Cuando, al cabo de un momento, sonó el teléfono, el comisario contestó dando su apellido y, como nada hubiera ganado con una provocación, resistió la tentación de preguntar a Resto si ahora ya estaba seguro de con quién hablaba.
Brunetti oyó ruido de papeles y a Resto que decía:
—Empezamos la investigación hace dos años, en junio. Le intervenimos la cuenta del banco y el teléfono, y también el teléfono y el fax del gestor. Controlamos lo que vendía en el mercado y comprobamos cuánto declaraba.
—¿Qué más?
—Las comprobaciones habituales.
—¿Que son…?
—Eso prefiero reservármelo —respondió Resto—. Pero al fin averiguamos que vendía almejas y pescado por valor de mil millones de liras al año y declaraba ingresos de menos de cien millones.
—¿Y…? —preguntó Brunetti en el silencio que siguió.
—Lo tuvimos vigilado durante varios meses. Y entonces lo atrapamos.
—¿Como un pez?
—Exactamente. Como un pez, pero se nos cerró como una almeja. Nada. Ni dinero, ni el menor indicio de dónde pueda tenerlo. Si lo tiene.
—¿Durante cuánto tiempo cree que estuvo ganando eso?
—No lo sé. Quizá cinco años. O más.
—¿Y no saben dónde lo tiene?
—Quizá se lo haya gastado.
Brunetti, que había visto el estado de la casa de Spadini, lo dudaba, pero no dijo nada. Después de reflexionar, preguntó:
—¿Qué les puso sobre su pista?
—Uno uno siete.
—¿Cómo?
—Es el número para las denuncias anónimas.
Hacía años que Brunetti oía hablar de este número, 117, al que los ciudadanos podían llamar para hacer denuncias anónimas de evasión de impuestos. No obstante, no había acabado de creer en su existencia, y pensaba que el 117 era otra leyenda urbana. Pero todo un
maresciallo
de la Finanza acababa de decirle que era verdad: el número existía y había sido utilizado para promover la investigación de Vittorio Spadini que le había acarreado la pérdida del barco.
—¿Se lleva algún registro de esas llamadas?
—Lo siento, comisario, pero no puedo hablar de eso con usted —dijo Resto, sin que en su voz se notara ni pesar ni reticencia.
—Comprendo —dijo Brunetti—. ¿Se presentaron cargos criminales contra él?
—No. Se optó por una sanción.
—¿De cuánto?
—Quinientos millones de liras —dijo Resto—. Es decir, finalmente. Al principio era más alta, pero fue reducida.
—¿Por qué?
—Repasamos su activo, y no tenía más que el barco y dos pequeñas cuentas bancarias.
—Pero ustedes sabían que estaba ganando quinientos millones al año.
—Teníamos motivos para creerlo así, en efecto. Pero, a falta de otro capital, tuvimos que fijar un importe menor.
—¿Que correspondía…?
—Al barco y el saldo de las dos cuentas.
—¿La casa no?
—La casa es de la esposa. Ella la aportó al matrimonio, y no podíamos tocarla.
—¿Tiene idea de adonde puede haber ido a parar el dinero?
—No. Pero hay rumores de que es jugador.
—Y perdedor —observó Brunetti.
—Todo el que juega pierde.
Brunetti recibió la salida con la carcajada que merecía y preguntó:
—¿Y desde entonces?
—Nada —respondió Resto—. No hemos vuelto a saber de él, por lo que nada más puedo decirle.
—¿Usted lo vio personalmente? —preguntó Brunetti.
—Sí.
—¿Y qué le pareció?
—Un hombre muy desagradable —respondió Resto sin vacilar—. Y no por lo que hubiera hecho. Todo el mundo defrauda. Eso no es una sorpresa para nosotros. Pero en su manera de resistirse a nosotros había un furor como pocas veces he visto. Y no creo que tuviera que ver con el dinero que debía desembolsar, aunque quizá me equivoque.
—¿Si no era por el dinero, por qué?
—Por el hecho de haber perdido. De haber sido derrotado. Nunca he visto a nadie tan furioso por haber sido atrapado, a pesar de que hubiera sido imposible no pillarlo, con lo estúpido que había sido. —Sonaba como si lo que Resto reprochaba a Spadini fuera su imprudencia y no su fraude.
—¿Diría usted que es un tipo violento? —preguntó Brunetti.
—¿Quiere decir capaz de asesinar?
—Sí.
—No lo sé. Supongo que la mayoría de la gente lo es, aunque no se da cuenta hasta que se encuentra en las mejores circunstancias. O quizá deba decir en las peores —rectificó rápidamente—. Quizá sí. O quizá no. —Como Brunetti no decía nada, Resto agregó—: Siento no poder contestar a eso, pero es que no lo sé.
—No importa —dijo Brunetti—. Gracias por su información.
—Me gustaría saber cómo termina eso, ¿me lo dirá? —preguntó Resto, sorprendiendo a Brunetti con la petición.
—No hay inconveniente. ¿Por qué?
—Oh, simple curiosidad —dijo Resto, ocultando algo, aunque Brunetti no sabía qué. Después de un intercambio de frases cordiales, los dos hombres se despidieron.
Al llegar a casa, Brunetti encontró a su familia sentada a la mesa, frente a unos platos de
lasagna
casi vacíos. Chiara se levantó para darle un beso, Raffi dijo:
«Ciao, papà»
y volvió a la pasta y Paola le envió una sonrisa, fue a la cocina de gas, se inclinó, abrió el horno, sacó un plato con un gran rectángulo de
lasagna
en el centro y lo puso en el sitio de su marido.
Él se fue al cuarto de baño, se lavó las manos y volvió a la cocina, hambriento y contento de estar en casa con ellos.
—Parece que hoy te ha dado el sol en la cara —dijo Paola sirviéndole una copa de cabernet.
Él tomó el primer sorbo.
—¿Es el que hace ese chico alumno tuyo? —preguntó levantando la copa para mirar el color.
—Sí. ¿Te gusta?
—Sí. ¿Cuánto hemos comprado?
—Dos cajas.
—Bien —dijo él, empezando a comer la pasta.
—Hoy has tomado el sol —repitió Paola.
Brunetti tragó y dijo:
—He estado en Burano.
—Papá, ¿podré ir contigo si vuelves? —interrumpió Chiara.
—Chiara, estoy hablando con tu padre —dijo Paola.
—¿Por qué no puedo hablar yo al mismo tiempo? —preguntó Chiara, ofendida.
—Espera a que yo termine.
—Hablamos de lo mismo, ¿no? —dijo Chiara eliminando hábilmente todo vestigio de resentimiento de su voz.
Paola miró su plato y, cuidadosamente, dejó el tenedor al lado del resto de
lasagna.
—Yo he hecho una pregunta a tu padre —dijo, y no escapó a Brunetti que, al referirse a él, decía «tu padre»: la distancia que marcaba con esa fórmula oral, sospechó él, era indicativa de otra distancia subyacente.
Chiara fue a decir algo, pero Raffi le dio un puntapié por debajo de la mesa que la hizo volver la cara hacia su hermano. Él apretó los labios y la miró entornando los ojos, y ella cerró la boca.
Un silencio se abatió sobre la mesa.
—Sí —dijo Brunetti. Carraspeó y prosiguió—: He ido a Burano a ver a un hombre, pero no lo he encontrado. Quería comer en Da Romano, pero no había mesa. —Terminó su
lasagna
y miró a Paola—. ¿Hay un poco más? Está deliciosa —agregó.
—¿Qué hay después,
mamma
? —preguntó Chiara, a quien el apetito había hecho olvidar la advertencia de Raffi.
—Estofado de buey con pimientos —dijo Paola.
—¿Y patatas? —preguntó Raffi, con fingido entusiasmo en la voz.
—Sí —dijo Paola poniéndose en pie y empezando a apilar los platos. De
lasagna,
para decepción de Brunetti, no se podía repetir.
Mientras Paola estaba ocupada en el fogón, Chiara agitó una mano para atraer la atención de Brunetti, ladeó la cabeza, abrió la boca y sacó la lengua, puso los ojos bizcos e hizo oscilar la cabeza hacia uno y otro lado con movimiento de metrónomo, con la lengua colgando.
Desde los fogones donde estaba sirviendo los platos, Paola dijo:
—Si tienes miedo de que el estofado sea de vaca loca, quizá sea mejor que no lo comas.
Al momento, Chiara dejó de mover la cabeza y juntó las manos en actitud piadosa.
—Oh, no,
mamma
—dijo suavemente—. Tengo hambre y ya sabes que es uno de mis platos favoritos.
—Para ti todos son favoritos —dijo Raffi.
Chiara volvió a sacar la lengua pero ahora sin mover la cabeza.
Paola volvió a la mesa, puso un plato delante de Chiara y otro delante de Raffi. Dio el tercero a Brunetti y se sirvió ella. Luego se sentó.
—¿Qué habéis hecho hoy en la escuela? —preguntó Brunetti a los dos chicos a la vez, esperando que alguno de ellos contestara. Comía repartiendo su atención entre los trozos de carne, los dados de zanahoria y los aros de cebolla. Raffi hablaba de su profesor de griego. En un inciso, Brunetti miró a Paola y preguntó—: ¿Le has puesto
barbera
?
Ella asintió y él sonrió, contento de haber acertado.
—Riquísimo —dijo pinchando con el tenedor otro bocado de carne. Raffi terminó sus historias sobre el profesor de griego y Chiara recogió la mesa.
—Platos de postre —dijo su madre.
Paola fue a la encimera y retiró la tapadera de la fuente de porcelana heredada de su tía abuela Ugolina, de Parma. Dentro, como Brunetti casi no se atrevía a esperar, había un pastel de manzana con zumo de limón y naranja, tan emborrachado de Grand Marnier, como para dejarte su sabor en la lengua para siempre.
—Vuestra madre es una santa —dijo Brunetti a los chicos.
—Una santa —repitió Raffi.
—Una santa —convino Chiara, haciendo méritos para una segunda porción.
Después de la cena, Brunetti sacó una botella de calvados, a fin de seguir con el tema de la manzana introducido por el pastel, y salió a la terraza. Dejó la botella y volvió a la cocina en busca de dos copas y, si había suerte, de su mujer. Cuando sugirió a Chiara que fregara los cacharros, la niña no puso objeciones.
—Vamos —dijo a Paola volviendo a la terraza.
Sirvió las dos copas, se sentó, apoyó los pies en la barandilla y miró las nubes que flotaban a lo lejos. Cuando Paola se sentó en el otro sillón, él señaló las nubes con un movimiento de la cabeza.
—¿Te parece que lloverá?
—Ojalá. Hoy he leído que en las montañas de Belluno hay incendios.
—¿Provocados? —preguntó él.
—Probablemente. ¿Cómo iban a edificar, si no? —Por una peculiaridad de la ley, las tierras no edificables perdían esa calificación en cuanto los árboles que las poblaban dejaban de existir. Y, para eliminar árboles, ¿qué mejor medio que el fuego?
Ninguno de los dos deseaba seguir con ese tema, y Brunetti preguntó:
—¿Qué ocurre?
Una de las cosas que a Brunetti le gustaban de Paola era lo que él, pese a las protestas de su mujer, insistía en llamar su mentalidad masculina, que ahora hizo que, lejos de fingir extrañeza, ella dijera:
—Se me hace extraño tu interés por Elettra. Supongo que, si lo pensara mucho más, probablemente, llegaría a hacérseme ofensivo.
Fue Brunetti el que se hizo el inocente.
—¿Ofensivo?
—Sólo si siguiera pensándolo. Curioso, insólito.
—¿Por qué? —preguntó él dejando la copa en la mesa y sirviéndose más calvados.
Ella lo miraba fijamente con una cara que era la imagen de la confusión. Pero no repitió la pregunta de él sino que trató de contestarla:
—Porque, desde hace una semana, apenas has pensado en algo que no sea ella, y porque me parece que tu viaje de hoy a Burano tiene algo que ver con ella.
Otras cualidades que él admiraba en Paola eran que no era entrometida ni celosa.
—¿Tienes celos? —preguntó sin pensar.
Ella abrió la boca y lo miró sin pestañear. Luego, volvió la cara y dijo, dirigiendo su comentario al
campanile
de San Polo.
—Ahora me pregunta si tengo celos. —En vista de que el
campanile
no respondía, miró a San Marcos.
El silencio se instaló entre ellos y la tensión de la escena fue cediendo, como si la sola mención de la palabra «celos» hubiera bastado para disiparla.
Sonaron las campanadas de la media, y al fin Brunetti dijo:
—No debes estar celosa, Paola. Yo nada deseo de ella.
—Deseas su seguridad.
—Eso es algo que deseo para ella, no de ella —insistió él.
Entonces su mujer lo miró fijamente, sin asomo de su habitual vehemencia.
—Tú crees realmente que no deseas nada de ella, ¿verdad?
—Por supuesto.
Paola volvió a mirar las nubes, ahora más altas, que se alejaban hacia el continente.
—¿Qué ocurre? —preguntó él ante su largo silencio.
—En realidad, no ocurre nada. Es sólo que estamos en un terreno en el que se hace evidente la diferencia que existe entre los hombres y las mujeres.
—¿Qué diferencia?
—La capacidad para engañarnos a nosotros mismos —dijo ella, pero enseguida rectificó—: Mejor dicho, las cosas sobre las que decidimos engañarnos a nosotros mismos.
—¿Por ejemplo? —preguntó él, esforzándose por ser ecuánime.
—Los hombres se engañan acerca de sus propios actos, mientras que las mujeres prefieren engañarse acerca de lo que hacen otras personas.
—¿Seguramente, los hombres? —preguntó él.
—Sí.
No hubiera podido ser más categórico un químico que estuviera leyendo la tabla periódica de los elementos.
Él terminó el calvados pero no se sirvió más. Estuvieron en silencio mucho rato, mientras él meditaba.
—Da la impresión de que los hombres lo tienen más fácil.
—¿Y cuándo no?
A la mañana siguiente, Brunetti interpretaba el comentario de Paola, de que desde hacía una semana él no había pensado más que en la
signorina
Elettra, lo cual era cierto, como una señal de que su mujer creía tener motivos para estar celosa. Convencido como estaba de que no era así, su preocupación por la joven persistía, embotando su instinto habitual de recelar de todos los que intervenían en un caso. Por eso no reparaba en ciertas señales ni tiraba de cabos sueltos.
Marotta regresó y se hizo cargo de la
questura.
Como en Venecia no solía haber asesinatos y él era ambicioso, pidió el expediente de los Bottin y, después de leerlo, anunció su intención de encargarse del caso.
Brunetti, al no encontrar el número del
telefonino
de la
signorina
Elettra, estuvo media hora sentado delante del ordenador, tratando de acceder a las listas de TELECOM, hasta que se rindió y pidió a Vianello que le buscara el número. Cuando lo tuvo, dio las gracias al sargento y subió a su despacho, para hacer la llamada. El teléfono sonó ocho veces y entonces una voz le dijo que el teléfono estaba fuera de servicio y, si lo deseaba, podía dejar un mensaje en el buzón de voz. Ya iba a dar su nombre cuando recordó cómo había mirado ella a aquel joven que ahora ya tenía nombre y entonces, llamándola Elettra a secas y tuteándola, le dijo que llamara a Guido al trabajo.