—¿Qué capacidad cree que he estado utilizando desde que trabajo aquí? Yo no salgo a la calle a arrestar a la gente, pero le señalo dónde está la gente a la que hay que arrestar y le doy las pruebas que ayudarán a condenarlos. Y eso lo hago preguntando por ahí y sacando deducciones de lo que me dicen unos para preguntar a otros. —Ella hizo una pausa, pero él no dijo nada y se limitó a mover la cabeza de arriba abajo para indicar que la escuchaba—. Y me parece que poco importa si utilizo esto —agitó sus rojas uñas sobre el teclado del ordenador— o voy a pasar unos días con personas a las que conozco desde hace años.
Cuando vio que ella callaba, Brunetti dijo:
—Me preocupa su seguridad,
signorina.
—Qué atento —dijo ella en un tono que lo dejó atónito.
—Y no tengo autoridad para enviarla. Sería algo totalmente irregular. —Lo sorprendió descubrir que tampoco tenía autoridad para impedir que fuera.
—Pero yo tengo autoridad para tomarme una semana de vacaciones, comisario. Eso no tiene nada de irregular.
—No puede usted hacer eso —insistió él.
—Nuestra primera pelea —dijo ella con un acento falsamente trágico que le hizo sonreír a pesar suyo.
—De verdad, Elettra, no quiero que haga eso.
—Y la primera vez que me llama por mi nombre de pila.
—No me gustaría que fuera la última —replicó él.
—¿Es una amenaza de despido o una advertencia de que pueden matarme?
Él meditó largamente la respuesta.
—Si me promete usted que no irá, yo le prometo no despedirla nunca.
—Comisario —dijo ella volviendo a su tono formal—, es una oferta tentadora, pero no olvide que el
vicequestore
Patta nunca le permitiría despedirme, ni aunque resultara que a esos dos hombres los había matado yo. Y es que le hago la vida muy cómoda.
Brunetti tuvo que reconocer para sus adentros que era verdad.
—¿Y si la acuso de insubordinación? —preguntó, aunque los dos sabían que no tenía tal intención.
Ella prosiguió, como si no le hubiera oído:
—Necesitaré un medio para mantenerme en contacto con usted.
—Podemos darle un
telefonino
—claudicó él.
—Me será más fácil usar el mío —dijo ella—. Pero me gustaría tener allí a alguien, sólo por si resulta que usted tiene razón y hay peligro.
—Enviaremos a algunos de nuestros hombres a investigar. Les diremos que usted está allí.
La respuesta fue instantánea.
—No. No me fío; son capaces de ponerse a hablar conmigo si me ven. Y, si les dice que hagan como si no me conocieran, montarán una pantomima de disimulo que aún será más llamativa. No quiero que nadie de la
questura
esté al corriente de lo que hago. Si es posible, no quiero ni que sepan que estoy allí. Excepto usted y el sargento Vianello.
¿Se debía esa prevención a que ella poseía información que él desconocía sobre las personas que trabajaban en la
questura
o era resultado de un escepticismo sobre la naturaleza humana aún mayor que el suyo propio?
—Si yo me asigno a mí mismo la investigación, yo seré quien vaya a hablar con la gente. Sólo Vianello y yo.
—Sería lo mejor.
—¿Cuánto piensa quedarse?
—Supongo que podré quedarme una semana, como siempre, quizá un poco más. Porque no hay que hacerse ilusiones de que a la gente del pueblo vaya a faltarles tiempo para venir a decirme el nombre del asesino en cuanto me vean apearme del autobús naranja, ¿verdad? Iré a casa de mi prima, y procuraré enterarme de las novedades y de lo que dice la gente. No creo que haya nada de particular en eso.
Poco más quedaba por decidir.
—¿Le parecería melodramático si le pidiera que llevara pistola? —preguntó él.
—Más melodramático sería que yo aceptara, comisario —dijo ella, volviéndose hacia otro lado, no menos deseosa que él de dar por terminada la conversación—. Para empezar, veré qué puedo encontrar acerca de los Bottin, ¿de acuerdo? —preguntó alargando la mano para encarar hacia sí la pantalla del ordenador.
—¿Que vas a dejarle que haga
qué
? —protestó Paola aquella noche después de la cena, cuando él acabó de contarle su viaje a Pellestrina y ulterior conversación —iba a decir disputa, pero le pareció exagerado— con la
signorina
Elettra en el despacho—. ¿Que vas a dejar que vaya a Pellestrina a hacer de detective? ¿Sola? ¿Sin un arma? ¿Con un asesino suelto? ¿Has perdido el juicio, Guido?
Aún estaban sentados a la mesa. Los chicos se habían ido a hacer esas cosas que los hijos responsables y obedientes hacen después de cenar para no tener que colaborar en las tareas domésticas. Ella dejó su copita de calvados, aún medio llena, en la mesa y lo miró.
—Repito, ¿has perdido el juicio?
—No he podido disuadirla —insistió Brunetti, consciente de lo débil que ese reconocimiento le hacía aparecer. Al relatar el hecho, había omitido mencionar que la idea había partido de él, y había dado a Paola una versión retocada, según la cual la
signorina
Elettra había insistido por propia iniciativa en tomar una parte más activa en la investigación. Mientras hablaba, Brunetti se veía a sí mismo en el papel del jefe bonachón a merced de una secretaria insumisa, demasiado indulgente para imponerle la necesaria disciplina, a fin de no comprometer la carrera de la muchacha.
Una larga experiencia de las prevaricaciones de los hombres en posiciones de poder hacía sospechar a Paola que lo que estaba oyendo no se ajustaba a la verdad. Pero comprendía que de nada serviría poner en tela de juicio el relato de los hechos cuando lo que interesaba era el resultado.
—Así que dejarás que vaya —insistió.
—Ya te lo he dicho, Paola —repitió él, comprendiendo que sería preferible esperar a que terminara eso para servirse otra copita de calvados—, no se trata de que yo la deje; es que no puedo impedir que vaya. Si se lo prohíbo, se tomará una semana de vacaciones y empezará a hacer preguntas por su cuenta.
—Entonces ¿es ella la que no está en su sano juicio? —inquirió Paola.
Eran muchas las preguntas que a Brunetti le hubiera gustado responder acerca de la
signorina
Elettra, pero no era ésa una de ellas. En lugar de admitir tal suposición, cedió a sus más bajos instintos y se sirvió otro traguito de calvados.
—¿Qué se imagina ella que va a poder hacer? —preguntó Paola.
Él dejó la copa en la mesa, intacta.
—Por lo que me ha dicho, piensa utilizar las mismas tácticas y técnicas que con el ordenador: preguntar, escuchar y volver a preguntar.
—¿Y si, mientras está preguntando, a alguien le da por clavarle un cuchillo en el vientre, como al hijo del pescador?
—Lo mismo le he preguntado yo —dijo Brunetti, lo cual era cierto, si no textualmente, sí por la intención.
—¿Y ella qué te ha contestado?
—Está convencida de que basta con que haya ido a Pellestrina todos los veranos.
—¿Basta para qué? ¿Para hacerla invisible? —Paola puso los ojos en blanco y meneó la cabeza con estupor.
—No es tonta, Paola —dijo Brunetti en defensa de la
signorina
Elettra.
—Eso ya lo sé. Pero es sólo una mujer.
Él se inclinaba hacia adelante para asir la copa, pero esa frase lo paralizó:
—¿Eso, en boca de la Rosa Luxemburgo del feminismo? ¿
Sólo
una mujer?
—Vamos, Guido, pelea limpio —dijo Paola, ya francamente furiosa—. Ya sabes lo que quiero decir. Ella andará por allí con su
telefonino
y su ingenio, pero habrá otra persona con un cuchillo, y una persona que ya ha matado a dos. No sería la situación en la que me gustaría ver a una persona a la que apreciara.
Él acusó la observación, pero la dejó pasar por el momento.
—Quizá deberías haber hablado tú con ella y no yo.
—No —dijo Paola sin darse por enterada del sarcasmo—. Dudo que hubiera dado resultado. —Paola había coincidido con la
signorina
Elettra sólo dos veces, en cenas ofrecidas por Patta al personal de la
questura.
Se habían saludado e intercambiado unas frases, pero las dos veces, estaban sentadas en mesas distintas, algo que a Brunetti siempre le había parecido una maniobra de Patta para impedir que las dos mujeres hablaran de él.
Siempre práctica, Paola, orilló las teorías y las recriminaciones para ceñirse a la realidad.
—¿Podrías poner allí a alguien que vigilara?
—No creo que sea necesario todavía.
—Es que cuando sea necesario ya será tarde —dijo Paola, y lo mismo pensaba él, aunque no lo dijo—. ¿Qué te parece la idea?
—He preguntado a Vianello si había alguien en el cuerpo que viviera allí. —Negó con la cabeza para indicar la respuesta—. Además, ella ha insistido en que nadie, aparte de Vianello y de mí, debe saber lo que está haciendo. —Sin dar a Paola tiempo de preguntar, explicó—: Dice que nadie de su familia sabe dónde trabaja, aunque me parece muy extraño. Quizá sus parientes de Pellestrina no lo sepan, ya que sólo los ve una vez al año, pero alguien se habrá interesado por averiguar a qué se dedica.
—¿Y si lo supieran, o alguien le preguntara, o descubriera que trabaja en la
questura
? —preguntó Paola.
—Oh, algo se le ocurriría, seguro. Miente muy bien. Hace años que la veo mentir.
—¿Y si estuviera en peligro? —preguntó Paola, haciéndole volver a la tierra.
—Espero que no sea así.
—Eso no es una respuesta, Guido, no es suficiente.
—Nosotros nada podemos hacer. Está decidida y no hay manera de impedirlo.
—Me parece que te lo tomas con mucha tranquilidad.
Brunetti no estaba seguro de cómo reaccionaría su esposa ante la revelación de sus sentimientos por otra mujer, por lo que no trató de defenderse.
—Sería terrible si le sucediera algo —dijo Paola.
Tragándose la confesión de que eso le destrozaría el corazón, él extendió la mano hacia la copa de calvados.
A la mañana siguiente, Brunetti llegó a la
questura
después de las nueve. Lo habían retrasado las llamadas telefónicas que había hecho a tres informadores, llamadas que, por precaución, hacía siempre desde una cabina a sus
telefonini.
Todos habían leído la noticia de los asesinatos, pero ninguno pudo darle información sobre los Bottin ni el posible móvil de los hechos. Prometieron llamarlo si sabían algo, pero no se mostraron optimistas, ya que los crímenes se habían cometido fuera de la ciudad. Por lo que a sus contactos venecianos se refería, era como si aquello hubiera sucedido en Milán.
El tema de su discusión con Paola no estaba en su sitio cuando él llegó, y el comisario siguió hasta su propio despacho donde, rápidamente, repasó la prensa del día. Los periódicos nacionales, comprensiblemente, no se ocupaban de los Bottin, pero
Il Gazzettino
les dedicaba la mitad de la primera plana de la segunda sección. Con el estilo melodramático que el periódico local reservaba para los actos de violencia, el artículo empezaba con la pregunta de si los Bottin habrían tenido algún presentimiento y si, cuando se despertaron la mañana anterior, sospecharon que aquél sería el último día de su vida, preguntas que se habían convertido en la fórmula con la que el diario iniciaba todas y cada una de sus informaciones de cualquier muerte violenta, por lo que Brunetti murmuró entre dientes:
—Probablemente, no.
La crónica relataba los hechos que Brunetti ya conocía: el padre había muerto de un golpe en la cabeza y el hijo, de una herida de arma blanca. Los dos estaban muertos cuando el barco fue incendiado y hundido. El relato periodístico no le revelaba nada nuevo, aunque contenía dos pequeñas fotos de las víctimas. Bottin tenía las facciones rudas y curtidas del hombre que ha pasado mucho tiempo a la intemperie, y la expresión taciturna y hostil que suele verse en las fotos de documentos oficiales. Marco, por el contrario, mostraba una sonrisa que le marcaba dos hoyuelos junto a las comisuras de los labios. Si el padre era moreno, de cuello corto y ancho, Marco parecía hecho de un material más fino y ligero. Probablemente, sus facciones se hubieran endurecido al cabo de dos décadas de trabajo en el mar, pero había una elegancia natural en el gesto de la cabeza que despertó la curiosidad de Brunetti por la madre y por las circunstancias que habían hecho que Marco corriera la misma trágica suerte que su padre.
La
signorina
Elettra no entró en el despacho hasta más de dos horas después. Al verla, Brunetti no pudo resistir el impulso de acercarse a ella, y se levantó, pero el decoro lo retuvo en su sitio.
—Buenos días —la saludó con naturalidad, confiando en que el tono de voz volviera a situarlos en los términos de su relación habitual, la de antes de que a ella se le ocurriera la idea… no, tenía que ser justo, antes de que él le sugiriera la idea de ir a Pellestrina.
—Buenos días, comisario —dijo ella con total normalidad. Él vio que traía papeles en la mano.
—¿Los Bottin? —preguntó.
Ella levantó las hojas.
—Sí, señor. Pero muy poca cosa —dijo en tono de disculpa—. Aún estoy trabajando en los otros.
—Vamos a ver —dijo él, procurando mantener una voz neutra, y sentándose.
Ella dejó los papeles en la mesa, dio media vuelta y fue hacia la puerta. Brunetti la vio salir. El jersey azul celeste con finas listas verticales acentuaba la esbeltez del talle. Él recordó entonces que, hacía un par de años, cuando le preguntó por sus expectativas para el nuevo milenio, ella le respondió que sus expectativas eran ver cómo le sentaba el azul celeste, color cuyo predominio se anunciaba para la nueva década. Presionada, reconoció que había un par de pequeñas cosas que le gustarían, pero que no valía la pena hablar de ellas porque eran insignificantes, y ahí terminó la conversación. Bien, el azul celeste le sentaba de maravilla, y Brunetti deseó que también las otras pequeñas cosas le hubieran sido otorgadas.
Los Bottin, a juzgar por aquellos datos, eran personas corrientes, copropietarios de la casa de Pellestrina y del
Squallus,
aunque con cuentas bancarias individuales. Los dos tenían coche, y Marco era, además, único propietario de una casa en Murano, heredada de su madre.
Pero, fuera del terreno puramente económico, Giulio tenía sus particularidades: los
carabinieri
del Lido lo conocían, porque había sido objeto de varias denuncias, tres de ellas, a consecuencia de riñas de bar y una, de un incidente ocurrido entre dos barcos en la laguna, aunque el otro barco no era el de Scarpa. De todos modos, por lo que a sus relaciones con la policía se refería, Bottin había tenido suerte, porque nunca llegó a ser acusado formalmente, ya fuera por falta de pruebas, ya por resistencia de los testigos a declarar. Marco nunca había sido denunciado a la policía.