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Authors: Donna Leon

Tags: #Intriga

Un mar de problemas (19 page)

BOOK: Un mar de problemas
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—Lo siento,
signora;
pero, antes de hablar con usted, quería saber qué tenían que decir los otros.

—Pase, pase —dijo ella, dando media vuelta y guiándolo hacia la parte trasera de la casa. Él la siguió por un pasillo largo y húmedo hasta una cocina en la que entraba la luz por una puerta abierta. No se notaba cambio de temperatura, ni calor que disipara la humedad que la proximidad del mar concentraba en el pasillo. Tampoco había aromas de guisos que disfrazaran el tufo opresivo a moho, lana y a algo selvático y animal que Brunetti no podía identificar.

Ella le señaló una silla junto a la mesa y, sin ofrecerle algo de beber, se sentó frente a él.

Brunetti sacó una libretita del bolsillo lateral de la chaqueta, la abrió y quitó el capuchón a la estilográfica.

—¿Su nombre,
signora
? —preguntó, cuidando de hablar en italiano y no en veneciano, al comprender que, cuanto más oficial fuera el tono de la entrevista, mayor sería la satisfacción de la mujer por haber conseguido que al fin las autoridades prestaran atención a las muchas cosas que ella llevaba dentro desde hacía tantos años, y con tanta discreción.

—Boscarini —dijo ella—. Clemenza.

Él escribió en silencio, sin comentarios.

—¿Cuánto hace que reside aquí,
signora
Boscarini?

—Toda la vida —respondió ella, hablando también en italiano, con audible dificultad—. Sesenta y tres años.

Experiencias o emociones que él no podía imaginar la habían hecho aparentar diez años más, pero Brunetti se limitó a tomar nota.

—¿Y su marido,
signora
? —preguntó Brunetti, seguro de que la mujer se sentiría halagada si él daba por hecho que estaba casada, y tomaría como una ofensa que él le preguntara por su estado civil.

—Murió. Hace treinta y cuatro años. En una tormenta. —Brunetti anotó el hecho, por su relevancia. Levantó la mirada y decidió no preguntar por hijos.

—¿Ha tenido siempre los mismos vecinos,
signora
?

—Sí; menos los Rugoletto, que viven tres puertas más abajo —dijo, con un airado movimiento de la barbilla hacia la izquierda—. Vinieron de Burano hace doce años, cuando murió el abuelo de la mujer y les dejó la casa. Ella es sucia —sentenció en tono despectivo y recalcó, para asegurarse de que él comprendía—:
Buranesi.

Brunetti gruñó en señal de conformidad y, sin más preámbulos, preguntó:

—¿Conocía a la
signora
Follini?

A eso, ella sonrió regodeándose, y rápidamente borró la expresión. Brunetti oyó un leve sonido, la miró y tardó un instante en darse cuenta de que ella estaba relamiéndose, literalmente: se pasaba la lengua por los labios como liberándolos para que al fin pudieran dejar salir la cruda verdad.

—Sí —dijo finalmente—; la conocía a ella y conocía a sus padres. Buenas personas, muy trabajadores. Ella los mató. Los mató a disgustos, tan cierto como si hubiera clavado un puñal en el corazón de la pobre madre.

Brunetti, mirando el cuaderno para esconder la cara, escribía y hacía ruidos con la garganta animándola a continuar.

Ella hizo una pausa, volvió a pasar la lengua por los labios y prosiguió:

—Era una puta y una drogadicta que llevó la enfermedad y la deshonra a su familia. No me extraña que haya muerto, ni que haya muerto así. Lo raro es que haya tardado tanto. —Calló un momento y agregó con una voz almibarada que hizo cerrar los ojos a Brunetti—: Que Dios se apiade de su alma.

Dejando a la divinidad tiempo suficiente para atender la petición, Brunetti preguntó:

—¿Dice que era una prostituta,
signora
? ¿Aquí? ¿Lo era todavía?

—Ya era puta de jovencita. La que empieza así se pierde para siempre, le toma gusto. —Su voz tenía certidumbre y repugnancia—. Debía de seguir haciendo lo mismo. Seguro.

Brunetti volvió la hoja, compuso la expresión y levantó la cara con una sonrisa estimulante.

—¿Conoce usted a alguien que pudiera ser cliente suyo?

Vio que la mujer iba a contestar y, al pensar en las consecuencias de una falsa acusación, cerraba la boca.

—¿O sospecha de alguien,
signora
? —Como ella titubeara, el comisario cerró la libreta y puso encima la estilográfica, después de taparla con el capuchón—. A veces, para nosotros es importante tener una visión de conjunto, aun sin pruebas. Es suficiente para situarnos en el buen camino, para saber por dónde podemos empezar a buscar. —La mujer callaba y él prosiguió—: Y son sólo los ciudadanos más honrados y valientes los que pueden ayudarnos,
signora,
sobre todo en una época en la que la gente tiende a cerrar los ojos ante la inmoralidad y los comportamientos que destruyen la unidad de la familia y corrompen la sociedad. —Estuvo tentado de decir «sagrada unidad», le pareció excesivo y optó por moderar la estupidez. Pero surtió efecto en la
signora
Boscarini.

—Stefano Silvestri. —El nombre se deslizó entre sus labios como un reptil. Era el del hombre que había dicho que él llevaba a su mujer al Lido una vez a la semana para hacer la compra—. Ése estaba siempre en la tienda, como el perro que husmea a la perra, para ver si ella estaba dispuesta.

Brunetti recibió la información con otro de sus so nidos de aceptación, pero no acercó la mano a la libreta. Como animada por esa prueba de discreción, la mujer prosiguió:

—Ella hacía como que no le interesaba, se burlaba de él delante de la gente, pero yo sé lo que hacía. Todos lo sabíamos. Lo provocaba. —Brunetti escuchaba con calma, tratando de recordar si había visto a esa mujer en la escalera de la iglesia y preguntándose lo que ir a misa podía significar para una persona como ella.

—¿Sabe de otro u otros que pudieran mantener relaciones con ella? —preguntó.

—La gente hablaba —empezó a decir deseosa de informarle—. Otro hombre casado —prosiguió, con sus labios jugosos y entusiastas—. Un pescador. —Él pensó que iba a dar el nombre, pero entonces la vio medir las consecuencias, y dijo tan sólo—: Seguro que había muchos más. —Como Brunetti recibiera en silencio esa calumnia, la mujer dijo—: Ella los provocaba.

—Desde luego —se permitió decir él. Se preguntaba Brunetti qué sería peor, si morir en el mar o pasar treinta y cuatro años al lado de esa mujer. Al advertir que ella no parecía dispuesta a decir más, y suponiendo que lo que le había dado era información y no simple despecho o envidia, él se puso en pie, recogió la libreta y la estilográfica, las guardó en el bolsillo y dijo—: Muchas gracias por su ayuda,
signora.
Puede estar segura de que todo lo que me ha dicho será tratado con la mayor discreción. Personalmente, me gustaría agregar que pocas veces se encuentra a un testigo dispuesto a darnos esta clase de información. —Era un puyazo pequeño, y ella no pareció acusarlo, pero no dejaba de ser un puyazo, e hizo que él se sintiera mejor. Con todas las fórmulas de cortesía de rigor, Brunetti se despidió, contento de escapar de aquella casa, aquellas palabras y aquella lengua viscosa y reptil.

Según lo convenido, él y Vianello se encontraron a las cinco en el bar. Pidieron café y, cuando el camarero se alejó, después de ponerles delante las tazas, Brunetti preguntó:

—¿Y bien?

—Había alguien —dijo Vianello—. Un hombre.

Brunetti rompió dos bolsitas de azúcar, las vació en el café, lo removió y lo bebió de un tirón.

—¿Quién? —preguntó, observando que Vianello seguía tomando el café sin azúcar, costumbre que, según había oído decir a su abuela, «aclaraba la sangre», aunque no estaba seguro de lo que eso significaba.

—Ni idea. Y sólo un hombre ha dicho algo, algo de que la
signora
Follini siempre se levantaba antes del amanecer, a pesar de que no abría la tienda hasta las ocho. En realidad, no es tanto lo que ha dicho como la forma de decirlo, y la mirada que le ha lanzado su mujer.

Eso era todo lo que había conseguido Vianello, y no parecía mucho. Podría tratarse de Stefano Silvestri, aunque Brunetti no creía que su mujer fuera de las que permiten al marido estar antes del amanecer más que en la cama con ella o en el barco, faenando.

—He visto a la
signorina
Elettra —dijo Vianello.

Brunetti se obligó a sí mismo a esperar un momento antes de preguntar:

—¿Dónde?

—Camino de la playa.

Brunetti se abstuvo de preguntar y, al cabo de lo que parecía mucho tiempo, Vianello agregó:

—Iba con ese hombre.

—¿Sabe quién es él?

Vianello movió negativamente la cabeza.

—Supongo que lo más práctico será pedir a Bonsuan que lo pregunte a su amigo.

A Brunetti no le gustaba la idea; no deseaba hacer algo que llamara la atención hacia la
signorina
Elettra.

—Sería preferible preguntar a Pucetti.

—Para eso hará falta que vuelva al trabajo —dijo Vianello mirando al fondo del bar, donde el dueño conversaba animadamente con dos hombres.

—¿Dónde vive?

—En casa de un primo o no sé qué del dueño. Está cerca.

—¿Podemos ponernos en contacto con él?

—No; no ha traído el
telefonino.
Dijo que le daba miedo que alguien lo llamara y dejara un mensaje que lo comprometiera.

—Podríamos haberle dado otro aparato del que sus amigos no tuvieran el número —dijo Brunetti con impaciencia.

—Tampoco lo quiso. Dijo que nunca se sabe.

—¿Qué es lo que nunca se sabe? —inquirió Brunetti.

—No lo aclaró. Imagino que pensaría que alguien de la
questura
podía decir que le habían dado un móvil para una misión especial, o que alguien podía llamarlo, o que alguien podía escuchar nuestras llamadas.

—¿No es un poco paranoico todo eso? —preguntó Brunetti, aunque más de una vez él había pensado en la tercera posibilidad.

—A mí me parece que lo más seguro es pensar siempre que alguien está escuchando todo lo que dices.

—Ésa no es forma de vivir —dijo Brunetti con vehemencia, porque así lo creía.

Vianello se encogió de hombros.

—¿Qué hacemos?

Brunetti, recordando el comentario de Rizzardi sobre el «rollo fuerte» dijo:

—Me gustaría saber con quién andaba. —Notó que Vianello lo miraba y aclaró—: Me refiero a la
signora
Follini.

—Sigo pensando que lo mejor será pedir a Bonsuan que hable con su amigo. Esta gente no nos dirá nada. Por lo menos, directamente.

—Una mujer me ha contado que la
signora
Follini todavía tentaba a los hombres del pueblo al pecado —dijo Brunetti, entre sarcástico y asqueado.

—Seguramente, uno de los tentados sería su marido o el vecino de al lado.

—Dos puertas más abajo.

—Da lo mismo.

Brunetti decidió volver a la lancha para pedir a Bonsuan que hablara con su amigo. No fue necesario ir tan lejos, porque al salir del bar se tropezaron con el piloto que precisamente volvía de almorzar en casa de su amigo, y habían pasado parte de la tarde tomando
grappa
y hablando de sus días en el ejército. Después de revivir la campaña de Albania y de brindar por los tres venecianos que no habían vuelto, empezaron a hablar de su vida actual. Bonsuan había puesto cuidado en dejar bien claro hacia dónde se orientaba su lealtad, declarando la intención de retirarse de la policía lo antes posible.

Mientras los tres policías caminaban lentamente hacia la lancha, Bonsuan explicó que la averiguación había resultado relativamente fácil y, al despedirse, casi vacía la botella de
grappa,
ya conocía el nombre del amante de Luisa Follini.

—Vittorio Spadini —dijo no sin orgullo—. De Burano. Pescador. Casado, tres hijos, dos chicos, pescadores y una chica, casada con un pescador.

—¿Y? —dijo Brunetti.

Quizá por efecto de la
grappa
o quizá por la reciente charla acerca de su retiro, Bonsuan contestó:

—Y, probablemente, eso es más de lo que usted y Vianello conseguirían en una semana. —Sorprendido al oírse a sí mismo hablar así, agregó—: Señor. —Pero el tiempo que transcurrió entre la respuesta y el tratamiento fue largo.

Se hizo un silencio, que rompió el propio Bonsuan al decir:

—Pero él ya no pesca. Perdió el barco hará unos dos años.

Brunetti, recordando al marido de la
signora
Boscarini, preguntó:

—¿En un naufragio?

Bonsuan descartó la idea con un enérgico movimiento de la cabeza.

—No. Algo Peor. Impuestos. —Antes de que Brunetti pudiera preguntar cómo podían los impuestos ser peor que un naufragio, Bonsuan explicó—: La Guardia di Finanza le puso una multa por tres años de fraude en las declaraciones de ingresos. Él estuvo un año litigando, pero al final perdió. Siempre pierdes. Se quedaron con el barco.

—¿Por qué es eso peor que un naufragio? —preguntó Vianello.

—Si pierdes el barco en un naufragio, cobras del seguro. Pero con esos hijos de puta de la Finanza no hay seguro que valga.

—¿Cuánto le pedían? —preguntó Brunetti, consciente, una vez más, de lo poco que sabía del mundo de los barcos y de los hombres que se embarcaban.

—Quinientos millones. Era lo que calculaban que había defraudado más la multa. Pero no hay quien tenga tanto dinero en efectivo, y tuvo que vender el barco.

—Pero, ¿tanto pueden valer? —preguntó Brunetti.

Bonsuan lo miró con extrañeza.

—Un barco tan grande como el suyo vale mucho más. Puede llegar a los mil millones.

—Si le pedían quinientos millones por tres años —terció Vianello—, es que probablemente defraudó el doble, o el triple.

—Es posible —convino Bonsuan no sin un punto de orgullo por el ingenio de los hombres de la laguna—. Ezio me ha dicho que Spadini creía que ganaría. El abogado le dijo que apelara, pero seguramente lo hizo para hinchar la minuta. Al fin, Spadini no pudo evitar que le quitaran el barco. Si hubiera pagado la multa con dinero contante y sonante, hubieran empezado a hacer preguntas —dijo el piloto—, porque hubieran sospechado que dinero tenía, escondido en inversiones y cuentas secretas, como tanta de la riqueza de Italia. —Mirando de soslayo a Vianello, el piloto apuntó—: Dicen que el juez era de los
verdes.

El sargento lo asaeteó con la mirada, pero no dijo nada.

—Y que tenía antipatía a los
vongolari
por lo que le están haciendo a la laguna.

A esto, Vianello dijo al fin, con una amenazadora tensión en la voz:

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