Brunetti no podía evitar que su imaginación derivara hacia Pellestrina. Buscó tiempo para hablar con Vianello, y lo decepcionó lo poco que su sargento había averiguado. No obstante, le llamó la atención el comentario que hizo Vianello de que, al hablar con la gente de Pellestrina, tenías la impresión de que no consideraban a Bottin uno de ellos, ya que eso confirmaba una sospecha que había tenido el propio Brunetti no recordaba por qué. Y ahora, cuanto más lo pensaba, más extraño le parecía. Según su experiencia, era insólito que los integrantes de una comunidad tan cerrada como la que formaban los vecinos de Pellestrina coincidieran en manifestar reprobación contra uno de los suyos. Según ellos, para la supervivencia era fundamental presentar a los extraños un frente unido, y nadie más extraño que la policía. También era curiosa la constante disparidad entre lo que se decía de Giulio y lo que se decía de Marco. Todos lamentaban la muerte del chico, mientras que la de Giulio Bottin no parecía haber afligido a ninguno de los habitantes de Pellestrina. Y más curioso todavía era que no hicieran nada por ocultarlo.
La creciente marea de papel barrió esos pensamientos de la mente de Brunetti durante los dos días siguientes. El viernes recibió una llamada de Marotta, que le comunicó que el lunes regresaba de Turín. Brunetti no le preguntó si había declarado en el juicio; lo único que importaba era que viniera a relevarlo de la tarea de despachar papeles.
Aquel sábado, Paola y él estaban invitados a cenar en casa de unos amigos y cuando, poco antes de las ocho, mientras Brunetti se hacía el nudo de la corbata, sonó el teléfono, estuvo tentado de no contestar.
Paola preguntó desde el fondo del pasillo.
—¿Quieres que conteste?
—No, ya voy yo —dijo él, pero de mala gana, pensando que era una lástima que no estuviera en casa alguno de los chicos, para decir al que llamaba que su papá había salido. O que había decidido irse a la Patagonia a apacentar ovejas.
—Brunetti —contestó.
—Pucetti, señor —dijo el agente—. Llamo desde una cabina del puerto. Acaba de llegar un barco. Han pescado un cadáver.
—¿Quién es?
—No lo sé, señor.
—¿Hombre o mujer? —preguntó el comisario con el corazón helado, pensando en la
signorina
Elettra.
—Tampoco lo sé. Hace un momento, un pescador ha entrado en el bar con la noticia y todos hemos salido a ver. —Se oían ruidos lejanos, y Pucetti colgó.
Brunetti colgó a su vez y fue al dormitorio. Paola estaba poniéndose el segundo pendiente. Llevaba un vestido negro, ceñido a las caderas y con un gran escote en la espalda, un vestido que él no le había visto. Cuando él entró, su mujer lo miró a la cara y dejó caer los brazos a lo largo del cuerpo.
—En fin, de todos modos, tampoco tenía muchas ganas de ir —dijo, soltando el pendiente en el cajón de la cómoda, el de arriba, en el que guardaba las joyas y, por alguna insondable razón, los frascos de las vitaminas que tomaba. Con indiferencia, como quien pide media docena de huevos, agregó—: Llamaré a Mariella.
Brunetti conocía a hombres que tenían secretos para sus esposas. Uno había tenido dos amantes durante más de diez años. Sabía de hombres que habían perdido la empresa y la casa antes de que su mujer se enterase de que jugaban. Durante un momento, contempló la posibilidad de que Paola hubiera vendido el alma al diablo a cambio del poder de leer el pensamiento a su marido. Pero no; ella era muy inteligente para hacer tan mal negocio.
—¿O quieres llamar tú antes a la
questura?
—preguntó.
Él fue a explicar lo sucedido, pero desistió, como si el silencio pudiera proteger a la
signorina
Elettra.
—Usaré el
telefonino
—dijo tomando el aparatito de la cómoda, donde lo había dejado, ante la perspectiva de una velada tranquila con unos amigos. Paola fue a la sala a hacer la llamada y él pulsó el familiar número de la
questura.
Pidió que le enviaran una lancha para ir a Pellestrina. Oprimió la tecla azul, marcó el número de Vianello y, recordando las instrucciones que le habían dado al entregarle el aparato, volvió a pulsar la tecla azul.
Contestó la esposa. Al oír quién llamaba, ella, prescindiendo de saludos y fórmulas de cortesía, dijo que avisaría a Lorenzo. Las esposas de los policías tienen un radar que les señala cuándo se ha frustrado una velada. Unas lo llevan mejor que otras.
—¿Sí, señor? —dijo el sargento.
—Ha llamado Pucetti. Desde una cabina. Han pescado un cadáver.
—Estaré en la parada de los Giardini —dijo Vianello, y colgó.
Allí estaba quince minutos después, pero no de uniforme, ni hizo más que levantar una mano para saludar a Brunetti cuando la lancha se acercó al embarcadero, sin llegar a parar, y él saltó a bordo. Vianello suponía que Brunetti le había dicho todo lo que sabía, por lo que no perdió el tiempo con preguntas, ni pronunció el nombre de la
signorina
Elettra.
—¿Nadia? —preguntó Brunetti en el lenguaje taquigráfico que habían desarrollado durante su larga asociación.
—Sus padres iban a llevarnos a cenar.
—¿Algún motivo especial?
—Nuestro aniversario.
En lugar de pedir disculpas, Brunetti preguntó:
—¿Cuántos años?
—Quince.
La lancha viró hacia la derecha, en dirección a Malamocco y Pellestrina.
—He pedido que enviaran a un equipo del laboratorio —dijo Brunetti—. Pero habrá que ir a recogerlos a sus casas, y tardarán en llegar.
—¿Qué explicación les damos por llegar tan pronto? —preguntó Vianello.
—Puedo decir que alguien nos llamó.
—Ojalá nadie haya visto a Pucetti en la cabina.
Brunetti, que casi nunca se acordaba de llevar el móvil, preguntó:
—¿Por qué no le han dado un
telefonino
?
—La mayoría de los agentes jóvenes ya tienen el suyo propio, comisario.
—¿Y él?
—No lo sé. Supongo que no, señor, si ha llamado desde una cabina.
—Qué estupidez. —Al decirlo, Brunetti era consciente de que estaba transformando el temor que sentía por la
signorina
Elettra en irritación contra el joven agente que se lo había provocado con su llamada.
Sonó el
telefonino
de Brunetti. Era el operador de la
questura,
con la información de que acababa de recibirse la llamada de un hombre que avisaba de que un barco había apresado con sus redes el cadáver de una mujer y lo había llevado al puerto de Pellestrina.
—¿El que ha llamado ha dicho quién es? —preguntó Brunetti.
—No, señor.
—¿El cuerpo lo ha encontrado él?
—No, señor. Sólo ha dicho que había llegado un barco con un cadáver, no que él lo hubiera encontrado.
Brunetti dio las gracias y cortó la comunicación. Miró a Vianello.
—Es una mujer. —El sargento no dijo nada, y Brunetti preguntó—: Si todos esos barcos tienen radio y teléfono, ¿por qué no nos han avisado?
—A la mayoría no les gusta tener tratos con nosotros, comisario.
—No creo que el que encuentra el cadáver de una mujer en sus redes, pueda pensar que va a librarse de tener tratos con nosotros —dijo Brunetti, trasladando parte de su enojo a Vianello.
—La gente no piensa en esas cosas. Y, quizá, aún menos cuando encuentran el cadáver de una mujer en sus redes.
Comprendiendo que tenía razón el sargento y lamentando haber hablado con tanta sequedad, Brunetti dijo:
—Sí, desde luego.
Pasaron las luces de Malamocco, después el Alberini, y ya no quedó sino la costa larga y recta hasta Pellestrina. Pronto divisaron las luces dispersas de las casas y la hilera de las farolas del puerto, en torno al que estaba construido el pueblo. Curiosamente, no parecía que hubiera ocurrido algo anormal: en la
riva
no había más que un puñado de personas. Ni siquiera los
pellestrinotti
podían haberse habituado tan pronto a la muerte.
El piloto, que no había estado en Pellestrina durante esa investigación, llevaba la lancha hacia el hueco que se veía en la hilera de barcos. Brunetti subió rápidamente a la cabina de mando y le puso la mano en el hombro diciendo:
—No, ahí no. Al extremo.
Al momento, el piloto dio marcha atrás, y la lancha primero aminoró la velocidad y luego empezó a alejarse de la
riva.
—Ahí, a la derecha —dijo Brunetti, y el piloto los acercó al muelle suavemente. Vianello lanzó el cabo a un hombre que se acercaba y, cuando éste lo hubo atado al amarradero, los dos policías saltaron a tierra.
—¿Dónde está? —preguntó Brunetti, dejando que los distintivos de la lancha revelaran su identidad.
—Está aquí —dijo el hombre, volviéndose hacia el pequeño grupo reunido a la pálida luz de las farolas. Al acercarse Brunetti y Vianello, el grupo abrió paso hacia el cuerpo tendido en el suelo.
Los pies estaban en una zona de luz y la cabeza quedaba en la sombra, pero a Brunetti le bastó ver el pelo rubio para saber quién era. Reprimiendo un suspiro de alivio, se acercó. Al principio, creyó que un alma caritativa le había cerrado los ojos, pero enseguida vio que no los tenía. Recordó que uno de los policías, para justificar la decisión de sacar los cuerpos de los Bottin, había dicho que abajo había cangrejos. Brunetti había leído libros en los que, en situaciones como ésa, se decía que a uno se le revolvía el estómago, pero la impresión la sintió él en el corazón, que le latió furiosamente durante unos segundos y no se calmó hasta que él apartó la mirada de la cara de la mujer para dirigirla hacia las aguas tranquilas de la laguna.
Vianello tuvo presencia de ánimo para preguntar:
—¿Quién la ha encontrado?
Un hombre bajo y robusto se adelantó.
—Yo —dijo, con los ojos fijos en Vianello, evitando mirar a la mujer de la que estaban hablando.
—¿Dónde la ha encontrado? ¿Y cuándo? —preguntó Vianello.
El hombre señaló vagamente el continente, hacia el norte.
—Por ahí —dijo—. A unos doscientos metros de la costa, justo en la embocadura del Canale di Ca'Roman.
En vista de que el hombre no contestaba a la segunda pregunta de Vianello, Brunetti insistió:
—¿Cuándo?
El hombre miró el reloj.
—Hará cosa de una hora. Estaba en la red, pero he tardado mucho en acercarla al barco. —Su mirada iba de Brunetti a Vianello, como para ver cuál de los dos estaría mejor dispuesto a creerle—. Yo estaba solo en mi
sándalo,
y me ha dado miedo de volcar si la subía a bordo.
—¿Y qué ha hecho?
—Remolcarla —dijo el hombre, evidentemente violento por tener que confesarlo—. No había otra manera de traerla.
—¿La ha reconocido?
El hombre asintió.
Alegrándose de no tener que volver a mirar a la
signora
Follini, Brunetti pasó revista a los presentes, pero la
signorina
Elettra no estaba entre ellos. Cuando miraban al cadáver, sus caras desaparecían en las sombras proyectadas por las farolas, pero la mayoría preferían no mirarlo.
—¿Cuándo la vieron por última vez? —preguntó el comisario.
Nadie respondió.
La mirada de Brunetti se cruzó con la de una mujer del grupo.
—Usted,
signora
—dijo, manteniendo un tono cortés, simplemente interrogativo, sin asomo de autoridad—, ¿recuerda cuándo vio por última vez a la
signora
Follini?
La mujer lo miró con ojos asustados, se volvió a derecha e izquierda y al fin dijo rápidamente, de un tirón:
—Hará cosa de una semana o quizá cinco días, cuando entré en la tienda a comprar papel higiénico. —Al darse cuenta de lo que había dicho delante de todos aquellos hombres, se tapó la boca con la mano, bajó la mirada y volvió a alzarla.
—Vale más que nos vayamos de aquí —propuso Brunetti, yendo hacia las ventanas iluminadas de las casas. Del pueblo venía un hombre con una manta. Al verlo acercarse al cadáver, Brunetti dijo, a pesar suyo—: No haga eso. No se puede tocar el cadáver.
—Es por respeto —insistió el hombre, aunque sin mirar a la víctima—. No podemos dejarla así. —Sostenía la manta sobre el antebrazo, en una actitud extrañamente ceremoniosa.
—Lo siento, no puede ser —dijo Brunetti, sin dejar adivinar que simpatizaba con los deseos del hombre. Su negativa a permitir que el hombre cubriera el cadáver le hizo perder las simpatías que pudiera haberle valido la decisión de llevarse de allí a la gente.
Vianello así lo comprendió, dio varios pasos en dirección al pueblo, puso la mano con suavidad en el brazo de la mujer que había hablado y preguntó:
—¿Está aquí su marido,
signora
? Quizá sea preferible que la acompañe a casa.
La mujer negó con la cabeza, retiró el brazo, pero despacio, sin mostrarse ofendida y sin ánimo de ofender, y se alejó hacia las casas, dejando aquel asunto a los hombres.
Vianello se acercó al hombre que había estado al lado de la mujer.
—¿Recuerda cuándo fue la última vez que vio a la
signora
Follini?
—Un día de esta semana, quizá el miércoles. Mi mujer me mandó a comprar agua mineral.
—¿Vio a alguien más en la tienda?
El hombre vaciló antes de responder. Tanto Brunetti como Vianello observaron su indecisión, pero ninguno de los dos lo demostró.
—No.
Vianello no insistió, y miró al resto de los presentes:
—¿Alguien más puede decir cuándo la vio?
Un hombre dijo:
—El martes por la mañana. Yo iba al bar y la vi abrir la tienda.
—Mi mujer le compró el periódico el miércoles —declaró otro.
Como nadie más hablaba, Vianello preguntó:
—¿Alguien recuerda haberla visto después del miércoles? —Nadie respondió. Vianello sacó el cuaderno del bolsillo de atrás, lo abrió y dijo—: ¿Me permiten, sus nombres?
—¿Para qué? —preguntó el hombre de la manta.
—Tenemos que hablar con todas las personas del pueblo —explicó Vianello pacientemente, sin mostrarse molesto por la pregunta ni por el tono—. Si me dan sus nombres, no tendremos que volver a molestarlos.
Aunque no del todo convencidos, los hombres le dieron sus nombres y, al ser requeridos, sus direcciones. Después, lentamente, se alejaron entrando y saliendo de los círculos de luz de las farolas y dejando en el muelle a los dos policías y la mujer que yacía a cierta distancia, muda, vuelta hacia las estrellas, la mirada ausente.