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Authors: Donna Leon

Tags: #Intriga

Un mar de problemas (12 page)

BOOK: Un mar de problemas
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—¿Y Sandro, el hermano?

—Por extraño que parezca, ése sigue aquí. O, por lo menos, seguía. Hoy ha salido con su barco antes de amanecer pero aún no ha vuelto.

—¿Qué significará eso?

—Puede significar cualquier cosa —dijo Vianello—. Que los peces no se están quietos y vas tras ellos o que ha tenido una avería. El dueño piensa que habrá encontrado un buen banco. —Vianello tomó un sorbo de vino y prosiguió—: La
signora
Bottin murió de cáncer hace cinco años. Después de su muerte, sus parientes no han tenido más tratos con Giulio ni con Marco.

—¿Por qué? —preguntó Brunetti.

—Por la casa de Murano. Impugnaron el testamento, pero como la casa la había heredado ella de sus padres y Bottin accedió a que su hijo fuera su único propietario, nada pudieron conseguir.

—¿Y desde entonces?

—Al parecer no ha habido contacto.

—¿Cómo lo ha sabido?

—Me lo ha dicho el dueño del bar. Le habrá parecido que por lo menos eso podía contarme, que era inofensivo.

Brunetti se preguntó qué nueva disputa habría ahora sobre la herencia, pero pasó a otra cuestión:

—¿Qué hay de ese Giacomini de que nos habló el camarero?

Vianello sacó la libreta y la abrió con un golpe de pulgar:

—Paolo Giacomini, otro pescador. El dueño del bar dice que vive en Malamocco, pero por algún motivo amarra aquí el barco. Es un camorrista, le gusta buscar pelea.

—¿Y qué dicen de la que hubo entre Scarpa y Bottin?

—Nadie ha querido hablar de eso, sólo que tuvieron un choque hará cosa de un año. Sus barcos colisionaron o se acercaron demasiado y los aparejos se enredaron. Lo cierto es que desde entonces estaban enemistados.

—Podríamos preguntar a la policía de Chioggia —sugirió Brunetti.

—Probablemente, sería lo mejor, si el incidente ocurrió allí —convino Vianello—. Quizá ellos puedan decirnos algo, si se presentó la denuncia. Pero tengo la impresión de que esta gente resuelve las cosas a su manera. Y todos han hecho voto de silencio por lo que a Bottin se refiere. Nadie recuerda nada y nadie tiene para él una mala palabra.

—De todos modos, la
signora
Follini dice que lo que ocurrió tuvo que ser por causa del padre, no del hijo.

—¿Qué hacemos ahora? —preguntó Vianello.

—Primero, almorzar —respondió Brunetti—. Después, ir a ver si encontramos a ese Giacomini.

El almuerzo transcurrió apaciblemente, en parte, porque Brunetti se abstuvo de hacer comentarios sobre la elección de Vianello y, en parte, porque renunció a pedir almejas, aunque comió una enorme fuente de
coda di rospo
pescado aquella misma mañana, según le aseguró el dueño. Éste no había encontrado sustituto para Lorenzo Scarpa y tenía que servir él mismo las mesas, por lo que los platos tardaron en llegar. Contribuyó a la demora un grupo de japoneses que entraron en el momento en que Brunetti y Vianello hacían su encargo.

El guía sentó a los turistas a dos mesas largas situadas junto a las paredes, donde ellos parecieron quedarse esperando el almuerzo muy contentos, porque se hacían risueñas reverencias unos a otros, al guía, a Brunetti, a Vianello y al dueño. Su conducta era tan exquisitamente cortés y discreta que a Brunetti le asombraba que pudiera haber en el mundo alguien que hablara mal de aquella nación. Cuando él y Vianello terminaron, pagaron la cuenta, también en efectivo y sin factura, y se pusieron en pie. Automáticamente, Brunetti hizo una reverencia a los japoneses, esperó a que Vianello lo imitara y a que los japoneses correspondieran y, seguido de su sargento, salió al bar, donde ambos tomaron un café pero rehusaron la
grappa.

Mientras comían, la temperatura había seguido subiendo, y ahora se solazaban al calor del mediodía que les devolvía aquella sensación de juvenil despreocupación que habían experimentado por la mañana, al salir de Venecia. Volvieron a la lancha, en la que no encontraron a Bonsuan pero vieron un racimo de peces en el agua, colgado de un candelero del costado.

A ninguno de los dos le desagradó tener que esperar, y se sentaron tranquilamente en un banco de madera orientado hacia Venecia, aunque lo único que se veía era el agua de la laguna, las embarcaciones que se movían sobre ella y un cielo, alto, infinito.

—¿Adónde cree que habrá ido? —preguntó Brunetti.

—¿Bonsuan o Scarpa?

—Bonsuan.

—Estará en algún bar, averiguando más cosas en cinco minutos que nosotros en dos días.

—No me sorprendería —dijo Brunetti quitándose la chaqueta y levantando la cara al sol. Vianello no lo imitó porque llevaba uniforme.

Al cabo de unos diez minutos, despertó a Brunetti de su letargo la voz de Vianello que decía:

—Ahí viene.

Brunetti abrió los ojos y vio acercarse a Bonsuan, con el pantalón oscuro del uniforme pero en mangas de camisa y con un manchón negro en un hombro. Cuando el piloto llegó, Brunetti se retiró hacia la izquierda, dejándole sitio en el banco entre ellos dos.

—¿Qué hay?

—Decidí tener una avería en el motor —respondió el piloto.

—¿Decidiste? —preguntó Vianello.

—Para poder pedir ayuda.

—¿Qué has hecho?

—He serrado con una lima un cable del distribuidor, lo he dejado colgando y he probado de poner en marcha el motor. Como no arrancaba, he vuelto a destaparlo y, al ver la avería, he ido al pueblo a buscar un trozo de cable.

—¿Y?

—Pues he encontrado a un individuo al que conocía del ejército, de cuando hice el servicio militar. Su hijo amarra el barco aquí y él le repara los motores. Ha venido conmigo, ha visto el cable, ha ido a su taller, ha vuelto con el cable y me ha ayudado a cambiarlo.

—¿Se ha dado cuenta de lo que habías hecho? —preguntó Vianello.

—Probablemente. Yo hubiera preferido encontrar a alguien que no supiera mucho de motores, o sea, no tanto como yo. Fidele seguramente lo habrá notado. Pero no importa. Me lo he llevado al bar para darle las gracias y él no ha tenido inconveniente en hablarme de ellos.

—¿De los Bottin?

—Sí.

—¿Qué ha dicho?

Brunetti encontraba interesante la forma en que Bonsuan se distanciaba de la información que había obtenido. Era lo que quería Brunetti y lo que quería Vianello. Probablemente, no era sino su manera de mantener la lealtad hacia los otros pescadores, familia en la que él entraría pronto.

—El padre era todo lo que se pueda uno imaginar —explicó al fin.

—¿Quién te lo ha dicho? —preguntó Vianello.

—¿Qué hacía? —preguntó Brunetti al mismo tiempo.

Bonsuan respondió a ambos encogiéndose de hombros y dijo:

—Nadie me ha dicho nada con exactitud, pero estaba claro que a nadie le caía bien. Normalmente, disimulan, sobre todo, hablando con un forastero como yo. Pero con Bottin, no. Algo debió de hacer, ésa es la impresión que me da, aunque no sé qué exactamente. Es como si ya no lo considerasen uno de ellos.

—¿No será por su forma de tratar a su mujer? —preguntó Brunetti.

—No —respondió Bonsuan con un brusco movimiento de la cabeza—. Ella no cuenta, era de Murano —agregó, descartando con esas palabras, a un mismo tiempo, la suposición de Brunetti y la entidad de la mujer.

Se hizo un silencio largo. Tres cormoranes volaron por su lado haciendo sisear el aire y, con un chapoteo, se posaron a cierta distancia de la orilla. Estuvieron nadando de un lado al otro, se reunieron como para deliberar acerca de la situación de los peces y, suavemente, casi sin turbar la superficie, se sumergieron sin dejar ni el menor rastro de su presencia. Brunetti, curioso, automáticamente contuvo el aliento al verlos desaparecer bajo el agua, pero tuvo que soltar el aire y hacer tres largas aspiraciones antes de que el primer cormorán emergiera, como un corcho, seguido rápidamente por los otros dos.

—Vamos a Malamocco —dijo el comisario poniéndose en pie.

El motor arrancó al instante. Vianello soltó la amarra y Bonsuan dejó atrás el muelle. El piloto inició un ancho viraje, para poner rumbo a Malamocco, manteniendo la estrecha península a su derecha. Cuando se acercaban al canal que sale al Adriático, Brunetti se inclinó y tocó el hombro de Bonsuan. El piloto se volvió y Brunetti señaló hacia la izquierda, a una humareda que se elevaba a lo lejos.

—¿Qué es aquello? —preguntó.

Protegiéndose los ojos con la mano izquierda, Bonsuan siguió con la mirada el gesto de Brunetti y dijo:

—Marghera.

Al no ver allí nada digno de interés, Bonsuan volvió su atención hacia las aguas que tenían delante. De pronto, puso el motor en punto muerto y, rápidamente, dio marcha atrás, con lo que la lancha se detuvo. Brunetti, que estaba tratando de distinguir el origen del humo, se volvió al sentir el brusco cambio de ritmo del motor.


Maria Vergine
—exclamó al ver surgir a su derecha un barco enorme, terriblemente alto y terriblemente amenazador—. ¿Qué es eso? —preguntó a Bonsuan. A pesar de estar a varios centenares de metros, tuvo que levantar la cabeza para mirarlo, y sólo veía el costado del casco, la línea de carga y el lado izquierdo de la cristalera del puente de mando, tan alto y tan distante como la torre de una iglesia.

—Un petrolero —dijo Bonsuan, como hubiera podido decir «un violador» o «un incendiario».

Como el motor de la lancha estaba mudo, se sintieron envueltos por el rugido que partía del petrolero. El universo se hizo ruido, una fuerza que los asaltaba con la misma furia que la onda expansiva de una explosión. Involuntariamente, los tres hombres se taparon los oídos con las manos hasta que el petrolero se alejó por el Canale dei Petroli, hacia las fábricas del continente. Entonces los alcanzaron las olas de su estela, y tuvieron que agarrarse a la borda para no perder el equilibrio. La lancha subía, bajaba, y cabeceaba, y ellos danzaban en cubierta como idiotas.

Asiendo con fuerza la barandilla, Brunetti se inclinó hacia adelante y aspiró profundamente. Su mirada se posó en el agua y vio en la superficie unas motas negras, pequeñas, como botones. Eran pocas, y no estaba seguro de que no estuvieran allí antes de que pasara el barco.

Bonsuan puso en marcha el motor. En silencio, siguieron viaje hacia Malamocco.

Capítulo 12

La visita fue infructuosa. En la dirección que les había dado el dueño del restaurante no había ni rastro de Giacomini. Como ya era tarde para continuar hasta Chioggia, Brunetti decidió ponerse en contacto con aquella policía por teléfono, y dijo a Bonsuan que los llevara de regreso a la
questura.

Quizá fue el petrolero, o quizá, las negras manchas que flotaban en el agua, pero algo los había puesto de mal humor, y durante el resto de la travesía hablaron poco. Los rayos del sol, ya un poco oblicuos, hacían refulgir la miríada de joyas que exhibe la ciudad, sobre todo, a los ojos de los que llegan por mar, que siempre fue la manera de llegar a Venecia. El sol de media tarde aún calentaba, y Vianello dijo que había olvidado ponerse la crema protectora. Brunetti no se dio por enterado.

Cuando se acercaban a la
questura,
Brunetti vio que aquella tarde estaba de guardia Pucetti y entonces tuvo la idea. Cuando desembarcaron, el joven agente saludó. El comisario dijo a Vianello que preguntara por teléfono a la policía de Chioggia si tenían detalles del incidente ocurrido entre Scarpa y Bottin, agregando que estaría esperándolo en su despacho, pero que antes quería hablar con Pucetti.

—Pucetti —le dijo—, ¿hasta cuándo tiene guardia?

—Toda la semana, señor. La próxima me toca patrulla de noche.

—¿Le interesa un servicio especial?

Al joven se le iluminó la cara.

—Oh, sí, señor.

Brunetti le agradeció que no se quejara del servicio de guardia: estar todo el día de pie en la entrada, sin hacer nada más que abrir la puerta o sofocar el ocasional altercado que estallaba entre los que formaban largas colas delante de las distintas oficinas.

—Bien, cambiaré los turnos —dijo Brunetti, y fue a alejarse. Pero no había dado más que dos pasos cuando retrocedió.

—¿Nunca ha trabajado de camarero?

—Sí, señor —respondió el agente—. Mi cuñado tiene una
pizzeria
en Castello y a veces, los fines de semana, voy a ayudarle. —Pucetti se ganó otro punto por no preguntar.

—Está bien. Luego hablaremos.

Brunetti fue al despacho de la
signorina
Elettra, a la que encontró arreglando un ramo de forsythia en un jarrón Venini azul.

—¿Es suyo? —preguntó el comisario señalando el jarrón.

—No, señor; pertenece a la
questura.
El que usaba antes nos lo robaron la semana pasada, y he tenido que buscar otro.

—¿Que lo robaron? ¿De la
questura?

—Sí, señor. Un ordenanza lo dejó en los lavabos después de limpiarlo, y desapareció.

—¿De la
questura
?

—Tendré más cuidado con éste —dijo ella, rectificando la posición de una rama arqueada. Brunetti tenía un amigo que trabajaba en Venini y sabía que un jarrón como aquél valía por lo menos tres millones de liras.

—¿Cómo adquirió la
questura
ese jarrón? —preguntó Brunetti, eligiendo cuidadosamente las palabras.

—Mobiliario y ajuar de oficina —respondió ella. Introdujo la última rama y se hizo a un lado, para permitirle trasladar el jarrón. Con una mano lánguida, señaló un punto del alféizar, y Brunetti puso el jarrón exactamente donde ella le indicaba.

—¿Le parece Pucetti lo bastante listo? —preguntó el comisario.

—¿Ese muchachito tan simpático, con bigote? —dijo ella. Por el tono, parecía ajena a la circunstancia de que Pucetti tendría sólo cinco años menos que ella—. ¿El que tiene la novia rusa? —agregó.

—Sí. ¿Le parece lo bastante listo?

—¿Bastante listo para qué?

—Para ir a Pellestrina.

—¿Para qué?

—Para trabajar en un restaurante y protegerla a usted.

—¿Puedo preguntarle cómo piensa organizarlo?

—El camarero que nos dio la primera información sobre Bottin ha desaparecido. Llamó al dueño con la excusa de que tenía que ir a cuidar a un amigo enfermo, y desde entonces no ha dado señales de vida. Así que necesitan un camarero.

—¿Y qué dice Pucetti?

—No se lo he preguntado. Antes quería hablar con usted.

—Muy amable, comisario.

—Él tendría que protegerla, y he querido asegurarme de que usted lo consideraba capaz.

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