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Authors: Donna Leon

Tags: #Intriga

Un mar de problemas (4 page)

BOOK: Un mar de problemas
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Vianello empezó a andar hacia la hilera de casas bajas que formaban el pueblo de Pellestrina y Brunetti acomodó su paso al del sargento.

—Luego, las tonterías de siempre —prosiguió Vianello—. Nadie se molestó en llamar a los
carabinieri.
Cada uno pensaba que ya los habría llamado otro. Por eso no los han avisado hasta esta mañana. —Vianello se paró de repente, mirando las casas como si no pudiera creer que estuvieran habitadas por seres humanos—. Increíble: dos hombres mueren en una explosión, y nadie nos avisa, nadie avisa a nadie. —Siguió andando—. Por fin han venido los
carabinieri,
que nos han llamado a nosotros y nos han pasado el caso, diciendo que estaba en nuestra jurisdicción. —Agitó la mano hacia adelante, indicando el hueco entre los barcos—. Los buzos los han subido.

—¿Dice que el padre tenía una herida en la cabeza?

—Sí. Terrible. El cráneo hundido.

—¿Y el hijo?

—Arma blanca —dijo Vianello—. En el abdomen. Yo diría que murió desangrado. —Y, antes de que Brunetti pudiera preguntar, dijo—: Abierto de abajo arriba. Cuando lo han subido, la camisa le tapaba la herida, lo hemos visto al moverlo. —Vianello volvió a pararse y se quedó mirando las aguas tranquilas de la laguna—. Debió de desangrarse en cuestión de minutos. —Entonces, recordando cuál era su cometido, añadió—: Aunque eso lo dirá la autopsia, supongo.

—¿Con quién ha hablado?

Vianello se golpeó el bolsillo de la chaqueta, donde guardaba la libreta.

—Aquí tengo los nombres: vecinos, la mayoría. Patrones de barcas que pescaban con ellos, mejor dicho, que salían con ellos, porque no me parece que esa gente crea que la pesca sea algo que hay que compartir.

—¿Eso le han dicho?

Vianello rechazó la idea con un gesto.

—No; por lo menos, no directamente. Pero me parece que hablaban como si quisieran dar a entender que los une un sentimiento de lealtad porque, siendo todos pescadores, tienen que mostrarse solidarios, cuando en realidad quitarían de en medio al que tratara de pescar donde pescan ellos o donde creen que tienen derecho a pescar.

—¿Quitarían de en medio? —preguntó Brunetti.

—Es un decir. No sé muy bien cómo funcionan aquí las cosas, pero tengo la impresión de que hay muchos pescadores y queda muy poca pesca. Y la mayoría ya son viejos para aprender otra cosa.

Brunetti esperó por si Vianello tenía algo que añadir y, al comprender que había terminado, dijo:

—Por aquí, a la derecha, había un restaurante.

Vianello asintió.

—Es donde antes he tomado un café, mientras hablaba con uno.

—Si me hago pasar por turista no se lo tragarán, ¿verdad? —preguntó Brunetti.

Vianello sonrió ante el absurdo.

—Todo el pueblo lo ha visto llegar en la lancha, comisario. Y venir conmigo hasta aquí. Mi compañía lo compromete, si me permite la expresión.

—Entonces podemos almorzar juntos tranquilamente —propuso Brunetti.

Vianello abrió la marcha camino del pueblo.

Al llegar a las primeras casas, se paró delante de las grandes ventanas y la puerta de madera de un restaurante. Empujó la puerta, la sostuvo mientras entraba Brunetti y cerró.

Detrás de un mostrador de zinc, un hombre que llevaba un largo delantal frotaba una copa ancha con un trapo lo bastante grande como para servir de mantel de una mesita. El hombre movió la cabeza de arriba abajo saludando a Vianello y, al cabo de un momento, a Brunetti.

—¿Se puede almorzar aquí? —preguntó Vianello.

El hombre ladeó la cabeza para indicar un pasillo que partía del bar. Luego volvió a mirar la copa y reanudó su cuidadosa labor.

A un lado del bar había una puerta como Brunetti no veía desde hacía décadas. Era una puerta estrecha, cubierta por una cortina de tiras de plástico verdes y blancas, de poco más de un centímetro cada una, con nervaduras a cada lado. Al apartar las tiras con la mano derecha, Brunetti oyó aquel ligero castañeteo que recordaba de su juventud. Hubo un tiempo en el que en todos los bares y
trattorie
había cortinas de ésas, pero desde hacía un par de décadas habían desaparecido. Él ya no recordaba dónde las había visto por última vez. Sostuvo las tiras que todavía crepitaban para que pasara Vianello y, al soltarlas, escuchó el chasquido con el que recuperaban su posición vertical.

Lo sorprendió el tamaño del comedor, en el que había treinta mesas por lo menos. Las ventanas, situadas muy arriba, dejaban entrar mucha luz. Cubrían las paredes redes de pesca en las que estaban prendidas veneras, algas y lo que parecían cadáveres petrificados de peces, cangrejos y langostas. A lo largo de una de las paredes laterales del comedor discurría un aparador bajo. Al fondo, una puerta vidriera, ahora cerrada, conducía a un aparcamiento cubierto de grava.

Al ver que sólo había una mesa ocupada, Brunetti miró el reloj y vio con sorpresa que no era más que la una y media. Con razón se decía que el aire del mar abre el apetito.

Avanzaron por el comedor, apartaron las sillas de una mesa situada en el centro de la primera hilera y se sentaron frente a frente. A la izquierda de las vinagreras había un jarrito de flores silvestres frescas y, a su lado, un cesto de mimbre con media docena de bolsitas de
grissini.
Brunetti abrió una y mordió el bastoncito de pan.

Se abrieron las tiras de plástico y un joven con chaqueta y pantalón negros entró en el comedor andando de espaldas. Cuando se volvió, Brunetti vio que traía en cada mano un plato de lo que parecía
antipasto di pesce.
El camarero saludó a los recién llegados con un movimiento de la cabeza y fue a la mesa del rincón, donde depositó los platos delante de un hombre y una mujer de unos sesenta años.

El camarero se acercó entonces a su mesa. Brunetti y Vianello ya habían comprendido que ése era uno de los sitios en los que no tienes que molestarte en pedir la carta, por lo menos, a principios de temporada, de modo que Brunetti sonrió y dijo lo que se acostumbra la primera vez que va uno a un restaurante:

—Me han dicho que aquí se come muy bien. —Puso buen cuidado en hablar en veneciano.

—Espero que así sea —sonrió el camarero, sin mostrar sorpresa por la presencia de un policía de uniforme.

—¿Qué recomienda hoy? —preguntó Brunetti.

—El
antipasto di mare
está bien. O, si lo prefieren, también hay sepia o sardinas.

—¿Algo más? —preguntó Vianello.

—Esta mañana aún hemos encontrado espárragos en el mercado, y tenemos ensalada de espárragos con gambas.

Brunetti hizo una señal afirmativa. Vianello dijo que él no tomaría
antipasto,
y el' camarero pasó a los
primi piatti.


Spaghetti alle vongole, spaghetti alle cozze
y
penne all'Amatriciana
—recitó el camarero, y enmudeció.

—¿Eso es todo? —no pudo por menos de preguntar Vianello.

El camarero agitó una mano en el aire.

—Esta noche tenemos una cena de aniversario de boda de cincuenta cubiertos y por eso hay tan pocos platos en el menú.

Brunetti pidió
vongole
y Vianello
all'Amatriciana.

Para plato fuerte, sólo se podía elegir entre pavo asado y fritura de pescado. Vianello optó por el pavo y Brunetti, por la fritura. Encargaron medio litro de vino blanco y un litro de agua mineral. El camarero les llevó un cesto de
bussolai,
las gruesas rosquillas ovaladas predilectas de Brunetti.

Cuando el hombre se fue, Brunetti tomó una, la partió por la mitad y mordió. Siempre le sorprendía que los
bussolai
se mantuvieran tan crujientes en aquel clima. El camarero les puso el vino y el agua en la mesa y fue rápidamente a retirar los platos de la pareja.

—Venimos a Pellestrina, y usted no come pescado —dijo Brunetti dando tono de afirmación a lo que en realidad era pregunta.

Vianello sirvió vino en las copas y tomó un sorbo.

—Muy bueno —dijo—. Es como el que mi tío traía de Istria en su barco.

—¿No toma pescado? —preguntó Brunetti, porfiando.

—Ya no —dijo Vianello—. A no ser que tenga la seguridad de que es del Atlántico.

La locura tiene síntomas diversos, eso lo sabía Brunetti, y también que conviene detectarlos en la fase inicial.

—¿Por qué? —preguntó.

—Como usted sabe, comisario, me he unido a Greenpeace —dijo Vianello por toda respuesta.

—¿Y Greenpeace no le deja comer pescado? —preguntó Brunetti, tratando de bromear.

Vianello fue a decir algo, desistió, tomó otro sorbo de vino y dijo:

—No es eso, comisario.

Callaron durante un buen rato. El camarero llevó a Brunetti su
antipasto,
una pequeña pirámide de colitas de gamba sobre un lecho de rodajas de espárragos crudos. Brunetti tomó un bocado: estaban rociados con vinagre balsámico. La combinación de dulce, ácido, dulce y salado era exquisita. Desentendiéndose momentáneamente de Vianello, Brunetti saboreaba la ensalada despacio, deleitándose con el contraste de aromas y texturas.

Apoyó el tenedor en el borde del plato y tomó un sorbo de vino.

—¿Teme estropearme la comida si me revela las toxinas que impregnan las gambas? —preguntó sonriendo.

—Peor están las almejas —dijo Vianello sonriendo a su vez, pero resistiéndose a dar más explicaciones.

Antes de que Brunetti pudiera pedir al sargento la lista de los venenos que acechaban en las gambas y las almejas, el camarero se llevó el plato y volvió rápidamente con las dos fuentes de pasta.

El resto de la comida transcurrió en amigable charla acerca de los conocidos de ambos que solían pescar en aguas de Pellestrina y de un famoso futbolista de Chioggia al que ninguno de los dos había visto jugar. Cuando llegaron los segundos platos, Vianello no pudo por menos de lanzar una mirada recelosa al de Brunetti, pese a haber dejado pasar la ocasión de extenderse en comentarios acerca de las almejas. Brunetti, por su parte, por el aprecio que le merecía su sargento, se abstuvo de revelarle el texto de un artículo que había leído el mes anterior sobre los sistemas de alimentación utilizados en las granjas de cría de pavos, y de enumerar las enfermedades transmisibles a los humanos, a las que tales aves son propensas.

Capítulo 5

Después del café, Brunetti pidió la cuenta. El camarero titubeó, como por la fuerza de la costumbre y Brunetti agregó:

—No hace falta factura.

El camarero abrió mucho los ojos, al percatarse de la situación: un hombre, que seguramente era policía, dispuesto a ayudar al dueño del restaurante a evadir el impuesto que gravaba la facturación. Brunetti comprendió que había planteado un dilema a aquel hombre, que entonces se escabulló con un:

—Preguntaré al dueño.

A los pocos minutos, el camarero volvió con un vasito de
grappa
en cada mano. Dejándolos en la mesa, dijo:

—Son cincuenta y dos mil.

Brunetti sacó el billetero. Era la tercera parte de lo que un almuerzo como aquél le hubiera costado en Venecia, y el pescado era fresco y las gambas, exquisitas.

Dejó sesenta mil liras en la mesa y, cuando el camarero buscaba el cambio en el bolsillo, el comisario atajó el gesto agitando una mano y murmurando:


Grazie.
—Levantó el vasito de
grappa
y bebió un sorbo—. Muy buena —dijo—. Dé las gracias al dueño de nuestra parte.

El camarero asintió, tomó el dinero y dio media vuelta para marcharse.

—¿Usted es de aquí? —preguntó Brunetti, sin intentar que la pregunta pareciera casual.

—Sí, señor.

—Hemos venido por lo del accidente —dijo Brunetti, señalando vagamente en dirección al agua—. No parece que haya sido una sorpresa —agregó sonriendo.

—No lo ha sido para la gente de aquí —dijo el camarero.

—¿Usted los conocía? —preguntó Brunetti. Apartó otra silla y con un ademán invitó al camarero a sentarse. Hacía rato que los otros clientes se habían marchado y las mesas de la cena de aniversario estaban preparadas, de modo que poco trabajo tenía ya el camarero, que se sentó, volviendo la silla ligeramente hacia Brunetti.

—Conocía a Marco —dijo—. Íbamos al mismo colegio, él un par de clases más atrás, pero nos conocíamos, porque volvíamos del Lido en el mismo autobús.

—¿Cómo era? —preguntó Brunetti.

—Listo —dijo el camarero, muy serio—. Muy listo y muy simpático. No se parecía en nada a su padre. Absolutamente en nada. Giulio no te dirigía la palabra si podía evitarlo, pero Marco era amable con todo el mundo. A mí me ayudaba con los deberes de mates, a pesar de ser más joven. —El camarero puso encima de la mesa los billetes que aún tenía en la mano, el de cincuenta mil al lado del de diez mil—. Casi lo único que yo sabía hacer era sumar esto. —Entonces, con una súbita sonrisa que reveló unos dientes mates y grises, dijo—: Y unas veces me daba cincuenta y otras setenta. —Guardó los billetes en el bolsillo y volvió la cabeza hacia la cocina de la que llegó el siseo repentino de una fritura y el golpe de una olla en el fogón—. Pero aquí no me hacen falta las matemáticas. Sólo hay que sumar, y eso lo hace el dueño.

—¿Marco aún iba a la escuela?

—No. Terminó el año pasado.

—¿Y desde entonces?

—Trabajaba con su padre —dijo el camarero, como si ésa hubiera sido la única opción que tenía Marco, o que podía concebir un
pellestrinotto
—. Todos los Bottin han sido pescadores.

—¿Marco quería ser pescador?

El camarero miró a Brunetti con evidente sorpresa.

—¿Qué otra cosa podía hacer? Su padre tenía la barca y Marco sabía todo lo que hay que saber de pesca.

—Desde luego —convino Brunetti—. Ha dicho usted que Bottin no hablaba con la gente. ¿Había algo más? —Brunetti no quiso dar lugar a que el camarero se hiciera el tonto y puntualizó—: ¿Tenía aquí muchos enemigos?

El hombre se encogió de hombros, con un gesto que traducía su resistencia a responder; pero, antes de que pudiera decir algo, Vianello terció en la conversación, dirigiéndose a Brunetti en un tono de leve complicidad bien ensayado:

—No puede contestar a eso, señor. —El sargento lanzó al camarero una mirada protectora—. Es un pueblo pequeño; todos sabrán que ha estado hablando con nosotros.

Brunetti, siguiéndole el juego, dijo:

—Pero usted, sargento, ya tiene un par de nombres, ¿no? —Notó que aumentaba el interés del camarero, por la forma en que ponía los pies debajo de la silla y se esforzaba por no adelantar el cuerpo—. Él no haría sino confirmar lo que le han dicho.

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