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Authors: Donna Leon

Tags: #Intriga

Un mar de problemas (17 page)

Capítulo 17

Antes de hablar, Brunetti se alejó un poco más del cadáver de la mujer.

—La semana pasada, estando yo en la tienda, entraron dos hombres y vi que ella se ponía muy nerviosa. Después, cuando la llamé, creo que fue el lunes, me colgó el teléfono al oír mi nombre. Volví a llamar un par de días después, contestó un hombre y colgué. Probablemente, fue una estupidez. —Pensó en lo que había averiguado sobre ella, que durante años se había drogado, que había conseguido curarse, que había vuelto al pueblo y que se había hecho cargo de la tienda de sus padres—. Me caía bien. Tenía sentido del humor. Y era dura. —La mujer que inspiraba esas reflexiones yacía ahora a su espalda, indiferente a su opinión.

—Lo dice como un cumplido —dijo Vianello.

—Lo es —respondió Brunetti sin vacilar.

—Y no se hacía ilusiones sobre la vida en Pellestrina, ¿verdad? —dijo Vianello después de una pausa.

Brunetti miró las casas del pueblo. En una ventana de una planta baja se apagó la luz. Luego en otra. ¿Era señal de que los vecinos de Pellestrina querían tratar de dormir las más horas posibles antes de que salieran las barcas, o apagaban la luz para ver mejor lo que pasaba fuera?

—No creo que aquí haya quien se haga ilusiones a ese respecto.

Si alguno de ellos pensó en ir al bar a tomar una copa mientras esperaban a los técnicos del laboratorio, no lo propuso. Brunetti miró la lancha de la policía y, en un círculo de luz, vio al piloto sentado en el amarradero metálico en forma de hongo, fumando un cigarrillo, pero no fue hacia allí. Le parecía que lo menos que podía hacer era quedarse junto a la
signora
Follini hasta que llegaran los otros y la convirtieran en otra víctima de un crimen, una estadística.

En la segunda lancha de la policía venían no sólo los cuatro técnicos del laboratorio sino también un joven médico al que el hospital enviaba cuando ni Rizzardi ni Guerriero estaban disponibles. Brunetti había coincidido con él en dos ocasiones y le había disgustado la displicencia con la que aquel individuo había desempeñado su función de certificar una muerte, como esforzándose por restar solemnidad al acto. Al parecer, el
dottor
Venturi había invertido los cinco años transcurridos desde que salió de la facultad en adquirir no la compasión que exige el ejercicio de su profesión sino la arrogancia que caracteriza a algunos de sus colegas. También se había esforzado por imitar el esmero en el vestir de Rizzardi, su superior, pero lo que en Rizzardi era elegancia, en el bajo y grueso Venturi era una afectación ridícula.

La segunda lancha atracó al lado de la primera. El médico saltó pesadamente a tierra y se acercó a las figuras que sabía que eran Brunetti y Vianello, pero sin darse por enterado de su presencia. Vestía un traje gris marengo mil rayas que, sorprendentemente, no lo hacía más esbelto sino aún más chaparro.

El médico se quedó un momento mirando el cadáver de la
signora
Follini, sacó el pañuelo del bolsillo del pecho, lo puso en el suelo mojado y se arrodilló cuidadosamente sobre él. Le tomó la mano sin dignarse mirarla a la cara, le palpó la muñeca y la soltó dejándola caer al suelo.

—Está muerta —dijo a nadie en particular. Lanzó una rápida mirada a Brunetti y Vianello, esperando su reacción.

Como ellos no decían nada, Venturi repitió:

—Digo que está muerta.

Entonces Brunetti apartó la mirada de la laguna y la fijó en el joven médico. Deseaba saber la causa de la muerte, pero no quería ver cómo aquel sujeto volvía a tocarla, por lo que se limitó a mover la cabeza de arriba abajo dándose por enterado y miró de nuevo las luces que se reflejaban en el agua, allá lejos.

Vianello hizo una seña a los hombres que se habían acercado mientras el médico estaba arrodillado al lado del cadáver. Cuando Venturi se levantaba, la puntera de su zapato derecho resbaló en el suelo mojado y, para no caer de bruces, el médico tuvo que apoyar las manos ante sí. Torpemente, se puso de pie, se apartó del cadáver, cuidando de no tocarse la ropa y dijo a un fotógrafo.

—¿Me da mi pañuelo?

El fotógrafo, un hombre de la edad de Brunetti, estaba ocupado en montar el trípode. Desplegó y enroscó una de las patas, lanzó una mirada al médico y respondió:

—No lo he tirado yo. —Y se puso a montar otra pata.

Venturi abrió la boca para increpar al técnico, pareció pensarlo mejor y se alejó en dirección a la lancha, dejando el pañuelo en el suelo, al lado del cadáver. Brunetti lo vio marchar con las manos extendidas en posición horizontal, como un pingüino, pensó. La lancha vacía se mecía en el agua por lo menos a un metro del muelle. Ninguno de los dos pilotos estaba a la vista. En vez de acercar la lancha tirando del cabo o tratar de salvar la distancia con un gran salto, Venturi siguió andando por el muelle y se sentó en un banco de madera. Brunetti observó que estaba formándose una niebla densa, y se alegró.

El comisario se acercó otra vez a la
signora
Follini y se arrodilló a su lado, agradeciendo la momentánea distracción que le deparó la humedad que empezaba a filtrarse por la tela del pantalón. La mujer llevaba un escotado jersey de angora, con el pelo de la lana apelmazado por el agua en un caos de ondas y anillas. Aunque no era médico forense, Brunetti conocía las señales de la muerte violenta, y no veía ninguna. La piel del cuello estaba intacta, lo mismo que la textura del jersey. Con los dedos de la mano derecha, levantó el jersey, descubriendo el estómago. Al no ver en él más que las estrías de la edad, apartó la mirada y volvió a cubrirlo.

Vianello y Brunetti se quedaron esperando que los técnicos terminaran su trabajo. Durante la espera, Brunetti vio acercarse otra vez al hombre de la manta, que dijo a Vianello, señalando a los técnicos con un movimiento de la cabeza:

—¿La tapará cuando terminen, por favor?

Vianello asintió y tomó la manta que el hombre le tendía.

—No me hace falta, no es necesario que me la devuelvan —dijo el hombre, que se alejó del muelle y desapareció por un callejón. Pasaba el tiempo. De vez en cuando, brotaba en la oscuridad el
flash
de la cámara del técnico. Cuando el equipo del laboratorio hubo terminado y empezó a recoger sus utensilios, Vianello se acercó a la
signora
Follini, desplegó la manta y la dejó caer sobre el cadáver, cuidando de que cara y ojos quedaran cubiertos.

—Rizzardi nos hubiera dicho algo más —dijo Vianello acercándose a Brunetti.

—Rizzardi hubiera recogido su pañuelo —respondió Brunetti.

—¿Importa que hasta después de la autopsia no sepamos la causa de la muerte? —preguntó Vianello.

Brunetti señaló con la barbilla en dirección a las casas de Pellestrina, la mayoría ya a oscuras.

—¿Cree que alguien va a ayudarnos, cuando lo sepamos?

—Parece que algunos la apreciaban —dijo Vianello con tímido optimismo.

—También apreciaban a Marco Bottin —fue la respuesta de Brunetti.

A fin de aprovechar la presencia de la
signorina
Elettra y Pucetti en el pueblo, el comisario estimó conveniente aplazar los interrogatorios hasta el día siguiente. Así tendrían ocasión de moverse casualmente entre la población y oír cosas que después, cuando la policía iniciara la investigación oficial de la muerte de la
signora
Follini, se olvidarían o se silenciarían.

Brunetti hizo una seña a los técnicos, que desplegaron una camilla. La manta apenas se movió cuando levantaron a la
signora
Follini y la llevaron a la lancha.

Durante el viaje de regreso a Venecia, Brunetti, de pie en la cubierta, pensaba en cómo él y Vianello habían bromeado a costa de aquella mujer, aunque entonces ninguno sospechaba que ella tuviera tanta experiencia en las técnicas de seducción. Lo consolaba pensar que, de haberlos oído, a ella le hubieran divertido sus bromas, pero la idea de que ahora la
signora
Follini ya fuera insensible a su pesar acrecentaba el remordimiento.

Ya era más de medianoche cuando Brunetti llegó a su casa, pero, tal como él deseaba, encontró a Paola esperándolo despierta. Estaba sentada en la cama, leyendo y al entrar él cerró el libro, lo dejó en la mesita de noche y se quitó las gafas antes de preguntar:

—¿Qué ha pasado?

Brunetti guardó la chaqueta en el armario, se quitó la corbata y la colgó del respaldo de una silla.

—La
signora
Follini. Un pescador la ha encontrado en la laguna —dijo empezando a desabrocharse la camisa. Se sentó, más cansado de lo que había supuesto, en la silla de al lado de la cama y se inclinó para desatarse los cordones de los zapatos—. Alguien la tiraría al agua para que se ahogara.

—¿Tiene que ver con los otros asesinatos? —preguntó ella.

—A la fuerza.

—¿Ella sigue allí? —preguntó Paola. En un primer momento, Brunetti pensó que se refería a Luisa Follini, cuyo cadáver se encontraba ahora en la fría compañía de otros difuntos en el Ospedale Civile, pero enseguida comprendió que «ella» era la
signorina
Elettra.

—Le diré que regrese —dijo Brunetti. Antes de que Paola pudiera decir algo, se fue al cuarto de baño, donde evitó mirarse al espejo mientras se limpiaba los dientes.

Después, cuando se metía en la cama, Paola volvió a tomar el hilo de la conversación.

—¿Y te escuchará?

—Ella siempre me escucha.

—Lo mismo que Chiara —dijo Paola, sin más comentarios.

Él se volvió hacia su mujer, abrazándola por la cintura. La sintió moverse, y la luz se apagó. Ella se acomodo en la cama, pasándole el brazo por el cuello y haciendo descansar la cabeza de él en el hueco de su hombro. Brunetti, en brazos de su esposa, pensaba en otra mujer, pero era sólo en su seguridad, se dijo, por lo que no trató de ahuyentar el pensamiento.

Después de mucho rato, cuando ya hubieran tenido que estar dormidos los dos, Paola dijo:

—Vale más que hagas algo pronto.

Él gruñó suavemente. Pasó otro rato, y los dos se durmieron.

A la mañana siguiente, antes de salir de casa, Brunetti llamó al depósito y preguntó al empleado a quién se había encargado la autopsia de la mujer que la noche antes habían llevado de Pellestrina.

—Al doctor Rizzardi.

—Bien. ¿Para cuándo?

Una pausa, y Brunetti oyó ruido de papeles.

—Hubo dos muertos en Castello. Probablemente, intoxicados por los gases del calentador de agua. Pero puedo ponerla a ella primero. Habrá terminado a las once.

—Gracias. Dígale que le llamaré, por favor.

—Sí, comisario —dijo el empleado, y colgó.

Brunetti quería saber cuándo había muerto la
signora
Follini, y sólo Rizzardi podía decírselo. Después del miércoles, a menos que alguien la hubiera visto después.

¿Y dónde? Sacó el mapa de la laguna y contempló la estrecha península de Pellestrina. En el extremo inferior estaba la embocadura del canal en el que había sido hallada, a unos tres kilómetros del pueblo, un poco más allá de la zona protegida de la Riserve de Ca'Roman. Brunetti dobló el mapa y lo guardó en el bolsillo interior de la chaqueta. Sólo uno de los pilotos podría decirle lo que necesitaba saber sobre las mareas, las corrientes y la deriva de los cuerpos en el agua.

Al llegar a la
questura,
Brunetti fue directamente a la oficina de los agentes de uniforme, y allí encontró a Bonsuan que a menudo solicitaba el turno del domingo, más tranquilo. El piloto estaba sentado en la oficina, insólitamente desierta, mirando un deteriorado ejemplar de
La Gazzetta dello Sport
con el mismo interés con que contemplaría la pared. Brunetti extendió el mapa encima del periódico, repitió lo que había dicho el pescador acerca del sitio en el que había encontrado a la
signora
Follini y pidió al piloto que le explicara cómo había podido ir a parar allí.

Después de examinar el mapa detenidamente, Bonsuan preguntó:

—¿Estaba muy mal?

«Estaba muerta —pensó Brunetti—. Peor no podía estar.»

—No comprendo.

—Usted vio el cadáver, ¿no? —preguntó el piloto pacientemente.

—Sí.

—¿Estaba muy dañado?

—No tenía ojos.

Bonsuan asintió, como si lo hubiera supuesto.

—¿Y los brazos y las piernas? Tenían señales como de haber sido arrastrada por el fondo?

Brunetti, con desgana, rememoró su última imagen de la
signora
Follini.

—Llevaba jersey de manga larga y pantalón; no le vi los brazos ni las piernas. Pero no tenía señales en las manos ni en la cara, aparte lo de los ojos.

Con un gruñido, Bonsuan se inclinó sobre el mapa.

—La recogieron a eso de las ocho, ¿no?

—A esa hora me llamaron. —Brunetti descubrió, sorprendido, que ni siquiera al piloto le decía que la llamada la había hecho Pucetti. Quizá fuera un primer síntoma de paranoia.

—¿No sabe cuánto tiempo estuvo en el agua?

—No.

Bonsuan se puso en pie apoyando las manos en la mesa y se acercó a una librería de vitrina, reliquia de tiempos pretéritos. Abrió la puerta y sacó un cuaderno. Lo abrió, pasó el índice por una página, luego por la siguiente y la otra. Encontró lo que buscaba, lo leyó atentamente, cerró el cuaderno y volvió a guardarlo en la vitrina.

—Necesito saber cuánto tiempo estuvo en el agua —dijo al volver a la mesa—. Pudo llegar hasta allí desde cualquier sitio; Chioggia, Pellestrina, incluso pudieron arrojarla desde el borde de alguno de los canales. —Hizo una pausa—. Anoche había luna llena, la marea era fuerte, y cuando la encontraron estaba bajando, o sea que el cuerpo era arrastrado hacia el mar. Si hubiera llegado al mar, no creo que la hubieran encontrado.

—No sabré la hora de la muerte hasta media mañana, cuando haya hablado con Rizzardi —dijo Brunetti.

Bonsuan asintió.

—Si ha estado varios días en el agua, probablemente, la tirarían sin más. Pero, si no llevaba muerta mucho tiempo, yo diría que la echaron al agua en algún sitio desde el que sabían que la marea la arrastraría al Adriático. Por otra parte, si la hubieran pescado del fondo del canal, no hubiera quedado mucho de ella: las mareas son fuertes, el cuerpo se hubiera movido deprisa y las rocas del fondo lo hubieran destrozado. —Al ver cómo lo miraba su superior, Bonsuan agregó—: No es que yo lo diga, comisario, es lo que hacen las mareas.

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