Brunetti llamó después a Vianello y le pidió que volviera al ordenador, ahora, para ver si encontraba algo sobre un tal Carlo Targhetta, quizá residente en Pellestrina. La voz de Vianello era perfectamente neutra al repetir el nombre, lo que dio a entender a Brunetti que el sargento ya había hablado con Pucetti y sabía quién era el hombre.
Brunetti sacó una hoja de papel del cajón y escribió el nombre de Bottin en el centro, el de Follini a la izquierda y el de Spadini al pie. Trazó una línea que unía a Spadini con Follini. A la derecha del de Spadini, escribió el nombre de Sandro Scarpa, el hermano del camarero, de quien se decía que había tenido una pelea con Bottin, y enlazó su nombre con el de Scarpa. Debajo escribió el nombre del camarero desaparecido. Luego se quedó mirando aquellos nombres, como si esperase que empezaran a moverse sobre el papel o que aparecieran otras líneas que establecieran entre ellos conexiones interesantes. No apareció nada. Volvió a tomar el bolígrafo y escribió el nombre de Carlo Targhetta en un discreto rincón, consciente de que lo escribía en letras más pequeñas que las que había utilizado para los otros.
Seguía sin pasar nada. Abrió el cajón del centro, guardó el papel y bajó a ver qué había encontrado Vianello.
El sargento había estado deambulando por los archivos de varias agencias gubernamentales, para averiguar si Carlo Targhetta había hecho el servicio militar y si había tenido algún problema con la policía. Al parecer, todo lo contrario, o eso dijo Vianello cuando Brunetti entró en el despacho de la
signorina
Elettra, cuyo ordenador estaba usando el sargento.
—Estaba en la Guardia di Finanza —dijo Vianello, sorprendido.
—Y ahora es pescador —terminó Brunetti.
—Probablemente, gana mucho más —comentó Vianello.
Aunque eso parecía indiscutible, no dejaba de ser un cambio de ocupación extraño, y los dos se preguntaban cuál podía ser la causa.
—¿Cuándo lo dejó? —preguntó Brunetti.
Vianello pulsó varias teclas, miró la pantalla, tecleó un poco más y dijo:
—Hace unos dos años.
Los dos pensaron lo mismo, pero Brunetti fue el primero en mencionar la coincidencia.
—Cuando Spadini perdió el barco.
—Aja —exclamó Vianello, borrando la pantalla—. A ver si descubrimos por qué se fue —dijo, al tiempo que hacía brotar nueva información. Durante varios segundos, fueron desfilando letras y números que aparecían y desaparecían en rápida sucesión, como persiguiéndose. Tras lo que pareció un lapso de tiempo muy largo, Vianello dijo:
—Eso no nos lo dirán, comisario.
Brunetti se inclinó hacia la pantalla y vio muchos números y símbolos incomprensibles y sólo al pie pudo leer: «Sólo uso interno, ver carpeta correspondiente», a lo que seguía una serie de números y letras, probablemente, el archivo en el que se encontraría la razón de la baja de Carlo Targhetta.
Vianello, señalando con el índice la frase del pie, preguntó:
—¿Le parece que eso puede significar algo?
—Todo significa algo, ¿no? —respondió Brunetti. También él sentía curiosidad—. ¿Usted conoce a alguien? —preguntó entonces. Es la pregunta que inicia el proceso secular por el que se gestionan los asuntos en Venecia: ¿tienes algún amigo, pariente o compañero de clase, que te deba un favor?
—La madrina de Nadia, comisario —dijo Vianello, después de reflexionar un momento—. Su marido era coronel.
—¿No estarían invitados a la cena de su aniversario? —preguntó Brunetti.
Vianello sonrió al recordar el favor que Brunetti le debía.
—No, señor. Se retiró hace tres años, pero aún debe de tener influencia.
—¿Y quiere mucho a Nadia?
Vianello dijo, con sonrisa de tiburón.
—Como a una hija, comisario. —Alargó la mano hacia el teléfono—. A ver qué nos encuentra.
Por la brevedad del preámbulo, Brunetti dedujo que Vianello había comunicado directamente con el coronel. Luego le oyó explicar su petición. Cuando Vianello, tras una corta pausa, dijo únicamente: «En junio de hace dos años», Brunetti supuso que el coronel no se había preocupado de preguntar por qué quería aquella información el sargento. Y cuando le oyó decir: «De acuerdo. Te llamaré mañana por la mañana», el comisario volvió a su despacho.
A la mañana siguiente, Brunetti salió de casa antes de que Paola se despertara, rehuyendo así contestar preguntas acerca de la marcha de la investigación. Como la
signorina
Elettra no había contestado su llamada ni le había llamado el día antes a la
questura,
él tenía la esperanza de que le hubiera hecho caso y regresado de Pellestrina, y que ahora la encontraría sentada a su mesa, con uno de sus vestidos de primavera, contenta de estar de regreso y más que contenta de volver a verlo.
Pero ya es sabido que los deseos rara vez se traducen en realidades, y ella no se hallaba en su sitio. El ordenador estaba inactivo y la pantalla, apagada, y Brunetti apresuró el paso hacia su propio despacho, antes de que aquella imagen pudiera despertar en él algún presentimiento.
Al pasar por la oficina de los agentes, vio a Vianello en su mesa, con una pistola desmontada ante sí. Las piezas metálicas estaban diseminadas sobre una hoja de la
Gazetta dello Sport,
cuyo papel rosado era tan incongruente con la muda amenaza del arma como un bailarín de ballet con un puño americano.
—¿Qué ha pasado?
El sargento levantó la mirada y sonrió.
—Es de Alvise, señor. La ha desmontado para limpiarla y luego no se acordaba de cómo se monta.
—¿Dónde está él? —preguntó Brunetti mirando en derredor.
—Ha salido a tomar un café.
—¿Y la ha dejado aquí?
—Sí, señor.
—¿Y usted qué hace?
—He pensado en montarla por él y dejársela en la mesa.
Brunetti asintió.
—Sí, será lo mejor.
Desentendiéndose de la pistola, Vianello dijo:
—Me ha llamado el coronel.
—¿Y?
—Dice que no puede hablar.
—¿Y eso significa…?
—Probablemente, que no han querido decirle nada.
—¿Por qué?
Vianello buscó la mejor forma de decirlo y finalmente dijo:
—Era coronel y estaba acostumbrado a que todos le obedecieran. Y, si no han querido decirle por qué se fue Targhetta, debe de molestarle reconocerlo, y dice que no está autorizado a revelar la información. —Hizo una pausa y agregó—: Es su manera de salvar la faz. Así parece que es decisión suya.
—¿Está seguro?
—No, señor. Pero es la explicación más plausible. —Otra pausa—. Además, me debe varios favores. Estoy seguro de que, si pudiera, me lo diría.
Brunetti se quedó pensativo y entonces, al comprender que Vianello había tenido más tiempo que él para reflexionar, preguntó:
—¿Usted qué opina?
—Debieron de pillar a Targhetta en algún trapicheo, pero no pudieron probarlo o no quisieron exponerse a las consecuencias de arrestarlo o expedientarlo. Así que lo dejaron marchar tranquilamente.
—¿Y lo anotaron en el expediente?
—Aja —convino Vianello, volviendo su atención a la pistola. Rápidamente, con dedos expertos, fue montando las piezas. A los pocos segundos, la pistola había recobrado su aspecto frío y letal.
Apartando el arma a un lado, el sargento dijo:
—Me gustaría que estuviera aquí.
—¿Quién?
—La
signorina
Elettra.
No sabía exactamente por qué, Brunetti agradeció que su sargento no se refiriera a ella con familiaridad.
—Sí; sería una gran ayuda —dijo. Se sentía atorado. De pronto, se daba cuenta de lo mucho que, durante los últimos años, había llegado a depender de ella—. ¿Hay alguien más?
—Desde que ha llamado el coronel, no pienso en otra cosa —dijo Vianello—. Sólo se me ocurre una persona que pueda ayudarnos.
—¿Quién?
—No le va a gustar, comisario.
Brunetti comprendió que esto sólo podía significar una cosa, es decir, una persona.
—Ya sabe que preferiría no tener tratos con Galardi —dijo. Stefano Galardi dueño y presidente de una empresa de
software,
había ido a la escuela con Vianello, pero hacía ya mucho tiempo que, en su vertiginoso ascenso a las grandes alturas del cibercapital, había dejado atrás todos sus recuerdos de Castello, donde se había criado en una casa sin calefacción ni agua caliente. Galardi había escalado las cumbres de la sociedad y de las finanzas y tenía acceso, más aún, era recibido con honores en todas las mesas de la ciudad, salvo en la de Guido Brunetti donde, seis años antes, estando más que bebido, se había más que insinuado a Paola, hasta que un más que sobrio e indignado marido le dijo que se fuera.
Como Galardi estaba convencido de que, hacía más de veinte años, después de una fiesta del Redentore bastante movida, Vianello le había salvado de morir ahogado, antes de la llegada a la
questura
de la
signorina
Elettra, se prestaba a proporcionar ciertos datos informáticos. Una de las mayores alegrías que había deparado a Brunetti el talento de la
signorina
Elettra era la de haberle librado de la necesidad de pedir favores a Galardi.
Los dos callaron hasta que, al fin, Brunetti suspiró:
—De acuerdo. Llámelo. —Salió de la oficina, porque no quería estar presente cuando Vianello hiciera la llamada.
Su curiosidad quedó satisfecha dos horas después cuando Vianello entró en su despacho y, sin ser invitado, se sentó frente a su superior.
—Hasta ahora no ha conseguido entrar —dijo.
—¿Y qué ha encontrado?
—Lo que me figuraba. Lo pillaron manipulando ciertas pruebas de un caso y lo echaron.
—¿Qué pruebas? ¿Y qué caso?
Vianello empezó por la primera pregunta.
—Lo único que ha podido darme es el significado del código. —Al observar el desconcierto de Brunetti, dijo—: ¿Recuerda la serie de números y letras que había al pie del informe?
—Sí.
—Ha encontrado la clave. —Vianello siguió hablando, sin obligar a Brunetti a preguntar—. Me ha dicho que lo usan en los casos en los que un funcionario de la Finanza pasa por alto pruebas, o las oculta o trata de influir en el resultado de una investigación.
—¿Por qué procedimiento?
—Por el mismo que usamos nosotros —respondió un cínico Vianello—. Mirando para otro lado cuando el dueño de la tienda de comestibles no da la
ricevuta fiscale.
No recordando cómo ha empezado una pelea entre un agente de policía y un civil. Esas cosas.
Haciendo caso omiso del segundo ejemplo de Vianello, Brunetti preguntó:
—En este caso, ¿qué hizo él? Concretamente.
—Eso no ha podido descubrirlo. No está en el archivo. —Vianello dio tiempo a Brunetti para que digiriera el significado de esto y agregó—: Pero el caso era el de Spadini. El nombre no figura, pero el número de referencia de uno de los casos que llevaba Targhetta en aquel entonces coincide con el que se indica para Spadini.
Brunetti reflexionó. La vida le había enseñado a desconfiar de las coincidencias, como le había enseñado también a considerar coincidencia cualquier conjunción de hechos o personas aparentemente fortuita y, por consiguiente, desconfiar también de ella.
—¿Pucetti? —preguntó.
Vianello movió la cabeza negativamente.
—Ya le he preguntado, comisario, pero no sabe absolutamente nada de Targhetta. Sólo lo ha visto varias veces en el bar.
—¿Con Elettra?
—Eso no me lo ha dicho, comisario.
Brunetti no advirtió lo evasiva que era la respuesta de Vianello. Estaba pensando en varias posibilidades de actuación, entre ellas, la de ir personalmente a Pellestrina. Al fin preguntó:
—¿Le parece que Bonsuan podría sacarle algo a su amigo si lo llama?
—La única forma de averiguarlo es preguntar a Bonsuan —sonrió Vianello—. Hoy no tiene servicio. Podría llamarlo a su casa.
Así se hizo, y Bonsuan accedió a hablar con su amigo. Les llamó al cabo de diez minutos, para decir que su amigo no estaba y que no volvería hasta la noche.
Eso dejó a Brunetti y Vianello sin otra cosa que hacer más que cavilar y preocuparse. El sargento, que prefería preocuparse por su cuenta, bajó a su oficina.
Brunetti pensaba en todos los favores que debía y que le debían como en una baraja mugrienta por el uso. Tú me dices esto y yo te digo esto otro; tú me das eso y yo te lo pago con esto. Tú me das una carta de recomendación para mi primo y yo me encargo de que tu solicitud de un amarradero para tu barco sea atendida esta semana. Sentado a su escritorio, con la mirada en el vacío, mentalmente, sacó la baraja y empezó a pasar las cartas. De vez en cuando, separaba una y seguía pasando, contemplaba otra, dudaba, la ponía con las demás y seguía. Luego volvía a la primera carta y la miraba fijamente, tratando de recordar cuándo había sido la última vez que la había sacado. No la sacó él sino Paola, que dedicó varios días a preparar a la hija de aquel hombre para los exámenes finales de literatura en la universidad. La chica aprobó con nota. Sin duda, Brunetti podía sentirse más que justificado al jugar aquella carta.
Hacía diez años, el padre de la chica, Aurelio Costantini, había sido dado de baja discretamente del servicio en la Guardia di Finanza, después de haber sido absuelto de los cargos de asociación con la Mafia. Los cargos estaban fundados, pero las pruebas resultaron insuficientes, por lo que se dio el retiro al general, con toda la pensión, en recompensa por sus muchos años de servicio diligente, a dos bandos.
Brunetti lo llamó a su casa y le expuso la situación. Con prudencia y sencillez, señaló que el asunto no tenía nada que ver con la Mafia. El general, recordando quizá que su hija optaba a un puesto docente en Ca'Foscari, no hubiera podido mostrarse más deseoso de ayudar, y dijo a Brunetti que lo llamaría antes del almuerzo.
Hombre de palabra, el general llamó bastante antes de mediodía. Dijo que iba a ver a un amigo que aún trabajaba en la Finanza y que, si Brunetti quería reunirse con él dentro de una hora para tomar una copa, le daría una copia del
dossier
completo de Targhetta.
Brunetti marcó el número de su casa y, congratulándose de poder hablar al contestador, dejó el mensaje de que no iría a almorzar pero que por la tarde volvería a la hora de siempre. El general era un hombre distinguido, con el pelo blanco y el porte erguido de un oficial de caballería, que se comía las erres al hablar, con ese acento común a las clases altas y a los que aspiran a entrar en ellas. El general tomó un
prosecco,
mientras Brunetti, al ver el tamaño de la carpeta que el general puso en el mostrador entre los dos, consumió rápidamente dos emparedados a modo de almuerzo. Al igual que venían haciendo el resto de los venecianos durante los tres últimos meses, los dos hombres hablaron del tiempo e hicieron votos por una pronta llegada de la lluvia que limpiara los establos de Augias en que se habían convertido las calles más estrechas.