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Authors: Donna Leon

Tags: #Intriga

Un mar de problemas (3 page)

—¿No saltaban de espaldas? —preguntó Vianello.

—Eso es sólo en las películas de Jacques Cousteau —dijo Bonsuan, entrando en la cabina. Volvió a salir al cabo de un momento, con un cigarrillo en el hueco de la mano—. ¿Qué han dicho? —preguntó al sargento.

—Esta mañana se ha recibido una llamada de los
carabinieri
del Lido… —empezó a contar Vianello.

—Hijos de puta —apostilló Bonsuan.

—Han dicho que había dos cadáveres en un barco hundido —prosiguió Vianello como si no lo hubiera oído—. Que enviáramos buzos a echar un vistazo.

—¿Nada más? —preguntó Bonsuan.

Vianello se encogió de hombros, como preguntando si cabía esperar mucho más de los
carabinieri.

Observaron en silencio las burbujas que estallaban en la superficie, delante de la lancha. La marea tiraba de la embarcación hacia atrás. Bonsuan la dejó derivar unos minutos, luego entró en la cabina, puso en marcha el motor y volvió a situarse frente al hueco abierto en la hilera de barcos. Paró el motor y salió otra vez a cubierta. Se agachó, recogió un cabo y lo lanzó con soltura hacia el barco de los bomberos enlazando al primer intento un candelero, al que amarró la lancha. Abajo percibían movimiento, pero vagamente, apenas unas sombras indistintas. Bonsuan terminó el cigarrillo y lanzó la colilla por encima de la borda, despreocupándose, como todos los venecianos, de lo que iba a parar al agua. Los dos hombres vieron cómo el filtro bailaba entre las burbujas antes de alejarse.

Al cabo de unos cinco minutos, los buzos emergieron y se subieron las gafas a la frente. Graziano, el de más edad, gritó a los hombres que estaban en la lancha de la policía:

—Son dos.

—¿Qué habrá pasado? —preguntó Vianello.

Graziano movió la cabeza.

—Ni idea. Se ahogarían cuando se hundió el barco.

—Eran pescadores —dijo Bonsuan con incredulidad—. No se dejarían atrapar al hundirse el barco.

La tarea de Graziano consistía en hacer inmersiones, no especulaciones acerca de lo que encontraba en el fondo, por lo que no dijo más. En vista de que también Bonsuan callaba, el otro submarinista preguntó:

—¿Queréis que los subamos?

Vianello y Bonsuan se miraron. No tenían ni idea de lo que había podido hacer que aquellos hombres se hundieran con su barco, y no querían tomar una decisión que podía ocasionar la destrucción de pruebas.

Finalmente, Graziano dijo:

—Ya hay cangrejos.

—Está bien, sacadlos —dijo Vianello.

Graziano y su compañero se ajustaron las gafas y las boquillas y, como una pareja de patos, hicieron bascular el cuerpo y desaparecieron. El piloto bajó a la cabina del pasaje de la lancha, levantó la tapa de una de las banquetas de los costados y sacó un complicado aparejo de cuerdas de cuyo extremo colgaba un arnés de lona. Subió a cubierta y se reunió con Vianello. Pasó la cuerda por encima de la borda y la dejó colgar hasta el agua.

Al cabo de un minuto, Graziano y su compañero salieron a la superficie. Entre los dos oscilaba el cuerpo de un tercer hombre. Con movimientos precisos que denotaban una práctica que impresionó a Vianello, los buzos pasaron los brazos del muerto por el arnés que sostenía Bonsuan. Uno de ellos se sumergió para pasar una cuerda entre las piernas del hombre, que ató a un gancho de la parte delantera del arnés.

A una señal del buzo, Bonsuan y Vianello empezaron a izar al hombre, asombrándose de cómo pesaba. A Vianello se le ocurrió que de ahí podía venir la expresión de «peso muerto», pero rápidamente ahuyentó la idea, un poco avergonzado. Poco a poco, el cuerpo emergió del agua, y los dos hombres se asomaron para sujetarlo e impedir que chocara contra la borda. No lo consiguieron del todo, pero al fin lo subieron a bordo y quedó tendido en la cubierta, con los ojos abiertos como si mirara al cielo.

Antes de que pudieran observar más detalles, oyeron un chapoteo. Rápidamente, desengancharon el arnés y volvieron a lanzarlo. Al subir el segundo cuerpo, extremaron las precauciones y consiguieron impedir que chocara contra el costado del barco, y lo depositaron al lado del otro.

Había dos cangrejos enganchados en el cabello del primer cadáver, pero Vianello era incapaz de hacer algo más que mirarlos, horrorizado, y Bonsuan se agachó, los arrancó y los arrojó al agua con naturalidad.

Los buzos subieron por la escalerilla a la lancha de la policía y, una vez en la cubierta, se desprendieron de las botellas de oxígeno que dejaron en el suelo cuidadosamente y se quitaron las gafas y las negras capuchas de caucho.

Los cuatro hombres contemplaban los cuerpos que yacían a sus pies en la cubierta de la lancha de la policía. Vianello bajó a la cabina y subió con dos mantas. Se puso una debajo del brazo, hizo una seña a Bonsuan y sacudió la otra. El piloto tomó las puntas libres de la manta y entre los dos cubrieron el cuerpo del hombre mayor. Vianello desdobló la segunda manta y la operación se repitió con el hijo.

Entonces, cubiertos y ocultos a la vista los dos cadáveres, el compañero de Graziano, el más joven de los vivos que estaban en la lancha, dijo:

—Eso que tiene en la cara no se lo ha hecho un cangrejo.

Capítulo 4

Vianello había visto las astillas de hueso que asomaban de la herida de la cabeza del padre, que estaba limpia de sangre, pero en el cuerpo del hijo, a primera vista, no había descubierto señales de violencia. Asintió a la observación del buzo, sacó el
telefonino,
llamó a la
questura
y pidió por su superior inmediato, el comisario Guido Brunetti. Mientras esperaba, observó cómo los buzos volvían a su barco. Por fin Brunetti contestó y el sargento dijo:

—Estoy en Pellestrina, comisario. Parece que a uno lo han matado. —Y, para no dejar lugar a duda, puesto que los dos habían muerto en un supuesto accidente, recalcó—: Asesinado.

—¿Cómo? —preguntó Brunetti.

—Al viejo lo han golpeado en la cabeza. El golpe habrá sido muy fuerte, a juzgar por la herida. El otro, el hijo, no sé.

—¿Está seguro de su identidad? —preguntó el comisario.

Vianello esperaba la pregunta.

—No, señor. Es decir, nadie ha hecho una identificación formal, pero el hombre que ha avisado a los
carabinieri
ha dicho que eran los dueños de la barca, Giulio Bottin y su hijo, y suponemos que son ellos.

—Procure confirmarlo.

—Sí, señor. ¿Algo más?

—Lo de siempre. Pregunte por ahí, a ver qué tiene que decir la gente sobre ellos. —Antes de que Vianello pudiera preguntar, Brunetti agregó—: Haga como si se tratara de un simple accidente. Y avise a los buzos. Que no digan nada.

—¿Cuánto tiempo cree que podremos mantener esa impresión? —preguntó Vianello mirando a la cubierta del otro barco, en el que los buzos ya se habían quitado sus trajes de inmersión y estaban poniéndose el uniforme.

—Unos diez minutos, calculo —dijo Brunetti con un ligero resoplido que, en otras circunstancias, hubiera podido ser humorístico.

—Los enviaré de vuelta al Lido —dijo Vianello—. A ver si así por lo menos lo retrasamos un poco. —Adelantándose al comentario de Brunetti, el sargento preguntó—: ¿Qué quiere hacer, comisario?

—Quiero retrasar todo lo posible que se sepa que los han matado. Pregunte, pero con discreción. Ahora voy para allá. Si hay barco disponible, llegaré antes de una hora.

Vianello sintió alivio.

—Está bien, comisario. ¿Quiere que Bonsuan los lleve al hospital?

—Sí, en cuanto los hayan identificado. Llamaré al hospital para avisarlos. —Como no había nada más que decir ni que ordenar, Brunetti repitió que llegaría lo antes posible y colgó.

El comisario miró el reloj y vio que eran más de las once: sin duda, su superior, el
vicequestore
Giuseppe Patta, ya habría llegado. Sin entretenerse en llamar por teléfono, bajó directamente al pequeño antedespacho por el que se accedía al espacioso despacho del
vicequestore.

La
signorina
Elettra Zorzi, secretaria de Patta, estaba en su sitio, con un libro abierto ante sí. Sorprendió a Brunetti encontrarla leyendo un libro en el despacho, acostumbrado como estaba a verla con revistas y periódicos. Como ella tenía la barbilla apoyada en las palmas de las manos y los dedos sobre los oídos, hasta que levantó la cabeza al notar su presencia, no vio Brunetti que se había cortado el pelo. Lo llevaba más corto de lo habitual y, si los rasgos de la cara y el rojo de los labios no hubieran pregonado feminidad, el estilo hubiera resultado muy austero, casi masculino.

A Brunetti no se le ocurría ningún comentario sobre el nuevo peinado y como, al igual que el resto de los habitantes de aquella ciudad en la que hacía más de tres meses que no caía ni una gota, ya estaba cansado de preguntar cuándo llovería, dijo, señalando el libro con la barbilla:

—¿Es algo más serio de lo habitual?

—Veblen —contestó ella—.
Teoría de las clases ociosas.
—Lo halagó que ella no creyera necesario preguntar si lo conocía.

—¿No es un poco árido?

Ella asintió.

—Antes, aquí, no podía concentrarme en lecturas serias, había demasiadas interrupciones. —Frunció los labios y sus ojos recorrieron la oficina en un arco que abarcó el teléfono, el ordenador y la puerta del despacho de Patta—. Pero ahora las cosas han mejorado bastante y puedo aprovechar el tiempo.

—Me alegro —dijo Brunetti, Y, mirando el libro, agregó—: Su opinión sobre el césped me fascinó.

—Sí, y sobre el deporte —sonrió ella.

Él no pudo evitar la pregunta:

—¿Y qué piensa leer después?

—Aún no lo he decidido. —En su cara floreció una sonrisa—. Quizá pida consejo al
vicequestore.

—A propósito, venía a hablar con él. ¿Está?

—Aún no ha llegado. Llamó hace una hora para avisar de que está en una reunión y seguramente no vendrá hasta después del almuerzo.

—Ah —dijo Brunetti, sorprendido, más que por el aviso en sí, porque Patta se hubiera dignado llamar para darlo—. Cuando llegue, haga el favor de decirle que he ido a Pellestrina.

—¿Para reunirse con Vianello? —preguntó ella con su instantánea omnisciencia habitual.

Él asintió.

—Al parecer, uno de los hombres que estaban en la barca ha sido asesinado. —Él no dio más detalles, preguntándose si ella ya estaría al corriente.

—Pellestrina, ¿eh? —dijo entonces la
signorina
Elettra en el tono del enterado.

—Sí. Un lugar conflictivo, ¿verdad?

—Chioggia es peor. —Ella tuvo un estremecimiento que no denotaba remilgo ni afectación.

Chioggia, ciudad del continente que las guías turísticas no se cansaban de llamar «fiel hija de Venecia», hizo honor a la definición durante la época de esplendor de la Serenissima; pero ahora alimentaba una hostilidad violenta y persistente hacia la «madre», porque los pescadores de una y otra ciudad se disputaban unas capturas que eran cada vez más escasas, a consecuencia de las disposiciones del Magistrato alle Acque, que estaba cerrando a la pesca extensas zonas de la laguna.

Pensaba Brunetti, como hubiera pensado cualquier veneciano en su lugar, que aquellas muertes podían deberse a esa rivalidad. Ya había habido peleas, incluso disparos, se habían robado e incendiado barcos, y hasta habían muerto hombres en colisiones en el agua. De todos modos, era la primera vez que se asesinaba a sangre fría.


Una brutta razza
—dijo la
signorina
Elettra con el desdén que las personas cuya familia ha sido veneciana desde las Cruzadas reservan para los no venecianos, cualquiera que sea su origen.

Brunetti, optando por la prudencia y la discreción, se abstuvo de mostrar su aprobación y la dejó con Veblen y sus análisis de los problemas y de las ineludibles corrupciones de la riqueza. En la oficina de los agentes, Brunetti encontró únicamente a un piloto, Rocca, al que dijo que necesitaba que lo llevara a Pellestrina. La cara del piloto se iluminó al oírlo: era una travesía larga y hacía un día espléndido, con viento fresquito del oeste.

Brunetti se quedó en cubierta durante todo el viaje, viendo desfilar las islas: Santa Maria della Grazia, San Clemente, Santo Spirito, la pequeña Poveglia, hasta que, a su izquierda, aparecieron los edificios de Malamocco. Aunque de joven Brunetti solía pasear por la laguna, no había llegado a dominar por completo el arte de la navegación ni tenía grabado en la memoria el mapa de las rutas más directas entre los distintos puertos. Sabía que Pellestrina se encontraba delante de ellos, en el centro de aquella estrecha lengua de tierra, y sabía que la lancha tenía que mantenerse entre las hileras de postes inclinados, pero le avergonzaba tener que reconocer que, si se hubieran desviado hacia la extensión de agua que tenía a la derecha, a él le hubiera resultado difícil regresar a Venecia.

Rocca, con su joven cara radiante por el placer de estar al aire libre y en acción en un día tan espléndido, gritó por encima del hombro a su superior:

—¿Adónde, señor?

—Al puerto. Allí están Vianello y Bonsuan. Ya deberíamos verlos.

A su izquierda había árboles, entre los que se veía circular algún que otro coche. Enfrente, Brunetti empezó a divisar el contorno de unos barcos alineados de cara a un muelle protegido por una pared de cemento. Recorrió con la mirada las anchas popas sin ver la lancha de la policía. Llegaron a un hueco en la hilera de barcos, por el que, a pocos metros de la orilla, vio a Vianello, de pie al sol, con una mano levantada a modo de visera.

Brunetti agitó una mano y Vianello empezó a andar hacia la derecha, indicándoles por señas que lo siguieran hacia el extremo de la línea de embarcaciones. Cuando al fin llegaron al espacio libre, Rocca hizo la maniobra de aproximación a la
riva
y Brunetti saltó de la lancha. Sus pies reaccionaron con momentánea sorpresa al posarse en tierra firme.

—¿Bonsuan ha regresado a Venecia? —preguntó Brunetti.

—Un vecino ha subido a bordo y los ha identificado. Son los que pensábamos: Giulio Bottin y su hijo Marco. He dicho a Bonsuan que los llevara al hospital. —Vianello señaló con la barbilla a Rocca, que estaba muy atareado amarrando la lancha—. He pensado que yo podría regresar con usted, comisario.

—¿Qué más ha averiguado?

—He hablado con dos o tres personas. Todos dicen lo mismo. La explosión del depósito de combustible los despertó a eso de las tres. Cuando llegaron al muelle, la barca ardía por los cuatro costados y, antes de que pudieran hacer algo, se había hundido.

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