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Authors: Donna Leon

Tags: #Intriga

Un mar de problemas (26 page)

BOOK: Un mar de problemas
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Éste tuvo que acercar la boca al oído de Bonsuan para hacerse oír al preguntar:

—¿Qué ha sido eso?

—No lo sé. Algo que estaría en el agua.

Brunetti miró el objeto, que no era sino un trozo de madera podrida, del tamaño de una botella. Lo apartó de un puntapié impaciente, pero una ráfaga de viento se lo devolvió inmediatamente. Por el cristal roto entraba la lluvia a raudales, mojando a Bonsuan y haciendo bajar aún más la temperatura de la cabina.


Oh Dio, oh Dio
—Brunetti oyó murmurar a Bonsuan, El piloto hizo girar rápidamente el timón, primero, hacia la izquierda y, después, hacia la derecha, pero no sin que los dos sintieran un golpe sordo en el costado de babor.

Brunetti se quedó inmóvil, atento a si la lancha empezaba a zozobrar. Comprendiendo que Bonsuan no lo sabría mejor que él, se abstuvo de incordiar con la pregunta. Hubo otros dos golpes más leves, pero la lancha siguió avanzando, pese a que el viento parecía aún más fuerte y seguía atacando por la derecha.

Como surgida de la nada, una mole se alzó a su izquierda, y Bonsuan casi se echó sobre el timón, al poner todo el peso del cuerpo en el esfuerzo por hacerlo girar a la derecha. La mole desapareció de su vista, pero detrás de ellos hubo un fuerte crujido, tan fuerte como el del trueno que siguió, y la lancha giró sobre sí misma, pesadamente, como si estuviera tan empapada como la ropa de Brunetti.

Bonsuan movió el timón hacia la izquierda, y hasta Brunetti se dio cuenta de que el barco tardaba en responder.

—¿Qué ha pasado?

—Hemos chocado. Me parece que era un barco —respondió Bonsuan, haciendo girar el timón. Empujó el acelerador, y Brunetti oyó cómo el motor respondía, pero la lancha no pareció moverse más aprisa.

—¿Qué va a hacer?

—Tengo que encallar —dijo Bonsuan inclinándose para tratar de ver lo que había delante.

—¿Dónde?

—En Ca'Roman, espero —dijo Bonsuan—. No creo que lo hayamos dejado atrás.

—¿Y si ya lo hemos pasado? —preguntó Brunetti.

A modo de respuesta, Bonsuan meneó la cabeza, pero Brunetti no sabía si el gesto era para negar tal posibilidad o para asumir las consecuencias.

Bonsuan volvió a empujar el acelerador y la maniobra aumentó el sonido del motor, pero no tuvo efecto en la velocidad. Una ola se estrelló contra un costado de la proa y barrió la cubierta y la pared de la cabina, entró por la ventana rota y se derramó sobre ellos.

—¡Mire ahí, ahí, ahí! —gritó Bonsuan. Brunetti se inclinó pero delante de ellos no vio más que una compacta muralla gris. Bonsuan se volvió a mirarlo un segundo—. No salga hasta que hayamos embarrancado. Entonces suba a cubierta. No salte por el costado. Vaya a proa y salte lo más lejos que pueda. Si cae en el agua, vaya hacia adelante y siga andando aun después de que haya salido del agua.

—¿Dónde estamos? —preguntó Brunetti, aunque la respuesta no significaría nada para él.

Hubo una sacudida brutal. La embarcación se paró como si hubiera chocado contra un muro, y los dos hombres cayeron al suelo. La lancha se volcó sobre el costado derecho, por la ventana rota entró el agua inundando la cabina. Brunetti se levantó y agarró a Bonsuan, que tenía un largo corte a un lado de la frente y se movía muy despacio, como si ya estuviera bajo el agua. Por la ventana entró otra ola.

Brunetti se inclinó para ayudar al piloto, que ya se levantaba, aunque con gran dificultad, sobre aquel suelo pronunciadamente inclinado.

—Estoy bien —dijo Bonsuan.

Una hoja de la puerta de la cabina colgaba de una bisagra, y Brunetti tuvo que abrirla de un puntapié. Cuando sacaba a Bonsuan, el agua los acometió por todas partes. Recordando las recomendaciones del piloto, Brunetti lo empujaba y tiraba de él hacia la cubierta situada delante de la cabina. Cuando lo hubo sacado, salió él.

Brunetti sostenía y empujaba a Bonsuan con una mano, mientras las olas zarandeaban la maltrecha embarcación haciendo oscilar la cubierta bajo sus pies. Tambaleándose, paso a paso, se acercaron a la proa y al haz de luz del faro que se perdía en la oscuridad. Cuando llegaron a la barandilla, Bonsuan, sin vacilar ni mirar atrás, saltó pesadamente y desapareció en la masa gris.

Una ola hizo caer de rodillas a Brunetti, que se agarró a la base del faro para sujetarse cuando otra ola, más fuerte, lo acometió por la espalda y lo tiró de bruces. Él se puso, primero, de rodillas y, después, de pie y fue hacia la punta de la proa. En el momento en que se daba impulso para saltar, una ola enorme se alzó a su espalda y lo catapultó de cabeza hacia la oscuridad poblada de rugidos.

Capítulo 24

Si Bonsuan y Brunetti hubieran llegado a Pellestrina un poco antes, al pasar por el muelle de San Pietro in Volta, hubieran visto a una radiante
signorina
Elettra, con su pantalón de lino azul marino, de pie en la cubierta de un gran barco de pesca, esperando con impaciencia hacerse a la mar, mientras Carlo y el hombre al que ella siempre había oído llamar
zio
Vittorio esperaban a que se llenaran los depósitos de fuel. Ella había reparado, en la medida en que era capaz de reparar en algo que no fuera Carlo cuando estaba con él, en un frente de nubes bajas que se alzaba detrás de la silueta apenas visible de la lejana ciudad. Pero, al volverse hacia las aguas del Adriático, ocultas tras las casas bajas de Pellestrina y el muro del rompeolas que las protegía, sólo vio unas nubes esponjosas y cándidas, y un cielo de un azul puro que acrecentó su ya robusto optimismo. Cuando Vittorio apartó la barca del poste de carburante, situado justo encima de San Vito, la lancha de la policía ya se encontraba amarrada al muelle de Pellestrina y, cuando el barco de pesca pasó junto a la lancha, rumbo al sur, Brunetti estaba en el bar, tomando el primer sorbo de vino.

Sería exagerar decir que la
signorina
Elettra tenía miedo de
zio
Vittorio, pero tampoco se sentía cómoda en su presencia. Su reacción se hallaba en un término medio, pero como era tío de Carlo, generalmente, ella conseguía olvidar el recelo que le inspiraba.
Zio
Vittorio siempre se había mostrado amistoso, contento de verla en casa de Carlo y en su mesa. Quizá lo que mejor describiría sus sentimientos sería decir que, al hablar con Vittorio, siempre le parecía que él se recreaba secretamente pensando en qué otro sitio de la casa de Carlo había estado ella.

Zio
Vittorio no era alto, apenas más que ella, y tenía la misma complexión musculosa que su sobrino. Como había pasado la mayor parte de la vida en el mar, su cara había adquirido un color caoba, y sus ojos grises que, según se decía, eran idénticos a los de su hermana, la madre de Carlo, parecían aún más claros por el contraste. El pelo, más bien escaso, lo llevaba bastante largo, cubriéndole la nuca y peinado hacia atrás, pegado al cráneo con una gomina que olía a canela y a virutas de metal. Su dentadura era perfecta, y una noche, después de cenar, se puso a cascar nueces con los dientes y sonrió cuando ella no pudo disimular la impresión.

Aquel hombre debía de tener unos sesenta años, edad que, a los ojos de Elettra, automáticamente lo situaba en un ámbito donde no existían géneros y cualquier manifestación de interés por el sexo resultaba embarazosa, o algo peor. No obstante, hasta la más inocente de sus observaciones, parecía tener una connotación alusiva al sexo y a la actividad sexual, como si fuera incapaz de concebir un universo en el que hombres y mujeres pudieran relacionarse de otro modo. Y, bajo aquel delicioso estremecimiento que aún sentía ella al pensar en Carlo, latía esta pequeña repulsión, aunque casi siempre conseguía acallarla, especialmente, en un día como aquél, en el que el cielo del este presentaba tan buenos augurios.

La pesada embarcación salió al canal y puso rumbo al sur, por delante de Pellestrina, hacia la estrecha embocadura de Porto di Chioggia, por donde saldrían a mar abierto. No tenían intención de pescar: el tío había dicho a Carlo que quería probar un motor reajustado que acababa de instalar. Al principio, sonaba perfectamente pero, cuando habían llegado a la altura de Ottagono de Caroman, Vittorio les gritó que algo andaba mal. Segundos después, Carlo y Elettra notaron un cambio brusco del ritmo del motor, que empezó a jadear, mientras el barco se movía espasmódicamente, como de mala gana, en lugar de llevar una marcha regular.

Carlo fue hacia adelante.

—¿Qué ocurre? —preguntó.

Su tío desconectó el interruptor de arranque, conectó y volvió a desconectar. Durante el momentáneo silencio, respondió:

—El conducto del combustible, que estará sucio. —Volvió a accionar el interruptor de encendido y ahora el motor arrancó y mantuvo su habitual vibración regular.

—Me parece que suena bien —dijo Carlo.

—Hmmm —masculló el tío, que parecía escuchar a Carlo pero en realidad estaba pendiente del sonido del motor. Apoyó la palma de la mano izquierda en el panel de control y empujó la palanca del acelerador con la derecha. Creció el ruido, pero, bruscamente, el motor emitió un eructo dispéptico, seguido de una tos asmática y enmudeció.

Carlo, aunque había aprendido la mayor parte de las faenas de la pesca, no era un auténtico pescador, como tampoco era un buen mecánico, según había tenido ocasión de comprobar con mortificación. En un caso como el presente, se remitía a la pericia y experiencia de su tío, limitándose a esperar órdenes. Poco a poco, el barco se detuvo.

Vittorio dijo a Carlo que se quedara donde estaba y que pusiera el motor en marcha cuando él le avisara, luego se fue al centro de la cubierta de popa y desapareció por la trampilla del cuarto de máquinas. A los pocos minutos, gritó a Carlo que pusiera el motor en marcha. Se oyó un chasquido seco pero el motor no arrancó, y Carlo desconectó y esperó. Pasaron varios minutos. La
signorina
Elettra se acercó a la puerta a preguntar qué ocurría, y él le sonrió y dijo que todo iba bien y con un ademán la invitó a ir a popa, fuera del paso.

Vittorio volvió a gritar y esta vez el motor se puso en marcha al primer intento y respondió a todas las órdenes del acelerador. Vittorio se izó por la trampilla y volvió a la cabina diciendo:

—Lo que me figuraba, el tubo de alimentación. No he tenido más que… —Lo interrumpió el sonido de su
telefonino.
Al sacar el aparato, indicó a Carlo con una seña que saliera de la cabina.

Carlo salió andando hacia atrás, cuidando de que las puertas no se cerraran de golpe, y fue hacia la popa, donde vio a Elettra de pie con las manos apoyadas en la barandilla y la cara levantada hacia el sol. El motor seguía roncando con fuerza y ahogó el ruido de sus pasos, pero cuando él le puso una mano a cada lado de la cintura, Elettra no dio señal alguna de sorpresa sino que echó el cuerpo hacia atrás, buscando el de él. Carlo se inclinó, le dio un beso en la coronilla y hundió la cara en la explosión de rizos de su pelo. Se quedó con los ojos cerrados, meciéndose con ella acompasadamente. Entonces oyó un rugido bronco que no procedía del motor y abrió los ojos. A su izquierda, las torres de la ciudad que aquella mañana se veían a lo lejos, habían desaparecido, engullidas por unos nubarrones bajos que ya habían envuelto Pellestrina y venían hacia el barco.


Oh, Dio
—dijo él y, al percibir el horror que había en su voz, ella abrió los ojos y vio una cortina oscura que venía ondeando. Impulsivamente, él volvió a abrazarla con fuerza. Miró a la cabina y vio que su tío seguía hablando por teléfono, con los ojos fijos en ellos dos y en la tormenta que se acercaba impetuosamente por detrás de ellos.

Vittorio dijo unas palabras más, cerró el móvil y lo guardó en el bolsillo de la chaqueta. Empujó la puerta con brusquedad y llamó a gritos a Carlo.

Éste soltó a Elettra y fue hacia su tío, y entonces sintió que la popa del barco se elevaba, como si una mano gigantesca la levantara del agua, empujando hacia adelante. Miró atrás y vio que Elettra se asía con fuerza a la barandilla.

Tiró de la puerta.

—¿Qué hay?

En lugar de responder, el tío lo agarró con las dos manos por el cuello de la chaqueta haciéndole bajar la cara para acercarla a la suya.

—Ya te advertí que ella nos traería disgustos. —Le tiraba de la chaqueta furiosamente, una vez y otra, y cuando su sobrino trató de desasirse, lo atrajo con más fuerza—. Su jefe está ahora en el bar. Saben lo de Bottin y saben lo del teléfono.

Desconcertado, Carlo preguntó:

—¿Quién lo sabe? ¿La Finanza? Lo han sabido siempre. ¿Por qué te crees que me echaron?

—La Finanza no, imbécil —gritó Vittorio, alzando la voz sobre la embestida del viento que impulsaba el barco hacia adelante—. La policía, su jefe, el comisario ese; tiene la cinta. La ha puesto en el bar y el borracho de Pavanello ha dicho que el que hablaba contigo era Bottin. —Soltó a Carlo y lo empujó con un fuerte revés gritándole—: Tendrían que ser idiotas para no comprender que los maté yo.

Después de revelar a su familia por qué lo había cesado la Finanza, Carlo había temido, y medio adivinado, que su tío se hubiera vengado. No obstante, la brutal confesión de Vittorio lo horrorizó.

—¡Calla! ¡No quiero saberlo! —La puerta de la cabina se abría y cerraba a su espalda y él sentía la lluvia en los hombros.

Vittorio señaló la popa.

—¿Qué le has dicho?

—Nada —gritó Carlo.

El viento y los golpes de la puerta ahogaban las palabras de Vittorio, pero la ira que las propulsaba alarmó a Carlo.

—Tú sabías dónde trabajaba, la estúpida de su prima lo había dicho a todo el mundo. Te advertí que no te acercaras a ella, y no me escuchaste. ¿Qué vas a hacer ahora?

El viento aullaba y hacía de pensamientos y recuerdos un remolino que arrastraba mar adentro, dejando a Carlo con la sola imagen de Elettra. Dio media vuelta, trabajosamente, fue hasta la popa y abrazó a una Elettra que tiritaba, mientras se abría el cielo y una cortina de lluvia caía sobre ellos.

Él se tambaleó y se agarró a la barandilla con una mano. Sin pensar ni darse cuenta de lo que hacía, la estrechó con más fuerza con el brazo izquierdo y tiró de ella hasta la puerta de la cabina, que abrió con el hombro, y juntos se precipitaron al interior, para ser lanzados hacia la izquierda cuando una ola golpeó la embarcación por la derecha.

Otra ola proyectó a Elettra contra Vittorio, que se limitó a apartarla con el codo mientras asía fuertemente el timón con las dos manos. Carlo miraba a través del cristal, en el que las escobillas oscilaban inútilmente bajo aquel diluvio. En la oscuridad que los envolvía, de nada servían los tres faros, y él no veía nada más que la lluvia y la amenaza de las olas, blancas de espuma.

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