Pero Bonsuan ya no estaba vivo, ni volvería a estar aturdido nunca más. Su última impresión de este mundo fue aquella explosión de dolor que sintió en el pecho al volverse hacia Brunetti en la escalera, para decir en son de broma que se alegraba de conservar la cabeza, aunque le doliera y admirarse de la fuerza de la tormenta.
Vianello enfocó con la linterna la cara de su amigo, sólo un momento, y dejó caer el brazo a lo largo del cuerpo. La luz iluminó sus zapatos, el suelo sucio y el hombro izquierdo de Bonsuan, del que asomaba aquella astilla incongruente.
Al cabo de un minuto, Vianello fue hacia la escalera, evitando iluminar de nuevo la cara de Bonsuan. Arriba, vieron que el amigo de Vianello no se había movido, ni tampoco el rifle, ni el hombre atado como un cerdo.
—Por favor —suplicó el hombre, ya sin asomo de amenaza en la voz—. Por favor.
Vianello sacó una navaja del bolsillo de atrás de su pantalón vaquero, la abrió y se arrodilló al lado del hombre. Brunetti, maquinalmente, se preguntó si iría a cortarle las ligaduras o el cuello, y descubrió que le era indiferente. Se quedó observando mientras la mano que sostenía el cuchillo desaparecía de su vista, oculta por el cuerpo de Vianello. El prisionero se estremeció y enderezó las piernas.
El hombre se quedó quieto un momento, jadeando del dolor que le causaba el movimiento. Miraba a Vianello con los ojos entornados. El sargento cerró la navaja con la palma de la mano derecha y echó el brazo hacia atrás, para guardarla en el bolsillo. El prisionero eligió ese momento para atacarlo. Dobló las rodillas hacia el pecho, gimiendo al tensar los músculos y golpeó a Vianello con los pies alcanzándolo en la cadera y haciéndolo caer de lado.
El hombre volvió a doblar las rodillas, para repetir el golpe, pero antes de que completara el movimiento, Massimo se levantó y se acercó a él sosteniendo el rifle por el cañón. El hombre, al sentir la presencia que se cernía sobre él, relajó las piernas, apartándolas de Vianello que en aquel momento se levantaba.
—Está bien, está bien. Ya he parado —dijo Spadini, y sonrió. Massimo, con indiferencia, levantó el rifle y con la culata le golpeó en la nariz. Brunetti oyó cómo el hueso se partía con un crujido líquido, como de cucaracha aplastada.
Spadini, con las manos atadas a la espalda, aulló y rodó por el suelo, para escapar del hombre del rifle. Massimo frotó la culata contra una mata de hierba, de un lado y de otro, media docena de veces, hasta que le pareció que ya estaba lo bastante limpia. Sin hacer caso de los sollozos del hombre que sangraba por la destrozada nariz manchando la arena, Massimo volvió a sentarse en la piedra, al lado de la pared. Dijo a Brunetti.
—Yo salía a pescar con Bonsuan.
No volvieron a hablar hasta que de Pellestrina llegó un todoterreno de los
carabinieri,
cruzando la playa a gran velocidad, indiferente a los estragos que hacía en las dunas y entre las aves que no conseguían escapar de sus ruedas.
Los
carabinieri
que bajaron del
jeep
no mostraron gran sorpresa ante lo que encontraron, y cuando Brunetti les contó lo ocurrido parecieron aún menos interesados en los hechos. Uno bajó al bunker. Cuando subió ya estaba hablando por su
telefonino,
para pedir una ambulancia.
Entre tanto, los otros dos agentes habían metido a Spadini en el
jeep,
sin molestarse en desatarle las manos, dejándolo en el asiento trasero como un fardo. Ni Brunetti ni Vianello querían dejar solo el cuerpo de Bonsuan y rechazaron el ofrecimiento de los
carabinieri
de llevarlos hasta el puesto del Lido. Uno de los agentes se sentó al lado de Spadini, los otros dos subieron delante y el
jeep
se alejó.
La mole de Vianello ya no ofrecía a Brunetti aquella promesa de consuelo animal, y el comisario se acercó a la orilla. Vianello se quedó a la izquierda de la puerta que bajaba al bunker, mirando al inmóvil Brunetti que, a su vez, contemplaba la inmóvil ciudad que, pasada la tormenta, volvía a verse a lo lejos. Los dos estaban mojados y helados, pero no parecían notarlo, hasta que Massimo volvió de la lancha con un chaquetón para Brunetti. El hombre ayudó al comisario a cambiar la americana por el chaquetón. En el suelo quedó la chaqueta de Brunetti. Al oír la sirena de la ambulancia que se acercaba desde el norte, Vianello desvió la atención hacia ella, abandonando a su superior a sus cavilaciones.
Cuando oyó la ambulancia, Brunetti volvió al fuerte. Ni él ni Vianello bajaron a ayudar a los dos sanitarios que, al poco rato, reaparecieron maniobrando con esfuerzo para sacar por la estrecha puerta su carga, cubierta por una tela azul de cuyo centro se alzaba una estrecha pirámide. Fueron a la puerta trasera de la ambulancia e introdujeron la camilla. A continuación, subieron al vehículo Brunetti y Vianello, que desplegaron las banquetas de cada lado. Viajaron en silencio hasta el Lido, donde una lancha-ambulancia los recogió para llevarlos a Venecia.
En la
questura,
Brunetti inició el proceso de acusar formalmente a Spadini del asesinato de Bonsuan. Sabía que las pruebas que lo asociaban al asesinato de los Bottin y de la
signora
Follini no pasaban de ser circunstanciales, en el mejor de los casos. Aunque se demostrara que tenía un móvil, no se habían encontrado pruebas que lo relacionaran directamente con aquellos crímenes. No le faltarían coartadas, todas, de pescadores que jurarían que Spadini estaba con ellos cuando fueron asesinados los dos hombres y cuando se ahogó la
signora
Follini.
Brunetti pidió a los empleados del depósito que no tocaran la estaca que había matado a Bonsuan, y dispuso que un técnico tomara las huellas dactilares, antes de que fuera extraída del cadáver. No era probable que, para ese asesinato, Spadini pudiera fabricar una coartada.
Brunetti pensó en la esposa y en las tres hijas de Bonsuan, que se habían quedado sin marido y sin padre. Los hombres andan matándose unos a otros, muchas veces, en defensa de ese aderezo de relumbrón que ellos llaman su honor, y las mujeres tienen que pagar las consecuencias. Entonces pensó en otra mujer, la
signorina
Elettra, y se preguntó cuánto dolor le costaría esto. Ahuyentando esos pensamientos y, casi inconsciente de la idea del honor, fue a hablar con la viuda de Bonsuan.
Después, en casa, contó a Paola lo sucedido, hasta donde le fue posible.
—No hacía más que repetir que le faltaban menos de dos años para jubilarse, que lo único que deseaba era ir de pesca y disfrutar de los nietos.
A Brunetti le parecía que las palabras de la mujer se le habían pegado a la piel como la túnica de fuego que mató a la hija de Creonte. Por más que se agitaba y revolvía para desprenderse de ellas, seguían quemándolo.
Brunetti y Paola hablaban sentados en la terraza. Los chicos estaban recluidos como ermitaños en sus respectivas habitaciones, preparando los exámenes de fin de curso. Hacía mucho rato que en el oeste se había extinguido el crepúsculo, dejando tras de sí sólo sonidos y el recuerdo de formas y líneas.
—¿Qué hará ella ahora?
—¿Quién? ¿Anna? —preguntó él, pensando todavía en la viuda de Bonsuan.
—No. Anna tiene a su familia. Elettra.
Sorprendido por la pregunta, él contestó:
—No sé. No lo había pensado.
—¿Él ha muerto?
—Lo están buscando —fue todo lo que Brunetti pudo responder.
—¿Quiénes?
—La Guardia di Finanza ha enviado dos barcos, y nosotros, una lancha.
—¿Crees que lo encontrarán? —preguntó Paola, que conocía esa clase de respuestas.
—Lo dudo. Y más, después de una tormenta como ésa.
Paola, sin nada que decir a esto, preguntó entonces:
—¿Y qué le pasará al tío?
Brunetti había estado pensando en eso durante las últimas horas.
—Dudo que en Pellestrina encontremos a alguien que admita saber algo de los asesinatos. No hablarán, ni aun tratándose de un individuo como Spadini.
—Ay, Dios, y decimos que es la gente del sur la que vive paralizada por la
omertà
—exclamó Paola. En vista de que Brunetti no respondía a eso, preguntó—: ¿Y por Bonsuan?
—Ahí no podrá librarse. Le caerán veinte años —dijo Brunetti, pensando en lo poco que eso parecía importar ahora.
Estuvieron un rato sin hablar.
Al fin, pensando otra vez en la vida, Paola preguntó:
—¿Elettra lo superará?
—No lo sé —se evadió Brunetti y, sorprendiéndose a sí mismo, agregó—: En realidad, no la conozco lo suficiente.
Paola se quedó pensativa un rato y al fin dijo:
—Nunca llegamos a conocerlos.
—¿A quién?
—A los demás. A las personas reales.
—¿Qué quieres decir con «personas reales»?
—Lo contrario de los personajes de novela —explicó Paola—. Son los únicos a los que conocemos de verdad. —Le dejó tiempo para pensarlo y prosiguió—: Quizá porque son los únicos sobre los que se nos da información fiable. —Lo miró un momento y añadió, como dirigiéndose a la clase, para comprobar si la seguían—: Los narradores nunca mienten.
—¿Y yo, te conozco yo a ti? —preguntó él casi con acritud, irritado por la aparente incongruencia de la conversación o por las circunstancias en las que ella había decidido empezarla—. ¿Te conozco realmente?
—Tanto como yo a ti —sonrió ella.
—Esa respuesta no me gusta —repuso él rápidamente.
—Eso no tiene importancia, cariño. —Callaron. Al cabo de un rato, poniéndole la mano en el brazo—: Ella lo superará, si sabe que puede confiar en el amor de sus amigos.
A Brunetti no se le ocurrió hacer objeciones al uso de la palabra «amor».
—Lo tiene.
—Ya lo sé —dijo Paola, y entró a ver qué hacían los chicos.