Brunetti se puso a buscar el mapa que necesitaba, por el procedimiento de pasar el contenido de la caja de un lado al otro. Viendo que ese sistema no daba resultado, inició el lento e ineludible proceso de ir sacando los mapas, uno a uno. Cuanto más buscaba, más parecía que no iba a encontrarlo. Por fin, después de revolver en la mayoría de naciones y continentes del mundo, encontró el mapa de la laguna que utilizaba años atrás, cuando él y sus compañeros de estudios dedicaban los fines de semana y las vacaciones a explorar los sinuosos canales que rodean la ciudad.
Brunetti arrojó los otros mapas a la caja y se llevó el de la laguna a la terraza. Lo abrió despacio, cuidando de no romper la reseca cinta adhesiva con que había sido reparado, y lo extendió sobre la mesa. Qué pequeñas parecían las islas, rodeadas de la gran extensión de
palude.
Los canales discurrían en kilómetros a la redonda: venas y capilares que bombeaban el agua hacia adentro y hacia afuera dos veces al día, por influjo de la Luna. Durante mil años, los canales de Chioggia, Malamocco y San Nicolo, actuando a modo de aortas, habían mantenido limpias las aguas, incluso en el apogeo de la Serenissima, cuando vivían allí cientos de miles de personas cuyos desperdicios iban a parar a las aguas.
Brunetti se contuvo antes de que esos pensamientos derivaran por los derroteros habituales. Recordó lo que había dicho Paola dos noches antes, del romano descontento que se amargaba la vida criticando el presente y suspirando por un tiempo pasado que sabía perdido para siempre, y desvió su pensamiento de la historia a la geografía.
La inmensidad de la zona representada en el mapa le hacía patente su desconocimiento del lugar y su ignorancia de la forma en que se organizaban las cosas en aquellas aguas, incluso por lo que a jurisdicción policial se refería. Si los casos se asignaban al primero que llegaba, sin orden ni concierto, ¿cómo podías esperar encontrar archivos coherentes de lo que allí ocurría?
Si, como era de suponer, el pescado grande procedía del Adriático, ¿dónde se pescaban las almejas y las gambas? Brunetti ignoraba cuáles eran las zonas de la laguna en las que estaba autorizada la pesca, aunque suponía que todas las aguas someras de la costa de Marghera estarían vedadas. No obstante, si era cierto lo que decía Bonsuan —y Vianello creía—, incluso allí se pescaba todavía.
A veces, él iba a Rialto con Paola a comprar pescado, y recordaba los letreros que había visto sobre la plateada mercancía:
«Nostrani»,
como si la declaración de que el pescado era «nuestro» lo hiciera bueno y saludable, libre de toda sospecha de contaminación. El mismo letrero había visto en cerezas, melocotones y ciruelas, sobre las que debía de obrar el mismo mágico efecto: el hecho de que la fruta fuera italiana bastaba para limpiarla de todo vestigio de sustancias químicas y de pesticidas, y hacerla tan pura como la leche materna.
Brunetti había leído un libro en el que se estudiaba la historia de la alimentación, y sabía que sus antepasados no tenían a su alcance una dieta ideal, segura y saludable sino que con cada bocado ingerían grandes cantidades de miasmas y que cada trago de leche los exponía a la tuberculosis y cosas peores.
Impaciente con su propia insatisfacción, Brunetti dobló el mapa y entró en casa.
—Paola —llamó hacia el fondo del pasillo—. Vámonos a tomar una copa.
Lo primero que descubrió Brunetti el lunes por la mañana fue que, contra todo pronóstico, él iba a estar al mando durante la ausencia de Patta. Marotta había sido llamado a Turín, donde permanecería una semana, para declarar en un juicio. Él no había intervenido directamente en el caso sino que sólo mandaba una brigada de detectives cuando dos de sus hombres arrestaron a seis sospechosos de tráfico de armas. No era probable que lo llamaran a declarar y sin duda hubiera podido excusar su presencia, pero no quería renunciar a un viaje a casa con los gastos pagados más dietas, y dejó una nota a Brunetti en la que decía que su presencia en Turín era indispensable para la acusación y que estaba seguro de que el
vicequestore
Patta aprobaría su decisión de designar a Brunetti para que lo sustituyera.
Durante la mañana, Brunetti llamó varias veces al despacho de la
signorina
Elettra, pero como ella tenía por costumbre no imponer su presencia en la
questura
en ausencia de su jefe, no estaba seguro de si habría decidido quedarse en la cama hasta mediodía o marchar a Pellestrina. A las once, sonó el teléfono y, con gran alivio, Brunetti oyó su voz.
—¿Dónde está,
signorina
? —preguntó blandamente más que inquirió.
—En la playa de Pellestrina, comisario, de cara al mar. ¿Sabe que se han llevado el barco varado? —Como él no respondiera, prosiguió—: Resulta extraño no verlo aquí. Dice mi prima que lo remolcaron el año pasado. Parece que me falta algo.
—¿Cuándo ha llegado,
signorina
?
—El sábado, antes del almuerzo. Quería estar aquí el mayor tiempo posible.
—¿Qué ha dicho a su prima?
Se oyó el chillido de una gaviota.
—Que sentía haber estado tanto tiempo sin venir, pero que ahora quería alejarme unos días de la ciudad. —Ella hizo una pausa, durante la cual la gaviota hizo otro comentario. Cuando el ave hubo terminado, ella prosiguió—: Le he dicho a Bruna que había tenido
una storia
que había acabado mal y deseaba alejarme de todos los recuerdos. —Con una voz más suave, agregó—: En parte, es verdad. —Y al momento, Brunetti sintió curiosidad por quién pudiera ser él y la causa del fin de la
storia.
—¿Cuánto tiempo ha dicho a su prima que se quedará?
—Pues no he concretado, una semana como mínimo, quizá más, depende de mi estado de ánimo. Pero ya estoy mejor. El sol es una delicia y el aire es totalmente diferente del que respiramos en la ciudad. Podría quedarme aquí para siempre.
El burócrata que había en él saltó entonces:
—No lo dirá en serio.
—Era un decir, comisario.
—¿Qué piensa hacer?
—Pasear por la playa, a ver a quién me encuentro. Tomar café en el bar y enterarme de las novedades. Charlar con la gente. Pescar.
—¿Unas vacaciones normales en Pellestrina?
—Exactamente —respondió ella, a lo que la gaviota no tuvo nada que decir. Con la promesa de volver a llamarlo, ella cortó la comunicación.
Al guardar el
telefonino
en el bolsillo izquierdo de la chaqueta, Elettra Zorzi se felicitó de haber cogido la de ante en lugar de la de lana. Ésta tenía los bolsillos más hondos y, por lo tanto, más seguros para el minúsculo Nokia, apenas mayor que un paquete de cigarrillos. Y casaba mejor con el pantalón azul marino, aunque no acababa de gustarle cómo combinaba con los náuticos que había traído para andar por la playa. Nunca le había gustado mezclar el cuero con el ante, y ahora le pesaba no haber comprado los mocasines color barquillo que había visto en la liquidación de Fratelli Rosetti.
La gaviota volvió a gritar, pero ella no le hizo caso. Como el ave persistía en sus gritos, Elettra se volvió y caminó hacia ella hasta que la gaviota levantó el vuelo y se alejó por la orilla en dirección a la Riserva de Ca' Román. Al igual que la mayoría de los venecianos, Elettra toleraba las gaviotas pero aborrecía las palomas, a las que veía como causa de constantes problemas, ya que con sus nidos obstruían los canalones del agua de lluvia y con su guano convertían el mármol en merengue. Se estremecía cada vez que pensaba en aquellos turistas, plantados delante de San Marco, con la cabeza y los brazos cubiertos por enjambres de esas ratas voladoras.
Siguió andando playa adelante, alejándose del pueblo, sin otro objetivo que el de llegar a San Pietro in Volta, tomar un café y regresar a Pellestrina. Alargó la zancada, agradeciendo el calor del sol en la espalda y notando cómo su cuerpo gozaba con ese simple ejercicio de caminar por la playa, después de haber estado tanto tiempo atado a una mesa.
Su prima Bruna no pareció sorprenderse cuando, la semana anterior, la llamó por teléfono para proponerle la visita. Le preguntó cómo era que disponía de tiempo libre en esa época del año, y ella decidió decirle, por lo menos, parte de la verdad: que hacía meses que ella y su pareja planeaban pasar dos semanas en Francia, pero su brusca ruptura había truncado aquellos planes, y ya era tarde para solicitar un cambio de fechas para las vacaciones. Bruna, lejos de ofenderse porque se la considerara una alternativa de consolación, había insistido en que fuera inmediatamente dejando atrás en la ciudad todos los malos recuerdos.
Elettra sólo llevaba dos días en Pellestrina, pero el remedio ya había empezado a surtir efecto. Hacía meses que se había dado cuenta de que su ex no era hombre para ella. Era médico, amigo de su hermana, pero muy serio, muy ambicioso y —también esto tenía que admitirlo— muy egoísta. Ella pensaba que estar otra vez sola sería doloroso; pero ahora veía que no era así. Hizo lo mismo que la gaviota: cuando no le gustó la compañía, levantó el vuelo.
Se acercó a la orilla, se descalzó y se subió los bajos del pantalón. No resistió el agua más que unos segundos y volvió brincando a la arena, se sentó y empezó a frotar primero un pie y luego el otro. Cuando volvió a sentir los pies, asió los zapatos haciendo pinza con los dedos y siguió andando descalza y libre, recordando lo que era ser feliz.
Pero pronto se acabó la arena, y Elettra tuvo que subir la escalera del muro del rompeolas. A su derecha, vio barcos que navegaban y, a su izquierda, no tardó en divisar el pueblecito de San Pietro in Volta.
En el bar, instalado en la planta baja de una casa particular, Elettra pidió agua mineral y un café, se bebió el agua sin respirar y tomó un sorbo de café. El hombre que estaba detrás del mostrador la recordaba de otras visitas y le preguntó cuándo había llegado. Fácilmente, entraron en conversación y él no tardó en sacar el tema de los asesinatos, por los que ella no mostró mucho interés.
—Rajado de arriba abajo como un pescado —dijo el hombre—. Lástima. Era un buen chico, lo que no deja de ser raro, con aquel padre. —Aún no había pasado tiempo suficiente como para que la gente empezara a decir todo lo que pensaba de Bottin, comprendió ella: aún lo sentían muy cerca y les daba reparo hablar con claridad.
—Yo no los conocía —dijo Elettra, mirando con indiferencia la primera plana de
Il Gazzettino
que estaba doblado encima del mostrador.
—Marco había ido al colegio con mi nieta —dijo el hombre.
Elettra pagó el agua y el café, dijo que era una delicia volver a estar allí y se fue. Volvió a Pellestrina andando por el muro del rompeolas. Cuando llegó volvía a tener sed, por lo que entró en el bar del restaurante y pidió una copa de
prosecco.
Y quién había de servírsela sino el propio Pucetti, que no le dedicó más atención de la que le merecería cualquier mujer atractiva unos cuantos años mayor que él.
Mientras bebía, ella escuchaba lo que hablaban los hombres apiñados en el bar. Tampoco ellos se fijaron mucho en la recién llegada, después de reconocer en ella a la prima de Bruna, la que venía todos los veranos, lo que la convertía en una especie de vecina honoraria.
Se habló de los asesinatos, pero sólo de pasada, como una muestra más de la mala suerte que aflige a todos los pescadores. Más les importaba decidir lo que había que hacer con aquellos hijos de puta de Chioggia que venían de noche a sus aguas a escarbar en los viveros de almejas. Uno sugirió denunciarlos a la policía. Nadie se molestó en responder a semejante estupidez.
Elettra pagó en la caja. El dueño sabía que era la prima de Bruna y le dio la bienvenida al pueblo. Estuvieron un rato charlando, y cuando el hombre mencionó también los recientes asesinatos, ella dijo que estaba de vacaciones y no quería oír hablar de esas cosas, dando a entender que a los habitantes de la gran ciudad no le interesan demasiado los asuntos de los pueblerinos, por sangrientos que sean.
El resto del día y el siguiente transcurrieron apaciblemente. Elettra no averiguó nada nuevo pero no por ello dejó de llamar a Brunetti para tenerlo al corriente. En el pueblo, se mantenía firme en su negativa a comentar los recientes asesinatos, y no tardó en adaptarse al ritmo de vida de Pellestrina, que seguía una pauta particular. La mayoría de los hombres salían al mar cuando aún era de noche, no regresaban hasta mediodía o primeras horas de la tarde y muchos se acostaban poco después del anochecer. Elettra estableció una rutina. Como Bruna, su prima, tenía que cuidar de los nietos mientras la madre daba clase en la escuela elemental, ella, para escapar de la algarabía que desataba en la casa la presencia de dos niños pequeños, pasaba fuera la mayor parte del día. Paseaba por la playa o se iba a Chioggia en barco y volvía al cabo de unas horas. Al regreso, siempre entraba en el bar del restaurante a tomar un café, a la hora en que empezaban a acudir a él los hombres de los barcos.
Al cabo de pocos días, Elettra se había convertido en una atractiva presencia habitual, que solía responder con el silencio a cualquier mención de los Bottin o de su asesinato.
Desde el primer día, se dio cuenta de que todos detestaban a Giulio; pero, con el tiempo, empezó a intuir que su antipatía no se debía tan sólo a que fuera un hombre violento. Al fin y al cabo, todos ellos se ganaban la vida matando y, aunque sus víctimas fueran peces, estaban habituados a la sangre, a la violencia y al acto de quitar la vida. La brutalidad del asesinato de Giulio no parecía impresionarlos: es más, si aludían a las circunstancias de la muerte, lo hacían, mal que les pesara, con cierta admiración. Si algo reprochaban al asesino era que no hubiera actuado a favor de los intereses de los
pellestrinotti
constituidos en jauría de caza. Cualquier agresión dirigida contra los pescadores de Chioggia estaría plenamente justificada y hasta sería aplaudida. De todos modos, también Giulio Bottin parecía capaz de actuar contra su propia gente, si le reportaba algún beneficio, y eso no podían perdonárselo ellos, ni siquiera después de su muerte, ni de una muerte tan horrible como la suya.
El miércoles por la tarde, mientras estaba sentada a una mesa del bar leyendo
Il Gazzettino
y sin prestar ni la menor atención a las conversaciones de alrededor, notó que llegaba alguien nuevo. No levantó la mirada hasta haber leído unas páginas más, y entonces vio a un hombre varios años mayor que ella que se destacaba entre los pescadores del bar por su forma de vestir, sencilla y elegante. Llevaba pantalón gris oscuro, jersey amarillo pálido con escote en V y una camisa que casaba perfectamente con el pantalón. Inmediatamente, la intrigó el color del jersey tanto como la naturalidad con que trataba a aquellos hombres que parecían aceptarlo como si fuera uno de ellos. Estaba segura de que la mayoría se hubieran dejado matar antes que ponerse una prenda amarilla que no fuera un impermeable.