto, y si no hubiera sido por la llegada inesperada de Beu, no habría tenido ninguna excusa para rehusar. Así es que yo no era el padre, ni tampoco Cózcatl, pero alguno lo era. Cosquillosa me había dicho claramente que si yo no aceptaba ella buscaría la forma con otros hombres. Me dije a mí mismo: «Cuando le dije que se fuera, ella tuvo todo el día para…».
Sin duda debí de haber estado más preocupado acerca de ese asunto, pero entonces estaba trabajando muy duro, obedeciendo la orden de Motecuzoma de que buscara todos los mapas que hice durante mis viajes. Y eso era lo que estaba haciendo, aunque me tomé algunas libertades al interpretar su orden. No mandé al palacio mis mapas originales, sino que me puse a hacer copias de todos ellos, y los fui mandando uno por uno, conforme los iba terminando. Expliqué el retraso dando la excusa de que muchos mapas estaban en fragmentos y manchados por el viaje, algunos hechos con papel muy corriente y otros simplemente garrapateados en hojas de árbol, y que quería que mi Señor Orador tuviera unos dibujos bien hechos, claros y duraderos. Esa excusa en sí no era del todo una mentira, pero la verdadera razón por la que quería guardar los originales era que éstos representaban para mí preciosos recuerdos de mis viajes, algunos de los cuales había hecho en compañía de mi adorada Zyanya y por tanto deseaba conservarlos.
También, quizás alguna vez quisiera volver a viajar por esos caminos otra vez, y seguir caminando, sin querer volver, si el reinado de Motecuzoma hacía de Tenochtitlan un lugar incómodo para mí. Teniendo en mente esa posible emigración, omití algunos detalles significativos en las copias que le mandé al Uey-Tlatoani. Por ejemplo, no hice mención, ni puse una marca en él lugar en donde estaba el lago negro en el que había encontrado aquellos colmillos gigantes de jabalí, pues si había algún otro tesoro allí, algún día podría necesitarlo. Cuando no estaba trabajando, pasaba el mayor tiempo posible con mi hija. Había adquirido la agradable costumbre de contarle cuentos cada tarde, y por supuesto le contaba aquellos que a mí me hubieran interesado mucho cuando tenía su edad: historias repletas de acción, violencia y aventuras. De hecho, muchas de esas historias eran verdaderas experiencias, por las que yo había pasado: ligeramente adornada la verdad o ligeramente atenuada, según el caso. Esa clase de cuentos requerían que frecuentemente tuviera que rugir como un jaguar enloquecido o chillar como lo haría un mono-araña enojado, o aullar como un coyote melancólico. Cuando Cocoton temblaba ante algunos de los sonidos que hacía, me sentía muy orgulloso por el talento que tenía para contar una aventura tan vívidamente que un oyente podía casi compartirla. Pero un día en que la niñita vino en el tiempo acostumbrado para que la entretuviera, me dijo casi solemnemente:
«¿Podríamos hablar, Tata, como personas mayores?».
Yo estaba muy divertido ante esa grave formalidad con la que me hablaba una niña de escasos seis años, pero le contesté casi tan gravemente: «Podemos hacerlo, Migajita. ¿Qué me quieres decir?».
«Quiero decirte que no creo que esas historias que me cuentas sean las más adecuadas para una niña».
Un poco sorprendido y aun herido, dije: «A ver, dime tus quejas sobre esas historias tan poco adecuadas».
Ella dijo, como si estuviera apaciguando a un chiquillo petulante más joven que ella:
«Estoy segura de que son muy buenas historias. Estoy segura de que un niño estaría encantado de oírlas. Yo pienso que a los niños les gustan que los asusten. Mi amigo Chacalín —y movió su manita en dirección de la casa de los vecinos— algunas veces hace ruidos de animales y sus
propios
ruidos le espantan, que hasta se pone a llorar. Si quieres, Tata, lo traeré todas las tardes para que él oiga tus cuentos en mi lugar».
Yo dije, quizás un poco enojado: «Chacalín tiene su propio padre para que le cuente historias. Y sin duda muy emocionantes, acerca de sus aventuras como comerciante en cerámica, en el mercado de Tlaltelolco, pero, Cocoton, nunca he notado que tú llores cuando te cuento una historia».
«Oh, no lo haría. No enfrente de ti. Lloro en la noche, cuando estoy sola en mi cama. Entonces recuerdo los jaguares, las serpientes y los bandidos y en la oscuridad se ven como si estuvieran vivos, y sueño que tratan de agarrarme».
«Oh, mi niñita querida —exclamé atrayéndola hacia mí—. ¿Por qué no me habías dicho nada antes?».
«No soy muy valiente —dijo escondiendo su cara en mi hombro—. No con animalotes, ni con papas grandes tampoco».
«De ahora en adelante —le prometí— voy a tratar de parecer más pequeño. Y no te contaré más cuentos de bestias y bandidos. ¿Qué clase de cuentos prefieres?».
Lo pensó seriamente y luego me preguntó tímidamente: «¿Tata, alguna vez has tenido alguna aventura
fácil
?».
No pude pensar en una respuesta inmediata. Ni siquiera podía imaginarme lo que quería decir por «una aventura fácil», a menos de que se refiriera a algunas que le pudieran haber pasado al padre de Chacalín, como vender un cacharro rajado sin que el cliente se hubiera dado cuenta. Pero entonces recordé algo y le dije:
«Una vez tuve una aventura muy
tonta
. ¿Tú crees que ésa sería aceptable?».
Ella dijo: «¡
Ayyo
, sí, me divierten los cuentos tontos!».
Me acosté en el suelo y levanté las rodillas, y apuntando a ellas le dije: «Ése es un volcán, un volcán que se llama Tzebóruko, que quiere decir El que Resopla con Ira. Pero te prometí que no resoplaría. Siéntate aquí arriba, exactamente en su cráter».
Una vez que se hubo acomodado en mis rodillas, yo empecé con el tradicional «
Oc-ye-necha
», y le conté cómo la lava del volcán me había empujado mar adentro, por haber estado, estúpidamente, en medio de la bahía. Durante toda mi historia, me contuve de hacer los ruidos que hacía el volcán al eruptar la lava y los que hacía el vapor, pero cuando llegué a la parte más importante de mi narración, de repente grité: «
¡Uiuiuóni!
» y bajé y subí las rodillas rápidamente. «¡Y
o-o-ompa
! ¡Me fui con el mar!».
Con ese movimiento y al decir
ompa
, Cocoton brincaba de tal manera que se resbalaba por mis muslos hasta caer en mi barriga, sacándome todo el aire, lo que hacía que gritara y riera con placer. Parecía que al fin había atinado con una historia y en la forma de contarla más adecuada para una niñita. Desde entonces y por mucho tiempo, cada tarde jugábamos al volcán haciendo erupción. Aunque le narraba otras historias que no la asustaban, Cocotón siempre insistía en que le contara también y le demostrara cómo el Tzebóruko me había arrojado una vez fuera del Único Mundo. Y se lo contaba una y otra vez, siempre con su participación trémulamente agarrada a mis rodillas, mientras yo arrastraba y alargaba las palabras preliminares para darle más emoción, y luego gritando alegremente cuando la balanceaba, y riéndose fuertemente cuando al fin la dejaba caer sobre mí, sacándome todo el aire. El volcán haciendo erupción, siguió con sus erupciones todos los días hasta que Cocoton creció lo suficiente como para que Beu desaprobara «esa conducta que no era la de una señora», y cuando Cocoton también encontró el juego «muy infantil». Yo estaba para entonces un poco triste de verla crecer, y salir de su infancia, pero también estaba cansado de que me brincara en la barriga.Llegó el día en que, inevitablemente, Cózcatl vino a verme otra vez, y en un lamentable estado: sus ojos tenían rojas ojeras, su voz se oía ronca y sus manos se retorcían y entrelazaban como si estuvieran peleando la una con la otra.
Yo le pregunté con suavidad. «¿Has estado llorando, amigo mío?».
«No dudes de que tengo razón para ello —dijo gravemente—. Pero no, no he estado llorando. Lo que pasa es que… —y él separó sus manos en un gesto distraído— desde hace tiempo, mis ojos y mi lengua parece como si estuvieran… como si los sintiera hinchados o más gruesos… como si tuvieran una capa de algo encima».
«Lo siento mucho —le dije—. ¿No has visto a un físico?».
«No. Pero no vine a hablar de eso. ¿Mixtli, fuiste tú?».
No pretendí hipócritamente que no sabía nada, así es que le dije: «Sé de lo que me estás hablando, Beu me dijo algo acerca de eso hace algún tiempo, pero no, yo no fui».
Él asintió con la cabeza y dijo sintiéndose miserable: «Te creo. Pero eso solamente lo hace más difícil de sobrellevar. Nunca sabré quién fue. Aunque la mate a palos, ella nunca me lo dirá, y además no podría pegarle a Quequelmiqui».
Yo reflexioné por un momento y luego le dije: «Te diré que ella
deseaba
que yo fuera el padre».
Él asintió otra vez, temblando como un viejo: «Lo había supuesto. Ella debió de haber querido un niño lo más parecido posible a tu hija. —Después de una pausa, dijo—: Si tú lo hubieras hecho, me hubiera sentido herido, pero lo habría podido soportar…».
Con su mano se restregó una mancha pálida muy curiosa que tenía en su mejilla, casi de un color plateado. Me preguntaba si no se habría quemado otra vez, sin darse cuenta. Luego noté que los dedos de las manos que tanto se estrujaba, casi no tenían color en sus puntas. Él continuó hablando: «Mi pobre Quequel-miqui. Creo que ella hubiera podido soportar un matrimonio con un hombre sin sexo, pero después de haber llegado a sentir tan grande amor de madre por tu hija, ya no pudo sufrir un matrimonio sin frutos».
Miró a través de la ventana y se sintió infeliz; mi hijita estaba jugando en la calle con algunos de sus amigos.
«Yo tenía la esperanza… yo traté de darle alguna satisfacción en ese aspecto a ella. Empecé a darles clases especiales a los hijos de los sirvientes que ya tenía a mi cargo, preparándolos para que siguieran dentro del mismo servicio doméstico de sus padres. Mi verdadera razón era que tema la esperanza de distraerla de su anhelo a ver si podía aprender a amar a esos niños. Pero como ellos eran los hijos de otras gentes… y ella no los quería desde que eran pequeños como Cocoton…».
«Mira Cózcatl —le dije—. El niño que ella lleva en su vientre no es tuyo, no puede serlo, pero a excepción de la semilla es
su
hijo. Y ella es tu amada esposa. Suponte que te casaste con una viuda madre de una criatura, dime, ¿sufrirías estos tormentos si ése hubiera sido el caso?».
«Ella ya ha tratado ese argumento conmigo —dijo con aspereza—. Pero en ese caso, como tú lo puedes ver, yo no tendría por qué sentirme traicionado, como me siento ahora después de todos esos años de felicidad conyugal. Bueno, por lo menos yo era feliz».