Brunetti hizo un ruido ambiguo con la garganta y preguntó:
—¿Qué le ha contado la gente? ¿Le han dicho algo de ella?
—No, señor. Ya sabe lo que ocurre en los sitios como éste: nadie está dispuesto a decirte algo que puedas repetir a la persona en cuestión.
—El concepto que tiene la gente de la discreción policial —dijo Brunetti meneando la cabeza tristemente.
—Pero es comprensible, comisario. Si hay juicio, tenemos que decir cómo hemos conseguido tal o cual nombre y por qué hemos empezado a investigar a tal o cual persona. El juicio sigue su curso y acaba como acaba. Pero ellos tienen que seguir viviendo aquí, entre la gente que verá en ellos a unos informadores.
Brunetti sabía que con Vianello podía ahorrarse su sermón sobre la conciencia cívica y el deber del ciudadano a ayudar a las autoridades en su lucha contra el crimen. La circunstancia de que eso fuera un asesinato, un doble asesinato, no supondría ni la menor diferencia para quienes vivían allí: el primer deber cívico era vivir tranquilos y no dejarse hostigar por el Estado. Más le valía a uno confiar en la familia y los vecinos. Al otro lado de este círculo de seguridad acechaban los peligros de la burocracia y el funcionariado con las inevitables complicaciones para quienes se involucraban con una y otro. Dejando a Vianello a sus reflexiones, Brunetti estuvo un rato contemplando el mar. Los barcos habían avanzado en la ruta hacia su punto de destino. Dichosos ellos, pensó el comisario.
Brunetti comprendió que, mal que le pesara, Vianello estaba en lo cierto, que de nada serviría quedarse más tiempo en Pellestrina, y propuso regresar a Venecia, propuesta que Vianello recibió sin sorpresa. Bajaron la escalera del rompeolas, cruzaron la carretera, atravesaron el estrecho pueblo y salieron a la costa orientada a Venecia, donde los esperaba la lancha de la policía. Durante la travesía de la laguna, Vianello dio al comisario los nombres de las personas interrogadas e hizo un breve resumen de las banalidades que le habían contado. Había averiguado que Bottin tenía un hermano en Murano que trabajaba en una cristalería. Por lo demás, sus únicos allegados eran los parientes de su difunta esposa, que también vivían en aquella isla, aunque nadie parecía saber a qué se dedicaban.
No era que las personas interrogadas por Vianello se hubieran mostrado reacias a cooperar: respondían a todas las preguntas, pero sin dar más información que la que cabía en la respuesta más simple y directa. Nadie se extendía en detalles ni liberaba el caudal de chismorreo en el que nada la vida social de una comunidad. Desde luego, eran lo bastante listos como para no responder con escuetos monosílabos y hasta conseguían dar la impresión de que se esforzaban por recordar todo lo que pudiera ser de utilidad a la policía. Y, mientras tanto, Vianello veía lo que hacían y, probablemente, ellos veían que lo veía.
Cuando Vianello terminaba su informe, la lancha viró hacia la izquierda por el canal principal que conducía a San Marcos, y ante ellos apareció la vista que había saludado al viajero desde los siglos de esplendor de la Serenissima: campanarios, cúpulas y torres en tan prieto tropel que hasta parecía que se empujaban con el codo, como los niños, disputándose la atención del visitante. La única diferencia entre lo que veían los dos policías y lo que habrían visto los que navegaban por ese canal hacía quinientos años era el bosque de grúas de la construcción que había brotado de la ciudad y la multitud de antenas de televisión, de altura y forma diversas, que poblaban los tejados.
Mientras miraba el perfil anguloso y hosco de las grúas, Brunetti descubrió con sorpresa que casi nunca las veía moverse. Dos de ellas se erguían junto a la carcasa del teatro de la ópera, paralizadas como los planes para su reconstrucción. Cada vez que Brunetti recordaba el jactancioso titular que campeaba en primera plana de
Il Gazzettino
al día siguiente del incendio, de que, antes de dos años, el teatro se habría reconstruido en el mismo sitio y tal como era, no sabía si reír o llorar, a pesar de que había tenido ya más de dos años para decidirse. La voz popular, que sabía muy bien lo que se decía, afirmaba que aquellas grúas inmóviles costaban a la ciudad diez millones de liras al día, y la imaginación popular hacía tiempo que había renunciado a calcular el coste total de la restauración. Los años pasaban, el dinero se esfumaba, y las grúas seguían quietas, irguiéndose en silencio en medio de las interminables protestas y disputas legales acerca de quién tenía que encargarse de la reconstrucción.
Los dos hombres dejaron de hablar y contemplaron cómo la ciudad iba a su encuentro. No hay en el mundo ciudad más entregada a la autocontemplación que Venecia: en las paredes de muchas de sus calles se alinean los autorretratos burdos y canallas; en casi todos los quioscos se ofrecen gondolitas de plástico; bergantes que usan boina para disfrazarse de pintores venden sus horribles pasteles por las esquinas. A cada paso, Venecia halaga el mal gusto y exhibe chabacanería. A todo ello había que sumar en aquel momento los efectos de varias semanas de sequía: olor a orina, canina y humana, en las callejuelas, y una fina capa de polvo que cubría el suelo a todas horas, por mucho que se barriera. Y, pese a todo, la belleza de la ciudad permanecía incólume. Incólume y suprema.
El piloto viró hacia la derecha y paró delante de la
questura.
Brunetti agitó la mano en señal de agradecimiento y saltó al muelle, seguido de Vianello.
—¿Y ahora, comisario? —preguntó el sargento cuando entraban por las altas puertas vidrieras.
—Llame al hospital y pregúnteles cuándo harán las autopsias. Yo pediré a la
signorina
Elettra que busque información sobre los Bottin. —Sin dar a Vianello tiempo de preguntar, añadió—: Y también sobre Sandro Scarpa y, ya puestos, sobre la
signora
Follini.
En el primer piso, Brunetti torció hacia el despacho de Parta, y Vianello se dirigió a la oficina de los agentes de uniforme.
—¿Sigue con Veblen? —preguntó Brunetti al entrar en el despachito de la
signorina
Elettra.
Ella marcó la página con un sobre y cerró el libro.
—No es fácil de leer, pero no pude encontrarlo traducido.
—Yo hubiera podido prestárselo —ofreció Brunetti.
—Gracias, comisario. De haber sabido que lo tenía… —empezó a decir ella, y dejó la frase sin terminar. No estaría bien, pensó, pedir a un superior un libro para leerlo en la oficina.
—¿Ha llegado el
vicequestore
?
—Después del almuerzo, ha estado aquí media hora y se ha marchado. Ha dicho que tenía una reunión.
Una de las cosas que a Brunetti le gustaban de la
signorina
Elettra era la precisión de sus expresiones. No «tenía una reunión» sino, más concretamente: «ha dicho que tenía una reunión».
—¿Entonces está usted libre?
—Libre como el aire —dijo ella con las manos juntas sobre la mesa y la espalda erguida, como una alumna aplicada.
—Las víctimas son Giulio Bottin y su hijo Marco. Los dos, de Pellestrina y pescadores. Le agradeceré que vea lo que encuentra sobre ellos.
—¿He de mirar en todas partes, comisario?
Suponiendo que se refería a todos los lugares a los que podía acceder tanto con el ordenador como con su red de amigos y conocidos, él asintió:
—Y sobre Sandro Scarpa, también de Pellestrina y, probablemente, pescador. Vea si, asociado a ellos, aparece un tal Giacomini, no tengo el nombre de pila. Y la
signora
Follini, la dueña de la tienda del pueblo.
Al oír el nombre, la
signorina
Elettra alzó las cejas con gesto de vivo interés.
—¿La conoce?
—En realidad, no. Lo justo para saludarnos.
Brunetti se quedó esperando que ella dijera algo más, pero, en vista de que no era así, prosiguió:
—No sé si es su nombre de casada. —La
signorina
Elettra movió la cabeza para indicar que ella también lo ignoraba—. Debe de rondar los cincuenta —informó Brunetti, y no pudo menos que agregar—: Pero tendría que meterle palitos de bambú debajo de las uñas para hacérselo confesar.
Ella lo miró, sorprendida.
—Eso es un poco cruel.
—¿Y no será menos cruel por ser cierto? —preguntó él.
Ella pensó un momento antes de responder:
—Probablemente, más.
En defensa de su comentario, él dijo:
—Ha coqueteado conmigo —poniendo irónico énfasis en la última palabra, para hacer resaltar lo absurdo de la conducta de la mujer.
La
signorina
Elettra le lanzó una mirada rápida.
—Ah —fue la única reacción que se permitió, antes de preguntar con igual rapidez—: ¿Algún otro nombre, comisario?
—No; pero vea si el barco era totalmente suyo y estaba libre de cargas. —Pensó un momento, explorando posibilidades—. Y si se ha hecho alguna reclamación al seguro.
Ella iba asintiendo a medida que él hablaba, pero no tomaba notas.
—¿Conoce a alguien allí? —preguntó él de pronto.
—Una prima mía tiene una casa en el pueblo —respondió ella modestamente, disimulando el placer que pudiera producirle que le preguntara por fin.
—¿En Pellestrina? —inquirió él con interés.
—En realidad, es prima de mi padre. Hace un montón de años escandalizó a la familia casándose con un pescador y yéndose a vivir allí. Su hija mayor también está casada con un pescador.
—¿Usted va a verlas?
—Todos los veranos —dijo ella—. Me quedo una semana, a veces
,
dos.
—¿Cuánto hace que va? —preguntó él, mientras su pensamiento iba muy por delante de la pregunta.
Ella se permitió una sonrisa.
—Desde que éramos niñas. Y he salido a pescar en el barco del yerno.
—¿A pescar? ¿Usted? —preguntó Brunetti asombrado por completo, como si acabara de oír que practicaba el sumo.
—Entonces era más joven, comisario —dijo ella y, buceando en las aguas profundas de la memoria, agregó—: Me parece que fue el año en que Armani propuso el azul marino.
Él la imaginó con pantalón acampanado, seguramente, mezcla de seda y cachemir, con el talle bajo, de corte marinero. Gorrito blanco no, desde luego. Si acaso, gorra de almirante, con trencilla dorada. Abandonó la visión, volvió al antedespacho y preguntó:
—¿Todavía va?
—Aún no había hecho planes para este verano, pero, si me lo pregunta usted en ese tono, creo que podría ir.
Brunetti no pensaba pedirle que fuera; preguntaba por simple curiosidad, por si ella conocía a alguien que pudiera estar dispuesto a hablar abiertamente.
—Nada de eso,
signorina
—dijo—. Es sólo que me ha sorprendido la coincidencia. —Pero, mientras decía eso, ya estaba considerando las posibilidades: una prima en Pellestrina, casada con un pescador…
Ella interrumpió sus pensamientos:
—Aún no había hecho planes para las vacaciones, y aquello me gusta.
—Por favor,
signorina
—empezó a decir él, tratando de hacer que sus palabras sonaran convencidas y convincentes—, nosotros nunca podríamos pedirle tal cosa.
—Nadie me ha pedido nada, comisario. Simplemente, estoy tratando de decidir adónde iré durante la primera mitad de mis vacaciones.
—¿No acaba de volver de…? —empezó Brunetti, pero ella lo cortó con una mirada.
—Son tan pocos los días que puedo tomarme… —dijo, modestamente y, al oírla, él borró de su memoria las postales de Egipto, Creta, Perú y Nueva Zelanda que habían llegado a la
questura.
Antes de que ella pudiera hacer una propuesta, Brunetti dijo:
—No me parece procedente,
signorina.
Ella lo miró con una mezcla de asombro y ofensa.
—No creo que sea de la incumbencia de nadie dónde yo pase las vacaciones, comisario.
—
Signorina…
—empezó a decir él, pero ella cortó su protesta con su voz más glacial.
—Si no tiene inconveniente, dejemos esto para otro momento. Ahora vamos a ver lo que puedo encontrar acerca de esas personas. —Ladeó la cabeza, como si oyera un sonido imperceptible para Brunetti—. Me parece recordar algo acerca de los Bottin, algo ocurrido hace años. Tendré que hacer memoria. —Sonrió ampliamente—. O preguntar a mi prima.
—Naturalmente —convino Brunetti, nada satisfecho de la forma en que ella lo había desarmado. Su cautela habitual le hizo preguntar—: ¿Saben ellos que trabaja usted aquí?
—Lo dudo. A la mayoría de la gente no le interesa el prójimo ni lo que hace, a menos que les perjudique o afecte de algún modo.
Brunetti había adquirido el mismo convencimiento tras años de experiencia. Se preguntaba si ella basaría esta creencia en hechos reales o en pura teoría. Parecía tan joven y a la vez tan experimentada…
Ella levantó la mirada hacia él.
—A mi padre no le gustó que yo dejara el banco, por lo que dudo que haya ido diciendo por ahí dónde trabajo ahora. Me parece que la mayor parte de la familia ni está enterada del cambio ni les importa.
Brunetti era consciente de lo que su manifiesto interés la había hecho plantearse, y volvió a protestar:
—No sería prudente,
signorina.
Esos dos hombres han sido asesinados. —Ella lo miraba fría e impasible—. Y, en realidad, usted no es policía. No oficialmente. —Ella volvió la palma de la mano hacia arriba, dobló los dedos y se contempló las uñas, como si fueran lo más interesante de la habitación. Con la del dedo pulgar hizo saltar de otra uña una mota invisible y volvió la cara hacia él, para averiguar si había terminado de hablar. Era una secuencia que él había visto en infinidad de películas.
—Como le decía, comisario, me parece que la próxima semana me iré de vacaciones. El
vicequestore
no estará, por lo que no creo que se oponga.
—
Signorina
—dijo Brunetti, en tono firme y oficial—, esto podría ser peligroso. —Ella no contestó—. No está capacitada.
—¿Preferiría enviar a Alvise y Riverre? —preguntó ella secamente, nombrando a los peores agentes del cuerpo—. ¿Capacitada? —repitió.
Él fue a hablar, pero ella no le dejó.
—¿Capacitada para qué, comisario? ¿Para disparar una pistola, agarrar a un sospechoso o saltar desde la ventana de un tercer piso?
Él prefirió no contestar, para no provocarla más aún, resistiéndose a reconocerse responsable de aquella idea disparatada.