Brunetti le dio las gracias y, sin comentar la natural suposición de Bonsuan de que la mujer había sido asesinada, subió a su despacho, a esperar que llegara la hora de llamar a Rizzardi.
Pero fue el médico el que llamó, para comunicarle que la causa de la muerte era por inmersión en agua salada.
—¿Intencionada?
La respuesta de Rizzardi tardó un momento en llegar.
—Es posible. Bastaría que la hubieran arrojado desde un barco o que la hubieran sostenido bajo el agua. No tiene señales de ligaduras que sean recientes.
Antes de que Brunetti pudiera preguntar sobre esa observación, el forense agregó:
—En el aspecto ginecológico es interesante.
—¿Por qué?
—Hay huellas de que tuvo la mayoría de las enfermedades venéreas que se conocen y, por lo menos, un aborto.
—Fue drogadicta durante años —dijo Brunetti. Rizzardi emitió un gruñido que indicaba que esa particularidad era tan evidente que ni merecía mención—. Y, al parecer, prostituta.
—Lo que suponía —dijo Rizzardi con una naturalidad que hizo recordar a Brunetti lo mucho que apreciaba a aquel médico y por qué.
Brunetti volvió sobre la observación que le había intrigado.
—Dice que no tenía señales recientes de ligaduras. ¿Qué significa?
Después de una larga vacilación, el forense dijo:
—Hay señales de ligaduras en los brazos y los tobillos. Yo diría que su pareja de los últimos tiempos, quienquiera que fuese, era aficionado al rollo fuerte.
—¿Qué quiere el rollo fuerte? ¿Violación?
—No. —La respuesta de Rizzardi fue inmediata.
—¿Qué si no? ¿Qué más puede ser?
—El sexo violento no tiene por qué ser violación —dijo Rizzardi no sin aspereza, y esperó unos segundos antes de agregar un seco—: comisario.
—¿Y qué es entonces violación?
—Violación es cuando una u otra parte no consiente.
—¿Una u otra?
La voz de Rizzardi se suavizó:
—Son otros tiempos, Guido. Ya pasaron los días en los que la violación era únicamente un acto que perpetraba un hombre violento contra una mujer inocente.
Brunetti, padre de una adolescente, sentía curiosidad por saber lo que tenía que decir el médico sobre la cuestión, pero como ello en nada ayudaría a la investigación, abandonó el tema y preguntó:
—¿Cuándo ocurrió la muerte?
—Yo diría que hace dos días, el viernes por la noche.
—¿Por qué?
—Sólo fíese de mí, Guido. No estamos en la televisión, donde yo tendría que hablar del contenido del estómago o de la cantidad de oxígeno en la sangre. Hace dos días —repitió—; probablemente, después de las diez de la noche. Confíe en mí, y esté seguro de que así se declarará en el juicio.
—Si el caso llega a juicio —dijo Brunetti distraídamente, observación no necesariamente dirigida al forense.
—Bueno, eso es cosa suya. Yo me limito a decir lo que veo. Usted debe deducir el porqué, el cómo y el quién.
—Ojalá fuera tan sencillo —dijo Brunetti.
Rizzardi renunció a debatir las exigencias de sus respectivas profesiones y puso fin a la conversación, dejando para Brunetti la misión de ir a Pellestrina, a buscar las respuestas a esas preguntas.
Pese a ser domingo, Brunetti no veía por qué razón él y Vianello no habían de ir a Pellestrina, en busca de algo que pudiera contribuir a explicar la muerte de la
signora
Follini. Bonsuan se mostró más que dispuesto a llevarlos, insistiendo en que las noticias del periódico lo aburrían y, como no era un gran aficionado al fútbol, prefería no perder el tiempo leyendo el avance de los partidos del día.
Mientras estaban en la cubierta de la lancha en la parada de los Giardini, esperando la llegada de Vianello, el comisario, volviendo sobre el comentario de Bonsuan, le preguntó:
—Si no es aficionado al fútbol, ¿qué deportes le gustan?
—¿A mí? —preguntó Bonsuan, utilizando la táctica dilatoria del testigo ante una pregunta incómoda, que Brunetti conocía bien desde hacía mucho tiempo.
—Sí.
—¿Se refiere a practicar o a mirar? —preguntó Bonsuan evasivamente.
Ya más curioso por la reticencia de Bonsuan que por la respuesta en sí, Brunetti dijo:
—A las dos cosas.
—Practicar, a mi edad, ya no practico ningún deporte —dijo el piloto en un tono que indicaba que aquí se acababa la información.
—¿Y mirar? —preguntó Brunetti.
Bonsuan buscaba ansiosamente con los ojos alguna señal de Vianello en el largo
viale
arbolado que venía de
corso
Garibaldi. Brunetti observaba a los transeúntes.
—Verá, comisario, no es que yo entienda mucho de eso ni que me tome muchas molestias para seguirlo, pero me gusta ver por televisión los concursos de perros de pastor. A veces los dan desde Escocia, ¿sabe? —En vista de que Brunetti no decía nada, agregó—: Y Nueva Zelanda.
—No encontrará mucho de eso en
Il Gazzettino,
desde luego —concedió Brunetti.
—No —respondió el piloto, y entonces, mirando hacia el arco del fondo del
viale,
dijo—: Ahí viene Vianello —con audible alivio en la voz.
El sargento, de uniforme, saludó alzando una mano al acercarse y saltó a bordo. Bonsuan apartó la lancha de la
riva
y la dirigió hacia el canal, ahora ya familiar, que conducía a Pellestrina, a la que esperaban encontrar entregada a la apacible observancia del Día del Señor.
El hecho de que la religión sea cosa del pasado y ya no sea un factor determinante del comportamiento del pueblo italiano, no ha influido en su hábito de acudir a la iglesia, especialmente, en los pueblos pequeños. En realidad, podría establecerse una especie de ecuación algebraica entre el tamaño de una parroquia y la proporción de los vecinos que van a misa. Son esos grandes paganos de romanos y milaneses los que no acuden al templo y, arropados en el anonimato de los millones de conciudadanos, se esconden de los ojos y las lenguas del chismorreo vecinal. Los
pellestrinotti,
por el contrario, son asiduos asistentes a misa, lo que les permite mantenerse al corriente de la vida y milagros de sus convecinos sin aparente indiscreción, ya que todo lo que ocurre, especialmente todo aquello que puede poner en tela de juicio la virtud o la honradez de las personas, es objeto de comentario el domingo por la mañana, en la escalera de la iglesia.
Allí estaban Brunetti y Vianello, esperándolos, y esperando acontecimientos, poco antes de las doce, cuando iba a terminar la misa de once y por última vez se invitaba a los feligreses a «ir en paz».
De pie en la escalera de la iglesia, Brunetti sentía, una vez más, aquella desazón que siempre le había producido la religión, aunque no fue consciente de ella hasta que Paola se la hizo notar. Paola había tenido lo que él consideraba la suerte de recibir una educación libre de religión. Sus padres no se molestaban en asistir a los oficios religiosos, por lo menos, los considerados preceptivos. Desde luego, su posición social les exigía asistir a ceremonias tales como la investidura de obispos y cardenales y a la misma coronación del papa actual; pero ésos eran ritos que no tenían que ver con la fe sino con el poder que, por cierto, según Paola, era el verdadero objetivo de la Iglesia.
Estando exenta de fe, como lo estaba del hábito de la práctica religiosa, Paola no sentía hostilidad hacia la religión y contemplaba las peculiares formas en las que la gente optaba por observar sus preceptos desde una perspectiva antropológica. Brunetti, por el contrario, que había sido educado por una madre religiosa, a pesar de haber dejado de creer antes de llegar a la adolescencia, conservaba el recuerdo de la fe, aunque de una fe desengañada. Sabía que su actitud hacia la religión era la de un adversario, incluso de un antagonista. Y, por más que trataba de resistirse a este sentimiento, no podía librarse de él, ni de la sensación de culpa que le causaba. Como Paola no se cansaba de recordarle: «Preferiría ser pagano y haber mamado un credo caduco…»
Todas esas cosas pasaban por la cabeza a Brunetti mientras, en la escalera de la iglesia, esperaba a ver quién salía y qué nueva información le daba. Sonó un órgano, la pureza de cuyos acordes hablaba más en favor del sistema de sonido de la iglesia que del talento del organista. Las puertas se abrieron, y la música creció y se derramó por la escalera, seguida de los primeros feligreses. Al verlos, Brunetti observó, y no por primera vez, la expresión de inquietud con que la gente salía de la iglesia.
Si hubieran sido un hato de animales, un rebaño de corderos que entra en un cercado, no hubiera podido ser más evidente su repentina percepción de una presencia extraña, ni más patente la convulsión de inquietud que recorría el grupo de delante atrás, a medida que cada nuevo individuo descubría la amenaza en potencia que aguardaba en la escalera. Brunetti pensó que, si Vianello no hubiera ido de uniforme, muchos de ellos hubieran fingido que no los veían. Aun así, algunos se hacían los distraídos, a pesar de que la gorra blanca del sargento era tan llamativa como la aureola de cualquiera de los santos que habían dejado en la iglesia.
Brunetti, sin aparentarlo, estudiaba la cara de la gente. En un principio, creyó que lo que percibía era el resultado de un esfuerzo colectivo por componer una expresión de inocencia e ignorancia combinadas; pero después comprendió que debía de ser la consecuencia de unos factores ambientales restrictivos: la mayoría se parecían. Todos los hombres eran bajos y tenían la cabeza redonda y los ojos hundidos. Su complexión musculosa la atribuyó Brunetti al trabajo que hacían, que también debía de ser la causa de que todos ellos, hasta los más jóvenes, tuvieran la cara curtida y surcada de pliegues profundos. Las mujeres mostraban mayor diversidad de fisonomías, aunque la figura de las que pasaban de los treinta mostraba una tendencia generalizada a la dilatación.
Esa mañana nadie se paró en la escalera de la iglesia a conversar con los vecinos sino que toda la feligresía se encaminó a casa como si tuviera una tarea urgente. Decir que huyeron sería exagerar. Más exacto sería decir que se fueron aprisa y nerviosos.
Cuando se alejaban los últimos, Brunetti se volvió hacia Vianello, con intención de intentar aliviar su sensación de frustración preguntando si debían atribuir su fracaso al uniforme del sargento. Pero, antes de empezar a hablar, vio salir a la
signorina
Elettra del bar que estaba a la izquierda de la iglesia. Mejor dicho, la vio salir y, casi al momento, retroceder hasta desaparecer en parte.
Después reapareció, más despacio y, cuando ella se apartaba de la puerta, Brunetti vio la causa de la demora: la asía de la mano un hombre joven que se había parado en el vano de la puerta a decir algo a los que estaban dentro. Fuera lo que fuese lo que dijo, provocó más de una carcajada, y la
signorina
Elettra le tiró del brazo arrancándolo de la puerta.
El joven se acercó a ella y, con la naturalidad nacida de una larga familiaridad, le rodeó los hombros con el brazo y la atrajo hacia sí. No había ni asomo de coquetería en la forma en que ella respondió, rodeándole la cintura con el brazo izquierdo y acomodando el paso al de él, en dirección a los policías a los que aún no habían visto. El hombre, que era bastante más alto que ella, inclinó la cabeza para decirle algo, y Elettra alzó la cara y respondió con una sonrisa que Brunetti no le conocía. El hombre le dio un beso en el pelo, lo que los obligó a aflojar el paso. Al erguir la cabeza, él vio a Brunetti y a Vianello en la escalera de la iglesia y se paró bruscamente.
La
signorina
Elettra, sorprendida, siguió la dirección de su mirada. La exclamación que brotó de sus labios quedó ahogada por las campanadas del reloj de la iglesia. Mucho antes de que acabaran de dar las doce, ya se había repuesto de la sorpresa y concentrado la atención, momentáneamente distraída por la inesperada presencia de un policía en la escalera de la iglesia, en la importante cuestión de decidir con su nuevo amigo dónde almorzar.
Al cabo de una hora de tratar de interrogar a los habitantes de Pellestrina, Brunetti comprendió que cualquier intento sería inútil hasta que todos hubieran terminado su almuerzo. Por lo tanto, él y Vianello se fueron al restaurante, donde hicieron una comida un tanto apagada, con la que ninguno de los dos disfrutó, a pesar de que los alimentos eran frescos y el vino, excelente. Decidieron que se separarían, con la esperanza de que las simpatías que Vianello había despertado al hablar con la gente en su visita anterior pudieran contrarrestar la inevitable reacción que había de producir el uniforme.
En las dos primeras casas, dijeron a Brunetti que ellos apenas conocían a la
signora
Follini y un hombre hasta le contó que él llevaba a su mujer en el coche al Lido todas las semanas para hacer la compra, porque en la tienda del pueblo los precios eran muy caros y muchos de los artículos no eran frescos. El hombre mentía tan mal que daba grima, mientras la esposa disimulaba como podía, cambiando de sitio cuatro figuritas de porcelana que tenían un vago parecido con perros salchicha.
En las dos casas siguientes no le abrieron la puerta, no se sabía si por ausencia o por reticencia de sus habitantes. En la tercera, por el contrario, abrieron antes de que acabara de llamar, y Brunetti se encontró frente al sueño dorado del policía: la vecina fisgona. La reconoció a primera vista por los labios prietos, los ojos vivaces y la postura ligeramente encorvada. No le faltaba sino frotarse las manos; pero ese detalle no mermaba la impresión de satisfacción que transmitía su ávida sonrisa: por fin, una persona a la que hacer partícipe del horror y el espanto que le causaban las infamias de toda especie que cometían sus vecinos.
Llevaba un moñito en la nuca del que habían escapado unas greñas engomadas con una pomada grasienta y perfumada. Tenía la cara chupada y el cuerpo macizo, sin cintura visible. Encima de un vestido negro que con años de lavados empezaba a verdear, llevaba un delantal sucio que tiempo atrás pudo ser de flores.
—Buenas tardes,
signora
—empezó el comisario, pero antes de que pudiera dar su nombre, ella le interrumpió.
—Sé quién es y a qué ha venido. Ya iba siendo hora de que hablara conmigo. —Trataba de manifestar enojo, pero le era imposible reprimir la satisfacción que la visita le producía.