El hombre tenía el cabello oscuro, lo mismo que los ojos y las cejas. La cara, que ella veía de perfil, era oscura, aunque Elettra no distinguía si el color era moreno natural o del sol. Era más alto que la mayoría, y la estatura acentuaba su aire distinguido. Ni el jersey amarillo ni la actitud con que inclinaba la cabeza para escuchar a los que estaban a su lado, encajaban plenamente en el concepto tradicional de lo masculino, especialmente, por contraste con aquellos rudos pescadores; pero era tan recia la masculinidad que respiraba aquel hombre que no la afectaban los simples detalles de indumentaria o de gesto.
Elettra, deliberadamente, bajó la mirada al periódico sin apartar la atención del hombre. Resultó ser pariente de uno de los pescadores. Se pidió más bebida, y Elettra se encontró cerca de las páginas de deportes, sección que ni su firme sentido del deber podría obligarla a leer. Dobló el diario y se puso en pie. Cuando se acercaba a la caja, un pariente del marido de Bruna —no recordaba en qué grado—, la llamó para presentarle al recién llegado.
—Elettra, es Carlo, un pescador como nosotros. —Con dos gruesos dedos, el hombre pellizcó la fina lana del jersey de Carlo y agregó—: Nadie lo diría, ¿eh?
La carcajada general que saludó esas palabras fue franca y amigable, y Carlo se unió a ella de buen grado.
Carlo se volvió, sonrió y le estrechó la mano.
—¿Otra forastera? —preguntó.
Ella sonrió ante la idea.
—Supongo que, si no has nacido aquí, nunca dejas de serlo —respondió.
Él ladeó la cabeza y la miró.
—¿No nos conocemos? —preguntó.
—Creo que no —respondió ella, pensando, en un momento de confusión, que quizá sí le era familiar aquel hombre. Pero estaba segura de que se acordaría.
—No; no la he visto antes —dijo él, acentuando la sonrisa—. No se me hubiera olvidado.
Ese eco de su propio pensamiento desconcertó a Elettra. Con un movimiento de la cabeza, se despidió de él y de los hombres del bar, dijo que ya era hora de volver a casa de su prima, pagó el café y escapó a la calle, inundada por el sol del mediodía.
Mientras volvía a casa, Elettra reconocía que tenía debilidad por la belleza masculina. Su médico era guapo; pero ese Carlo, por lo poco que había podido apreciar, no sólo era guapo sino, además, simpático. Se recordó con severidad que estaba allí en misión policial. A pesar de no residir en Pellestrina, Carlo podía estar relacionado con los asesinatos de Giulio y Marco Bottin. Sonrió para sí. Pronto sería como los agentes de uniforme, que en todo el mundo y en todas partes veían a posibles sospechosos, antes de que existieran pruebas de que se había cometido un crimen.
Apartando al bello Carlo de su pensamiento, Elettra siguió andando hacia la casa de Bruna. Por el camino, llamó por el
telefonino
al comisario Brunetti a la
questura
y le dijo que no había novedad, salvo que los pescadores estaban de acuerdo en que, con el cambio de luna, empezaría a entrar la anchoa.
Mientras, en Pellestrina, la
signorina
Elettra tomaba el sol y paseaba por la playa sin averiguar absolutamente nada sobre los asesinatos, Brunetti, en Venecia, no hacía más progresos que ella. Volvió a llamar al número de Luisa Follini, pero le contestó un hombre y esta vez fue Brunetti el que colgó sin decir nada. La había llamado siguiendo un impulso, una respuesta atávica a la amenaza que irradiaban los dos hombres que habían entrado en la tienda, el mismo instinto que le hizo tomar la decisión de enviar a Vianello a hablar con ella, después de haber intentado de nuevo encontrar a Giacomini.
Siguiendo las órdenes de Brunetti, Vianello fue otra vez a Malamocco, donde no tuvo dificultad para encontrar a Enrico Giacomini. El pescador recordaba la pelea suscitada entre Scarpa y Bottin y dijo que la había provocado Scarpa, al acusar a Bottin de tener la lengua larga. Vianello preguntó entonces a Giacomini si sabía a qué se refería Scarpa, y el pescador respondió que no tenía ni idea, pero lo dijo de un modo que dio al sargento la impresión de que estaba pisando un terreno vedado a los forasteros. Vianello, con toda su aparente flema, tenía una aguda sensibilidad para esas situaciones. Ya mientras preguntaba al hombre si estaba seguro de que no tenía idea de a qué se refería Scarpa, el sargento era consciente de lo inútil de su intento de sacar información a un pescador sobre otro pescador. El concepto de lealtad de aquella gente no incluía a la policía; probablemente, no incluía a nadie más que la pequeña porción de la humanidad que pescaba en las aguas de la laguna y del Adriático.
Vianello, tan irritado por las evidentes evasivas de Giacomini como curioso por lo que podía haber ocurrido entre Bottin y Scarpa, pidió a Bonsuan que lo llevara a Pellestrina. Tras dejar a Bonsuan en la lancha, fue primero a la tienda de la
signora
Follini: pero era la hora del almuerzo y estaba cerrada. Como Brunetti le había aconsejado discreción, el sargento pasó sin detenerse ni mostrar interés.
Torció a la izquierda, camino de la dirección que le habían dado de Sandro Scarpa, el autor del comentario que había provocado la indignación de Bottin. Pero Scarpa, impaciente al ver interrumpido su almuerzo por la policía, dijo que la pelea la había empezado el muerto, y el que dijera otra cosa mentía. No; no recordaba con exactitud lo que había dicho Bottin, ni por qué lo habían indignado sus palabras. Además, agregó, en realidad, no fue tan fuerte la pelea. Eran cosas que solían pasar, dio a entender, cuando se hace tarde y has bebido: no tenían importancia, y no volvías a acordarte.
Entonces Vianello, sin transición, preguntó si sabía dónde estaba su hermano. Scarpa dijo que le parecía que había ido a Vicenza, a ver a un amigo para no sabía qué asunto. No era que quisiera que Vianello se fuera, pero en la cocina se le estaba enfriando el almuerzo y no tenía nada más que decir de Bottin. Vianello no vio razón para prolongar la conversación y se fue al restaurante a tomar un vaso de vino.
Al entrar, tuvo un instante de confusión y se preguntó si no habría sido transportado a la
questura
por arte de magia, porque detrás del mostrador vio a Pucetti y, sentada a una mesa de la izquierda, leyendo
Il Gazzettino
con la misma atención que le había visto dedicar a
Vogue,
estaba la
signorina
Elettra. Los dos levantaron la mirada al entrar él. Y, al ver el uniforme, los dos tuvieron la misma reacción: ni las caras de los reincidentes a los que Vianello arrestaba una y otra vez mostraban tanta prevención y antipatía. Era de desear que los demás clientes del bar también lo hubieran observado.
Pucetti dejó pasar un buen rato antes de acercarse a preguntar a Vianello qué iba a tomar. El vaso de
prosecco
tardó en llegar, y estaba un poco agrio, además de caliente. Vianello tomó un sorbo, dejó el vaso en el mostrador con un golpe seco, pagó y se fue.
Al cabo de varios minutos, al ver acercarse una vez más la sección de deportes, la
signorina
Elettra, dobló el periódico, pagó su café, saludó a unos hombres que estaban en el bar y salió al sol. No había dado más que unos pasos cuando, a su espalda, sonó una voz que reconoció al instante:
—¿Vuelve a casa de su prima?
Ella se volvió, lo vio, vaciló un momento y le devolvió la sonrisa.
—Sí, o eso creo. —Al ver que él hacía un gesto de extrañeza, explicó—: Ha llevado a los niños al Lido, a comprar zapatos de verano, y no volverán hasta después del almuerzo.
—¿Así que hoy, para variar, podrá almorzar tranquila? —preguntó él con otra sonrisa, ésta más amplia.
—En realidad, son muy buenos. Además, tienen más derecho que yo a estar en casa de Bruna.
—Así que está libre —dijo él, más interesado en esta circunstancia que en la conducta de los niños.
—Eso parece —respondió ella y, al darse cuenta de lo seca que parecía su respuesta, suavizó—: Sí, libre.
—Me alegro. Quería convencerla para ir a almorzar a la playa. En el rompeolas hay un sitio en el que la marea se ha llevado las piedras y queda resguardado del viento. Ideal para un picnic.
—¿Un picnic? —preguntó ella, viendo que él tenía las manos vacías.
Carlo enganchó los pulgares en lo que ella había tomado por unos tirantes.
—Está aquí —dijo volviéndose a medias para mostrar una pequeña mochila negra, del tamaño justo para contener un almuerzo para dos.
Ahora la sonrisa de Elettra fue espontánea.
—Está bien —dijo—. ¿Qué trae?
—Sorpresas —respondió él, y entonces ella observó que la sonrisa de Carlo empezaba siempre en los labios para extenderse después a los ojos.
—Mientras una de las sorpresas sea mortadela…
—¿Mortadela? —preguntó él—. Qué casualidad. A mí me encanta, pero siempre me parece que soy el único. Es comida de pueblo. Nunca hubiera imaginado que una persona como usted la comiera.
—Pues sí —dijo ella con entusiasmo, sin detenerse en el cumplido, por el momento al menos—. Y es verdad, parece que la gente se siente incómoda comiéndola. Toman, qué sé yo, caviar o langosta o…
—… cuando lo que realmente les apetece —interrumpió él— es un
panino
con mortadela, bien untado de mayonesa que les rezume por la barbilla. —Con naturalidad, como si los picnics fueran algo habitual entre ellos, la tomó del brazo para llevarla hacia el rompeolas.
Una vez en el malecón, Carlo trepó al primero de los grandes bloques de piedra y se volvió con la mano extendida, para ayudarla a subir. Mientras avanzaban, ella agradeció que Carlo no fuera señalándole los obstáculos, como si no la creyera capaz de saber dónde tenía que poner el pie. Cuando habían recorrido más de la mitad del rompeolas, él se paró, inclinando el cuerpo hacia adelante para estudiar las rocas. Le dijo que esperara y saltó a un enorme bloque escorado en un ángulo peligroso. Le tendió la mano y ella saltó a su vez. Una fuerte tormenta se había llevado varios bloques de piedra de aquel lado del malecón, dejando una especie de minúscula caleta, del tamaño justo para albergar a dos personas. No había en ella colillas ni envoltorios de alimentos, prueba de que no había sido descubierta por los
pellestrinotti.
El suelo de la caleta era una alfombra de arena blanca y, por capricho o presión de las mareas, de la pared del fondo sobresalía un bloque plano que podía hacer las veces de mesa. Cuando Carlo hubo depositado en aquella superficie el contenido de la mochila, los dos se sentaron en el suelo arenoso con las piernas cruzadas como los indios y empezaron a comer, mientras el sol iniciaba su declive y las olas batían las rocas a sus pies.
A pesar de no incluir la mortadela, el picnic era perfecto, se dijo Elettra. No sólo por los bocadillos, bien provistos de
prosciutto,
con el pan generosamente untado de mantequilla, ni por el chardonnay fresco, ni por los fresones que ellos hundían en la tarrina del
mascarpone,
en franco desafío a los principios de las dietas de adelgazamiento: el picnic era perfecto, sobre todo, por la compañía. Carlo la escuchaba como si fueran viejos amigos y le hablaba como si la hubiera conocido durante muchos años, todos, años felices.
Le preguntó a qué se dedicaba y ella dijo que estaba en un banco: un trabajo aburrido, pero seguro en estos tiempos de paro creciente. Cuando ella preguntó a su vez, él dijo que era pescador, sin dar más explicaciones. Pero, con un hábil interrogatorio, ella consiguió que le dijera que había abandonado los estudios a la muerte de su padre, ocurrida hacía dos años, en que regresó a Burano para estar con su madre. Le gustó la forma en que él hablaba de aquello, como si asumir la responsabilidad de cuidar de su madre fuera lo más natural.
Mientras hablaban de sus familias y de sus proyectos, Elettra, poco a poco, iba sintiendo una emoción honda que nada de lo que cualquiera de ellos decía o hacía parecía justificar. Cuanto más escuchaba, más se convencía de que aquélla era una voz que había escuchado antes y que le gustaría volver a escuchar.
Comidos los bocadillos, bebido el chardonnay y rebañada la tarrina del
mascarpone
por unos dedos golosos, él recogió los envoltorios y las servilletas que habían utilizado a modo de platos y las metió en la mochila. Al ver que ella lo observaba, sonrió:
—Me revienta ver basura en las playas. —Se encogió de hombros con autoindulgencia y torció la boca en una sonrisa que ella ya empezaba a reconocer con agrado—. Supongo que es tonto preocuparse, pero cuesta tan poco…
Ella, al inclinarse para meter la servilleta en la mochila, rozó con un pecho el brazo de él, y se asustó de la fuerza de su propia reacción por aquel contacto, que nada tenía que ver con placeres pasados y producía vértigo con la promesa de placeres futuros. Él le lanzó una mirada de una sorpresa casi estúpida, pero, al verla aparentemente indiferente, siguió atando la mochila.
Después de aquello, mientras fingía contemplar un gran barco que se divisaba por entre las rocas, ella sentía su mirada y, más que ver, intuyó en su cara una mueca de disgusto consigo mismo.
—¿Café? —preguntó él.
Elettra asintió con una sonrisa, pero sin saber si la pregunta le había causado alivio o decepción.
Brunetti, lejos de poder sentarse a la orilla del mar, a comer fresones bañados en
mascarpone,
se encontraba atrapado en su despacho y sepultado por la avalancha de papeles que generaban los órganos del Estado. Él pensaba que, en ausencia de Patta y durante la evasión de Marotta, tendría que tomar decisiones que afectaran a la forma en que se imponía la ley en Venecia. Aunque no pudiera hacer más que encargar a funcionarios incompetentes asuntos sin importancia, tales como quejas por televisores estridentes, dejando libres a los mejores para perseguir delitos más graves, por lo menos, estaría contribuyendo al bien común. Pero no tenía tiempo ni para cosas tan simples como ésas. Libres de la criba diaria que —ahora lo comprendía— debía de practicar en el correo la
signorina
Elettra, los papeles inundaban su despacho y absorbían todas sus horas de trabajo. El Ministerio del Interior parecía capaz de producir diariamente tomos enteros de comunicados y directrices, sobre temas tan diversos como la necesidad de disponer de intérprete en los interrogatorios de detenidos extranjeros o la altura de los tacones de los zapatos de las agentes femeninas. Por todos aquellos papeles, Brunetti pasaba la vista. No sería exacto decir que los leía, ya que el acto de la lectura implica un mínimo de comprensión, y Brunetti pronto se sustrajo a ella, al sumirse en un estado de aturdimiento desde el que sus ojos recorrían palabras cuyo significado se le escapaba.